Bush y su gabinete de guerra, un cóctel/Jerónimo Páez, abogado y director de la Fundación El Legado Andalusí
Publicado en EL PAÍS, 09/05/2008;
Durante la primera campaña presidencial de George W. Bush, sus principales consejeros se autodenominaron los Vulcanos en honor del dios de la guerra, según cuenta James Mann en su libro Bush y su gabinete de guerra. Querían enfatizar una imagen de poder y durabilidad, aunque curiosamente una estatua de Vulcano ubicada en la ciudad natal de Condoleezza Rice -Birmingham, Alabama- tuvo que ser reparada porque empezaba a venirse abajo. Y cuando Bush no sabía cómo responder a alguna pregunta solía decir que lo importante no era su nivel personal, sino el de los miembros de su Gobierno -Cheney, Powell, Rumsfeld, Wolfowitz, Rice y Armitage, entre otros-, “uno”, decía, “de los equipos mejor preparados en política exterior que se hayan reunido jamás”.
En cambio, Graydon Carter, editor de la revista Vanity Fair, los calificó en un duro artículo de arrogantes, ignorantes e incompetentes. “No es”, escribió, “un buen cóctel de personalidades ni siquiera en una buena situación. Y mucho menos si hay que dirigir un Estado; en este caso es un cóctel letal”.
Y en efecto, en la guerra de Irak fueron arrogantes en la toma de decisiones, escuchando sólo lo que les interesaba; ignorantes, como probó su desconocimiento de cómo aceptarían la invasión quienes la iban a sufrir, e incompetentes en casi todos los aspectos relativos a la forma de administrar la posguerra.
Una vez derrocado Sadam, en vez de apartar del poder exclusivamente a la camarilla del dictador, optaron por desmantelar el país, como si pudieran crearlo ex novo a su imagen y semejanza. Olvidaron -mejor dicho, desconocían- su historia, no entendían a su gente si es que no la despreciaban u odiaban, e ignoraron el difícil equilibrio necesario para mantener unido un país en el que había diferentes etnias y grandes tensiones religiosas.
Fácil es ganar una guerra cuando se dispone de un ejército infinitamente más poderoso y de una tecnología mucho más avanzada que los del adversario, pero de poco sirve todo ello para administrar la paz.
Difícilmente podían haber encontrado un modelo de incompetencia mayor que el de Paul Bremer, el llamado virrey de Bagdad, a quien otorgaron todos los poderes para reconstruir el país. Bremer llegó auspiciado por Dick Cheney, el vicepresidente más poderoso y nefasto que haya tenido Estados Unidos. Tenía el virrey de Bagdad todas las cualidades posibles para haber triunfado como ejecutivo de una gran multinacional y todas las imaginables para crear en Irak un caos mayor de cuanto pudiera pensarse. No conocía Oriente Medio y en ningún momento tuvo en consideración su
historia, tradiciones o complejidad. Pero nada de eso importaba, porque Bremer era alto, atractivo, atlético, exquisito gourmet, hacía jogging, se levantaba temprano, trabajaba incansablemente y no tenía tiempo que perder. Había estudiado en excelentes universidades y, por si fuera poco, había sido asistente personal del mismísimo Henry Kissinger. Pero el ser un buen ejecutivo no es garantía de ser un buen político, lección que parece conocía Zapatero e ignoraba Rajoy.
Nada más poner pie en tierra, a Bremer no se le ocurrió otra cosa que disolver la totalidad de las Fuerzas Armadas iraquíes. La siguiente medida fue desbaasificar el país, expulsando de la Administración a todos los miembros del partido de Sadam. Decenas de miles de personas fueron al paro de la noche a la mañana. Y el resultado no se hizo esperar, interminable fue el número de soldados y funcionarios que se manifestaron una y otra vez protestando contra estas decisiones. Nada de esto hizo retroceder al virrey. Él nunca se equivocaba. Y así la gran mayoría de los desempleados engrosaron la lista de los insurgentes.
Pero no todo fue culpa de Paul Bremer. Bush y su equipo validaron sus decisiones. Estimaron, además, que había que implantar una economía de mercado, en un país cuyo sistema estaba totalmente centralizado. Democracia y libre mercado eran inseparables, decían. La reconstrucción económica se convirtió en una pesadilla. Ni siquiera cumplieron las reglas del buen gobierno corporativo, que exige que la casa matriz se ocupe en todo momento de las filiales. El propio Rumsfeld reconocería que había prestado poca atención a la reconstrucción de Irak.
En su megalomanía, Bush y los suyos olvidaron que cuando se ha destruido el aparato del Estado y se quiere sustituir una economía centralizada por una economía de mercado, nada funciona, se hunden los servicios públicos y también las empresas, que tardan años en reflotar. Finalmente, sobreviene el caos. Los ejemplos estaban al alcance de la mano. Gorbachov hundió a Rusia en la miseria. La reunificación de las dos Alemanias requirió tiempo y fue muy costosa. China aprendió la lección. Y si a ello le añadimos la terrible guerra civil que la invasión desató, no es extraño que los iraquíes echen de menos tiempos pasados. Sin duda, Sadam era un tirano, implacable y cruel con quienes no se doblegaban a sus exigencias, pero la economía funcionaba y el país era uno de los más seguros del mundo.
Al cabo de cinco años el balance no puede ser más trágico: decenas de miles de civiles iraquíes y unos 4.000 soldados norteamericanos muertos, dos millones de refugiados y las infraestructuras destruidas, sin que nadie sepa realmente cómo salir del atolladero. Y mejor no hablar del coste económico. Cuando el consejero de la Casa Blanca Lawrence Lindsay estimó el coste de la invasión de Irak en 200.000 millones de dólares, Rumsfeld se rió y Wolfowitz lo ridiculizó diciendo que los ingresos del petróleo costearían la reconstrucción del país. Ahora sabemos que la guerra de Irak va ya por los 600.000 millones de dólares, y el premio Nobel Joseph E. Stiglitz considera que alcanzará los tres billones de dólares. Descorazona pensar cuánta riqueza se podía haber generado con esta ingente cantidad de dinero y es lícito preguntarse hasta qué punto este despilfarro no tiene una incidencia mayor en la crisis financiera actual que las hipotecas basura.
Incluso feroces halcones, como Richard Perle y Kenneth Aldeman, han terminado por entonar el mea culpa. Hay que haber perdido el sano juicio para afirmar, como el ex presidente Aznar, que “la situación en Irak es muy buena. Hay libertad en el país y existe la posibilidad de establecer una democracia”.
La mayor parte de los Vulcanos han desaparecido. Sólo quedan Rice, Cheney y el propio Bush, que pronto se irán. Dijo Shakespeare que “el mal que hacen los hombres les sobrevive”. Desafortunadamente, así es. Posiblemente nadie les pueda pedir responsabilidades a estos nefastos personajes por el daño y el dolor causados.
Aunque algunos medios hayan criticado duramente la soledad del presidente Zapatero en la reciente cumbre de la OTAN, uno se siente reconfortado por las imágenes que pretenden probar esa tesis. Quizá porque lo más digno que se puede hacer es distanciarse de un presidente como Bush, que nos deja un mundo mucho peor del que existía cuando, desafortunadamente, fue elegido presidente de Estados Unidos hace ocho años.
En cambio, Graydon Carter, editor de la revista Vanity Fair, los calificó en un duro artículo de arrogantes, ignorantes e incompetentes. “No es”, escribió, “un buen cóctel de personalidades ni siquiera en una buena situación. Y mucho menos si hay que dirigir un Estado; en este caso es un cóctel letal”.
Y en efecto, en la guerra de Irak fueron arrogantes en la toma de decisiones, escuchando sólo lo que les interesaba; ignorantes, como probó su desconocimiento de cómo aceptarían la invasión quienes la iban a sufrir, e incompetentes en casi todos los aspectos relativos a la forma de administrar la posguerra.
Una vez derrocado Sadam, en vez de apartar del poder exclusivamente a la camarilla del dictador, optaron por desmantelar el país, como si pudieran crearlo ex novo a su imagen y semejanza. Olvidaron -mejor dicho, desconocían- su historia, no entendían a su gente si es que no la despreciaban u odiaban, e ignoraron el difícil equilibrio necesario para mantener unido un país en el que había diferentes etnias y grandes tensiones religiosas.
Fácil es ganar una guerra cuando se dispone de un ejército infinitamente más poderoso y de una tecnología mucho más avanzada que los del adversario, pero de poco sirve todo ello para administrar la paz.
Difícilmente podían haber encontrado un modelo de incompetencia mayor que el de Paul Bremer, el llamado virrey de Bagdad, a quien otorgaron todos los poderes para reconstruir el país. Bremer llegó auspiciado por Dick Cheney, el vicepresidente más poderoso y nefasto que haya tenido Estados Unidos. Tenía el virrey de Bagdad todas las cualidades posibles para haber triunfado como ejecutivo de una gran multinacional y todas las imaginables para crear en Irak un caos mayor de cuanto pudiera pensarse. No conocía Oriente Medio y en ningún momento tuvo en consideración su
historia, tradiciones o complejidad. Pero nada de eso importaba, porque Bremer era alto, atractivo, atlético, exquisito gourmet, hacía jogging, se levantaba temprano, trabajaba incansablemente y no tenía tiempo que perder. Había estudiado en excelentes universidades y, por si fuera poco, había sido asistente personal del mismísimo Henry Kissinger. Pero el ser un buen ejecutivo no es garantía de ser un buen político, lección que parece conocía Zapatero e ignoraba Rajoy.
Nada más poner pie en tierra, a Bremer no se le ocurrió otra cosa que disolver la totalidad de las Fuerzas Armadas iraquíes. La siguiente medida fue desbaasificar el país, expulsando de la Administración a todos los miembros del partido de Sadam. Decenas de miles de personas fueron al paro de la noche a la mañana. Y el resultado no se hizo esperar, interminable fue el número de soldados y funcionarios que se manifestaron una y otra vez protestando contra estas decisiones. Nada de esto hizo retroceder al virrey. Él nunca se equivocaba. Y así la gran mayoría de los desempleados engrosaron la lista de los insurgentes.
Pero no todo fue culpa de Paul Bremer. Bush y su equipo validaron sus decisiones. Estimaron, además, que había que implantar una economía de mercado, en un país cuyo sistema estaba totalmente centralizado. Democracia y libre mercado eran inseparables, decían. La reconstrucción económica se convirtió en una pesadilla. Ni siquiera cumplieron las reglas del buen gobierno corporativo, que exige que la casa matriz se ocupe en todo momento de las filiales. El propio Rumsfeld reconocería que había prestado poca atención a la reconstrucción de Irak.
En su megalomanía, Bush y los suyos olvidaron que cuando se ha destruido el aparato del Estado y se quiere sustituir una economía centralizada por una economía de mercado, nada funciona, se hunden los servicios públicos y también las empresas, que tardan años en reflotar. Finalmente, sobreviene el caos. Los ejemplos estaban al alcance de la mano. Gorbachov hundió a Rusia en la miseria. La reunificación de las dos Alemanias requirió tiempo y fue muy costosa. China aprendió la lección. Y si a ello le añadimos la terrible guerra civil que la invasión desató, no es extraño que los iraquíes echen de menos tiempos pasados. Sin duda, Sadam era un tirano, implacable y cruel con quienes no se doblegaban a sus exigencias, pero la economía funcionaba y el país era uno de los más seguros del mundo.
Al cabo de cinco años el balance no puede ser más trágico: decenas de miles de civiles iraquíes y unos 4.000 soldados norteamericanos muertos, dos millones de refugiados y las infraestructuras destruidas, sin que nadie sepa realmente cómo salir del atolladero. Y mejor no hablar del coste económico. Cuando el consejero de la Casa Blanca Lawrence Lindsay estimó el coste de la invasión de Irak en 200.000 millones de dólares, Rumsfeld se rió y Wolfowitz lo ridiculizó diciendo que los ingresos del petróleo costearían la reconstrucción del país. Ahora sabemos que la guerra de Irak va ya por los 600.000 millones de dólares, y el premio Nobel Joseph E. Stiglitz considera que alcanzará los tres billones de dólares. Descorazona pensar cuánta riqueza se podía haber generado con esta ingente cantidad de dinero y es lícito preguntarse hasta qué punto este despilfarro no tiene una incidencia mayor en la crisis financiera actual que las hipotecas basura.
Incluso feroces halcones, como Richard Perle y Kenneth Aldeman, han terminado por entonar el mea culpa. Hay que haber perdido el sano juicio para afirmar, como el ex presidente Aznar, que “la situación en Irak es muy buena. Hay libertad en el país y existe la posibilidad de establecer una democracia”.
La mayor parte de los Vulcanos han desaparecido. Sólo quedan Rice, Cheney y el propio Bush, que pronto se irán. Dijo Shakespeare que “el mal que hacen los hombres les sobrevive”. Desafortunadamente, así es. Posiblemente nadie les pueda pedir responsabilidades a estos nefastos personajes por el daño y el dolor causados.
Aunque algunos medios hayan criticado duramente la soledad del presidente Zapatero en la reciente cumbre de la OTAN, uno se siente reconfortado por las imágenes que pretenden probar esa tesis. Quizá porque lo más digno que se puede hacer es distanciarse de un presidente como Bush, que nos deja un mundo mucho peor del que existía cuando, desafortunadamente, fue elegido presidente de Estados Unidos hace ocho años.