13 abr 2008

Marina Litvinenko


“No tengo miedo. Lo peor ha ocurrido: han asesinado a mi marido”
La muerte de su marido, Alexandr Litvinenko, dio la vuelta al mundo. El agente ruso fue envenenado con polonio 20. Desde entonces, Marina sólo quiere justicia.
JESÚS RUIZ MANTILLA entrevista a Marina Litvinenko
Publicado en EL PAIS SEMANAL, 13/04/2008;
La muerte de su marido, Alexandr Litvinenko, dio la vuelta al mundo. El agente ruso fue envenenado con polonio 20. Desde entonces, Marina sólo quiere justicia.
Puede que Marina Litvinenko sea hoy uno de los casos más extremos de viuda coraje que caminan por el mundo. Todos recuerdan un calvario del que todavía no ha salido. Empezó cuando su marido, Alexandr Litvinenko, agente ruso pasado a Occidente en plena Rusia de Putin, fue envenenado en Londres descaradamente con una dosis de polonio 20 en el té. Su agonía dio la vuelta al mundo, en unas fotografías más que impactantes, cuando trataba de agarrarse a un hilo de vida en el hospital de Londres donde se trató de salvarle. Un libro, Muerte de un disidente (Taurus), escrito por Marina y el amigo de ambos Alex Goldfarb, y un documental, El caso Litvinenko, de Andréi Nekrasov, que se estrena en mayo en Canal +, ahondan en las razones de un martirio que cogió al mundo despistado. Cuando pensábamos que la Rusia de John Le Carré había pasado a mejor vida, la historia de este agente de la FSB –el KGB reinventado tras la caída de la URSS– hizo que volviéramos a las pesadillas que generan las descarnadas diatribas de la razón de Estado.
Aquel país con espías, delatores, crímenes y persecuciones contra la libertad de expresión de políticos y periodistas, sigue aspirando a una democracia que todavía, tras regímenes como el de Vladímir Putin, queda lejos. Es lo que cree Marina Litvinenko desde su exilio en Londres, donde sigue huyendo después de que su marido decidiera dejar su país en el año 2000 al comprobar que no podía cambiar un sistema entregado a intereses oscuros y corruptos desde dentro.
Lo pagó caro. Ni Borís Berezovski, el empresario que le protegió tras comentarle Litvinenko que se había negado a acatar la orden de asesinarle, ni nadie pudieron salvarle de una muerte lenta y dolorosa. Una muerte servida en la taza de un té que tomó junto a Andréi Logovoi, su socio para algunos negocios comunes en Londres; la persona que se ha convertido en principal sospechosa y a quien Vladímir Putin se ha negado a extraditar alimentando una espiral de diplomacia envenenada entre su país y el Reino Unido. En las manos de la justicia y la policía británica está un caso que Marina confía acabar resolviendo.
-Después de lo que le pasó a su marido, de nuevas muertes oscuras, usted que ha salido a la luz y ha cogido el testigo de las denuncias sobre la Rusia actual, ¿tiene miedo?
-Todo ha cambiado tras la muerte de Sasha. Veo las cosas de forma diferente. Cuando escapamos de Rusia, tuvimos una vida normal. Podía ocurrir algo, pero Sasha estaba tranquilo, nos encontrábamos tranquilos en Inglaterra. Después de lo que le ocurrió, no podría llegar a decir que tengo miedo; sencillamente, estoy más decidida y concienciada para hacer lo que debo hacer. No es que no me plantee que haya alguien que me quiera hacer daño. Lo peor ya ha ocurrido. Han asesinado a mi marido. Pero hay veces que me preocupa más mi hijo.
-Eso iba a preguntarle ahora, sobre su hijo.
-Me inquieta más eso. Quiero saber constantemente dónde y con quién está. Puede que como cualquier otra madre que ve los peligros del mundo actual. Pero no me planteo que deba dejar de hacer lo que hemos empezado, eso nunca.
-Así que es usted una mujer que se siente valiente...
-Tampoco. Creo que cualquiera en mi lugar lo haría. Sasha me lo pidió.
-¿Qué exactamente?
-Me dijo: “Marina, tienes que conseguir que el mundo se entere de esto, de lo que nos han hecho”. Antes de que muriera, no había salido a ningún sitio, no me gustaba dar entrevistas, le pedía que lo hiciera sin mí. Nunca le conté a nadie en Londres nuestra historia, quería normalidad. Cuando le ingresaron en el hospital, me pidieron una entrevista. Me negué y Sasha me dijo: “Marina, por favor, tienes que hacerlo”. Ahora lo hago por él, es un deber, porque todo lo que predijo que ocurriría ha ocurrido.
-Todos sus temores, sus peores presagios… Entonces, ¿le tomaron por loco?
-Exacto. Completamente. Lo que haría Putin en caso de guerra, quién ostentaría el poder en Rusia. No es que le tomaran por loco, simplemente creían que estaba un poco obsesionado, que se lo tomaba todo demasiado a pecho.
-¿En qué sentido?
-Como investigador. Que se tomó demasiado en serio sus denuncias sobre corrupción, sus enfrentamientos con el poder del FSB. Cuando salió a la luz no era un político. En 1998, cuando lo denunció por primera vez, cuando dijo que sus superiores se habían convertido en criminales que le ordenaban asesinar a gente decente, él era un oficial y su trabajo era importante. Pero al denunciarlo y salir del país, se convirtió con esa decisión en un político, en un disidente.
-Es que el haber seguido por otro camino, traspasar la barrera que se le encomienda a un oficial, a un militar, para muchos se convierte en una deslealtad.
-Sí, pero él se vio obligado a hacerlo por algo que consideraba justo. Empezó a ver una situación que no le gustaba, sencillamente empezó a detectarlo de otra manera. Temía un colapso del sistema.
-¿Cuál fue la primera señal de alarma?
-Conoció a un hombre que le abrió los ojos, Vladímir Bukovski. Tenían larguísimas conversaciones sobre la realidad rusa. Influyó mucho en su pensamiento.
-¿Igual que el empresario Berezovski, a quien se negó a ejecutar cuando se lo ordenaron? -Berezovski confiaba mucho en él. Al llegar a Londres, fue quien nos permitió vivir sin problemas, quien le empleó.
Pero su relación con él fue anterior.
-Lo salvó, cierto. Y después se hicieron muy amigos. En la época en la que Sasha trabajaba en el FSB. Cuando todo fue empeorando y el crimen se mezclaba con el Gobierno y se enredaban las cosas como en una amalgama en un sistema corrupto, vio que debía dejar el FSB.
-¿Por qué no antes?
Porque él creía firmemente que a través de su trabajo en la agencia podría ayudar a la gente a cambiar las cosas, a combatir el crimen. Fue al final, cuando montaron una unidad especial en la que les encargaban secuestros, asesinatos, cuando se negó. Concretamente con Berezovski, a quien fue a contar directamente que le habían ordenado asesinarle. Le pareció tan increíble que quiso saber no sólo por qué querían matarle, sino por qué se había creado esa unidad especial, para qué.
-Perdone, habla de una unidad especial dentro del FSB que escapaba a todos los controles.
-Sí, exacto. Nueva. Fue algo que Sasha planteó directamente a Putin en su primer encuentro, cuando a éste le nombraron director del FSB.
-¿Ahí empezó la caza?

-Le planteó eso y le alertó de las complicadas redes de corrupción que había dentro del sistema, pero salió muy decepcionado de aquella reunión. Se dio cuenta de que era peor que sus predecesores porque sabía de cosas que habían ocurrido en San Peters-burgo mientras él participó en el Ayuntamiento de la ciudad.
-¿Qué tipo de cosas?

-Corrupción, crimen...
-¿Lo podía probar?
-Lo sabía.
-¿Tenía documentos?
-Disponía de archivos y lo escribió en sus artículos en Internet y en su libro Alegations.
-Aparte de ésos que hizo públicos, ¿había más?
-Tenía más de los que no puedo hablar y que no conozco, pero que están en manos de la policía británica para la investigación. Cuando estaba vivo, yo no los había visto. Era su trabajo y no asunto mío, pero escribió sobre esto, como digo. Un hermano de Sasha también ha publicado en Italia artículos al respecto; quien lo lee, en Rusia, abre los ojos.
-¿Por qué le fue tan difícil luchar contra esto desde dentro?
-Cuando empezó a trabajar en la agencia, hacia 1997, había investigaciones que no podía terminar porque siempre iban a parar o implicaban a alguien que no convenía. Putin, Patruschev, que era director del FSB, gente que ahora está en el poder…
-¿Así que decidió salirse cuando vio que todas esas personas implicadas con las que las investigaciones se topaban llegarían a manejar el país? ¿Le daba miedo eso?
-No, después de denunciarlo públicamente, empezó a recibir chantajes, amenazas, y se había convertido para ellos en un traidor a quien había que castigar. Fue cuando me dijo: “Marina, o me matan o me meten en la cárcel”. Le metieron en la cárcel e hicieron que todas sus investigaciones se volvieran en su contra; si no era una, era otra. Le encarcelaron sin motivo durante ocho meses, y fue entonces cuando decidió irse, no por ponerse a salvo él, sino por ponernos a salvo a nosotros.
-De todas formas, los servicios secretos siempre cuentan con cosas que nadie quiere saber; en su lógica, en la radicalidad de la razón de Estado, muchos pueden pensar que se lo merecía. ¿Era consciente de eso, de que defender derechos civiles, democracia y esos valores no casaban con su trabajo?
-Es difícil saberlo. Él nunca pensó que lo pagaría con su vida.
-Qué era, ¿todo un idealista?
-No podría darle una respuesta tajante. Por un lado, sí; por otro, era muy realista.
-Si era idealista, aunque fuera un poco, ¿qué hacía en los servicios secretos? Parece el hombre equivocado en el lugar equivocado.
-Es que el trabajo de Sasha se parecía mucho, más que a lo que hacen en la CIA o hacían en el KGB en la época de la Unión Soviética, a lo que es hoy el FBI, por ejemplo. El FSB se formó tras el colapso de la URSS, y lo que era el KGB se transformó en eso y se dividió en diferentes departamentos. Había uno antiterrorista, otro antidroga, crimen organizado.
-Pero él había participado en el sistema de antes. ¿Cuándo entró?
Entró en el Ejército en 1979. Su padre era oficial y su abuelo había sido piloto en la Segunda Guerra. Era una tradición familiar: ser honesto, sentirse orgulloso. También era otra época. Para él, entrar en los servicios secretos y luchar contra el crimen era algo bueno. En 1998, cuando da el paso, el juego ha cambiado. No podía sentirse satisfecho sencillamente recibiendo su salario, no podía. Puede que fuera idealista, pero no lo soportaba.
-¿Y usted qué pensaba cuando tomó la decisión de irse? N
-No estábamos totalmente de acuerdo en todo. Yo le decía que no podía enfrentarse él solo a todo ese poder. Y me respondía: “Si no lo hago yo, ¿quién va a hacerlo?”. Tenía razón. Si te quedas con las manos cruzadas, nunca cambia nada. Hace un año nadie le creía, ahora la gente se da cuenta.
-¿Ni siquiera cuando vio que asesinaban a periodistas incómodos, como a Anna Politkóvskaya, se preocupó de lo que le podía pasar?
-Le preocupaba. Anna Polit-kóvskaya era muy amiga suya. Cuando leía algo duro, le advertía. Se quedó destrozado al enterarse de su asesinato. Se lo había avisado: “No te quedes a vivir en Rusia, es muy peligroso. Puedes escribir tus artículos en Estados Unidos, en Europa”. Y ella le respondía: “¿Dónde voy a ir? Aquí puedo ayudar a la gente. No se trata sólo de escribir artículos. Saben que aquí me pueden llamar, verme”.
-Nada parece arreglarse, además.
-No, al contrario, todo empeora.
-Y Dmitri Medvédev, ¿cambiará las cosas?
-Es difícil. No es una novedad. Todo el mundo lo esperaba. Pero siempre hay sorpresas. Putin lo fue.
-¿Putin lo fue?
Poco se podía esperar de un responsable de los servicios secretos cuando llegara al poder.
-Esa arrogancia de los últimos años no la mostraba antes. Esa mala educación, los malos modos. Era más discreto, muy maleducado. De Medvédev, la gente habla mejor; dicen que es más liberal, más moderno. Pero lleva 16 años a la sombra de Putin y conoce todos sus lados oscuros, incluso lo que ocurrió en San Petersburgo. ¿Qué hará? ¿Lo utilizará? Para mí, nada cambiará con él, empeorará. De hecho, ya ha podido demostrar que era diferente cuando le preguntaron qué había pasado con Sasha y empeoró las cosas.
-¿Así que es más de lo mismo?
-Mire, los rusos son imprevisibles. Predecir es imposible.
-¿No tiene esperanzas?
-No, con Medvédev, no. Todo seguirá igual. En nuestro caso, por lo menos. Todo lo ha enfocado Putin. Un presidente de una nación quizá no tenía que haberse ni pronunciado sobre esto, pero menos defender a quienes han sido acusados. A Lugovoi. Él dio ese paso. ¿Por qué un presidente iba a defenderlos? Después de hacerlo, ¿quién iba a acusarles de nada?
-¿Y Medvédev no se ha apartado de esa línea?
-No. Tuvo su oportunidad, como digo, y no lo ha hecho. Con este caso, sí podría hacer ver que es diferente, pero no lo ha aprovechado.
-Para usted, su lucha es una cruzada. Aunque debe de ser duro recordar a cada paso qué pasó aquellos días, deberíamos hacerlo.
-Le envenenaron el 1 de noviembre. Se puso malísimo. Era raro, tenía una salud de hierro, no fumaba, no bebía, hacía deporte, corría, nadaba. Cuando le subió la fiebre, me sorprendió. Parecía una gripe viral, pero le dolía mucho y en dos días se vino abajo. Es extraordinario cómo alguien tan sano puede hundirse así. A las pocas horas de estar mal, se dio cuenta. “Parece un envenenamiento químico”, me dijo. Él sabía las cosas que se podían hacer.
-¿Supo cómo podía haberle pasado?
-Empezamos a recordar dónde había estado, con quién. Primero un italiano y luego los rusos. Cayó en el té que había tomado con Lugovoi. Pensó que al recuperarse lo investigaría por sí mismo, porque no era consciente de que podía morir.
-¿De qué hablaron en esa reunión?
-De negocios. Habían empezado a colaborar hacía tiempo. Negocios de consultoría, de seguridad; les iba bien.
-¿Quién era Lugovoi, un agente?
-Nunca lo fue. Había trabajado en el KGB, en un departamento especial de guardaespaldas para los altos cargos, el que te abre y te cierra la puerta del coche y mira alrededor, nada más.
-Un tío perfecto para hacer todo tipo de trabajos…
-Probablemente. No sé. Hasta qué punto era un profesional, no me toca a mí decirlo. Lo que sí sé es que trabajó para Borís Berezovski cuando Sasha todavía no le conocía, aunque había oído hablar de él. Luego, lo conoció en una fiesta de Berezovski. Nos tocó en la misma mesa y hablaron de colaborar.
-¿Sasha siempre sospechó de él, entonces?
-Bueno, sí. Sospechaba del té que tomó con él. No le supo bien. Se había tomado dos. Fueron dos tazas de té verde.
-¿Estaba convencido de que había sido algo que le pusieron en el té?
-Cuando Sasha llegó al hospital, nadie creía que lo habían envenenado. Nos miraban como si estuviéramos locos. Pero cada cosa que hacían, cada prueba, les llevaba a eso. Empeoraba y nada le ayudaba. Cuando vieron que parecía ya un enfermo al que le habían aplicado radioterapia, le hicieron análisis de sangre para comprobar si había algo y, al encontrar un componente tan extraño, fue cuando intervino la policía y le trasladaron a otro centro. Al contarlo, empezaron a creerlo.
-La policía pudo contar con todos los detalles en vida de su parte.
-De todo. Los policías, realmente, quedaron conmocionados por su testimonio, cuando ya le costaba hablar, expresarse; aun así, les dio todos los detalles. Me dijeron que para ellos era un caso muy especial… [Se le entrecorta la voz. Llora].
-Para usted debe de ser duro recordar esto. Beba agua o, mejor, tomémonos un vodka. Menos té, cualquier cosa.
-No pasa nada. Para mí nunca dejará de ser difícil recordar todo lo que pasó. ¿Beber? No puedo beber, no podía hacerlo delante de él porque él no bebía. El té me encanta, sigo tomándolo todos los días, y mucho… En fin, vamos a seguir, de verdad.
-Así que estos policías quedaron impresionados. ¿Qué les contó Sasha?
-No lo sé. No podemos acceder a eso, la investigación no ha terminado y, aunque Lugovoi es el principal sospechoso, nada se ha cerrado. No le van a extraditar, eso está claro, así que los pasos para después, nadie sabe cuáles serán. Pediremos un requerimiento si se niegan, pero será lo último.
-¿Está contenta con cómo han procedido la justicia y la policía hasta ahora?
-Estoy contenta con la investigación. En Estados Unidos se ha tomado una resolución sobre el caso que nos anima. El Congreso ha admitido que detrás del caso puede estar el Estado ruso, cosa que nunca había ocurrido. Los británicos van con cuidado. Nunca habían implicado al Estado, pero ahora todo puede cambiar.
-¿Queda más claro?
-Desde luego. También los británicos necesitarían más apoyo de la Unión Europea.
-¿Ha tomado alguna postura la Unión Europea?
-Ninguna. No han hecho nada todavía.
-¿Cree que llegará el día en el que sentarán a Putin en un banquillo por esto? ¿Ha soñado con ello?
-Yo culpo a Putin por todo lo que ocurre en Rusia al más alto nivel. Así que le responsabilizo por haber permitido usar material radiactivo como un arma. Aunque él no hubiera dado la orden, ¿quién controla eso? Es una cuestión que concierne seriamente a todo el mundo. Lo fácil que es conseguirlo, hacerlo, expandirlo por ahí y poner en riesgo la vida de mucha gente. O bien tendrá que explicar qué y cómo ha ocurrido o si se lo ordenó a alguien. Él será responsable y, para empezar, debería ayudar a descubrir a los culpables, porque cuanto más se empeñe en decir que no permitirá extradiciones, más se señalará personalmente. Además de eso, creo que es responsable de muchas cosas más. Debería dar explicaciones.
-Aparte de lo que Sasha le pidió que hiciera públicamente después de morir, ¿a qué otras cosas quedó comprometida con él?
- Bueno, son asuntos privados, cosas nuestras y sobre nuestro hijo. Los últimos dos días estuvo inconsciente. Pero antes de que perdiera el sentido habló con nuestros amigos, con Berezovski y otros, y les hizo prometer que no nos pasaría nada. En el hospital, su preocupación era ser una molestia, una carga.
-¿Cómo le gusta recordarle?
-Como alguien que sólo podía tomarse las relaciones en serio. Puede que no fuera la pareja perfecta, pero con él te sentías protegida. Te envolvía y no podías dejar de necesitarle. Te hacía sentir como una mujer y segura. Como la mujer más feliz del mundo también, y podía estar segura al cien por cien de su amor. Para mí, el amor no consiste en que te traigan champán y flores todos los días, sino que te dejen ser tú misma y quererte como eres. Si discutíamos, no le costaba pedir perdón. Mi hijo, en eso y en otras cosas, es igual que él.
-¿Su hijo era muy consciente de lo que ocurría?
-Ahora tiene 13 años. Cuando Sasha murió tenía 12 y fue al hospital conmigo la última noche. Me dijo que quería venir y allí lo vio. Estuvo 20 segundos, pero le impresionó. Desde entonces no es la misma persona que fue cuando su padre vivía. Le impactó y durante tiempo no quería hablar de ello. Quisimos animarnos mutuamente, compartir lo positivo que habíamos vivido los tres juntos. Comentamos cómo a Sasha le hubiese gustado que hiciera tal o cual cosa. Hablamos de su padre como si nos ayudara desde algún lugar; eso le viene bien.
-¿Como un arma para la vida?
-Sí, bueno, no es una persona que hable mucho de estas cosas. Pero, por ejemplo, no quiere ir a una escuela rusa; dejó a la que iba. Durante un tiempo no quiso saber nada de Rusia. Ahora empieza a tolerarlo. Tiene pasaporte británico y yo le animo a ir a ver a sus abuelos, pero me dice que todavía no quiere, que más adelante.
-¿Y usted? ¿Qué sentimientos tiene hacia su propio país?
-Mire, ahora no puedo decir que me encante la idea de volver. Puedo ver a mi madre en Londres, a amigos. Puede que algún día vaya a presentar nuestro libro o el documental. Siento que así puedo hacer que regrese Sasha. Él sentía Rusia mucho más profundamente que yo. Quería cambiar las cosas y volver; para él era muy importante.
-¿Se lo debe?
-Quizá. Es muy importante que los rusos vean este documental y lean este libro. Porque parecen preferir seguir ciegos y sordos. Su vida no es normal todavía; tienen miedo al colapso y, por eso, prefieren mantener la estabilidad, aunque sea a este precio.
-¿Aunque no sea una estabilidad sana?
-La mayoría, sí. Prefieren seguir ciegos y sordos si pueden comprar un coche o salir de vacaciones. Para ellos, eso es muy importante, porque hace 10 años, sencillamente, no podían hacerlo. Ir al supermercado, usar tarjetas de crédito. Aunque no ocurre eso en toda Rusia, sólo en las grandes ciudades. El resto sigue viviendo sin futuro, entregados al vodka para olvidar lo que tienen delante. La distribución de la riqueza sigue siendo ilusoria. Cuando Putin llegó al poder, ocho rusos ricos estaban en la lista Forbes; ahora hay 200. Ha sido su mayor éxito.
-¿La conocen a usted en Rusia como en Occidente?
-No tanto. He rechazado muchas entrevistas que me han propuesto allí, sencillamente porque no puedo estar segura de que respeten lo que digo. Mi nombre, quizá no, pero el de Sasha se conoce en todas partes, más como un caso, aunque sea duro para mí reconocerlo así. Porque todo esto le ha ocurrido a un ser humano y no a algo a lo que llaman El caso Litvinenko. Yo soy una víctima y me gustaría que la gente se concienciase del daño que se causa por ello.
-¿Teme que pueda ocurrirle a cualquiera en cualquier momento lo mismo?
-Si no se imparte justicia, estoy segura de que se repetirá. Hay que condenar a los culpables. Hacer justicia, para mí es un deber. No permitir que se repita, defender el nombre de mi esposo ante mi hijo, ante mí misma.
-¿Así que la vida para usted tiene un sentido profundo?
-Pues sí. Es más sencillo que todo eso. Para mí es normal. No creo que sea nada especial lo que pido, que sea valiente. Así debe ser.
-Ha construido y reforzado usted sus principios democráticos y civiles sobre una tragedia. ¿No duda?
-La historia de Rusia ha sido siempre terrible. Y no mejora. En 1991, tras la caída del comunismo, la gente pensó que podía cambiar las cosas. Pero se han acomodado ahora a lo que tienen, y no es que sea un pueblo peor que otros. Generación tras generación, han llegado a la conclusión de que nada depende de ellos, que si se callan, todo irá bien.
-Que es el destino…
-Exacto. Y no se les puede culpar. Por supuesto, no todos son así. Hay muchos que se rebelan, pero… Además, es un país al que siempre muchos han temido. Eso les gusta, ese poder de generar temor. Un temor que se ha provocado previamente dentro, sobre todo con el sistema comunista, con las delaciones, las vigilancias, la desconfianza hacia el vecino. Todo eso hace mella. Para ellos, Occidente sigue siendo el enemigo, por ejemplo. Se ha reactivado la teoría conspirativa contra Rusia, que a todos les conviene su debilidad, aunque es mentira. No puedes convencerles de lo contrario.
-¿Cuáles son sus peores temores en este momento?
-Que esto caiga en saco roto. Que se olvide por intereses que convengan a unos y a otros. Pero me dicen mis amigos y la gente en que más confío que es imposible, que se va a resolver. Además, la curiosidad mundial por lo que pasó crece día a día, de Japón a Estados Unidos. Lo más grave es que Rusia sigue, en lugares como Chechenia, experimentando con este tipo de armas. Y estarían encantados de que cada vez fuese menos detectable. En nuestro caso, casi lo consiguen. Sasha murió sin saber de qué. Fue un día a las tres de la madrugada cuando recibí una llamada de la policía diciéndome que tenían que verme para contarme que era polonio 20. Lo habían descubierto en un laboratorio militar. Si le hubiesen enterrado, nadie se habría enterado de nada. Debía abandonar mi casa inmediatamente. Hasta ahora.
-¿No ha podido volver a su casa?
-Hasta ahora, no. Está infectada y nadie se responsabiliza de su limpieza.
-¿Nadie? ¿Por el peligro?
-No, porque es caro.
-No entiendo nada.
-Es caro, no peligroso. Caro. Y nadie se responsabiliza.
-Del riesgo…
-No, del dinero. Cuesta 200.000 libras limpiarlo.
-¿No se hace cargo el Gobierno británico?
-No, es un asunto local, del Ayuntamiento. Tampoco el propietario lo quiere hacer. Él también es una víctima.
-¿Y sus cosas? ¿También están dentro? ¿No es surrealista?
-Recuperé algunas, pero, claro, he tenido que comprar mucho. Sí, surrealista, es surrealista. Siempre escapando. Primero de Rusia, ahora de Londres. Es demasiado para mi hijo. Desde los seis años, huyendo. Lo lleva dentro.
-El caso de que todo esto se haya tratado como una novela de John Le Carré, ¿piensa que le ha beneficiado?
-Hace un año, cuando me pidieron que escribiera un libro sobre esto, dije que no. No quiero. Se lo propusieron a Alex Gold-farb y me lo comentó. Luego creí que hacerlo con él podría ser una especie de terapia. Hablar de esto me podría venir bien. Lo llevo dentro y no quiero que otra gente cercana a mí lo sufra también, sobre todo mi hijo, pero me vino muy bien y pude comprobar cómo la gente se interesaba por ello, que ha beneficiado al asunto. Es importante ver cómo reacciona la gente.
-Es que es de película. ¿No se siente como dentro de una película?
-No me lo planteo. No quiero ni pensarlo. Ni al principio. Me sorprende cuando la gente recuerda haberme visto en los medios. Para los famosos es natural; para mí es otro mundo. Incluso que haya estrellas de cine que se planteen interpretar nuestras vidas, para mí es algo que les pasa a otros, no a mí.
-¿No persigue la fama?
-Sirve como una manera de mantener la atención sobre lo que nos ocurrió. Nada más.

Las drogas en AL

Latinoamérica se rompe por la droga/Reportaje
Los Gobiernos comparten el objetivo de acabar con el narcotráfico, pero se encuentran divididos a la hora de encarar el problema del consumo
JORGE MARIRRODRIGA
EL PAIS, Buenos Aires - 14/04/2008
Mientras Latinoamérica vive una situación que los expertos en lucha contra el narcotráfico califican de "hiperproducción de drogas", dos países han anunciado cambios en sus políticas. El Gobierno argentino se prepara para no perseguir penalmente a los consumidores, y Jamaica, el mayor productor de marihuana del Caribe, estudia legalizar la planta. Sobre la mesa está de nuevo el dilema entre permisividad o tolerancia cero para abordar el problema de la droga.
Los cultivos de hoja de coca se han multiplicado en Suramérica, donde se produce un choque
entre las convenciones de la ONU -que la consideran un cultivo prohibido- y la doctrina oficial de Gobiernos como el boliviano, que reivindica la planta como parte de la cultura indígena. En la actualidad hay 32.000 hectáreas de cultivo de hoja de coca en Bolivia, unas 55.000 hectáreas en Perú y otras 90.000 en Colombia. Para obtener un kilo de cocaína pura son necesarios 365 kilos de hoja seca boliviana o 1.000 kilos de hoja verde colombiana. Y la producción de droga se ha disparado. "En zonas de Bolivia donde no hay maíz ni de lejos te encuentras máquinas trituradoras de maíz. ¿Para qué? Está claro, para machacar la hoja de coca", explica un responsable argentino.
La oferta ha hecho que países que antes eran de tránsito de la droga hacia Estados Unidos o Europa se hayan convertido en nuevos mercados de consumo y centros de fabricación. Argentina es un ejemplo. De hecho, es el país suramericano con mayor consumo entre estudiantes de educación secundaria. Además, ha hecho su aparición la pasta base de coca (PBC o paco), una droga barata y adictiva elaborada a partir de los restos de la producción de cocaína. Un caso similar es Brasil, aunque en este país el narcotráfico se ha organizado y ha sido capaz de poner en jaque a las dos principales ciudades del país: São Paulo y Río de Janeiro.
Los Gobiernos de la región comparten el objetivo de acabar con el narcotráfico, pero se encuentran divididos a la hora de encarar el problema del consumo. Chile, el mayor consumidor de cannabis de la región -el mayor productor es Paraguay-, ha endurecido su legislación para perseguir no sólo el narcotráfico sino también al microtraficante, el último eslabón de la cadena. El problema es que muchas veces el microtraficante es también un consumidor que vende drogas para sufragar su adicción.
Brasil, por su parte, acude regularmente con el Ejército a las favelas -convertidas en feudo de los narcos-, en operaciones que generan una gran polémica. Argentina considera que perseguir penalmente a los consumidores es un malgasto de tiempo y recursos públicos que pueden ser empleados contra el narcotráfico a gran escala. En Uruguay gana paso la corriente de despenalizar a medio plazo el consumo.
Mientras, en el norte, el ministro de Sanidad mexicano, José Ángel Córdova Villalobos, se ha opuesto totalmente a la legalización, aunque ha destacado que los adictos "son enfermos, no criminales y deben ser tratados por ese padecimiento". Córdova ha reconocido que la cárcel es el lugar "menos indicado" para la rehabilitación de los drogadictos.
El anuncio hecho por Argentina ha causado una gran polémica en el país donde el 75% de la población se opone a la despenalización del consumo de drogas. Otras voces respaldan la propuesta del Gobierno asegurando que la medida no aumentará el consumo y que es el camino recorrido por Europa en los últimos 10 años. Con todo tipo de argumentos a favor y en contra, el debate se ha abierto en el continente.
Políticas "contraproducentes"
Ineficaces y contraproducentes. Con estas palabras define el International Crisis Group (ICG) las políticas seguidas en EE UU, Europa y Latinoamérica contra el tráfico de drogas debido en gran parte a la descoordinación de las acciones, que "han ido funcionando a favor de las redes", según advierte Mark Schenider, vicepresidente de este think tank estadounidense.
Pero hay algo mucho más preocupante. Según denuncia el ICG en su informe de 2008, la política de erradicación de hoja de coca "casi siempre está acompañada de violaciones a los derechos humanos". El organismo subraya que las fuerzas paramilitares que intervienen en las operaciones -la fumigación de los cultivos o la destrucción de las plantas desde el suelo- generan "movimientos antigubernamentales" en las zonas donde se practican. Un argumento en el que ahonda el Transnational Institute, con sede en Amsterdam. "Las fumigaciones aéreas ponen en marcha un círculo de destrucción humana social y medioambiental que ha exacerbado los conflictos sociales en Colombia, Perú y Bolivia", señalan.
Según el ICG están fracasando tanto las políticas de erradicación de los cultivos como la de frenar la demanda de consumo, especialmente en los tres grandes mercados mundiales: Estados Unidos, Europa y Brasil. "Es hora de cambiar de estrategia", advierte Schenider.