REPORTAJE: EN PORTADA: El largo viaje del pop español
JUAN PUCHADES
Del yeyé al rock urbano, decenas de canciones han marcado a varias generaciones. Entre ambos, la canción de autor, la movida, el nuevo flamenco..., un legado, aún poco apreciado, que ha dejado grandes obras
Los adolescentes de la España de los años ochenta del siglo pasado tuvimos la fortuna de crecer, al contrario que los de décadas anteriores, con una banda sonora escrita a nuestra medida, en completa libertad y totalmente desinhibida. Fueron aquellos temas que hoy han alcanzado condición de clásicos, como Chicas de colegio, Déjame, Enamorado de la moda juvenil, Chica de ayer, Para ti, Bailando, La estatua del jardín botánico, Cuatro rosas, Malos tiempos para la lírica, Cadillac solitario... y decenas -centenares- más que han perdurado en la memoria colectiva.
Canciones surgidas de aquellas dos explosiones pop que fueron la nueva ola y la movida, y del talento efervescente de nombres como Mamá, Los Secretos, Nacha Pop, Loquillo (con y sin Trogloditas), Radio Futura, Alaska y Los Pegamoides (luego Dinarama), Las Chinas, Rubi y Los Casinos, Los Zombies, Gabinete Caligari, Parálisis Permanente, Aviador Dro y Sus Obreros Especializados, Alphaville, Esclarecidos, Derribos Arias, Siniestro Total, Paraíso, Golpes Bajos, La Mode, Pistones, Cardiacos, 091, Melodrama, Seguridad Social, El Último de la Fila...
En cualquier rincón del país, principalmente desde 1982, surgía un grupo. Era lo nunca visto, y hasta los medios masivos se hacían eco de una escena imparable, tan variopinta que iba del rock al pop pasando por el punk, el tecno o el rockabilly. Las estéticas -algunas algo tardías- se solapaban, peinados y maquillajes imposibles ponían la nota de color. La olla a presión juvenil estalló de tal modo que el ruido cruzó fronteras y la prensa internacional enfocó sus luces hacia Madrid, epicentro de todas las movidas.
Hasta la fortuna se cruzó en el camino de la escena pop, y la mayor emisora musical, gracias a un feliz enfado con la gran industria del disco, optó por dar apoyo a esos sonidos facturados esencialmente desde sellos independientes, logrando expandir la buena nueva entre oyentes que nunca habrían sintonizado el dial para escuchar a Jesús Ordovás -difusor desde Radio 3 de todo cuanto de novedoso surgiera-, creando éxitos que, a la postre, servirían para que algunos de esos pequeños sellos dieran el salto económico y que muchos imberbes aprendices de rockero se transformaran, de la noche a la mañana, en estrellas populares. Ciertamente, como afirmaba el programa televisivo de Paloma Chamorro, estábamos viviendo una "edad de oro".
Sin embargo, al avanzar la década, los nuevos creadores crecieron y se establecieron -llegó la consecuente, pese a tan temida en origen, profesionalidad-, aunque la mayor parte se quedó en el camino: muchos nunca lograron el éxito, y la necesidad acuciaba. Para algunos, todo fue sólo un divertido periodo juvenil, y llegado el momento cambiaron guitarra por corbata, regresando a la vida real. Los hubo que exprimieron hasta la última gota de talento en una docena de canciones inmediatas y la inspiración se despidió de ellos para siempre. Las drogas también pasaron factura. Los medios, una vez superada la sorpresa inicial, regresaron a sus cosas. Las discográficas independientes no dudaron en seguir las reglas del juego que marca el mercado. El público también sumó años, y con las responsabilidades familiares, los vinilos quedaron acumulando polvo en un estante o durmiendo en una vieja caja de cartón: cuando hay que pagar la hipoteca todos los meses y elegir entre comprar un coche o seguir al tanto de las novedades culturales, no hay duda: la automoción siempre gana.
Así que el oro perdió su brillo y las aguas volvieron a su cauce. El nuevo pop ya no era tan nuevo: a nadie sorprendía ya una guitarra eléctrica, un himno de tres minutos o un corte de pelo espectacular. En las fiestas de pueblo, los rockeros pisaban el mismo escenario sobre el que la noche anterior había taconeado la folclórica.
Pero injusto sería olvidar, por mucho que la movida fuera ancha y larga, que en aquellos años el primer heavy español se expande como mancha de aceite en las ciudades dormitorio con los sonidos que facturan Barón Rojo y Obús. O que Miguel Ríos, a golpe de Santa Lucía y Bienvenidos, lleva el rock a los grandes escenarios. O que un aplicado cantautor llamado Joaquín Sabina acaricia la electricidad mientras firma algunas de las mejores letras que hemos escuchado por aquí y empieza a ascender la rampa que le llevará hacia su propia leyenda. O que el nuevo flamenco, cimentado sobre la obra de Ketama, Ray Heredia y Pata Negra, deviene género masivo.
Definitivamente, la normalidad había llegado y España tenía una escena pop amplia y diversa, como no se había conocido en las décadas precedentes. Sí, porque aunque el legado musical dejado por los decenios de los sesenta y, principalmente, por el de los setenta, resulta incuestionable, debe ser visto de diferente manera.
Es indudable que el pop, desde comienzos de los sesenta, entró a formar parte del paisaje musical español -con enorme proyección popular en algunos casos-, pero no es menos cierto que al gestarse bajo la censura franquista, no fue en su arranque algo demasiado transgresor -el yeyé, se le llamaba-, mero vehículo para traducir éxitos foráneos o con el que componer canciones más o menos sentimentales, que eran las que menos problemas ocasionaban. Así, y pese a la existencia de formaciones tan solventes como Los Brincos, Los Bravos, Micky y Los Tonys, Los Relámpagos, Los Pekenikes, Los Canarios o Módulos, y pioneros solistas como Bruno Lomas o Miguel Ríos -de los escasos supervivientes del primer rock, quizá por su inconformismo y su capacidad para reinventarse -, el de aquellos años es un pop fruto de las circunstancias, en el que cuesta descubrir himnos generacionales -aunque los hay, como Soy así y Es la edad, de Los Salvajes-, la crítica social escasea -La escoba, de Los Sirex, es lo más aproximado- y en el que hay que esperar hasta 1968 para encontrar la primera muestra de rock netamente urbano, con Mi calle, de Lone Star. Detalle a tener en cuenta: los tres grupos son barceloneses.
Aquella década dejó sublimes melodías, enormes instrumentistas, inspirados vocalistas, pero canciones con poca fuerza poética y escasa intencionalidad, simplemente porque no hubo otra opción. Y aunque los actuales revisionistas de la historia quieran hacernos creer lo contrario, la dictadura de Franco no fue un tiempo feliz y en color: la cultura española de cuatro décadas se resintió de ello, y la cultura joven, sencillamente, creció vigilada, maniatada y amordazada.
Si de lo que se trata es de buscar textos de altos vuelos en aquellos años, hay que mirar hacia la canción de autor, especialmente a la nova cançó. Claro que sus integrantes se hacían acompañar por una guitarra española y no por una eléctrica. Aunque temas como Al vent o Air (diguem no), de Raimon, próximos estéticamente a Pete Seeger, quizá habrían sido rock de haberse compuesto en otra latitud geográfica, y las producciones de Lluís Llach y de Serrat, muy afrancesados ambos, deberíamos adscribirlas -aunque seguramente a ellos no les guste demasiado- al pop en cuanto a concepto musical. En cualquier caso, la canción de autor, fenómeno netamente español e hijo de su época, marcó la diferencia pese a que en sus inicios sólo llegara a universitarios, intelectuales u obreros concienciados e inquietos.
También hubo intentos para que lo cantautoril alcanzara al gran público -no, no vamos a recordar a María Ostiz y similares productos de club juvenil cristiano- con nombres como Manolo Díaz, compositor de éxito para grupos como Los Bravos y cantautor comprometido -años después ejecutivo discográfico- a finales de los sesenta. También Luis Eduardo Aute o Mari Trini, cada uno con sus influencias a la espalda, ofrecen su particular visión del pop de autor, aunque arreglos y producciones tienden a dejarse querer por fórmulas demasiado sobrias. Pero en ellos hay que buscar la semilla de uno de los fenómenos más interesantes surgidos ya en la década de los setenta, la tercera vía. Una suerte de folk-rock a la española que une textos cuidados con intuitivas soluciones musicales -que pueden pasar por la psicodelia, la escuela beatle o las formas del soft-rock californiano-, una propuesta apta para llegar al gran público pese a que pocas veces lo consigue: Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán (antes Solera) son el mayor exponente de este movimiento, uno de los muchos que dibujan el riquísimo paisaje del rock español en los setenta. Un tiempo en el que sí, el rock toma carta de identidad, aunque en muchas ocasiones con el inglés como vehículo de expresión.
Surgen grupos progresivos como Máquina o Smash, pero también cantautores hippies electrificados como Hilario Camacho o Cecilia, deliciosas anomalías como Vainica Doble o iluminados tipo Sisa y Pau Riba. Hasta Miguel Ríos bebe en el progresivo y a mitad de década adelanta el rock urbano. Y en Madrid, un productor visionario, José Luis de Carlos, captura las formas flamencas y las sitúa en la órbita soul en las aparatosas producciones que firma para Las Grecas y Los Chorbos. Mientras, Los Chichos y Los Chunguitos le dan a la rumba suburbial.
En el segundo tramo de los setenta, muerto Franco, el rock underground -con la ayuda de sellos como Gong, dirigido por Gonzalo García-Pelayo- se dispara en libertad y sin complejos, aunque sólo para iniciados, por las principales ciudades del país: Barcelona se aventura en la fusión del jazz-rock con ritmos populares y surge la onda laietana, con Companyia Elèctrica Dharma o Mirasol Colores. Un argentino que se hace llamar Gato Pérez recupera la rumba catalana a golpe de inspiración poética. Valencia aporta a la luminosa tríada del rock mediterráneo: Pep Laguarda i Tapineria, Remigi Palmero y Bustamante. Sevilla, desde 1975 y tras la defunción de Smash, tiene en Triana a los inspirados pioneros de un rock andaluz que se esparce entre humo de marihuana. Por el lado más festivo, pero igual de fumeta, Kiko Veneno con los hermanos Amador, pone en pie el primer disco de Veneno. Una abrasiva obra maestra que en 1977 pocos entienden, pero que, décadas después, los periodistas musicales encumbran al pedestal del mejor disco español de la historia. Tanto Veneno como los Amador ponen lo suyo para que Camarón se aproxime al rock en La leyenda del tiempo.
En 1977, de la mano del sello madrileño Chapa Discos, comienzan a grabar los grupos que conforman el rock urbano -Asfalto, Topo, Ñu, Leño, Cucharada-, formaciones que en algunos casos llevan años tocando en locales de la capital, pero que no logran grabar hasta entonces. Pero son el primer Ramoncín -que es lo más punk que se ha visto por aquí-, Tequila -rock juvenil directo-, Burning -rock macarra y de barrio-, el argentino Moris -que cambiará los esquemas poéticos del rock español- y la inicial Orquesta Mondragón -y su desmedido rock esperpéntico- el imprescindible puente que traza el cambio de década, la avanzadilla que logrará que los años ochenta no provoquen arritmias en una sociedad que despertaba con legañas en los ojos a la democracia.
Las mismas legañas que, inexplicablemente y salvo excepciones -Los Planetas, El Niño Gusano, Family, La Buena Vida-, parecieron cerrar los ojos en los años noventa de un movimiento indie que opta por cantar en inglés, como si la historia no sirviera de nada. Menos mal que Andrés Calamaro y Ariel Rot llegaron junto a Los Rodríguez dispuestos a recordarnos de dónde veníamos, aunque tanto les costó que el grupo murió en el intento. Y suerte también que Robe Iniesta dio forma a Extremoduro, iniciando un viaje que cautivó a legiones de seguidores, inconformistas peleones emocionados con esos versos escritos desde las entrañas de la vida.
La del rock español es, en suma, una historia a reivindicar, escrita en ocasiones con más voluntad que medios sobre renglones torcidos, casi siempre oculta, pero que ha dejado un legado discográfico valiosísimo, poco apreciado por un público desmemoriado, unos medios de comunicación con tendencia a jalear los sonidos anglosajones como exclusivos garantes de la modernidad y una industria discográfica que, en el mejor de los casos, ignora el inmenso tesoro que duerme en sus sótanos y al que sólo recurre para nutrir de contenidos a recopilatorios circunstanciales, y con la mirada puesta, principalmente, en la década de las luces, la de los ochenta. Impensable es imaginar cuidadas ediciones de luxe -siguiendo el modelo anglosajón, o las fastuosas integrales francesas- de las piezas maestras del pop y el rock español.
Sólo pequeños sellos como Rama Lama se empeñan, con sus voluntariosas (aunque feas) ediciones, en poner en manos del aficionado muchas de esas grabaciones de los sesenta y los setenta. O como hace últimamente Nuevos Medios, repescando algunas de las joyas mayores de su exquisito catálogo ochentero; o Subterfuge, que reivindica la independencia de los años noventa.
Casi cincuenta años después de que El Dúo Dinámico entrara por vez primera en un estudio de grabación -fue en 1959-, y cuando el soporte discográfico manejado en los dos últimos decenios se extingue, el legado del pop español sigue resultando misterioso, poco estudiado, admirado y respetado sólo por unos pocos.
***
Tiffany's musical
SABINO MÉNDEZ 20/12/2008
Casi todos los músicos de pop, durante más de dos décadas, cuando recibíamos una crítica adversa recurríamos al socorrido argumento de que el escritor que se había cargado nuestro trabajo era un músico frustrado. La idea era que todos los críticos escribían sobre música porque eran bajitos y con gafas, como Woody Allen. Por tanto, nunca se habían puesto a tocar ningún instrumento, horrorizados ante la perspectiva de tener que subirse algún día a un escenario.
El éxito de un bulo como ése nos habla a las claras de lo que se exige para entrar en el universo de expresión de la música popular. No bastan una buena mente y una estupenda claridad sintáctica para comunicarte. Hay que tener, además, instinto para los efectos emocionales de los giros melódicos, un sentido casi actoral de la dramaturgia escénica y un claro respeto por los logros primarios del ritmo y las armonías vocales en nuestros conciudadanos. Para escarnio de todos esos argumentadores, resultó que una de las primeras canciones que se ganaron el respeto de crítica y público, en los ochenta la ejecutaba un tipo con total pinta de Woody Allen llamado Fernando Márquez con su grupo Paraíso. La clave estaba en que la letra acompañaba una melodía mal medida, pero perfecta para sus propósitos. Hablaba de un adolescente que veía el Congreso de los Diputados como un espectáculo de cine mudo y que reivindicaba su ausencia de prejuicios. Lo que estaba sucediendo es que los músicos populares volvían por fin, después de la dictadura, a representar sus experiencias personales en las canciones. En ese simple detalle se fraguó el éxito del pop de la movida.
Ese éxito nos llevó a volver los ojos hacia todo el patrimonio pop que se había dado en nuestro entorno desde que fue sacudido en los cincuenta por ese higiénico terremoto de la música popular llamado rock and roll. El panorama era esplendoroso. Descubrimos desde las ironías de Micky y los Tonys hasta las autoafirmaciones de Los Salvajes, pasando por los manifiestos de Los Bravos o incluso las joyas utópicas de Sisa. Descubrimos también grabaciones de Raimon, el principal antifranquista, hechas en los sesenta con sus himnos codificados envueltos en claros arreglos de órgano Farfisa absolutamente pop. Descubrimos también a Rita Pavone, Celentano, Gainsbourg, Michel Polnareff, Françoise Hardy, Hallyday y Vartan. El pop podía ser vehículo de cultura en la medida en que transportaba informaciones que podían aumentar nuestro juicio crítico.
El mundo del arte es mundo de observación. Cualquier representación que salga de él con vitalidad para atravesar los años no procede de otra cosa que del gusto por la vida. Cualquier arte nace en el momento en que vivir resulta incluso insuficiente para disfrutar la vida.
El pop fue, en mi generación, testigo de nuestra vida contemporánea. Su salud siempre será precaria, dada la endeblez de nuestra industria, pero será longeva. Porque, cuando la industria pierde su interés en los artistas, si el público que los conoció sigue escuchándolos aunque el comercio les haya vuelto la espalda, es que nos encontramos ante un fenómeno de genuina raíz cultural.
***
Dedicación al placer/HANIF KUREISHI
Inteligente e ingenioso, siempre anárquico, maldito, rebelde, el pop es una forma de identificación poco corriente, basada en la creatividad. Hanif Kureishi afirma en este texto, escrito para Babelia, que su música ha sido la fuerza cultural más significativa y liberadora desde hace décadas
Hanif Kureishi (Londres, 1954) es autor, entre otros libros, de El buda de los suburbios, Mi oído en su corazón, El regalo de Gabriel, Intimidad y Soñar y contar, editados en Anagrama, que el próximo mes de marzo publicará su novela Algo que contarte. www.hanifkureishi.com. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Babelia, 20/12/2008
La semana pasada llevé a mis hijos gemelos de 13 años a ver a los Black Keys en el Empire de Shepherd's Bush. Los Keys son dos estadounidenses, uno en la batería y otro en la guitarra, que hacen un ruido magnífico, impresionante y espectacular.
Esa tarde, mis hijos estaban cansados del día en el colegio; les preocupaba no tener tiempo de hacer sus deberes de francés y que eso les supusiera problemas al día siguiente.
"Mira que dejar de hacer los deberes por un grupo de rock", rezongué. "Tendréis que hacerlos mañana en el autobús".
Luego, sin darle mucha importancia, pregunté a uno de ellos qué se le daba mejor en el colegio. "No te preocupes, papá", me contestó, reflexivo. "Soy el más guapo".
Los chicos, que pasan de la mayoría de las cosas de adultos, se mostraron fascinados por el espectáculo. Les pareció una noche "de morirse" y se dedicaron a observar con atención al guitarrista y al batería, y a comentar entre sí lo que hacían los músicos. Podría haber sido la típica experiencia de concierto de rock: moquetas pegajosas, la cisterna del retrete goteando sobre la cabeza, la gente quitándote el asiento, el aburrimiento y los nervios de esperar a que apareciera el grupo, el dolor de cabeza posterior. Pero durante el concierto recordé una frase de Jann Wenner, el fundador de la revista Rolling Stone, que en una ocasión dijo algo así: "Me di cuenta de que la gente de más talento de mi generación estaba dedicándose a la música, así que yo hice lo mismo".
Wenner estaba reconociendo la verdad, algo que he sabido desde que era adolescente. La música ha sido la fuerza cultural más interesante, significativa, liberadora y sexualmente atractiva de mi época, y la gente más viva, dotada y seductora se ha dedicado a ella. Por desgracia para los que son tímidos y carecen de talento.
Ahora, 40 años después de Sergeant Pepper, Tony Blair no es el único que rasguea su Stratocaster en las tardes del fin de semana. Una buena parte de la población masculina mayor de 40 años está aprendiendo a tocar Samba pa ti. Acomodados y ya en retirada, estos hombres despistados pueden dedicar ahora mucho tiempo a las tiendas de música de Denmark Street y a practicar sus fraseos.
Un amigo mío, escritor de éxito, ensaya con su grupo todos los lunes desde hace 10 años. Hace poco organizó una sesión con mis hijos y les enseñó a tocar canciones de los Clash mientras ellos le explicaban quiénes son The Feeling.
Este hombre tiene muchas dudas, e incluso cosas de las que arrepentirse. "¿No crees", me dice en serio, casi lamentándose, "que habría podido estar en un grupo profesional, quizá tocando el bajo? No soy Hendrix, pero toco tan bien como muchos que sí lo han logrado".
Como la mayor parte de las personas de mi generación, he pasado más tiempo escuchando música que leyendo. El pop es la forma cultural que comparto con la mayoría de mis amigos y, desde luego, según estoy descubriendo, con mis hijos.
Afortunadamente, después de escuchar hip-hop durante un par de años, mis hijos se pasaron al rock estadounidense y luego al pop y el rock británicos. Yo volví a interesarme por la música a través de ellos. Si no, a estas alturas me daría un poco de vergüenza que me gustaran The Kooks y The Streets, porque parece que ya soy demasiado viejo para eso.
Cuando el music hall murió, después de la II Guerra Mundial, y reapareció encarnado en los programas de variedades de televisión, la música pop ocupó su sitio en los escenarios de los viejos teatros. Durante mis 50 años de vida, este país ha producido sin cesar enormes cantidades de música de gran calidad, además de absorber y reinterpretar la música norteamericana y empapar a sus jóvenes de las actitudes desconfiadas que la acompañan.
El pop es el grito del intruso que se dirige sin restricciones a una gran audiencia, ha contribuido más a rehacer la identidad británica que cualquier otra forma, y todavía sigue lleno del espíritu del punk.
La música británica siempre ha sido una mezcla en todos los sentidos. Es una forma democrática y es multicultural; es negra y asiática, de clase obrera, de clase media, gay y lesbiana. Si hablo con mis hijos de todo esto, es porque también es su historia y algo que les gustaría saber y que incluso seguramente deberían saber, como educación alternativa.
El compromiso y el fervor actuales de los que poseen creencias religiosas son desconcertantes, impresionantes y temibles, y hacen que nos preguntemos en qué creemos nosotros. Nuestra falta de una fe así puede quizá avergonzarnos ligeramente. Sin embargo, si ese tipo de compromisos está más o menos fuera de nuestro alcance, hay otros que no lo están, aunque son menos tangibles y autoritarios, menos programáticos y más relacionados con los sentimientos y la capacidad de expresarnos.
Ahora bien, lo que construye una identidad -tal vez la parte más importante de ella- es tal vez algo que, como decía The Who, uno "no puede explicar", que está más allá del refinamiento del lenguaje.
El pop continúa representando las voces de los que normalmente no son escuchados y, como tal, sigue teniendo algo de subversivo y obsceno. El olor del sexo barato, las drogas y el alcohol, la desesperación y la gente que enloquece, nos recuerdan que el pop tiene que ver, en definitiva, con las cosas más profundas y más importantes: el disfrute anárquico y el placer corporal.
A diferencia de casi todas las artes, que se vuelven excesivamente sofisticadas a medida que evolucionan, el pop sigue siendo sencillo y directo. Como le ocurría al music hall, sus principales cualidades son la vulgaridad, la ingenuidad y el exhibicionismo.
Por suerte, eso es algo prácticamente imposible de articular ni de enseñar. Pensemos en nuestra reciente furia por definir lo británico, para estamparlo en las psiques de los aspirantes a nacionalizarse e impedir que se conviertan en terroristas. Podríamos hacer que los inmigrantes recién llegados se sienten en unas cabinas con auriculares y expliquen por escrito la letra de [la canción de The Beatles] I am the Walrus.
La Gran Bretaña del pop es el país que comprendo y que me gusta, en parte porque su música nunca se ha domesticado del todo. El pop, ni provinciano ni patriótico, es una forma de identificación poco corriente, que no se basa en el odio, sino en la creatividad.
Al contrario que las identificaciones basadas en la religión o en el amor al Estado o a su líder, el pop es algo en perpetua transformación, siempre anárquico, maldito, rebelde, inconformista. Es inteligente e ingenioso, una permanente descripción irónica de la vida británica contemporánea.