- La batalla por América Latina/Jorge Castañeda.
Publicado en el diario El País, 6/02/2007);
La batalla por América Latina ha comenzado. Después de escaramuzas, tragedias y caricaturas, todo parece indicar que ahora sí, por primera vez desde principios de los años sesenta, y de manera mucho más trascendente, la región se convierte en el escenario de un verdadero combate cuerpo a cuerpo: ideológico, político, económico. De un lado, Hugo Chávez, La Habana (en manos de un Castro u otro), sus aliados en Buenos Aires, La Paz, Managua y eventualmente Quito e incluso, en un apartado muy particular, Moscú, pasan a la ofensiva. Por el otro, una Administración en Washington abrumada, rebasada pero cada vez más nerviosa, emprende el contra-ataque. Los demás asisten pasivos y desbrujulados ante la inevitable toma de partido en lo que es todavía una lucha de ideas, pero que comienza a revestir otras características.
Latinoamérica se escinde, en los términos que la realidad le impone, no los que muchos desearíamos. Un bloque, con variaciones indudables entre un centro-izquierda a la chilena y un centro-derecha mexicano, pertenece al mundo moderno, aunque sus imperfecciones y rezagos lo colocan en la retaguardia del mismo. Se trata de gobiernos y electorados esencialmente convencidos del valor intrínseco de la democracia representativa, las libertades individuales, el respeto a los derechos humanos, la economía de mercado y la globalización, una relación cordial de cooperación con Estados Unidos, y una aspiración de ingreso al llamado Primer Mundo. Las imperfecciones son reales: en ninguno de estos rubros el desempeño de México, Chile, Perú, Colombia, Uruguay o Brasil es idóneo, y la situación en Centroamérica y el Caribe deja aún más que desear.
El otro bando es más homogéneo y compacto. Se encuentra al borde de realizar el sueño fidelista-guevarista de los años sesenta: extender su idea de revolución y socialismo por toda la región, ahora sí con los medios necesarios para lograrlo. Este bloque vive una constante tentación autoritaria, de concreción intermitente. Es estatista en economía, de un nacionalismo anti-americano virulento, y ha diseñado y puesto en práctica, por fin, una política social donde yace la clave de su éxito. Con vastos recursos petroleros venezolanos, gracias a un número ilimitado de médicos “descalzos” cubanos -que dobletean como instructores deportivos, agitadores políticos, abnegados alfabetizadores y avezados agentes de seguridad- y abundantes armas automáticas rusas (que ya pronto serán fabricadas en Venezuela), el binomio Caracas-La Habana puede aportarle a las desamparadas masas “barrio adentro” de Caracas y Buenos Aires, de Bolivia, Ecuador, Nicaragua, y pronto de Paraguay y Guatemala, la asistencia social que jamás han recibido. Los magros resultados del llamado “Consenso de Washington”, junto con la impopularidad de George Bush y el lirismo tropical de Chávez y Cuba, coadyuvan al éxito de la campaña. Más allá de la discusión sobre los méritos y defectos de las respectivas teorías económicas, este bloque pone en peligro los avances regionales anti-dictatoriales de los últimos años.
Ambos bandos contienden por el alma latinoamericana, pero con recursos muy desiguales. El partido de la modernidad carece de dinero, armas y sobre todo de la “música” necesaria para convencer de sus bondades. Nadie aspira a liderar el esfuerzo consistente en refutar las falacias de la embestida populista, y en cantar las loas -que pueden parecer derechistas- de la democracia y la ortodoxia marco-económica. Por eso van ganando los unos, y perdiendo los otros. Brasil jamás va a romper con su vecino venezolano: además de la frontera y su tradición de aislacionismo altanero, Lula enfrenta un ala izquierda dentro de su partido que acepta su alineamiento neo-liberal a cambio de recurrentes saludos retóricos a la bandera anti-imperialista. Michele Bachelet en Chile podría volverse la heralda de los éxitos de su país, pero entre sus tribulaciones internas, su reticencia personal y las dimensiones de su patria, prefiere apartarse, quizás con razón y no desdibujarse ante su pasado de izquierda. España, que ha desempeñado este papel en el pasado, oscila entre las ventas militares y la abstención, debido a la vocación interna de Rodríguez Zapatero y su renuencia al protagonismo latino. Y países pequeños como Costa Rica, dotados de liderazgos innegables como el de Óscar Arias, sufren las consecuencias de sus actos: al tratar de enfrentar a Chávez, Arias se ganó recientemente el derecho a que el bolivariano de Barinas le cerrara una fábrica de aluminio perteneciente al Gobierno venezolano.
Perú, Colombia y Uruguay podrían participar en el combate, pero cada uno padece vulnerabilidades evidentes: Álvaro Uribe una frontera con Venezuela, Alan García un mandato precario. El presidente Tabaré Vázquez pagará cara su audacia de invitar a Bush a Montevideo el próximo 9 de marzo: Chávez y su vecino Néstor Kirchner le preparan una magna contra-manifestación al “diablo”, como le dice Chávez, del otro lado del Río de la Plata.
Latinoamérica se escinde, en los términos que la realidad le impone, no los que muchos desearíamos. Un bloque, con variaciones indudables entre un centro-izquierda a la chilena y un centro-derecha mexicano, pertenece al mundo moderno, aunque sus imperfecciones y rezagos lo colocan en la retaguardia del mismo. Se trata de gobiernos y electorados esencialmente convencidos del valor intrínseco de la democracia representativa, las libertades individuales, el respeto a los derechos humanos, la economía de mercado y la globalización, una relación cordial de cooperación con Estados Unidos, y una aspiración de ingreso al llamado Primer Mundo. Las imperfecciones son reales: en ninguno de estos rubros el desempeño de México, Chile, Perú, Colombia, Uruguay o Brasil es idóneo, y la situación en Centroamérica y el Caribe deja aún más que desear.
El otro bando es más homogéneo y compacto. Se encuentra al borde de realizar el sueño fidelista-guevarista de los años sesenta: extender su idea de revolución y socialismo por toda la región, ahora sí con los medios necesarios para lograrlo. Este bloque vive una constante tentación autoritaria, de concreción intermitente. Es estatista en economía, de un nacionalismo anti-americano virulento, y ha diseñado y puesto en práctica, por fin, una política social donde yace la clave de su éxito. Con vastos recursos petroleros venezolanos, gracias a un número ilimitado de médicos “descalzos” cubanos -que dobletean como instructores deportivos, agitadores políticos, abnegados alfabetizadores y avezados agentes de seguridad- y abundantes armas automáticas rusas (que ya pronto serán fabricadas en Venezuela), el binomio Caracas-La Habana puede aportarle a las desamparadas masas “barrio adentro” de Caracas y Buenos Aires, de Bolivia, Ecuador, Nicaragua, y pronto de Paraguay y Guatemala, la asistencia social que jamás han recibido. Los magros resultados del llamado “Consenso de Washington”, junto con la impopularidad de George Bush y el lirismo tropical de Chávez y Cuba, coadyuvan al éxito de la campaña. Más allá de la discusión sobre los méritos y defectos de las respectivas teorías económicas, este bloque pone en peligro los avances regionales anti-dictatoriales de los últimos años.
Ambos bandos contienden por el alma latinoamericana, pero con recursos muy desiguales. El partido de la modernidad carece de dinero, armas y sobre todo de la “música” necesaria para convencer de sus bondades. Nadie aspira a liderar el esfuerzo consistente en refutar las falacias de la embestida populista, y en cantar las loas -que pueden parecer derechistas- de la democracia y la ortodoxia marco-económica. Por eso van ganando los unos, y perdiendo los otros. Brasil jamás va a romper con su vecino venezolano: además de la frontera y su tradición de aislacionismo altanero, Lula enfrenta un ala izquierda dentro de su partido que acepta su alineamiento neo-liberal a cambio de recurrentes saludos retóricos a la bandera anti-imperialista. Michele Bachelet en Chile podría volverse la heralda de los éxitos de su país, pero entre sus tribulaciones internas, su reticencia personal y las dimensiones de su patria, prefiere apartarse, quizás con razón y no desdibujarse ante su pasado de izquierda. España, que ha desempeñado este papel en el pasado, oscila entre las ventas militares y la abstención, debido a la vocación interna de Rodríguez Zapatero y su renuencia al protagonismo latino. Y países pequeños como Costa Rica, dotados de liderazgos innegables como el de Óscar Arias, sufren las consecuencias de sus actos: al tratar de enfrentar a Chávez, Arias se ganó recientemente el derecho a que el bolivariano de Barinas le cerrara una fábrica de aluminio perteneciente al Gobierno venezolano.
Perú, Colombia y Uruguay podrían participar en el combate, pero cada uno padece vulnerabilidades evidentes: Álvaro Uribe una frontera con Venezuela, Alan García un mandato precario. El presidente Tabaré Vázquez pagará cara su audacia de invitar a Bush a Montevideo el próximo 9 de marzo: Chávez y su vecino Néstor Kirchner le preparan una magna contra-manifestación al “diablo”, como le dice Chávez, del otro lado del Río de la Plata.
En síntesis, sólo un país puede subirse al cuadrilátero ideológico contra Chávez y los Castro, a condición de contar con aliados variopintos y generosos, sobre todo donde hay dinero: en Washington y Bruselas. Se trata, obviamente, de México.
Por las dimensiones del país, por la historia de éxito -relativo, sin duda- de los últimos años, por los atributos de su nuevo presidente, y por la diversidad de los intereses mexicanos en América Latina, México y Felipe Calderón pueden darle la pelea política al otro bando. Calderón es bueno para el debate, porque le gusta; México posee intereses reales en Venezuela, Centroamérica, Ecuador, y por supuesto en Brasil y Chile. Ya existen antecedentes: tanto Ernesto Zedillo como Vicente Fox procuraron rebatir y derrotar ideológicamente a Chávez y a Fidel Castro, con menor o mayor suerte: la opinión pública lo aprobó, las élites políticas e intelectuales del país, no. Nadie como Calderón puede defender el sendero democrático, globalizado, moderno y social del primer bloque; nadie como él puede exhibir las trampas y mentiras del segundo. No es el debate que algunos quisiéramos: entre una izquierda moderna, y una centro-derecha liberal. Pero es el debate que hoy se impone en América Latina. Sin embargo Calderón abriga dudas, y Washington no le facilita las cosas.
Su escepticismo se alimenta de dos fuentes. Se ve tentado de buscar, al costo que sea, el apoyo interno del PRI, y de modo más improbable, del PRD, para impulsar las reformas que el país indudablemente necesita. Y en efecto, una cruzada contra el bloque populista provocaría la ira de sus adeptos en México, sin hablar de la de los acólitos de Cuba. Por eso Calderón titubea, aunque disfrace su indecisión detrás de la no-intervención y el deseo de llevarse bien con todos. Pero el PRI no le va a hacer ningún regalo a un Gobierno calderonista cada día más monocromático, pase lo que pase en Caracas y en América Latina; Chávez y La Habana perseverarán en su proyecto hemisférico, haga México lo que haga para evitar conflictos con ellos.
El problema es que Bush no le ofrece a México y a su presidente la cobertura política necesaria para emprender esta batalla, sin quedar colocados en un conservadurismo indefendible. Si lo hace sin mostrarle al pueblo de México las ventajas de una relación conveniente con el vecino del norte, la demagogia nacionalista del PRI y de López Obrador terminarán por imponerle a Calderón el retorno a la vieja política exterior mexicana del avestruz. En cambio, si para su inminente gira latinoamericana, por ejemplo, Bush trajera en sus alforjas los recursos, los acuerdos comerciales y la asistencia para los países pequeños, y la tan anhelada y postergada reforma migratoria integral, para casi todos, México podría, por interés propio -no como quid pro quo-, lanzarse bien apertrechado a una guerra ideológica que nadie más puede dar, y que es indispensable e impostergable. Que México contenga con palabras e ideas al frente a Chávez-La Habana-La Paz-Buenos Aires-Managua es mil veces mejor, y menos derechista que, por default dejar la tarea en manos de otros, con otras predilecciones
Por las dimensiones del país, por la historia de éxito -relativo, sin duda- de los últimos años, por los atributos de su nuevo presidente, y por la diversidad de los intereses mexicanos en América Latina, México y Felipe Calderón pueden darle la pelea política al otro bando. Calderón es bueno para el debate, porque le gusta; México posee intereses reales en Venezuela, Centroamérica, Ecuador, y por supuesto en Brasil y Chile. Ya existen antecedentes: tanto Ernesto Zedillo como Vicente Fox procuraron rebatir y derrotar ideológicamente a Chávez y a Fidel Castro, con menor o mayor suerte: la opinión pública lo aprobó, las élites políticas e intelectuales del país, no. Nadie como Calderón puede defender el sendero democrático, globalizado, moderno y social del primer bloque; nadie como él puede exhibir las trampas y mentiras del segundo. No es el debate que algunos quisiéramos: entre una izquierda moderna, y una centro-derecha liberal. Pero es el debate que hoy se impone en América Latina. Sin embargo Calderón abriga dudas, y Washington no le facilita las cosas.
Su escepticismo se alimenta de dos fuentes. Se ve tentado de buscar, al costo que sea, el apoyo interno del PRI, y de modo más improbable, del PRD, para impulsar las reformas que el país indudablemente necesita. Y en efecto, una cruzada contra el bloque populista provocaría la ira de sus adeptos en México, sin hablar de la de los acólitos de Cuba. Por eso Calderón titubea, aunque disfrace su indecisión detrás de la no-intervención y el deseo de llevarse bien con todos. Pero el PRI no le va a hacer ningún regalo a un Gobierno calderonista cada día más monocromático, pase lo que pase en Caracas y en América Latina; Chávez y La Habana perseverarán en su proyecto hemisférico, haga México lo que haga para evitar conflictos con ellos.
El problema es que Bush no le ofrece a México y a su presidente la cobertura política necesaria para emprender esta batalla, sin quedar colocados en un conservadurismo indefendible. Si lo hace sin mostrarle al pueblo de México las ventajas de una relación conveniente con el vecino del norte, la demagogia nacionalista del PRI y de López Obrador terminarán por imponerle a Calderón el retorno a la vieja política exterior mexicana del avestruz. En cambio, si para su inminente gira latinoamericana, por ejemplo, Bush trajera en sus alforjas los recursos, los acuerdos comerciales y la asistencia para los países pequeños, y la tan anhelada y postergada reforma migratoria integral, para casi todos, México podría, por interés propio -no como quid pro quo-, lanzarse bien apertrechado a una guerra ideológica que nadie más puede dar, y que es indispensable e impostergable. Que México contenga con palabras e ideas al frente a Chávez-La Habana-La Paz-Buenos Aires-Managua es mil veces mejor, y menos derechista que, por default dejar la tarea en manos de otros, con otras predilecciones