Texto de Denise Dresser, en el Foro "México Frente a la Crisis: ¿Qué hacer para crecer?
Cámara de Diputados, 29 de enero de 2009;
México es un país privilegiado. Tiene una ubicación geográfica extraordinaria y cuenta con grandes riquezas naturales. Está poblado por millones de personas talentosas y trabajadoras.
Pero a pesar de ello, la pregunta perenne sigue siendo ¿por qué no crece a la velocidad que podría y debería? ¿Por qué seguimos discutiendo este tema año tras año, foro tras foro?
Aventuro algunas respuestas, y les pediría que me acompañaran en un ejercicio intelectual, recordando aquel famoso libro de Madame Calderón de la Barca llamado "La Vida en México", escrito en el siglo XVII, en el cual intenta describir las principales características del país.
Si Madame Calderón de la Barca escribiera su famoso libro hoy, tendría que cambiarle el título a "Oligopolilandia". Porque desde el primer momento en el que pisara el país, se enfrentaría a los síntomas de una economía política disfuncional, con problemas que la crisis tan sólo agrava.
Aterrizaría en uno de los aeropuertos más caros del mundo, se vería asediada por maleteros que controlan el servicio, tomaría un taxi de una compañía que se ha autodecretado un aumento del 30 por ciento en las tarifas, y si tuviera que cargar gasolina lo haría nada más en Pemex.
En el hotel habría 75 por ciento de probabilidades de que consumiera una tortilla vendida por un solo distribuidor, y si se enfermara del estómago y necesitara ir a una farmacia, descubriría que las medicinas allí cuestan más que en otros lugares que ha visitado. Si le hablara de larga distancia a su esposo para quejarse de esta situación, pagaría una de las tarifas más elevadas de la OCDE. Y si prendiera la televisión para distraerse ante el mal rato, descubriría que sólo existen dos cadenas.
Para entender la situación en la que se encuentra, tendría que recordar lo que dijo Guillermo Ortiz hace unos días: no hemos creado las condiciones para que los recursos se usen de manera eficiente; o tendría que leer el libro "Good Capitalism/Bad Capitalism", que explica por qué algunos países prosperan y otros se estancan; por qué algunos países promueven la equidad y otros no logran asegurarla.
La respuesta se encuentra en la mezcla correcta de Estado y mercado, de regulación e innovación. La clave del éxito -o del fracaso- se halla en el modelo económico: en la decisión de promover el capitalismo de Estado o el capitalismo oligárquico o el capitalismo de las grandes empresas o el capitalismo democrático.
Hoy México es un ejemplo clásico de lo que el Nobel de Economía Joseph Stiglitz denomina "crony capitalism": el capitalismo de cuates, el capitalismo de cómplices, el capitalismo que no se basa en la competencia sino en su obstaculización.
Ese andamiaje de privilegios, "posiciones dominantes" y nudos sindicales en sectores cruciales -telecomunicaciones, servicios financieros, transporte, energía- que aprisiona a la economía y la vuelve ineficiente. Una mezcla de capitalismo de Estado y capitalismo oligárquico.
Hoy, México -inmerso en la crisis- está aún lejos de acceder al capitalismo dinámico donde el Estado no protege privilegios, defiende cotos, elige ganadores y permite la perpetuación de un pequeño grupo de oligarcas con el poder para vetar reformas que los perjudican.
Al capitalismo en el cual las autoridades crean condiciones para los mercados abiertos, competitivos, innovadores, que proveen mejores productos a precios más baratos para los consumidores. Para los ciudadanos.
Hoy, México carga con los resultados de esfuerzos fallidos por modernizar su economía durante los últimos 20 años. Las reformas de los 80 y 90 entrañaron la privatización, la liberalización comercial.
Pero esas reformas no produjeron una economía de mercado dinámica debido a la ausencia de una regulación gubernamental eficaz, capaz de crear mercados funcionales, competitivos.
En vez de transparencia y reglas claras, prevaleció la discrecionalidad entre los empresarios que se beneficiaron de las privatizaciones y los funcionarios del gobierno encargados de regularlos.
Las declaraciones de Agustín Carstens el martes pasado, en torno a la necesidad de combatir los monopolios en telefonía son bienvenidas. Lamentablemente, se dan 18 años tarde. Y allí están los resultados de reformas quizás bien intencionadas, pero mal instrumentadas: una economía que no crece lo suficiente, una élite empresarial que no compite lo suficiente, un modelo económico que concentra la riqueza y distribuye mal la que hay.
Hoy, México está atrapado por una red intrincada de privilegios y vetos empresariales y "posiciones dominantes" en el mercado que inhiben un terreno nivelado de juego.
Una red descrita en el famoso artículo de la economista Anne Krueger: "The Political Economy of the Rent-Seeking Society" ("La Economía Política de la Sociedad Rentista").
Una red que opera a base de favores, concesiones y protección regulatoria que el gobierno ofrece y miembros de la cúpula empresarial exigen como condición para invertir. ¿Quién? Alguien como el dueño una distribuidora de maíz o el concesionario de una carretera privada o el comprador de un banco rescatado con el Fobaproa o el principal accionista de Telmex o el operador de una Afore.
Estos actores capturan rentas a través de la explotación o manipulación del entorno económico en lugar de generar ganancias legítimas a través de la innovación o la creación de riqueza.
Y los consumidores de México contribuyen a la fortuna de los rentistas cada vez que pagan la cuenta telefónica. La conexión a Internet. La cuota en la carretera. La tortilla con un precio fijo. La comisión de las Afores. La comisión por la tarjeta de crédito. Ejemplo tras ejemplo de rentas extraídas a través de la manipulación del mercado.
Y el rentismo acentúa la desigualdad, produce costos sociales, dilata el desarrollo, disminuye la productividad, aumenta los costos de transacción en una economía que -ante el imperativo de la competitividad- necesita disminuirlos.
Para extraer rentas, los "jugadores dominantes" han erigido altas barreras de entrada a nuevos jugadores, creando así cuellos de botella que inhiben la innovación y, por ende, el aumento de la productividad.
Estos cuellos de botella inhiben el crecimiento de México en un mundo cada vez más globalizado y competitivo, y son una razón clave detrás de la persistente desigualdad social, como lo sugiere el reporte del Banco Mundial sobre México titulado: "Más Allá de la Polarización Social y la Captura del Estado".
La concentración de la riqueza y del poder económico entre esos "jugadores dominantes" con frecuencia se traduce en ventajas injustas, captura regulatoria y políticas públicas que favorecen intereses particulares.
Peor aún, convierte a representantes del interés público -muchos de los diputados y senadores sentados aquí- en empleados de los intereses atrincherados. Convierte al gobierno en empleado de las personas más poderosas del país
Y lleva a las siguientes preguntas: ¿Quién gobierna en México? ¿El Senado o Ricardo Salinas Pliego cuando logra controlar los vericuetos del proceso legislativo? ¿La Secretaría de Comunicaciones y Transportes o Unefon? ¿La Comisión Nacional Bancaria o los bancos que se rehúsan a cumplir con las obligaciones de transparencia que la ley les exige? ¿La Secretaría de Educación Pública o Elba Esther Gordillo? ¿La Comisión Federal de Competencia o Carlos Slim? ¿Pemex o Carlos Romero Deschamps? ¿Ustedes o una serie de intereses que no logran contener?
Porque ante los vacíos de autoridad, la captura regulatoria y las decisiones de política pública que favorecen a una minoría, la respuesta parece obvia.
México hoy padece lo que algunos llaman "Estados dentro del Estado", o lo que otros denominan "una economía sin un gobierno capaz de regularla de manera eficaz". Eso -y no la caída de la producción petrolera- es lo que condena a México al subdesempeño crónico.
Una y otra vez, el debate sobre cómo promover el crecimiento, cómo fomentar la inversión y cómo generar el empleo se encuentra fuera de foco.
El gobierno cree que para lograr estos objetivos, basta con tenderle la mano al sector privado para que invierta bajo cualquier condición. Y el sector privado, por su parte, piensa que la panacea es que se le permita participar en el sector petrolero, por dar un ejemplo.
Pero ésa es sólo una solución parcial a un problema más profundo. El meollo detrás de la mediocridad de México se encuentra en su estructura económica y en las reglas del juego que la apuntalan.
Una estructura demasiado top heavy o pesada en la punta de la pirámide; una estructura oligopolizada donde unos cuantos se dedican a la extracción de rentas; una estructura de complicidades y colusiones que el gobierno permite y de la cual también se beneficia.
Claro, muchos de los miembros del gobierno de Felipe Calderón, y muchos de los presentes en este foro, hablarán del crecimiento como una prioridad central.
Pero más bien lo perciben como una variable residual. Más bien parecería que buscan -y duele como ciudadana reconocerlo- asegurar un grado mínimo de avance para mantener la paz social, pero sin alterar la correlación de fuerzas existente. Sin cambiar la estructura económica de una manera fundamental.
Y el problema surge cuando ese modelo comienza a generar monstruos; cuando ese apoyo gubernamental a ciertas personas produce monopolios, duopolios y oligopolios que ya no pueden ser controlados; cuando las "criaturas del Estado" -como las llama Moisés Naim- amenazan con devorarlo.
Sólo así se entiende la devolución gubernamental de 550 millones de dólares a Ricardo Salinas Pliego, por intereses supuestamente mal cobrados, un día antes del fin del sexenio de Vicente Fox.Sólo así se entiende el comunicado lamentable de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes hace un año celebrando la alianza entre Telemundo y Televisa, cuando en realidad revela una claudicación gubernamental ante la posibilidad de una tercera cadena.
Sólo así se comprende que nadie levante un dedo para sancionar a TV Azteca cuando viola la ley al rehusarse a transmitir los spots del IFE o se apropia del Cerro del Chiquihuite.
Sólo así se entiende la aprobación de la llamada "Ley Televisa" por la Cámara de Diputados y la de Senadores en 2006.
Sólo así se entiende la posposición ad infinitum en el Senado de una nueva ley de medios para promover la competencia en el sector.
Sólo así se comprende que la reforma de Pemex deje sin tocar el asunto del sindicato.
Sólo así se entiende la posibilidad de dar entrada a Carlos Slim a la televisión sin obligarlo a cumplir con las condiciones de su concesión original.
Síntomas de un gobierno ineficaz. Señales de un gobierno doblegado. Muestras de un gobierno coludido.
Con efectos cada vez más onerosos y cada vez más obvios que la crisis pone en evidencia, porque no logramos reformarnos a tiempo.
Mucha riqueza, pocos beneficiarios. Crecimiento estancado, país aletargado. Intereses atrincherados, reformas diluidas. Poca competencia, baja competitividad. Poder concentrado, democracia puesta en jaque. Un gobierno que en lugar de domesticar a las criaturas que ha concebido, ahora vive aterrorizado por ellas.
¿Cuáles son las consecuencias del mal capitalismo mexicano? Donde las élites tradicionales son fuertes, la gobernabilidad democrática es poco eficaz, los partidos políticos tienden a estar capturados, las reformas tienden a ser minimalistas.
En México, el incrementalismo de la política pública puede ser atribuido a élites tradicionales que usan su poder para bloquear reformas que afectan sus intereses, o asegurar iniciativas que protejan su situación privilegiada.
Si ustedes verdaderamente quieren que México crezca, tendrán que crear la capacidad de regular y reformar en nombre del interés público.
Tendrán que mandar señales inequívocas de cómo van a desactivar esos "centros de veto" que están bloqueando el crecimiento económico y la consolidación democrática: los monopolistas abusivos, los sindicatos rapaces, las televisoras chantajistas, los empresarios privilegiados y sus aliados en el gobierno.
Si ustedes verdaderamente quieren que México prospere, tendrán que tomar decisiones que desaten el dinamismo económico, que fortalezcan la capacidad regulatoria del Estado y contribuyan a construir mercados, que promuevan la competencia y, gracias a ello, aumenten la competitividad.
En pocas palabras, usar la capacidad del Estado para contener a aquéllos con más poder que el gobierno, con más peso que el electorado, con más intereses que el interés público. ¿Qué hacer? Los conmino a leer textos tan influyentes como "The Growth Report" y "The Power of Productivity".
A estar conscientes de lo que todo país interesado en crecer y competir debe hacer para lograrlo.
A saber que ello requiere una economía capaz de producir bienes y servicios de tal manera que los trabajadores puedan ganar más y más.
A entender que ello se basa en la expansión rápida del conocimiento y la innovación; en nuevas formas de hacer las cosas y mejorarlas; en técnicas que aumentan la productividad de manera constante.
A reconocer que las economías dinámicas suelen ser aquellas capaces de promover la competencia y reducir las barreras de entrada a nuevos jugadores en el mercado.
A entender que es tarea del gobierno -a través de la regulación adecuada- crear un entorno en el cual las empresas se vean presionadas por sus competidores para innovar y reducir precios, y pasar esos beneficios a los consumidores.
A comprender que si eso no ocurre, nadie tiene incentivos para innovar. En lugar de ser motores del crecimiento, las empresas protegidas y/o monopólicas terminan estrangulándolo.
En pocas palabras, la competitividad -factor indispensable para atraer la inversión y con ella remontar la crisis, como sugería Sanguinetti- está vinculada a la competencia.
El crecimiento económico está ligado a la competencia. La innovación y, por ende, el dinamismo y la creación de empleos se desprenden de la competencia.
La inversión que se canaliza hacia nuevos mercados y nuevas oportunidades es producto de la competencia. No es una condición suficiente, pero sí es una condición necesaria. No bastará por sí misma para desatar el crecimiento, pero sin ella jamás ocurrirá, por más dinero público que se inyecte a la economía mediante políticas contracíclicas.
Y, ¿cómo empezar a empujar eso? Con una tercera cadena de televisión; con el fomento de la competencia en banda ancha a través de la red de la Comisión Federal de Electricidad; con el fortalecimiento de los órganos regulatorios; con la sanción a quienes violen los términos de su concesión; con la creación de mercados funcionales, como ya se logró con las aerolíneas de bajo costo; con medidas que empiecen a desmantelar cuellos de botella y a domesticar a esas "criaturas del Estado".
La respuesta, como lo sugería Ricardo Lagos, en el fondo es política, no económica.
Tiene que ver con la inauguración de un nuevo tipo de relación entre el Estado, el mercado y la sociedad.
Porque si la clase política de este país no logra construir los cimientos del capitalismo democrático, condenará a México al subdesempeño crónico. Lo condenará a seguir siendo un terreno fértil para los movimientos populares contra las instituciones; un país que cojea permanentemente debido a las instituciones políticas que no logra remodelar; los monopolios públicos y privados que no logra desmantelar; las estructuras corporativas que no logra democratizar.
Será lo que Felipe Calderón llama "un país de ganadores" donde siempre ganan los mismos.
Un lugar donde muchas de las grandes fortunas empresariales se construyen a partir de la protección política, y no de la innovación empresarial.
Un lugar donde el crecimiento en los últimos años ha sido menor que en el resto de América Latina debido a los cuellos de botella que los oligopolios han diseñado, y que sus amigos en el gobierno les ayudan a defender.
Un lugar donde las penurias que Madame Calderón de la Barca enfrentó con los aeropuertos, los maleteros, los taxis, las gasolineras, la telefonía y la televisión son las mismas que padecen millones de mexicanos más.
Ese consumidor sin voz, sin alternativa, sin protección. Ese hombre invisible. Esa mujer sin rostro.
Esa persona que paga -mes tras mes- tarifas telefónicas más altas que en casi cualquier parte del mundo.
Ese estudiante que paga -mes tras mes- una cuenta de Internet superior a la de sus contrapartes en Estados Unidos.
Esa compañía que paga -mes con mes- servicios de telecomunicaciones que elevan sus gastos de operación y reducen sus ganancias.
Miles de personas con comisiones por servicios financieros que no logran entender, con cobros inusitados que nadie puede explicar, parados en la cola de los bancos. Allí varados. Allí desprotegidos. Allí sin opciones. Allí afuera.
Víctimas de un sistema económico disfuncional, institucionalizado por una clase política que aplaude la aprobación de reformas que no atacan el corazón del problema.
Presidentes, secretarios de Estado, diputados, senadores y empresarios que celebran el consenso para no cambiar.
Aunque se agradece que este foro finalmente acepte la magnitud de la crisis, si de aquí no surgen medidas concretas para mirar más allá de la coyuntura, revelará nuevamente nuestra incapacidad para encarar honestamente los problemas que México viene arrastrando desde hace décadas. Revelará la propensión de los sentados aquí a proponer reformas aisladas, a anunciar medidas cortoplacistas, a eludir las distorsiones del sistema económico, a instrumentar políticas públicas a pedacitos, para llegar a acuerdos que sólo perpetúan el statu quo.
Mientras tanto, la realidad acecha a golpes de 327 mil despedidos, crecimiento negativo, el lugar 60 de 134 en el Índice Global de Competitividad y una nación que dice reformarse mientras evita hacerlo.
México no crece por la forma en la cual se usa y se ejerce y se comparte el poder. Ni más ni menos.
Por las reglas discrecionales y politizadas que rigen a la república mafiosa, a la economía "de cuates".
Por la supervivencia de las estructuras corporativas que el gobierno creó y sigue financiando.
Por un modelo económico que canaliza las rentas del petróleo a demasiadas clientelas.
Por un sistema político que funciona muy bien para sus partidos pero muy mal para sus ciudadanos. Un sistema de "extracción sin representación".
Creando así un país poblado por personas obligadas a diluir la esperanza; a encoger las expectativas; a cruzar la frontera al paso de 400 mil personas al año en busca de la movilidad social que no encuentran aquí; a vivir con la palma extendida esperando la próxima dádiva del próximo político; a marchar en las calles porque piensan que nadie en el gobierno los escucha; a desconfiar de las instituciones; a presenciar la muerte común de los sueños porque México no avanza a la velocidad que podría y debería.
Pero a pesar de ello, la pregunta perenne sigue siendo ¿por qué no crece a la velocidad que podría y debería? ¿Por qué seguimos discutiendo este tema año tras año, foro tras foro?
Aventuro algunas respuestas, y les pediría que me acompañaran en un ejercicio intelectual, recordando aquel famoso libro de Madame Calderón de la Barca llamado "La Vida en México", escrito en el siglo XVII, en el cual intenta describir las principales características del país.
Si Madame Calderón de la Barca escribiera su famoso libro hoy, tendría que cambiarle el título a "Oligopolilandia". Porque desde el primer momento en el que pisara el país, se enfrentaría a los síntomas de una economía política disfuncional, con problemas que la crisis tan sólo agrava.
Aterrizaría en uno de los aeropuertos más caros del mundo, se vería asediada por maleteros que controlan el servicio, tomaría un taxi de una compañía que se ha autodecretado un aumento del 30 por ciento en las tarifas, y si tuviera que cargar gasolina lo haría nada más en Pemex.
En el hotel habría 75 por ciento de probabilidades de que consumiera una tortilla vendida por un solo distribuidor, y si se enfermara del estómago y necesitara ir a una farmacia, descubriría que las medicinas allí cuestan más que en otros lugares que ha visitado. Si le hablara de larga distancia a su esposo para quejarse de esta situación, pagaría una de las tarifas más elevadas de la OCDE. Y si prendiera la televisión para distraerse ante el mal rato, descubriría que sólo existen dos cadenas.
Para entender la situación en la que se encuentra, tendría que recordar lo que dijo Guillermo Ortiz hace unos días: no hemos creado las condiciones para que los recursos se usen de manera eficiente; o tendría que leer el libro "Good Capitalism/Bad Capitalism", que explica por qué algunos países prosperan y otros se estancan; por qué algunos países promueven la equidad y otros no logran asegurarla.
La respuesta se encuentra en la mezcla correcta de Estado y mercado, de regulación e innovación. La clave del éxito -o del fracaso- se halla en el modelo económico: en la decisión de promover el capitalismo de Estado o el capitalismo oligárquico o el capitalismo de las grandes empresas o el capitalismo democrático.
Hoy México es un ejemplo clásico de lo que el Nobel de Economía Joseph Stiglitz denomina "crony capitalism": el capitalismo de cuates, el capitalismo de cómplices, el capitalismo que no se basa en la competencia sino en su obstaculización.
Ese andamiaje de privilegios, "posiciones dominantes" y nudos sindicales en sectores cruciales -telecomunicaciones, servicios financieros, transporte, energía- que aprisiona a la economía y la vuelve ineficiente. Una mezcla de capitalismo de Estado y capitalismo oligárquico.
Hoy, México -inmerso en la crisis- está aún lejos de acceder al capitalismo dinámico donde el Estado no protege privilegios, defiende cotos, elige ganadores y permite la perpetuación de un pequeño grupo de oligarcas con el poder para vetar reformas que los perjudican.
Al capitalismo en el cual las autoridades crean condiciones para los mercados abiertos, competitivos, innovadores, que proveen mejores productos a precios más baratos para los consumidores. Para los ciudadanos.
Hoy, México carga con los resultados de esfuerzos fallidos por modernizar su economía durante los últimos 20 años. Las reformas de los 80 y 90 entrañaron la privatización, la liberalización comercial.
Pero esas reformas no produjeron una economía de mercado dinámica debido a la ausencia de una regulación gubernamental eficaz, capaz de crear mercados funcionales, competitivos.
En vez de transparencia y reglas claras, prevaleció la discrecionalidad entre los empresarios que se beneficiaron de las privatizaciones y los funcionarios del gobierno encargados de regularlos.
Las declaraciones de Agustín Carstens el martes pasado, en torno a la necesidad de combatir los monopolios en telefonía son bienvenidas. Lamentablemente, se dan 18 años tarde. Y allí están los resultados de reformas quizás bien intencionadas, pero mal instrumentadas: una economía que no crece lo suficiente, una élite empresarial que no compite lo suficiente, un modelo económico que concentra la riqueza y distribuye mal la que hay.
Hoy, México está atrapado por una red intrincada de privilegios y vetos empresariales y "posiciones dominantes" en el mercado que inhiben un terreno nivelado de juego.
Una red descrita en el famoso artículo de la economista Anne Krueger: "The Political Economy of the Rent-Seeking Society" ("La Economía Política de la Sociedad Rentista").
Una red que opera a base de favores, concesiones y protección regulatoria que el gobierno ofrece y miembros de la cúpula empresarial exigen como condición para invertir. ¿Quién? Alguien como el dueño una distribuidora de maíz o el concesionario de una carretera privada o el comprador de un banco rescatado con el Fobaproa o el principal accionista de Telmex o el operador de una Afore.
Estos actores capturan rentas a través de la explotación o manipulación del entorno económico en lugar de generar ganancias legítimas a través de la innovación o la creación de riqueza.
Y los consumidores de México contribuyen a la fortuna de los rentistas cada vez que pagan la cuenta telefónica. La conexión a Internet. La cuota en la carretera. La tortilla con un precio fijo. La comisión de las Afores. La comisión por la tarjeta de crédito. Ejemplo tras ejemplo de rentas extraídas a través de la manipulación del mercado.
Y el rentismo acentúa la desigualdad, produce costos sociales, dilata el desarrollo, disminuye la productividad, aumenta los costos de transacción en una economía que -ante el imperativo de la competitividad- necesita disminuirlos.
Para extraer rentas, los "jugadores dominantes" han erigido altas barreras de entrada a nuevos jugadores, creando así cuellos de botella que inhiben la innovación y, por ende, el aumento de la productividad.
Estos cuellos de botella inhiben el crecimiento de México en un mundo cada vez más globalizado y competitivo, y son una razón clave detrás de la persistente desigualdad social, como lo sugiere el reporte del Banco Mundial sobre México titulado: "Más Allá de la Polarización Social y la Captura del Estado".
La concentración de la riqueza y del poder económico entre esos "jugadores dominantes" con frecuencia se traduce en ventajas injustas, captura regulatoria y políticas públicas que favorecen intereses particulares.
Peor aún, convierte a representantes del interés público -muchos de los diputados y senadores sentados aquí- en empleados de los intereses atrincherados. Convierte al gobierno en empleado de las personas más poderosas del país
Y lleva a las siguientes preguntas: ¿Quién gobierna en México? ¿El Senado o Ricardo Salinas Pliego cuando logra controlar los vericuetos del proceso legislativo? ¿La Secretaría de Comunicaciones y Transportes o Unefon? ¿La Comisión Nacional Bancaria o los bancos que se rehúsan a cumplir con las obligaciones de transparencia que la ley les exige? ¿La Secretaría de Educación Pública o Elba Esther Gordillo? ¿La Comisión Federal de Competencia o Carlos Slim? ¿Pemex o Carlos Romero Deschamps? ¿Ustedes o una serie de intereses que no logran contener?
Porque ante los vacíos de autoridad, la captura regulatoria y las decisiones de política pública que favorecen a una minoría, la respuesta parece obvia.
México hoy padece lo que algunos llaman "Estados dentro del Estado", o lo que otros denominan "una economía sin un gobierno capaz de regularla de manera eficaz". Eso -y no la caída de la producción petrolera- es lo que condena a México al subdesempeño crónico.
Una y otra vez, el debate sobre cómo promover el crecimiento, cómo fomentar la inversión y cómo generar el empleo se encuentra fuera de foco.
El gobierno cree que para lograr estos objetivos, basta con tenderle la mano al sector privado para que invierta bajo cualquier condición. Y el sector privado, por su parte, piensa que la panacea es que se le permita participar en el sector petrolero, por dar un ejemplo.
Pero ésa es sólo una solución parcial a un problema más profundo. El meollo detrás de la mediocridad de México se encuentra en su estructura económica y en las reglas del juego que la apuntalan.
Una estructura demasiado top heavy o pesada en la punta de la pirámide; una estructura oligopolizada donde unos cuantos se dedican a la extracción de rentas; una estructura de complicidades y colusiones que el gobierno permite y de la cual también se beneficia.
Claro, muchos de los miembros del gobierno de Felipe Calderón, y muchos de los presentes en este foro, hablarán del crecimiento como una prioridad central.
Pero más bien lo perciben como una variable residual. Más bien parecería que buscan -y duele como ciudadana reconocerlo- asegurar un grado mínimo de avance para mantener la paz social, pero sin alterar la correlación de fuerzas existente. Sin cambiar la estructura económica de una manera fundamental.
Y el problema surge cuando ese modelo comienza a generar monstruos; cuando ese apoyo gubernamental a ciertas personas produce monopolios, duopolios y oligopolios que ya no pueden ser controlados; cuando las "criaturas del Estado" -como las llama Moisés Naim- amenazan con devorarlo.
Sólo así se entiende la devolución gubernamental de 550 millones de dólares a Ricardo Salinas Pliego, por intereses supuestamente mal cobrados, un día antes del fin del sexenio de Vicente Fox.Sólo así se entiende el comunicado lamentable de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes hace un año celebrando la alianza entre Telemundo y Televisa, cuando en realidad revela una claudicación gubernamental ante la posibilidad de una tercera cadena.
Sólo así se comprende que nadie levante un dedo para sancionar a TV Azteca cuando viola la ley al rehusarse a transmitir los spots del IFE o se apropia del Cerro del Chiquihuite.
Sólo así se entiende la aprobación de la llamada "Ley Televisa" por la Cámara de Diputados y la de Senadores en 2006.
Sólo así se entiende la posposición ad infinitum en el Senado de una nueva ley de medios para promover la competencia en el sector.
Sólo así se comprende que la reforma de Pemex deje sin tocar el asunto del sindicato.
Sólo así se entiende la posibilidad de dar entrada a Carlos Slim a la televisión sin obligarlo a cumplir con las condiciones de su concesión original.
Síntomas de un gobierno ineficaz. Señales de un gobierno doblegado. Muestras de un gobierno coludido.
Con efectos cada vez más onerosos y cada vez más obvios que la crisis pone en evidencia, porque no logramos reformarnos a tiempo.
Mucha riqueza, pocos beneficiarios. Crecimiento estancado, país aletargado. Intereses atrincherados, reformas diluidas. Poca competencia, baja competitividad. Poder concentrado, democracia puesta en jaque. Un gobierno que en lugar de domesticar a las criaturas que ha concebido, ahora vive aterrorizado por ellas.
¿Cuáles son las consecuencias del mal capitalismo mexicano? Donde las élites tradicionales son fuertes, la gobernabilidad democrática es poco eficaz, los partidos políticos tienden a estar capturados, las reformas tienden a ser minimalistas.
En México, el incrementalismo de la política pública puede ser atribuido a élites tradicionales que usan su poder para bloquear reformas que afectan sus intereses, o asegurar iniciativas que protejan su situación privilegiada.
Si ustedes verdaderamente quieren que México crezca, tendrán que crear la capacidad de regular y reformar en nombre del interés público.
Tendrán que mandar señales inequívocas de cómo van a desactivar esos "centros de veto" que están bloqueando el crecimiento económico y la consolidación democrática: los monopolistas abusivos, los sindicatos rapaces, las televisoras chantajistas, los empresarios privilegiados y sus aliados en el gobierno.
Si ustedes verdaderamente quieren que México prospere, tendrán que tomar decisiones que desaten el dinamismo económico, que fortalezcan la capacidad regulatoria del Estado y contribuyan a construir mercados, que promuevan la competencia y, gracias a ello, aumenten la competitividad.
En pocas palabras, usar la capacidad del Estado para contener a aquéllos con más poder que el gobierno, con más peso que el electorado, con más intereses que el interés público. ¿Qué hacer? Los conmino a leer textos tan influyentes como "The Growth Report" y "The Power of Productivity".
A estar conscientes de lo que todo país interesado en crecer y competir debe hacer para lograrlo.
A saber que ello requiere una economía capaz de producir bienes y servicios de tal manera que los trabajadores puedan ganar más y más.
A entender que ello se basa en la expansión rápida del conocimiento y la innovación; en nuevas formas de hacer las cosas y mejorarlas; en técnicas que aumentan la productividad de manera constante.
A reconocer que las economías dinámicas suelen ser aquellas capaces de promover la competencia y reducir las barreras de entrada a nuevos jugadores en el mercado.
A entender que es tarea del gobierno -a través de la regulación adecuada- crear un entorno en el cual las empresas se vean presionadas por sus competidores para innovar y reducir precios, y pasar esos beneficios a los consumidores.
A comprender que si eso no ocurre, nadie tiene incentivos para innovar. En lugar de ser motores del crecimiento, las empresas protegidas y/o monopólicas terminan estrangulándolo.
En pocas palabras, la competitividad -factor indispensable para atraer la inversión y con ella remontar la crisis, como sugería Sanguinetti- está vinculada a la competencia.
El crecimiento económico está ligado a la competencia. La innovación y, por ende, el dinamismo y la creación de empleos se desprenden de la competencia.
La inversión que se canaliza hacia nuevos mercados y nuevas oportunidades es producto de la competencia. No es una condición suficiente, pero sí es una condición necesaria. No bastará por sí misma para desatar el crecimiento, pero sin ella jamás ocurrirá, por más dinero público que se inyecte a la economía mediante políticas contracíclicas.
Y, ¿cómo empezar a empujar eso? Con una tercera cadena de televisión; con el fomento de la competencia en banda ancha a través de la red de la Comisión Federal de Electricidad; con el fortalecimiento de los órganos regulatorios; con la sanción a quienes violen los términos de su concesión; con la creación de mercados funcionales, como ya se logró con las aerolíneas de bajo costo; con medidas que empiecen a desmantelar cuellos de botella y a domesticar a esas "criaturas del Estado".
La respuesta, como lo sugería Ricardo Lagos, en el fondo es política, no económica.
Tiene que ver con la inauguración de un nuevo tipo de relación entre el Estado, el mercado y la sociedad.
Porque si la clase política de este país no logra construir los cimientos del capitalismo democrático, condenará a México al subdesempeño crónico. Lo condenará a seguir siendo un terreno fértil para los movimientos populares contra las instituciones; un país que cojea permanentemente debido a las instituciones políticas que no logra remodelar; los monopolios públicos y privados que no logra desmantelar; las estructuras corporativas que no logra democratizar.
Será lo que Felipe Calderón llama "un país de ganadores" donde siempre ganan los mismos.
Un lugar donde muchas de las grandes fortunas empresariales se construyen a partir de la protección política, y no de la innovación empresarial.
Un lugar donde el crecimiento en los últimos años ha sido menor que en el resto de América Latina debido a los cuellos de botella que los oligopolios han diseñado, y que sus amigos en el gobierno les ayudan a defender.
Un lugar donde las penurias que Madame Calderón de la Barca enfrentó con los aeropuertos, los maleteros, los taxis, las gasolineras, la telefonía y la televisión son las mismas que padecen millones de mexicanos más.
Ese consumidor sin voz, sin alternativa, sin protección. Ese hombre invisible. Esa mujer sin rostro.
Esa persona que paga -mes tras mes- tarifas telefónicas más altas que en casi cualquier parte del mundo.
Ese estudiante que paga -mes tras mes- una cuenta de Internet superior a la de sus contrapartes en Estados Unidos.
Esa compañía que paga -mes con mes- servicios de telecomunicaciones que elevan sus gastos de operación y reducen sus ganancias.
Miles de personas con comisiones por servicios financieros que no logran entender, con cobros inusitados que nadie puede explicar, parados en la cola de los bancos. Allí varados. Allí desprotegidos. Allí sin opciones. Allí afuera.
Víctimas de un sistema económico disfuncional, institucionalizado por una clase política que aplaude la aprobación de reformas que no atacan el corazón del problema.
Presidentes, secretarios de Estado, diputados, senadores y empresarios que celebran el consenso para no cambiar.
Aunque se agradece que este foro finalmente acepte la magnitud de la crisis, si de aquí no surgen medidas concretas para mirar más allá de la coyuntura, revelará nuevamente nuestra incapacidad para encarar honestamente los problemas que México viene arrastrando desde hace décadas. Revelará la propensión de los sentados aquí a proponer reformas aisladas, a anunciar medidas cortoplacistas, a eludir las distorsiones del sistema económico, a instrumentar políticas públicas a pedacitos, para llegar a acuerdos que sólo perpetúan el statu quo.
Mientras tanto, la realidad acecha a golpes de 327 mil despedidos, crecimiento negativo, el lugar 60 de 134 en el Índice Global de Competitividad y una nación que dice reformarse mientras evita hacerlo.
México no crece por la forma en la cual se usa y se ejerce y se comparte el poder. Ni más ni menos.
Por las reglas discrecionales y politizadas que rigen a la república mafiosa, a la economía "de cuates".
Por la supervivencia de las estructuras corporativas que el gobierno creó y sigue financiando.
Por un modelo económico que canaliza las rentas del petróleo a demasiadas clientelas.
Por un sistema político que funciona muy bien para sus partidos pero muy mal para sus ciudadanos. Un sistema de "extracción sin representación".
Creando así un país poblado por personas obligadas a diluir la esperanza; a encoger las expectativas; a cruzar la frontera al paso de 400 mil personas al año en busca de la movilidad social que no encuentran aquí; a vivir con la palma extendida esperando la próxima dádiva del próximo político; a marchar en las calles porque piensan que nadie en el gobierno los escucha; a desconfiar de las instituciones; a presenciar la muerte común de los sueños porque México no avanza a la velocidad que podría y debería.