El tercer pivote de la demolición del corporativismo reside en suprimir el monopolio de la expresión electoral en manos de los partidos. Antes se hallaba en manos de uno solo: el PRI; ahora en manos de tres, y del guardián del monopolio, a saber, el IFE. Todos abusan en forma insólita de su exclusividad. Imaginemos que quisiéramos revisar la Ley de Telecomunicaciones, y que se le encomendara al ingeniero Slim redactar la nueva legislación; eso es lo que sucede con la partidocracia en México (por cierto, eso dicen algunos que sucedió con la Ley Televisa). Ella misma define las reglas de entrada a su mercado. Mientras así sea, no se podrá ingresar a ese mercado, o sólo podrán entrar quienes ofrezcan garantías de... respetar las reglas o complicidades pre-existentes.
De nuevo, los antídotos son muy conocidos y cada quien puede escoger la combinación que más le parece. El punto de partida, por supuesto, consiste en eliminar la compra de tiempo-aire por partidos y particulares para fines políticos, replicando la situación que impera casi en toda América Latina y Europa, con la excepción de Finlandia, y contrariamente a la regulación estadounidense. Durante las campañas se asignan tiempos oficiales a los partidos y/o candidatos, durante lapsos pre-establecidos, de acuerdo con fórmulas predeterminadas, así se asegura que se reduzca en forma dramática el financiamiento público y privado a los partidos (75 por ciento del gasto de los mismos se destina a la compra de spots en tele y radio), y garantiza que ser dueño de un partido ya no sea negocio. Ello permite, entonces, liberar el ingreso a la arena política, de dos maneras muy sencillas. La primera, volver un mero trámite la formación de nuevos partidos, que ya no recibirían caudales de recursos del erario, porque ya no serían necesarios. Se facilita la creación de partidos pero se dificulta su sobrevivencia al elevar el umbral de representación en las Cámaras, de 2 por ciento del voto a 5 por ciento, por ejemplo, como en Alemania. Y se reduce la cantidad de escaños de representación proporcional, al sólo permitir su acceso a los partidos que no logran diputaciones de mayoría relativa. La otra vía, complementaria de esta misma, es permitir, como en la gran mayoría de las democracias nuevas, las candidaturas independientes o sin partido, regulando también el número de firmas necesarias (como en Yucatán y Sonora), el monto de la fianza exigida (como en Colombia), y la devolución del gasto ejercido si se supera un umbral determinado de votos (como en Francia). Las dos recetas funcionan: introducen una fuerte dosis de competencia en la arena política, reducen los costos de operación en la misma, y sin sustituir a los partidos, alientan la entrada de otros actores al mercado político. ¿Qué más se puede pedir?
El nuevo gobierno necesita un programa ambicioso y visionario, contundente y concreto. Todos estamos a favor del empleo, contra la pobreza y la desigualdad y en pro de la competitividad. Lo que no queda claro es por qué regímenes que también se propusieron alcanzar estas metas como el de Salinas, el de Zedillo y el de Fox, no lo lograron. La respuesta que aquí sugerimos, junto con muchos otros estudiosos, es ésta: la causa yace en el mantenimiento de un sistema corporativista obsoleto. Pero Calderón necesita una visión programática audaz también porque lo procedimental difícilmente le va a resultar; no podrá fortalecerse con un gobierno diferente, porque ya no lo fue; y por importante que resulte el cambio de estilo, no de formas nada más viven el hombre y la nación.
En efecto, no hubo ya gobierno de coalición, ni con el PRI ni con el PRD. Personas cercanas a Calderón le insinuaron el tema de su incorporación al gabinete a Lázaro Cárdenas y a Amalia García desde finales de julio; no resultó, como tampoco prosperó el coqueteo, en el buen sentido de la palabra, con Cuauhtémoc Cárdenas. El PRI ya también dijo que no, o más bien los priistas que dijeron -o que hubieran podido decir- que si no tenían "votos en las cámaras bajo el brazo", siguiendo la expresión del Presidente electo; los que "tenían votos bajo el brazo", no quisieron. El gobierno de Calderón se va a parecer como una gota de agua al de Fox: compuesto por panistas, por el equipo cercano, y por algunos tecnócratas distinguidos, que aportan el peso indudable de su competencia, más no de su filiación partidista.
La diferencia entonces con Fox, Zedillo y Salinas no puede estribar en los nombres o los ritos; se debe fincar en la ambición programática de desmantelar el verdadero reducto del ancien régime: esa estructura corporativista que tanto le sirvió al país en el pasado (gracias a ella nos pacificamos, nos estabilizamos, y crecimos) y que tanto daño le hace hoy. ¿Existen maneras para desarticular dicho sistema por las buenas, en poco tiempo, y desde una plataforma tan débil? Esa es la pregunta de los 280 mil votos: no hay que irse contra todos al mismo tiempo, pero contra algunos sí. No hay que descubrir el agua tibia, pero aprender de la historia y de los demás, sí. No hay que envalentonarse ingenuamente, pero tampoco amedrentarse con timidez. Es la etapa que falta, y cuya realización colocaría a Calderón como el primer Presidente fuerte y democrático que terminó la tarea que dejaron pendiente sus predecesores.
Tomado de Reforma, 25/11/2006):
Golpe a golpe: TV, el IMSS y el SNTE
La segunda medida emblemática que en esta materia podría aplicar Calderón es la famosa tercera cadena en la televisión. Como es bien sabido, a pesar de la privatización del Canal 13 (y el 7) a principios de los noventa, Televisa retiene una proporción preponderante del rating, y por ende del mercado publicitario. El gobierno de Fox nunca quiso contemplar la creación de una tercera cadena, que necesariamente tendría que asociarse con alguna empresa extranjera y que de manera inevitable, al principio por lo menos, le robaría "share" a Televisa y a TV Azteca. A tal grado se opuso Fox a ello que durante su última gira a Nueva York, se entrevistó con Jay Ireland de la NBC, a quien le reiteró que no se permitiría la entrada de Telemundo a México. No debe extrañarle a nadie, entonces, lo que sucedió hace unos días con el micrófono abierto de Telemundo.
Una tercera cadena, compuesta por un grupo mexicano fuerte y un socio extranjero poderoso (las leyes lo permiten: ver el caso de Radio W de Televisa y el Grupo español Prisa), introduciría ingredientes significativos de competencia en lo que es probablemente el sector más conservador y que menos cuentas rinde en México. No parece haber otra explicación de un hecho insólito: a más de 10 años del arranque de la democratización final del país, todavía no hay un solo programa político en televisión en horario triple A y en un canal abierto nacional (2 o 13).
Si no se pueden acercar las frecuencias y entregar los canales 3, 6, 8, 10 u 12, sencillamente se obliga a Televisa a desprenderse de uno de sus canales nacionales abiertos.Huelga decir que si bien los dos ejemplos citados pertenecen al sector privado, lo mismo podría -y debería de- suceder en el sector público y en los parajes de la economía dominados por el extranjero, principalmente la banca. Pemex, CFE y CLyFC requieren de cirugía mayor, no para privatizarlas, sino para introducir fuertes dosis de competencia en sus ámbitos. Es factible lograrlo regional o sectorialmente, liquidando a Luz y Fuerza (costaría 40 mil millones de pesos, y se ahorraría una fortuna en poco tiempo), o permitiéndole a CFE vender electricidad en el Valle de México, y a Luz y Fuerza en el resto del país, junto con otras empresas públicas o privadas. No hay aquí afán de indiciar al sector privado nacional; los mismos cambios son imprescindibles en el sector público o extranjero: no bajarán los costos de transacción en la banca ni subirá seriamente la intermediación como parte del PIB (hoy inferior, por mucho, a Chile y Brasil, por ejemplo), si no se permite la entrada de otros grandes, mexicanos o extranjeros.
El tema del Seguro Social y el ISSSTE es análogo. El sistema IMSS/ISSSTE detenta una posición central en la prestación de servicios de salud en el país y junto con los servicios estatales de salud constituyen un monopolio de la prestación pública; a su vez el suministro público es el que recibe el 75 por ciento de la población. Ahora bien, se suele confundir en nuestro país la existencia de la seguridad social y el financiamiento de la atención médica con la naturaleza o el carácter del proveedor del servicio al usuario. Sin embargo, en muchos de los sistemas de protección social más generosos y solidarios del mundo (Inglaterra, Francia, España, Canadá), el Estado, a través de diversos mecanismos (contribuciones tripartitas en algunos casos, del fondo fiscal central en otros), paga la cuenta, pero el servicio lo presta una multiplicidad de proveedores: clínicas y médicos privados, grupos de doctores u hospitales, el propio Estado a través de grandes centros hospitalarios, sobre todo para el tercer nivel, etcétera. El financiamiento es estatal y contributario, o fiscal, la salud es gratuita o casi, pero no existe el monopolio de la prestación de servicios que rige en México. Y por tanto, obviamente, no existe un enorme sindicato del IMSS (y de los trabajadores del ISSSTE y de los trabajadores de Salud), porque no hay necesidad, ni mucho menos, de tantos empleados; en todo caso sólo las grandes inversiones de hospitales e investigación las lleva a cabo el gobierno, pero ni siquiera, necesariamente, las administra después.
Junto con la extensión de la protección social a los desprotegidos, y con la alineación correcta de los incentivos (hoy, como dice Santiago Levy, se han fortalecido los incentivos que favorecen la informalidad, por ejemplo el Seguro Popular), ésta podría ser una de las reformas más importantes para abatir el corporativismo mexicano de antaño y de ahora.
El segundo gran rubro de desmantelamiento anticorporativista es, desde luego, el sindical. Desde los años treinta el sistema construyó un dispositivo de monopolio sindical, de contratación colectiva y de incorporación de los sindicatos al partido oficial (CTM y sector obrero del PRI), al gobierno (SNTE, SUTERM, STPRM) y a las empresas públicas (Consejo de Administración de Pemex) posiblemente único en el mundo. Ha permanecido intacto en lo esencial, a pesar de algunas modificaciones legales (los contratos entregados al sindicato petrolero) o de la economía y la sociedad (las privatizaciones, el surgimiento de nuevas actividades económicas y la desaparición de otras). De allí la necesidad de derribar las estructuras legales que le han dado vida a este monopolio desde la era de su progenitor, el general Lázaro Cárdenas.Las modificaciones son relativamente sencillas, y muy conocidas; no deben confundirse con una mera reforma laboral que flexibilice contrataciones y despidos y pueden, en algunos casos, como seguramente el SNTE, el STPRM y muchos sindicatos de industria del ámbito privado, aplicarse sin aprobación legislativa. Se trata, en primerísimo lugar, de eliminar la cláusula de exclusión, de adhesión y despido: que el sindicato no posea el monopolio de la contratación y liquidación.
Implica permitir la existencia de varios sindicatos en una empresa o dependencia gubernamental (como en Francia, en España, en Chile y como en teoría lo autorizó la SCJN donde el caso del Sindicato del Departamento de Pesca) y permitirle a los trabajadores que no desean afiliarse a un sindicato poder hacerlo. Consiste en garantizar la elección secreta de dirigentes sindicales, del titular del contrato colectivo y del estallido de una huelga, y last but very certainly not least, transparentar las cuotas: que sean voluntarias y no retenidas, que se rinda cuentas sobre su utilización, y que determinados usos de las mismas se sujeten al fisco. De nuevo, conviene aclararlo: desmantelar el monopolio sindical no equivale en lo más mínimo en destruir el movimiento sindical ni revertir las verdaderas conquistas de los trabajadores ni atacar a los maestros, a las enfermeras o a los pilotos. Implica democratizar, modernizar, sujetar a la competencia a un movimiento sindical autoritario y corporativista que en lo esencial no se ha transformado en medio siglo. Como argumenta Joel Ortega en su nuevo libro El otro camino (FCE), para construir un sindicalismo el siglo XXI, hay que construir una verdadera libertad sindical.
Mañana: Golpe a golpe: la partidocracia y la diferencia.
Tomado de Reforma, 24/11/2006):