Nunca tuve ambiciones políticas: Paz.
1993 Aquel diálogo con Julio Sherer.
Carta de Octavio Paz a Julio Scherer García
Querido Julio:
Te envío mis respuestas a tus preguntas: No a todas: eran muchas y muy amplias. Contestar a la primera requirió páginas y páginas; al terminar, me di cuenta de que, de manera indirecta, había tocado también muchos de los temas que mencionas en tu cuestionario. Di un salto y escogí otra pregunta; era igualmente extensa y la respuesta me tomó algunas horas; al releerla, advertí que de nuevo había contestado a otras de tus cuestiones. Quedan, sí, algunas cosas por responder. Era imposible extenderme más. Lo siento.
Para darle un poco de ligereza al texto, intercalé aquí y allá varias preguntas de mi invención. Unas pretenden reflejar, no sé si con fidelidad, tus puntos de vista; otras, son cuestiones y objeciones que me hago a mí mismo. Tus preguntas, para distinguirlas de las mías, aparecen en letra cursiva... Y después de estas explicaciones, me atrevo a confiarte dos o tres cosas.
Voy a cumplir 80 años. A esta edad vemos al mundo con cierto desprendimiento, a veces con una mirada melancólica y otras irónica. Nunca tuve ambiciones políticas; tenerlas ahora sería ridículo. La acción tampoco me tienta; ya es tarde para lanzarse a deshacer entuertos o conquistar tierras desconocidas. A esta hora Don Quijote se resigna a ser Alon-so Quijano y se dispone a poner en orden su alma. Aunque las ideas –a falta de la Idea– todavía me apasionan, hace mucho que estoy de vuelta de las ideologías. Amo la vida y reverencio a sus misterios, sobre todo a los mayores: el nacer, el enamorarse, el morir. A veces me digo: estás hecho de tiempo y el tiempo pasa. Precisamente porque el tiempo pasa y porque no cesa de sorprenderme que pase, decidí responder a tus preguntas sobre la actualidad política de México y del mundo. Esa actualidad es parte de mi tiempo, parte mía. Pasa conmigo y yo paso con ella. Pero al contestar a tus preguntas no me guió nada personal, ningún deseo de ocupar esta o aquella posición, ningún propósito de favorecer a un partido, una persona o un grupo. La política, para mí, es una parte de la historia; mejor dicho, es historia viva, realidad cotidiana que todos vivimos. Hablo de ella como hablo del tiempo y del diario acontecer, de las alegrías y las penas, de las esperanzas y las decepciones, de los amores y las amistades, de las desgracias y los golpes de suerte de la caprichosa fortuna. Entre la vida pública y la privada la comunicación es continua y nunca sabemos a ciencia cierta en dónde están las fronteras entre una y otra.
Sé que muchas de mis opiniones irritarán a más de uno. Ya estoy acostumbrado. Desde que comencé a escribir provoqué antipatías y malquerencias que no pocas veces se convirtieron en anatemas y excomuniones. Mis opiniones literarias y estéticas extrañaron a algunos e incomodaron a otros; mis opiniones políticas exasperaron e indignaron a muchos. Tengo el raro privilegio de ser el único escritor mexicano que ha visto quemar su efigie en una plaza pública. No me quejo: también tengo amigos, críticos generosos y, sobre todo, lectores fieles. Temo, sí, que algunas de mis respuestas susciten otra vez comentarios airados y que los de siempre me llamen vendido al poder y otras lindezas. Ante esto, sólo puedo decir: mis opiniones son pareceres y acepto de antemano que puedo equivocarme. Pero mis equivocaciones y mis errores son de buena fe. No busco nada con ellos, salvo ser fiel a mi conciencia.
Luis Buñuel me dijo alguna vez: lo que me inquieta de la muerte es que ya no podré ir al kiosko de la esquina y comprar Le Nouvel Observateur para enterarme de lo que pasa en el mundo. Pienso lo mismo: la suerte del mundo todavía me interesa. Y más: me apasiona. Se dice que cada hombre es un mundo; habría que añadir: cada hombre es parte del mundo. Lo que le pasa al mundo, me pasa a mí. Me hiciste muchas preguntas sobre México y yo añadí otras. Mis respuestas no son un testamento sino un memorial, en el buen sentido de la palabra. Relación y recuento de lo que creo, pienso y quiero. Los temas de mi memorial son los de todos los días y están marcados con el sello de lo transitorio. No son ideas sino opiniones: están destinadas a fundirse con la actualidad inmediata y a desaparecer con ella. Son mi tributo al tiempo, a los tiempos que corren.
Termino: mi memorial está dirigido a un legatario no expreso, sin nombre, pero preciso e invocado: el lector o lectores que sueña todo escritor verdadero. El lector, los lectores: encarnación del tiempo que pasa y que, de pronto, tiene cuerpo, ojos y pensamientos. Por fidelidad a ese lector que es el tiempo en persona, escribí muchos artículos y notas sobre la actualidad literaria, artística y política. No me arrepiento: hay el tiempo de la poesía y el del amor, hay el tiempo de la pelea y el de la conversación, el del diálogo con las sombras y el tiempo del silencio. Hay que vivir los distintos tiempos y, misión del artista, hay que destilarlos. Ante el mar de Mallorca –actualidad pura, sin historia y sin anécdotas, presencia sin más– Rubén Darío descubrió su “antigüedad” y escuchó fragmentos de las confidencias que se hacen el ser y el no-ser. Un día, ante el mismo mar, en homenaje y respuesta a nuestro maestro, escribí estas cuatro líneas:
Aquí, frente al mar latino,
palpo lo que soy:
entre la roca y el pino
una exhalación.
1993: Aquel diálogo con Julio Scherer García.
Paz: Lo que creo, pienso y quiero
Julio Scherer García
(Vuelto a publicar en ) la Revista Proceso. 1643, 27/04/2008;
A punto de cumplir Octavio Paz ochenta años, Vicente Leñero me dijo que debía entrevistar al poeta. Le dije que no, temeroso de una negativa. Vicente insistió. Cedí, como siempre.
Vi a Octavio en su departamento de las calles de Río Lerma, a la altura del Ángel de la Independencia. Fue afable, diría que hasta cariñoso. Bebimos una copa, acaso dos.
Me preguntó si había preparado algún cuestionario que diera pie a la entrevista que le había solicitado. Le dije que le llevaba buen número de preguntas. Sus intensos ojos azules, más que los ademanes, me indicaron que las leyera sin prisa.
Octavio escuchaba e iba diciendo. Esa no, de la cocaína nada. ¿Por qué, Octavio? Nunca probé la droga, pero a Marie Jo no le gustaría que hablara de eso. Acerca de la muerte, tampoco hablaría el poeta. Marie Jo…
Octavio me pidió que le dejara el cuestionario. Al día siguiente tendría listas unas cuartillas que, auguraba, me dejarían satisfecho. Al despedirnos, precisó: no habrá preguntas ni respuestas. Será un texto corrido, pensé con gratitud y emoción, pero también con una vaga decepción.
El pensamiento de Octavio apareció en Proceso, en su edición 885. Fui sensible a su certeza sobre las elecciones presidenciales, ya en puerta. El Presidente Salinas optaría entre Colosio y Camacho. Uno, su hijo, el otro, su hermano. Se inclinaría por su hijo. Al texto, Octavio agregó una carta, “Carta a Julio Scherer”, la llamó.
En aquella época oscura, 1968-1969, la matanza de Tlatelolco en el centro del país, Octavio Paz había renunciado a la embajada de la India y escrito Posdata. Muchos le dieron la espalda y muchos le cerraron la puerta. La adulación tumultuaria cargó en vilo al Presidente Gustavo Díaz Ordaz. El poeta advertía pocas oportunidades para trabajar en su patria.
Hoy más vale olvidar ese tiempo, sepultar la memoria. ¿Para qué traerlo a cuento si podemos vivir en la unanimidad que inspira la gloria de Octavio Paz?
Julio Scherer. –Nuestra amistad prendió hace veinticinco años, en la matanza de Tlatelolco y tu renuncia como embajador en la India. Yo trabajaba en Excélsior y te propuse la dirección de una revista a la que pondrías nombre, sello y contenido (Plural, antecedente de Vuelta). Fue una época difícil, el gobierno hostil a tu presencia. ¿Qué es hoy del tiempo ensangrentado de Díaz Ordaz y qué de tu vida de entonces?
Octavio Paz. –No sé cómo contestar a tu pregunta. Es muy vasta y comprende muchos temas. Me pides un juicio sobre la vida de México y sobre la mía propia, desde 1971 hasta nuestros días, más de veinte años ricos en cambios y peripecias. Además o, mejor dicho: ante todo, tu pregunta resucita imágenes, sentimientos y episodios que, a pesar de los años transcurridos, me parecen apenas de ayer. Pienso en nuestro encuentro en 1971 y pienso en nuestra amistad, que ha sobrevivido a tantos años y a tantas diferencias de actitudes y opiniones... En fin, procuraré sobreponerme a mi natural emoción y trataré de responderte con cierto orden. Pero te advierto que mi respuesta será un poco larga.
Evocas mi regreso a México en 1971, después de doce años de ausencia. Aunque en octubre de 1968 había dejado la Embajada de México en la India, no creí que fuese cuerdo volver al país inmediatamente. Aparte de la hostilidad gubernamental, me habría visto envuelto en querellas estériles y circunstanciales, lo mismo con el poder público que con la oposición. Decidí esperar un poco: era claro que la represión no podía prolongarse y que pronto se abrirían espacios libres que harían posible la crítica y el debate. En octubre de 1969 pronuncié una conferencia en la Universidad de Austin que, ampliada, se transformó en un pequeño libro: Postdata (1970). En sus páginas sostenía que la salida de la crisis histórica que vivía México no era la revolucionaria que proponían los líderes estudiantiles y la mayoría de la izquierda sino la instauración de una verdadera democracia. Hasta entonces habíamos vivido bajo la hegemonía de un partido estatal, un régimen de compromiso entre la democracia auténtica y la dictadura de un César revolucionario. El sistema daba un poder inmenso al presidente pero lo limitaba a un periodo de seis años; un organismo impersonal –el partido– aseguraba la continuidad. Afirmé que después de 1968 esta situación de excepción no podía prolongarse más sin peligro de estallido o de recaída en una franca dictadura. La opción histórica consistía en elegir entre la democracia y la dictadura.
–¿Cómo fue recibido Postdata?
–Mis ideas fueron criticadas con dureza lo mismo por los voceros del gobierno que por los intelectuales de izquierda. Unos estaban empeñados en la conservación del statu quo y los otros soñaban con la instauración, por medios revolucionarios, de un régimen socialista. La reacción de los primeros era natural; lo era menos la de los intelectuales y los partidarios del movimiento estudiantil. Ninguno entre ellos parecía darse cuenta de la contradicción que había entre su pasión revolucionaria, su culto al Che Guevara o a cualquier otro santón de la izquierda, como Mao, y la significación real del movimiento en el que había participado: la democracia. Sí, hablaban de democracia pero para ellos era un medio subordinado a la acción revolucionaria, es decir, era una táctica, no un fin en ella misma. La democracia era un episodio de la lucha de clases, un escalón en el camino hacia la toma del poder. Su ideología y sus actitudes eran una viva ilustración de aquella profunda observación de su maestro Marx: los hombres hacen la historia pero casi nunca tienen conciencia de lo que realmente hacen: Colón va en busca de Cathay y descubre América, el Estado Mayor alemán envía a Lenin en un tren blindado a la estación de Finlandia y estalla la revolución de Octubre... Pero es peligroso mencionar la soga en la casa del ahorcado: no me perdonaron que señalase la incoherencia de sus posiciones. Escandalizados por las ideas y pareceres que exponía en Postdata, decretaron mi muerte civil. La condena dura ya veinticinco años; en la mayoría de las recientes conmemoraciones de los sucesos de 1968 –reuniones, números especiales de revistas y periódicos, programas de televisión y de radio e incluso bibliografías– no se mencionaron ni mi nombre ni mis escritos. Tampoco se me pidió participar en alguna de las numerosas mesas redondas consagradas al movimiento, con la sola y honrosa excepción de la revista Nexos. Sin embargo, Postdata y mis otros escritos sobre el tema –sin excluir a un pequeño poema– en su momento fueron muy leídos, comentados y citados. Algunos lo siguen siendo; Postdata lleva veinte ediciones. Ese libro y los otros textos también han circulado en el extranjero, traducidos al inglés, al francés, al alemán, y a otros idiomas. Una de las personalidades más populares del movimiento de 1968, Elena Poniatowska, quizá recuerde que su libro, La noche de Tlatelolco, se publicó en inglés debido a mis instancias y con un prólogo mío... Y aquí corto este cuento aburrido. Un consejo a mis apresurados enterradores: la próxima vez maten bien a sus muertos.
–Aparte de tu diferente, heterodoxa interpretación política de los sucesos de 1968, ciertas afirmaciones tuyas te opusieron a la corriente general. Por ejemplo, en Postdata y en las últimas páginas de otro de tus libros, Conjunciones y Disyunciones, destacaste ciertos rasgos que te parecían distintivos de la revuelta estudiantil y que no encajaban con la imagen que la mayoría se había hecho de los acontecimientos.
–Así es. Ante todo: es imposible callar o minimizar, como es ya costumbre, la influencia de los movimientos de París, Berkeley y otras ciudades. Hubo contagio e imitación. Fue una explosión universal y los ecos son numerosos. Señalo dos que me parecen, a un tiempo, evidentes y capitales. El primero fue la rebelión contra la autoridad del Padre, simbolizada en la figura del Presidente: la revuelta juvenil fue la sublevación de los hijos. El segundo: el elemento orgiástico, de gran bacanal o fiesta ritual. Los jóvenes exaltaron al placer y al erotismo como dos fuentes de creación y de libertad. 1968 fue una subversión y, también, una representación: la Fiesta enmascarada de Revolución. Ni los dirigentes estudiantiles ni los intelectuales mexicanos que se han ocupado del tema han ahondado en estos aspectos, a mi juicio centrales. Hay, sin embargo, una excepción reciente: la de Luis González de Alba. Sus declaraciones han sido notables tanto por su clarividente perspicacia como por su honradez. En fin, ha sido y es un grave error desconocer la dimensión internacional del movimiento y su tonalidad pararreligiosa: la liberación del cuerpo y de la sensibilidad. La afectividad definió a 1968.
–¿Y tu idea de ver a la represión del 2 de octubre como un ritual del sacrificio?
–Fue una interpretación arriesgada pero no insensata ni carente de fundamento. Hay una continuidad en la historia de México (como en la de todos los pueblos) y esa continuidad es secreta: está hecha de imágenes, creencias, mitos y costumbres. Si nuestra imagen de la autoridad tiene raíces precolombinas y virreinales, también la tiene la del castigo y la opresión. Hay que saber leer lo que está escrito atrás de los acontecimientos. La historia, siempre, es un palimpsesto.
–¿Te sentiste muy aislado?
–Al principio. Pero pronto encontré mentes afines y voluntades amigas. Poco a poco se formó un pequeño grupo, compuesto por escritores y artistas, que sería el núcleo de Plural y de Vuelta. No éramos políticos profesionales; tampoco buscábamos el poder ni teníamos una filosofía política definida. Nos unían ciertas aspiraciones democráticas y nuestra doble oposición a la hegemonía del PRI y a las formas aberrantes y autoritarias que había adoptado el comunismo. Aquí interviene otro hecho decisivo: nuestro encuentro. Aún recuerdo nuestras conversaciones, primero en el hotel en donde nos hospedamos mi mujer y yo a nuestro regreso y, después, en un minúsculo apartamento de la calle de Galeana, en San Ángel. A pesar de que era visto con recelo tanto por el gobierno como por un gran número de intelectuales, me invitaste a colaborar en Excélsior.
–En esto ocurrieron los sangrientos sucesos del Corpus Christi. Estamos en 1971.
–Esa tarde, invitado por un grupo de jóvenes universitarios yo debía leer mis poemas en un paraninfo universitario. Me acompañaban varios amigos, entre ellos Carlos Fuentes y José Alvarado. Suspendimos el acto y al día siguiente publicamos en la prensa una declaración de severa censura. Entre los firmantes estaba, si no recuerdo mal, José Revueltas. Ante el clamor público, el Presidente Echeverría destituyó a varios altos funcionarios y prometió una investigación. Aplaudí la medida. No fui el único. Tú también compartiste mi actitud. Pero unas semanas después, ante el incumplimiento de la promesa, reiteré mi crítica. En esos días, decidido a recobrar la colaboración de los intelectuales y los escritores, rota en 1968, el Presidente Echeverría inició lo que sus voceros llamaron una “política de apertura”. Un grupo de intelectuales decidió apoyar al Presidente. Nosotros, en cambio, aprovechamos la nueva política para persistir en nuestra actitud crítica. Mantuvimos esa posición durante todo el periodo de Echeverría, como puede comprobarlo cualquiera que se tome el trabajo de hojear Plural. Por ejemplo –para muestra basta un botón– el número 13 de la revista, dedicado al tema Los escritores y el poder (octubre de 1972). Sin embargo, nuestros censores más acerbos no fueron, aunque parezca extraño, los defensores de la política gubernamental sino muchos intelectuales de la oposición de izquierda. Nuestras críticas al régimen les parecían “idealistas” y trasnochadas, ecos de un anticuado liberalismo burgués.
–¿Quiénes eran los críticos?
–No recuerdo a todos. Los más rigurosos fueron un grupo de jóvenes inteligentes, parapetados en el suplemento cultural de Siempre!. ¿Pleito de generaciones o controversia ideológica? Tal vez las dos cosas. Ese grupo fue el germen de lo que sería la revista Nexos. De paso: mis diferencias con ellos no han sido pleitos de personas ni excluyen, en algunos casos, la estimación intelectual. Casi siempre se ha tratado de divergencias ideológicas, aunque hoy sus posiciones son radicalmente distintas y aún opuestas a las que sostenían hace unos años. Es humano y legítimo cambiar de opinión pero, sobre todo si se escribe sobre asuntos públicos, hay que reconocerlo francamente. Nada daña más a una literatura que el silencio. Prefiero las sátiras de Quevedo y Góngora o las de Neruda y Novo –aunque hayan sido escritas con bilis y caca– a nuestro “ninguneo”. Te daré un ejemplo. Es nimio y lo recuerdo sin inquina, sólo por mi maldita manía de poner los puntos sobre las íes. En Plural apareció una serie de artículos míos sobre la guerrilla juvenil, activa en ese tiempo. Mis artículos eran un análisis y un juicio severo de la teoría y la práctica terroristas; fueron recogidos en El ogro filantrópico. No muchos me acompañaron en esa crítica. La mayoría de los intelectuales de izquierda callaron, fuese porque simpatizaban con los guerrilleros o porque, aunque condenasen en su fuero interno sus prácticas violentas, no querían “darle argumentos al enemigo”. Pues bien, una reciente y muy elogiada novela de Héctor Aguilar Camín (La guerra de Galio) tiene precisamente por tema la guerrilla de esa época; en ella se extiende largamente sobre las polémicas que desataron entre los intelectuales mexicanos las acciones de los terroristas. El libro es un verdadero “roman à clefs” y de ahí que su autor no vacile en llamar a su obra “novela histórica”. Sin embargo, aunque se propuso el retrato de una época, escamotea totalmente la posición de Plural y mis críticas.
Y ya que toco estos temas, aclararé otro punto: la disputa en torno al Coloquio de Invierno. No se originó porque ellos lo hubiesen organizado –tenían perfecto derecho para hacerlo– ni por la ridícula razón de haberme invitado tardíamente sino por la indebida, inmoral participación de CONACULTA y de la Universidad. El gobierno y las instituciones nacionales de cultura tienen el deber de ser imparciales en esta clase de conflictos.
Por lo demás, son sanas las diferencias de ideas y de gustos estéticos y literarios. Para terminar, señalo otra de ellas, no de índole política sino literaria: así como me he opuesto al control o a la dirección del arte y la literatura por el Estado, también me he opuesto a las manipulaciones del mercado. Ahora, algunos de mis antiguos críticos, ayer partidarios de la “literatura comprometida”, se han lanzado alegremente, con un optimismo que me deja perplejo, a la conquista del mercado. No niego que los libros, como los cuadros, se venden: son artículos de comercio. Pero son algo más: son obras. La noción de valor, cardinal en el dominio de la literatura, no es reducible a la de circulación. Hay que distinguir entre el negocio editorial y la literatura.
–Has dado un salto. Estábamos apenas en 1971. En nuestras primeras conversaciones se habló de una revista...
–Sí, tú me propusiste con extraña generosidad –apenas si me conocías– la dirección de una revista semanal de opinión. Rehusé: no me sentía con inclinaciones por el periodismo militante. Tampoco con talento. Tenía otra idea y te propuse la publicación de una revista mensual de cultura: letras, arte, pensamiento, política. Tu aceptaste con entusiasmo. Todavía me maravilla tu gesto. Así nació Plural: conjunción de dos ideas y de dos voluntades. Hoy pienso que también podía haberse llamado Encuentro.
–Habría sido un buen título, pero Plural era más vivo, más actual.
–Es una palabra que se ha puesto de moda. Nosotros fuimos de los primeros en usarla. Hoy se ha gastado. En aquellos días era un término nuevo y combativo. Plural en oposición a monolítico, monopolio, monocorde, monotonía y otras palabras que comienzan con el prefijo mono, que denota único o uno solo. El nombre mismo de la revista era un manifiesto: nos oponíamos al monólogo del poder y al coro de las ideologías. Sin embargo, Plural no era sinónimo de eclecticismo ni de condescendencia y manga ancha moral o literaria. Aunque todas las opiniones nos parecían respetables, no todas debían ni podían tener cabida en nuestras páginas: éramos una revista crítica, con ideas claras, propósitos definidos y, en materia estética y literaria, con gustos y preferencias. La historia de Plural es conocida y no la repetiré.* En cambio, no me cansaré de repetir que, a pesar de las críticas que provocaba Plural entre tus amigos de izquierda –algunos de ellos eran tus colaboradores cercanos–, tú me defendiste sin jamás intervenir en la orientación de la revista. Eres un ser apasionado y esto, a veces, te hace perder la objetividad y aún los estribos. Te salva tu pasión por la libertad. Esta pasión nos unía y, por esto, fue natural que la redacción entera de Plural dejase Excélsior en 1976. Fue un acto de solidaridad contigo y tus amigos. Nuestra salida no fue una derrota sino una victoria: logramos fundar Vuelta, una revista independiente. No fue casual que Proceso, Uno más uno y Vuelta naciesen casi al mismo tiempo; la aparición de estas tres publicaciones fue un signo de los tiempos y una confirmación de las previsiones de Postdata: vivíamos el fin de un largo periodo histórico abierto por la fundación del Partido Nacional Revolucionario, en 1929. Lo que comenzaba –y que aún no termina– no era un proceso revolucionario violento, como creían mis críticos, sino una evolución pacífica y gradual hacia formas políticas y sociales más democráticas y plurales.
–La historia de Plural, también la de Vuelta, es parte de una historia más amplia: la de las relaciones entre los intelectuales y la política.
–Una historia tan antigua como la historia misma. En México, el siglo XIX es ininteligible sin las luchas ideológicas entre conservadores y liberales; lo mismo sucede con el siglo XX. Para limitarnos a Plural: fue una revista primordialmente de literatura, arte y pensamiento. Aunque fue una publicación mexicana, también fue hispanoamericana e internacional. Estuvimos muy atentos a lo que ocurría no sólo en el dominio de la lengua española sino en las otras. Abrimos ventanas y dimos a conocer ideas, tendencias y personalidades de fuera. Vuelta ha seguido la misma trayectoria. Creo que en esto hemos tenido cierta influencia, lo mismo en las revistas y suplementos culturales de hoy que en la orientación general de nuestra literatura. Y voy al grano: aunque nunca hemos sido voceros de partidos, iglesias o gobiernos, la política ha sido una de nuestras preocupaciones. Las sociedades son redes de relaciones biológicas, sexuales, espirituales, económicas, jurídicas, religiosas, estéticas. Estas relaciones son también de orden político. Mejor dicho: son relaciones y no meras colisiones gracias a la política. Sin política no hay organización social, ni convivencia ni cultura: no hay sociedad. Si se desea conocer lo que es una sociedad, hay que interrogar a su cultura: a sus leyes, sus monumentos, sus ciencias, sus formas económicas, sus creencias... y sus instituciones políticas. En suma, la política es parte de la cultura y sin ella no es posible entender a nuestro mundo ni a nuestra sociedad.
–Tu interés por la política no se compagina con tus críticas en contra del arte comprometido e ideológico, en contra de Rivera y Siqueiros, de Neruda y de Alberti...
–Y de otros más, algunos de ellos artistas admirables, como Pound, Brecht y tantos otros que en el siglo XX han oficiado en los altares sangrientos de los regímenes fascistas y comunistas. Pero yo no estoy en contra de la literatura política sino de la corrupción del arte por la propaganda ideológica. Sobre esto me he pronunciado con claridad en el prólogo a El ogro filantrópico. El arte comprometido –es decir, el arte político del siglo XX– propagó muchas mentiras y adoró ídolos cubiertos de lodo y sangre. Es imposible olvidar las bajezas, inepcias y tonterías que grandes poetas escribieron en honor de Stalin y Mao. Es un triste capítulo de lo que llamaba Benjamín Peret el “deshonor de los poetas”. La literatura política es otra cosa: es Voltaire y es Marx, es un panfleto y es un tratado de filosofía, es Maquiavelo y es Platón.
En todas las épocas la política ha sido parte de la filosofía: piensa en Confucio, en Aristóteles o en Tomás de Aquino. Esto es particularmente cierto en la edad moderna. A mi juicio lo que distingue a la modernidad de los otros periodos históricos es la preeminencia de la crítica. Somos los hijos –no siempre fieles– de la Ilustración, de Hume y de Kant, de Rousseau y de Diderot. Somos lo que somos gracias a estos padres de la modernidad. La democracia moderna nació de la crítica; a su vez, la crítica necesita, para desplegarse, de ciertas condiciones políticas y sociales: la libertad de expresión y de reunión, la de imprimir y difundir lo impreso, etcétera. La crítica contribuyó poderosamente al nacimiento de la democracia; al mismo tiempo, sin la democracia no existiría la crítica. La democracia es su creación y ella es su criatura. El tema de la crítica –nota definitoria de la cultura moderna– nos lleva al de la democracia. Democracia sin libertad de crítica no es democracia.
–¿Cómo se ha manifestado en Vuelta la crítica política? ¿No han sido unilaterales, no le han dedicado poco espacio a la crítica del capitalismo y del militarismo latinoamericano?
–He contestado varias veces a estas acusaciones. Relee las páginas de la revista y verás que hemos procurado siempre dar a cada uno lo suyo. Es verdad que nunca caí en el sofisma o en la confusión de equiparar los regímenes totalitarios comunistas con las democracias liberales capitalistas; tampoco cerré los ojos ante las fallas de estas últimas. Además, en Vuelta ha prevalecido una gran diversidad de criterios personales. Por supuesto, esa diversidad no impide la coincidencia en algunos principios básicos. Entre los temas que han atraído nuestra atención, me parece que destacan los cuatro siguientes: la crítica del socialismo totalitario, sin excluir al régimen de Castro; la de las dictaduras latinoamericanas; la del sistema político mexicano, en sus dos piezas maestras (el partido y el Presidente); la de las fallas y vicios de las democracias liberales capitalistas.
Un vacío repleto
–Ya que hablas de Vuelta, te recordaré aquella noche del bautizo de la revista, con Alejandro Rossi, Ignacio Solares, Kasuya Sakai, Ramón Xirau y otros. Anticipábamos vísperas y festejábamos la aparición de Vuelta y Proceso, después del golpe de Echeverría a Excélsior. Serio y divertido jugaste con las palabras y pasaste de la revuelta de Excélsior a las vueltas de la fortuna, porque es una fortuna que la vida dé vueltas. En estos dieciséis años, ¿qué acontecimientos te han impresionado en las letras, el periodismo y la política del país?
–Para continuar con lo que te iba diciendo, déjame comenzar por los cambios en el mundo. Después hablaremos de México. El acontecimiento más importante de este fin de siglo ha sido el derrumbe del socialismo totalitario. Este fue el tema precisamente del Encuentro de Vuelta: “La experiencia de la libertad”. Es difícil añadir algo más de lo que ahí se dijo. Sin embargo, se me ocurren dos o tres comentarios. Marx había previsto una revolución proletaria en los países avanzados, es decir, en Europa y en los Estados Unidos. Lenin, Trotsky y los otros bolcheviques creyeron lo mismo: la revolución de Octubre de 1917 (algunos la llaman, no sin razón, golpe de Estado) no era para ellos sino la avanzada de la revolución proletaria europea. Sin revolución europea, pensaban, no habría ni podría haber verdadero socialismo. La dictadura de los bolcheviques y sus herederos continuó la industrialización de Rusia iniciada por el zarismo, creó un ejército poderoso y una industria militar notable, lanzó satélites al espacio y obtuvo impresionantes victorias militares y diplomáticas... pero no hubo revoluciones ni en Europa ni en los Estados Unidos. Los hechos arrumbaron al marxismo en ese inmenso archivo en donde duermen, confundidas, la astronomía de Ptolomeo, la física de Aristóteles y otras ideas venerables. Lenin decía: “los hechos son testarudos”. Más lo son las ideologías y las supersticiones: resisten a todas las pruebas. Hace unas semanas un conocido escritor se refería al “suicidio de la URSS”. Peregrina exculpación: la URSS se desintegró por el peso enorme de sus contradicciones y por la debilidad en sus cimientos, no por la voluntad de un individuo o de un grupo. La URSS fue el gigante bíblico de pies de lodo. Recurrir al “suicidio” o a cualquier subterfugio semejante para explicar la catástrofe del comunismo revela obstinación en los viejos extravíos o equívoca y complaciente nostalgia. Me pregunto ¿se puede sentir nostalgia por un régimen que exterminó a millones y que hizo del terror un argumento filosófico? Me parece un argumento indigno de un intelectual.
–¿Cuáles han sido las consecuencias de la caída de la Unión Soviética?
–¿Para el mundo o para Rusia? Si te refieres a lo segundo, la primera y más grave consecuencia ha sido la desmembración de una construcción imperial comenzada por los primeros zares en el siglo XV. En este sentido los bolcheviques no hicieron sino continuar y perfeccionar la obra de Pedro el Grande y de Catalina. Ignoro cuál será la suerte de todos esos pueblos y, singularmente, la de Rusia. Fue y es una gran nación. También ha sido y es un enigma histórico. ¿Será capaz de modernizarse realmente y convertirse en una democracia? ¿Podrá adoptar sin convulsiones la institución del mercado libre, después de siglos y siglos de patrimonialismo zarista y de setenta años de dictadura comunista y de rígida estatización, no sólo de la economía sino de las conciencias? No lo sé y nadie lo sabe. Es inquietante porque los trastornos que hoy la desgarran pueden desembocar en una guerra civil o en una dictadura militar. El golpe de los bolcheviques en 1917 suspendió durante cerca de un siglo la evolución política de Rusia hacia formas más libres y modernas. Hoy esas fuerzas reprimidas estallan. Es revelador que los enemigos, primero de Gorbachov y ahora de Yeltsin, hayan acudido al golpe de Estado para tomar el poder. Siguieron así el ejemplo de los bolcheviques en 1917. No menos revelador del pasado de Rusia es la composición de los grupos que participaron en los recientes desórdenes. Los dirigentes eran comunistas, miembros de la antigua “nomenklatura”, la clase privilegiada en el periodo soviético; sin embargo, entre los que intervinieron en las violentas manifestaciones callejeras y los resistentes parapetados en la Casa del Parlamento, se encontraban no pocos nacionalistas exaltados de extrema derecha, con frecuencia antisemitas. El pasado antidemocrático de Rusia sigue vivo e intacto.
Por supuesto, el descontento no se debe únicamente a la supervivencia de ideologías y tendencias que pertenecen al pasado ruso sino a la terrible situación de la mayoría, consecuencia a su vez del desorden económico y de las dificultades inherentes al salto de la economía estatal a la de mercado. Nada preparaba a Rusia para este brusco cambio. La clase empresarial, incipiente bajo el zarismo patrimonialista, fue borrada por los bolcheviques. Otro factor de descontento, además de la pobreza general y de la incertidumbre ante el porvenir: el sentimiento de humillación que debe sentir ese gran pueblo frente a sus actuales desastres. Todo esto es inquietante, repito, porque la suerte de Europa está asociada a la de Rusia desde que Pedro el Grande derrotó a Carlos XII de Suecia, en Poltava, al comenzar el siglo XVIII. El Marqués de Custine cita un juicio de Napoleón sobre el zar Alejandro I: “Es un Emperador de Bizancio”. Observación exacta y que podría aplicarse a todos los sucesores de Alejandro, sin excluir a los jefes comunistas. No es exagerado ver en la historia de las relaciones entre Europa y Rusia, desde el siglo XVII, una versión del viejo diálogo entre Roma y Bizancio.
–¿Y cuáles han sido y serán, para el mundo, las consecuencias de la caída del comunismo?
–El fin del comunismo nos enfrenta a lo desconocido. El futuro ha dejado de ser previsible. En realidad siempre lo fue, pero las filosofías de los siglos XIX y XX, lo mismo las evolucionistas que las revolucionarias, nos habían hecho creer que los hombres teníamos las llaves del porvenir. En lugar de las visiones del futuro de liberales o de marxistas, presenciamos ahora la reaparición de realidades que creíamos enterradas. La modernidad fue la hija de la Ilustración pero ¿qué dirían los filósofos ilustrados ante la realidad de este final de siglo? Ellos suponían que la desaparición del analfabetismo elevaría el alma y el entendimiento de los hombres: Homero, Platón, Virgilio y Dante se convertirían en autores populares. ¿Qué leen las masas del siglo XX? Best-sellers, historietas y pornografía. La Ilustración exaltó una idea universal del hombre y fue, en cierto modo, un cosmopolitismo. El nacionalismo no sólo no ha desaparecido sino que hoy no es menos virulento y feroz que hace dos siglos. Los Balcanes han vuelto a ser lo que fueron antes de 1918: un territorio minado por viejas y feroces pasiones nacionalistas. En Irán gobierna una teocracia; en Irak el dictador se proclama elegido de Alá; en Argelia triunfa el fundamentalismo islámico. La modernidad se esforzó por separar los dominios de la religión y la política; al final del siglo XX brotan movimientos que buscan la fusión entre lo espiritual y lo temporal. Esta fusión, como lo enseña la historia, inevitablemente corrompe el mensaje espiritual de las iglesias y fortifica a las tiranías. La historia está llena de déspotas que gobernaron “en nombre de Dios”. La intromisión de lo absoluto en los asuntos de la tierra es funesta: lo temporal es el reino de lo relativo. Los movimientos revolucionarios del siglo XX transformaron sus ideas políticas en absolutos, es decir, en dogmas pseudorreligiosos. Esta confusión entre religión y política fue la raíz de su gran fracaso histórico. Ahora las religiones tienden a ocupar el vacío dejado por las ideologías revolucionarias absolutistas. Es lamentable... aunque sea explicable.
–¿Lamentable y explicable? ¿Quieres aclarar un poco lo que dices?
–Vivimos un vacío histórico. El mercado libre probó ser más eficaz que la economía estatal, pero el mercado no es una respuesta a las necesidades más profundas del hombre. En nuestros espíritus y en nuestros corazones hay un hueco, una sed que no pueden satisfacer las democracias capitalistas ni la técnica. Aunque la visión religiosa es, esencialmente, visión de otro mundo, es claro que las religiones tienen que hablar de lo que pasa en la tierra. Y en la tierra pasan siempre cosas terribles. En este punto aparece un dilema: ¿Cómo distinguir entre lo terrenal y lo espiritual? Cuando el Papa, por ejemplo, critica al mercado y al capitalismo, cumple con su misión espiritual; sin embargo, me opondría a que él –o cualquier otro prelado– en nombre de su religión interviniese directamente en la política. Lo espiritual y lo temporal no son dominios separados sino distintos. A veces se cruzan pero hay que evitar que se confundan. Esto es aplicable también a los intelectuales, herederos de los clérigos: como ciudadanos pueden y deben participar en la vida política; como intelectuales, sus deberes son otros. La actividad del intelectual –ciencia, arte, literatura, filosofía– está referida a valores y objetos que están más allá de los partidos y sus luchas.
–Hablaste del mercado...
–No soy economista y mi crítica es más bien de orden moral e histórico. El mercado es un método eficaz de producción económica. Tal vez sea el mejor. No es ni puede ser un ideal de vida. Es verdad que crea la abundancia y la riqueza; también es causa de pobreza y desigualdades. En los países desarrollados hay todavía muchas injusticias y ejércitos de gente sin trabajo. Según parece, el capitalismo jamás podrá acabar con el desempleo. ¿No es terrible esta confesión? En el llamado inexactamente, “Tercer Mundo”, la situación es infinitamente peor... Aparte de las injusticias y desigualdades que produce, el mercado daña moral y espiritualmente a los hombres pues substituye la antigua noción de valor por la de precio. Ahora bien, las cosas más altas y mejores –la virtud, la verdad, el amor, la fraternidad, la libertad, el arte, la caridad, la solidaridad– no tienen precio. El mercado no tiene dirección: su fin es producir y consumir. Es un mecanismo y los mecanismos son ciegos. Convertir a un mecanismo en el eje y el motor de la sociedad es una gigantesca aberración política y moral. El triunfo del mercado es el triunfo del nihilismo. Su resultado está a la vista: la masificación de los individuos y los pueblos.
–Tu visión es pesimista. ¿No propones nada frente al nihilismo del mercado?
–Los antiguos proyectos han desaparecido, han fallado. Hay que pensar todo de nuevo. Y hay que pensarlo entre todos. La elaboración de una nueva filosofía política –pues de eso se trata, nada menos– es una tarea inmensa y que será realizada, probablemente, por generaciones venideras. Aunque el mercado no es eterno –ninguna institución humana lo es– no me parece que el remedio a nuestros males consista en su supresión. Esto sí sería un suicidio. Pero el mercado puede humanizarse. En el caso de la democracia política, la teoría de la división y el equilibrio de poderes evita, ahí donde funciona efectivamente, la odiosa dictadura de la mayoría y así defiende los derechos individuales y los de las minorías. Tal vez habría que aplicar al mercado algo semejante y convertirlo en una expresión del pacto social. Pienso en la intervención de los cuatro factores que intervienen en la vida económica: los trabajadores, los empresarios, los consumidores y el Estado (este último como regulador y como representante de los intereses generales de la sociedad). Naturalmente, el tema del mercado no es el único que debemos pensar de nuevo. La propiedad es otro: su función y sus límites.
–¿Cuáles son, para ti, los grandes temas que hay que volver a pensar?
–La antigua filosofía política, de Platón y Aristóteles a Rousseau y a Montesquieu, sin exceptuar a Maquiavelo y a Hobbes, hizo de la virtud de los ciudadanos un objeto central de su reflexión. Es un tema que los modernos han desdeñado o que han tratado con ligereza. Por fortuna, ahora los problemas de la ética vuelven a interesar a los filósofos. Es un buen signo. Señalo, no obstante, que la reflexión no puede limitarse a la vida privada ni a la conciencia individual. La conducta de cada uno de nosotros tiene una dimensión pública, como lo vieron los fundadores de la filosofía política. La reflexión ética abarca muchos aspectos de la vida económica y social: la crítica de la economía de consumo y de los medios de comunicación, la búsqueda de la fraternidad, la libertad erótica, la vida interior, la defensa del medio natural.
–¿Hay un dominio exclusivamente político?
–Ética y política forman un sistema de vasos comunicantes. Es claro que la esfera de la política se distingue, en muchos aspectos, de la ética. La política es el dominio de la acción pública; su célula es el ciudadano y sus elementos primordiales los grupos y las clases. La política, además, es una práctica; no sé si sea realmente una ciencia y tampoco estoy muy seguro de que sea un arte. Más bien es una técnica. Pues bien, por ser una práctica abierta a la participación de la colectividad entera, es un modo de vida y, así, es también (o debería ser) una moral, una ética. Sólo que su fundamento no es el individuo sino el pueblo. La ética busca la felicidad de las personas, la política la armonía de la sociedad.
–¿Crees posible la aparición de esa futura filosofía política que propones?
–No la propongo: nuestro tiempo la requiere. Sí, creo que aquí y allá, de esta manera o de la otra, empiezan a dibujarse, en sus grandes rasgos, los temas y los fines de esa filosofía política. Me parece que, en primer término, tendrá que recoger la doble herencia del pensamiento moderno de Occidente: el liberalismo y el socialismo, la libertad y la justicia. En seguida, deberá tener presente las visiones del hombre y de la mujer que nos han dejado los grandes poetas, de los trágicos griegos, Dante, Shakespeare y Cervantes a los poetas y novelistas modernos. El hombre es un ser de pasiones y deseos; tiene sed de infinito y envidia a su vecino. Una nueva ética y una nueva política deberá fundarse en la realidad real de los hombres, no en abstracciones. Puesto que el objeto de esa presunta filosofía política debe ser el hombre concreto, sería una aberración desdeñar los descubrimientos de la ciencia moderna, especialmente los de la genética. Esto último es esencial. Toda esta suma de conocimientos y reflexiones tendrá que orientarse hacia una doble finalidad. La primera: la reconciliación entre la libertad y la igualdad por el puente de la fraternidad. La segunda: la reconciliación entre el hombre y la naturaleza. O sea: reconciliar a la sociedad con ella misma y reconciliar al hombre con el cosmos. Somos parte del todo. ¿Idealismo? Todas las grandes filosofías y las grandes religiones han sido, en este sentido, idealistas... Pero hay que comenzar por el principio: la crítica, la negación creadora.
–¿Y mientras tanto?
–Vivir como hemos vivido los hombres desde que comenzamos a ser hombres. Nacemos y morimos solos pero vivimos siempre con los otros y entre los otros. Nuestra vida es nuestra y es de los otros: es un fragmento de una comunidad que, a su vez, es un fragmento de la historia humana que, por su parte, es un fragmento de la historia del planeta. No es posible olvidar que nos ha tocado vivir en un siglo violento y terrible; no olvidemos tampoco que ha sido un siglo iluminado por grandes descubrimientos científicos y por algunas obras admirables en el dominio de las letras y las artes. También por muchos heroísmos. ¿Cómo olvidar a los disidentes de los totalitarismos y a las víctimas de las tiranías? Durante cerca de medio siglo vivimos bajo la amenaza de la hecatombe nuclear; gracias a la prudencia o al miedo de las potencias, la bomba no estalló: ¿cómo no regocijarse? El colonialismo ha sido casi totalmente extirpado y las naciones avasalladas por el totalitarismo soviético se han liberado: ¿cómo no regocijarse? Y algo que me toca muy de cerca: la anunciada paz entre israelíes y palestinos. Al recibir el Premio Jerusalén, en 1977, me incliné (cito textualmente) por “una solución justa y pacífica que ponga fin al conflicto que desgarra a esta parte del mundo y en la que tengan cabida las legítimas aspiraciones de las distintas comunidades, sin excluir naturalmente a los palestinos...”. Un poco después, en Tiempo nublado (1983), escribí: “no habrá paz en la región mientras, por una parte, Israel no reconozca sin ambages que los palestinos tienen derecho a un hogar nacional y, por otra, mientras los Estados Arabes y especialmente los dirigentes palestinos no acepten de buen grado y para siempre la existencia de Israel”. Las dos condiciones se han cumplido o están a punto de cumplirse...
–¿Qué puede concluirse de todo esto?
–No hay conclusión definitiva. No puede haberla. La historia es el dominio de lo relativo y de las verdades relativas. La historia está hecha por los hombres y los hombres son tiempo, criaturas mortales o incompletas. Las verdades absolutas, en caso de que existan, no son de orden histórico. Buscar en la tierra la perfección del paraíso fue y es el trágico error de la edad moderna. No sólo el de los comunistas sino el de sus adversarios, los adoradores de la estúpida y suicida religión del progreso infinito. El mal es parte de la naturaleza humana, como la muerte es parte de la vida. Son realidades inseparables y en perpetua lucha. Debemos recobrar la conciencia de la condición trágica del hombre, suspendido siempre, desde el comienzo, entre la vida y la muerte, el bien y el mal. Esta visión del hombre es religiosa pero asimismo es filosófica y aparece en casi todos nuestros grandes poetas. Defender a la vida es luchar contra el mal, sin olvidar jamás que el mal no está solamente en los otros sino en nosotros mismos.
Peculiaridades mexicanas
–Volvamos a lo relativo. ¿Cómo ves la situación de América Latina?
–Ante todo: debemos celebrar la desaparición de las dictaduras militares y la instauración de regímenes democráticos. Las excepciones vergonzosas siguen siendo Cuba y Haití. Hay que aceptar, por otra parte, que nuestras democracias son extraordinariamente frágiles y que están expuestas a caídas y retrocesos. El caso de Perú es lamentable y son inquietantes los de Brasil y Venezuela.
–¿Cómo se explica la fragilidad de nuestras democracias?
–La democracia moderna requiere ciertas condiciones sociales y culturales. Entre las primeras cuenta la existencia de una clase media y de un proletariado moderno; entre las segundas, una tradición de libertades democráticas. La democracia es una creación histórica. Su aparición no depende únicamente de ciertas condiciones económicas y sociales, aunque no es independiente de ellas: fue y es, real y efectivamente, como dice Castoriadis, una creación, una invención cultural. Nació en Grecia, como todos sabemos, y al principio estuvo limitada a un grupo únicamente: los ciudadanos. Fue uno de los legados de la Antigüedad a Occidente y ha necesitado muchos siglos para ser lo que hoy es. La democracia ateniense era directa, la nuestra es representativa; los partidos, en la Antigüedad, eran formaciones fluctuantes, no asociaciones dirigidas por burocracias poderosas, como ahora. Los ejemplos que he citado muestran que en muchos aspectos la democracia moderna es inferior a la antigua. En otros, por supuesto, es vastamente superior. La modernidad ha extendido los derechos democráticos a las mujeres y a todas las clases y razas. Además, ha perfeccionado un sistema sabiamente iniciado por la república romana: la división de poderes. Todos los sistemas políticos y en particular el democrático necesitan una balanza de poderes.
–¿Y en nuestra América?
–La democracia es hoy inseparable de la modernidad. Entre nosotros la modernidad no sólo fue relativamente tardía sino que, al principio, al otro día de la Independencia, fue una ideología de importación impuesta por una élite. He escrito muchas páginas sobre esto y no las repetiré. Baste con apuntar que, lo mismo en la esfera de lo económico y lo social que en el dominio de la cultura, nuestra modernidad ha sido y es incompleta. No tocaré los aspectos económicos y sociales, muy conocidos; me referiré únicamente a la cultura y a las actitudes mentales. Al comenzar nuestra conversación señalé que la crítica es un rasgo que define a la modernidad. Ahora bien, la Ilustración –la edad crítica por excelencia– no tuvo en España ni en sus posesiones ultramarinas la importancia, la profundidad y el brillo que tuvo en Inglaterra, Francia y Alemania. De ahí que en nuestros países la modernidad haya sido tardía y anómala. Ejemplo: los desórdenes, guerras civiles y dictaduras de la historia latinoamericana durante el siglo XIX. Nuestro pasado explica el contraste entre la riqueza de nuestra literatura de imaginación y la relativa pobreza tanto de nuestro pensamiento crítico como de nuestra democracia.
–En esto hay una suerte de contradicción histórica: la democracia, que abre las puertas de la participación política a todo el pueblo, en América fue la importación de una élite intelectual.
-Así es. Y la contradicción es mayor y más profunda si se advierte lo que ha sido –en algunos casos todavía lo es– la actitud de muchos intelectuales latinoamericanos. Ya aludí a la pobreza de nuestro pensamiento crítico, en la esfera de la moral y la política, frente a nuestros poetas y novelistas. Muy pocos, entre nuestros intelectuales, han pensado con rigor y originalidad en nuestros problemas. Y hay algo más y más triste: la ligereza con que muchos entre ellos han abrazado ideologías autoritarias. Una ligereza que los llevó a justificar regímenes dictatoriales que se decían socialistas y que eran la negación del socialismo. Si la crítica es la nota distintiva del intelectual moderno, no fueron ni intelectuales ni modernos. El culto al caudillo es otro rasgo premoderno de América Latina. El entusiasmo por Fidel Castro fue una verdadera alucinación colectiva, una epidemia de la imaginación y la sensibilidad moral. Los más afectados fueron, justamente, los intelectuales.
–Tus opiniones sobre América Latina ¿son aplicables a México?
–No estoy muy seguro. El caso de México es singular y requiere ser tratado de modo diferente.
–Entonces hemos llegado, al fin, a la pregunta que te hice acerca de los cambios que ha experimentado nuestro país en los últimos quince años.
–Como mi respuesta a esa pregunta será larga, prefiero dejarla para más adelante. Por ahora, vuelvo a las peculiaridades mexicanas. Por su historia, por su cultura e incluso por su situación geográfica, México presenta indudables diferencias con el resto de las repúblicas de América Latina. El país que podría parecerse más al nuestro es Perú: dos altas civilizaciones prehispánicas y, sobre sus restos, dos ricos virreinatos. No obstante, hay diferencias muy profundas entre las dos civilizaciones indígenas. La más notable es la relativa homogeneidad cultural del mundo inca frente al universo mesoamericano, lleno de contrastes y oposiciones, pluralidad de lenguas y de naciones en perpetua guerra. Otra diferencia capital: en México, durante el periodo novohispano, las élites criollas, desde fines del siglo XVII hasta el XVIII, o sea, de Sigüenza y Góngora a Clavijero, estudiaron el pasado precolombino y se esforzaron por rescatarlo e integrarlo a la nueva nación. En la historia peruana no hubo un movimiento espiritual comparable. La gran excepción sería la del inca Garcilaso de la Vega, un caso aislado y que pertenece al XVI. La guerra de independencia de México tuvo características que la separan de las del resto de América, lo mismo por su ideología –llena de resabios neoescolásticos– que por la participación activa de campesinos indígenas sin tierra, verdaderos “siervos de la gleba”. En Perú la independencia no fue el resultado de un movimiento nacional. Vino de fuera. La independencia peruana debe verse como la consecuencia, en primer término, de la desmembración del imperio español y, enseguida, de las guerras civiles entre las oligarquías criollas. En fin, la diferencia esencial: la Revolución mexicana reconcilió a México consigo mismo y con su pasado; en cambio, Perú sigue siendo un país cultural e históricamente escindido. Las diferencias con los otros países latinoamericanos son aún más tajantes.
–Pero hay factores que dan unidad a nuestro continente.
–Claro está: la lengua, la cultura, la religión, la historia. Fuimos parte del imperio español y nuestra disgregación, en el momento de la independencia, nos colocó en una situación desventajosa durante la época de la gran expansión imperialista de los siglos XIX y XX. Otra característica común a nuestras naciones es, como ya dije, la fragilidad de nuestras instituciones democráticas. Sin embargo, no tenemos otra legitimidad. Abolida la legitimidad del periodo colonial –la monarquía por derecho divino– la única fuente legítima de autoridad ha sido y es la soberanía popular. De ahí que todas las dictaduras latinoamericanas (salvo la de Castro, fundada en una versión espuria de la vulgata marxista) se presenten ya sea como regímenes transitorios de excepción (por ejemplo: Pinochet) o con el disfraz de la democracia (en México Díaz no se veía como un autócrata sino como un presidente constitucional). La legitimidad democrática, incluso si ha sido frecuentemente violada, sí es un rasgo plenamente moderno de América.
–Pero ese pasado...
–Sí, está vivo y muy vivo. Sobre todo en México y en Perú. Quizá también en Bolivia, no sé... Las actitudes tradicionales, en México, son difíciles de combatir porque forman parte del inconsciente popular: no son ideas sino creencias. La autoridad del “tlatoani” azteca reaparece en el culto a la figura del Señor Presidente. Este culto no es un principio político: su fundamento es religioso. El respeto al Virrey, aunque menos profundo (era un jefe enviado por un poder extranjero), también sigue vivo. La Independencia, al acabar con el virreinato, abolió la corte... pero quedaron los cortesanos. Es un grupo todavía muy floreciente y que rodea a cada presidente y a cada gobernador. Las dificultades que ha encontrado el sistema democrático para enraizar en México se deben, fundamentalmente, a las actitudes tradicionales del pueblo mexicano frente a la autoridad política. Aún no somos un pueblo de ciudadanos y esta es la razón principal de la lentitud con que se han ido implantando en nuestro suelo no las instituciones sino las prácticas democráticas.
–Al fin hemos vuelto a México.
–Siempre volvemos.
El paso y el trote
–Regreso a mi pregunta: ¿cómo juzgas los cambios de México desde aquellos días de 1971?
–Ante todo: las naciones cambian con mayor lentitud de lo que generalmente se cree. Si se piensa en la técnica –la substitución de la diligencia por el ferrocarril y la del ferrocarril por el automóvil y el avión– los cambios son relativamente rápidos. Sin embargo, la creación de una clase de técnicos capaces de manejar un ferrocarril o un avión es bastante más lenta; lo es mucho más educar a individuos capaces de diseñar y construir aviones y otros tipos de transporte moderno. Los cambios en materia de moral, actitudes y costumbres son todavía más lentos. Millones de nuestros contemporáneos, tanto en Nueva York y en París como en México y en Pachuca, creen aún en la astrología babilónica. En la esfera de la política se observa lo mismo. Pasar de una idea a otra es relativamente fácil: se puede ser hoy monárquico y mañana republicano, comunista ayer y hoy liberal. Es mucho más difícil cambiar nuestras actitudes y hábitos mentales. Ahora se habla mucho de democracia en México sólo que, en general, se la reduce a una serie de ideas y conceptos. No, la democracia es también una práctica. A su vez, las prácticas sociales, al arraigarse, se convierten en hábitos y costumbres, en maneras de ser. Para que la democracia funcione realmente debe haber sido previamente asimilada e incorporada a nuestro ser más íntimo. La democracia debe transformarse en una vivencia. Esto es lo que, todavía, no sucede en México.
–¿Todavía?
–Sí, la palabra todavía es exacta. Nuestra democracia no acaba de ser y en este sentido es parte de ese todavía que caracteriza al México de hoy. Vivimos el final de un largo y penoso proceso de modernización.
–¿Cuándo comenzó ese proceso?
–Depende del punto de vista del que hace la pregunta. Uno es el tiempo del periodista, otro el del político y otro el del historiador. El periodista vive en el instante, entre un pasado que se disipa y un futuro que se insinúa; el político vive también en la actualidad y para él los meses son años y siglos los años; para el historiador el tiempo cambia de medida: un siglo es un párrafo en la historia que escribe. Procuraré combinar en mi respuesta a los dos tiempos. Si pensamos en el tiempo histórico, el proceso se inició en el siglo XVIII, con los Borbones en España y, sobre todo, con Carlos III y sus grandes virreyes en México. La lentitud del proceso de modernización se explica en gran parte por el doble tradicionalismo de nuestro país. Mesoamérica y España: dos civilizaciones que no profesaron la idolatría del cambio. Recuerda lo que dijimos acerca de la persistencia de la imagen del “tlatoani” azteca en la sensibilidad popular. La familia mexicana es profundamente tradicional y en ella es central una figura correspondiente a las del “tlatoani” y el presidente: la del padre, la del patriarca. Gracias a la familia mexicana México sigue siendo México; al mismo tiempo, la familia y su moral han sido obstáculos para el cambio. Han sido la fuente del nepotismo y el patrimonialismo.
–¿Puedes ser más explícito?
–El proceso de modernización ha sido siempre una empresa de minorías empeñadas en cambiar a la mayoría del país: ilustrados del XVIII, liberales del XIX, revolucionarios del XX. En general, esa acción fue emprendida desde arriba, desde el gobierno y, a veces, desde la cátedra. La reforma no comenzó por abajo, por la célula social: la familia. Fue un proceso exactamente contrario al de Europa. Allá, en el siglo XVIII, se transformó radicalmente la moral de la familia, especialmente en el aspecto de las relaciones eróticas y en el de la educación de los hijos. Dos extremos que expresan el temple de esa gran época: por una parte, las novelas de Rousseau sobre la educación y, por la otra, los novelistas libertinos. El siglo XVIII fue el del gran cambio en las costumbres, en las creencias y en las conciencias. Ese cambio fue superficial en España y no penetró en América. Sí, las ideas de la Ilustración fueron adoptadas por muchos hispanoamericanos eminentes pero la sociedad, en su conjunto y en sus actitudes vitales, siguió siendo una sociedad tradicional. Esto fue particularmente cierto en México.
Además, por razones largas de explicar, el proceso de modernización se interrumpió una y otra vez. La Independencia consumó la separación política de España; al mismo tiempo, arruinó nuestra economía, fue incapaz de crear un nuevo Estado y abrió un periodo de más de medio siglo de asonadas, pronunciamientos e intervenciones extranjeras. El liberalismo de 1857 fue otra ruptura: se propuso modernizar al país por la reforma política pero interrumpió la continuidad histórica de México. El porfirismo estimuló el desarrollo económico; en cambio, descuidó los aspectos sociales e interrumpió la reforma democrática iniciada débilmente por Juárez.
–¿Y la Revolución mexicana?
–También ofrece un aspecto doble: fue un proyecto de modernización política (Madero) y económica (Calles); sin embargo, el zapatismo fue una vuelta a los orígenes: una revuelta más que una revolución. Desde la fundación del PNR, en 1929, el país comenzó de nuevo a modernizarse, no sin tropiezos y estancamientos. Subrayo: en lo económico y lo social, no en lo político. El régimen heredero de la Revolución, fundado por Calles y perfeccionado por Cárdenas y Alemán, dio estabilidad al país y nos permitió respirar. La aparición de una nueva clase media –hija de la estabilidad y del desarrollo económico y social– mostró, en 1968, que las estructuras políticas de México eran arcaicas y que tenían que cambiarse. El país había crecido y se había transformado. La cuestión de la democracia, antes relegada, se volvió el tema primordial de la discusión política. En esta fase, la final, han sido decisivas las reformas económicas y políticas realizadas por Carlos Salinas y su equipo. Más jóvenes que los políticos anteriores y con mayor sensibilidad histórica, se dieron cuenta de los cambios de la sociedad mexicana y obraron en consecuencia. Así han logrado sacar al país del pantano en que había caído.
–Das una imagen color de rosa de la actualidad...
–Abusar del color negro es arriesgarse a la ceguera. Por lo demás, adivino lo que vas a decirme: las reformas económicas han beneficiado únicamente a una minoría; los ricos son más ricos: eso es todo. En cuanto al proceso de modernización política: ha sido sinuoso y contradictorio...
–Te quedas corto. Yo diría todo esto de un modo más categórico.
–No lo dudo. Pero déjame que lo diga con mis palabras. Sobre las reformas económicas, seré breve. No soy un especialista. En 1982 el país estaba en bancarrota. Nuestra situación evocaba la de aquellas viejas y ricas familias criollas, arruinadas por las prodigalidades de sus hijos calaveras. Miguel de la Madrid logró detener el derrumbe y así hizo posible la acción reformadora del actual régimen. Hemos salido de la ruina, hemos saneado nuestras finanzas y hoy asistimos a la recuperación de nuestra economía. Se ha restablecido el crédito internacional y la economía mexicana, gracias a las privatizaciones, se ha puesto en movimiento. No niego que muchos han sufrido a consecuencia de los cambios; añado: habrían sufrido más sin ellos. Y estoy seguro de que, si el crecimiento económico continúa, los beneficios de la reforma de la economía alcanzarán a la mayoría. Es lo que ha ocurrido en otros países. La distribución de los beneficios es un problema social y económico; los medios para lograrla son, ante todo, políticos: la democracia y el sindicalismo libre. La lucha por la distribución más justa de los bienes económicos es una tarea que corresponde, esencialmente, a los trabajadores y a los consumidores y que sólo puede llevarse a cabo en un régimen plenamente democrático. Así pues, las reformas económicas nos conducen a la reforma política. Y hay algo más y que no se ha dicho: las privatizaciones, aparte de vitalizar a la economía, han contribuido indirectamente al proceso de democratización.
–¿Quieres explicarte?
–Con mucho gusto... Uno de los rasgos que ha distinguido al PRI de otros partidos ha sido su inserción en el Estado y, a través del Estado, en la economía: las poderosas empresas estatales. Los miembros del PRI ejercen, sucesiva o simultáneamente, funciones políticas, económicas y administrativas en el gobierno. De paso: esta es una de las razones que explican la lentitud y la dificultad del proceso democrático en México. Algo semejante, aunque en mayor escala, ocurre en los antiguos países comunistas. Pues bien, las privatizaciones han desalojado a los políticos y a los burócratas de varios centros vitales de la economía mexicana. Así se ha despejado, en parte, el camino hacia la democracia.
–Incluso si fuese cierta tu hipótesis, el proceso de modernización política ha sido tan lento y con tantas recaídas que a veces parece una mascarada. Además, la debilidad del PRI ha fortificado al presidencialismo, que es el otro eje del sistema.
–Es cierto que el proceso ha sido lento. Y agregaría: sinuoso, contradictorio. También lo es que los avances han sido considerables: el país no es hoy lo que era en 1968 o, siquiera, en 1988. ¿Por qué obstinarse en negar lo alcanzado? Las reformas que ha llevado a cabo el gobierno de Salinas rompen, definitivamente a mi juicio, con el patrimonialismo tradicional de México. Ese patrimonialismo ha sido la gran piedra atada al cuello de nuestro país desde el siglo XVI; no sólo entrabó nuestra evolución económica sino que fue la fuente de los vicios que han corrompido a nuestras instituciones: el nepotismo, la venalidad, la empleomanía. El estatismo de los últimos cincuenta años (no enteramente injustificado pues se trataba de crear una infraestructura económica) tuvo el gran defecto de intensificar al patrimonialismo heredado del absolutismo novohispano. Así se fomentó la ineficacia y se premió la incompetencia. Todo esto ha desaparecido o, más exactamente, está en vías de desaparecer. Por otra parte, hay que perfeccionar estas reformas y, sobre todo, completarlas con una vigorosa política social. Este es el sentido positivo del programa de Solidaridad. Sin embargo, como antes te dije, para lograr una más justa distribución de los ingresos, lo esencial es la activa participación de los trabajadores y los consumidores –y esto nos lleva a la reforma política. Pero estos cambios no sólo han sido de orden económico y político sino psicológico: han devuelto a mucha gente la confianza en su país y en su esfuerzo propio. En una nación con una historia como la nuestra, esa confianza, siempre frágil y vulnerable, es preciosa.
–¿No te apresuras demasiado?
–Defiendo lo alcanzado y trato de explicarme la lentitud de nuestra evolución política. El tránsito de una dictadura político-militar a una democracia, como ha ocurrido en España y en América Latina, es arduo; sin embargo, no contiene los peligros y las contradicciones a que deben enfrentarse las naciones que han conocido regímenes de dominación político-burocrática, ya sea total, como Rusia, o parcial, como México. No darse cuenta de esto revela cierta miopía. México no ha vivido bajo una dictadura militar, como la mayoría de las naciones latinoamericanas, ni bajo un caudillo impuesto por un ejército vencedor en una guerra civil, como España. El régimen de partido hegemónico en simbiosis con el Estado fue un compromiso para resolver las pugnas violentas de las facciones revolucionarias. Fue ideado para suprimir, por una parte, la dictadura de un caudillo y, por la otra, para impedir las asonadas y los golpes de Estado. El sistema funcionó medio siglo. Aunque hoy ha perdido su razón de ser, no es posible desmantelarlo de una plumada sin exponerse a graves trastornos. La sabiduría política aconseja la prudencia.
–Sí, pero no debemos confundir la prudencia con la indulgencia.
–No las confundo. Busco las razones que explican la lentitud y las contradicciones del proceso de democratización. En ningún momento olvido o excuso las recaídas en los viejos métodos autoritarios. Son frecuentes todavía, por desgracia, los desaguisados, sobre todo en la provincia. Es muy difícil reformar a un partido y a una clase política que han gozado de virtual impunidad durante medio siglo. Los vicios se han convertido en segunda naturaleza. Con frecuencia oímos y leemos denuncias de los métodos inadmisibles, casi siempre solapados, con que se coarta la libertad de expresión en la prensa, la radio y la televisión. Los medios de comunicación son el equivalente moderno del ágora de la antigua democracia. Cerrarlos a la discusión pública de los asuntos públicos es cerrar la vía al proceso de reforma. Así nunca llegaremos a ser una nación democrática.
–Lo que dices nos lleva a una pregunta fundamental: si la lentitud del proceso hacia la democracia se debe a la imbricación entre el PRI y el Estado, ¿se puede cambiar al PRI o debe desaparecer?
–Su desaparición súbita me parece no sólo difícil sino casi imposible. Además, sería catastrófica: ¿con qué y con quienes substituirlo? Hay un antecedente que nos ilumina sobre los peligros de las transiciones abruptas: el fin del régimen de Porfirio Díaz. Tardamos veinte años de guerra civiles y derramamientos de sangre, de 1910 a 1930, para resolver el problema de la sucesión. Si se quieren evitar muchos desórdenes y un periodo caótico, es indispensable no la desaparición del PRI sino su transformación. Su relación simbiótica con el Estado tiene que cesar. Se trata de un proceso que puede acelerarse si crece la presión de la opinión pública. Es esencial la acción de la sociedad en su conjunto, más allá de los partidos. El cambio tiene que ser obra de la sociedad entera, no de los partidos ni, desde arriba, del gobierno. Para lograr este cambio e iniciar la alternancia democrática, sólo veo un medio eficaz. No soy el único; otros también lo creen, como Gabriel Zaid, que fue uno de los primeros en exponerlo: el cambio debe ser gradual y tiene que comenzar por la periferia, de las provincias al centro. Esto tiene dos ventajas adicionales: ir acabando con el centralismo que nos ahoga e ir preparando una nueva clase política. En realidad, el proceso ha comenzado ya pero con lentitud y, salvo en Baja California, más bien a regañadientes. Una mayor sensibilidad política le habría ahorrado al gobierno los tropiezos de Guanajuato, San Luis y Michoacán.
–El remedio no me convence.
–Comprendo que el gradualismo exaspere. Respondo con el refrán: “despacio, que voy de prisa”. Agrego que la reforma del PRI, con ser urgente, es apenas un aspecto del problema: los otros partidos también deben reformarse y modernizarse. Aunque el PAN va por buen camino bajo la dirección de Carlos Castillo Peraza, le hacen falta todavía más líderes nacionales. En cuanto al PRD: sigue siendo una alianza de facciones y grupos heterogéneos. Es deplorable la frecuencia con que sus dirigentes se contradicen unos a otros; también lo es que a menudo, en sus declaraciones públicas, incurran en opiniones y posiciones que parecían haber abandonado, como el estatismo en materia económica y la defensa del régimen de Castro. Es imposible saber a ciencia cierta cuál es la verdadera ideología de ese partido. Estas contradicciones y arcaísmos revelan que el PRD se enfrenta a un reto de la mayor gravedad: el de su definición ideológica. Es un problema mundial y que afecta a todos los movimientos de izquierda. La crisis de los partidos socialistas europeos ha sido, primordialmente, una crisis de doctrina: ¿cómo renovar la gastada herencia del socialismo? El Estado-providencia ya es una cosa del pasado. En Europa la crisis afecta a partidos de intachable tradición democrática, como el francés y el español: ¿qué decir de una agrupación híbrida como el PRD y cuya adhesión a los principios democráticos, aparte de ser muy recientes, es incompleta? Los dirigentes del PRD no se han tomado nunca el trabajo de explicar cómo han llegado a sus actuales convicciones democráticas. Pero para cualquier ciudadano imparcial no es fácil olvidar su origen; muchos entre ellos pertenecían hasta hace algunos pocos años al PRI y formaban el ala conservadora de esa agrupación, empeñada en defender el viejo estatismo. El pasado de los otros grupos que integran el PRD tampoco es democrático. Fueron militantes comunistas, trotskistas y de otras banderas. Ninguno de ellos ha explicado la razón de su cambio ideológico.
Democracia y gobernabilidad
–Hablaste del antecedente del porfirismo para explicar la situación actual. ¿Quieres ser más explícito?
–Los parecidos y las diferencias son fascinantes. Como en 1910 (o en 1821), vivimos una transición. El porfirismo fue una fracción del liberalismo y gobernó al país como heredero de Juárez y los hombres de 1857, que habían derrotado a los conservadores y a Maximiliano. Díaz impuso la paz después de medio siglo de guerras externas e internas, saneó la economía, restableció el crédito internacional de México –recordemos los elogios de Tolstoy– y, en fin, creó una prosperidad innegable (aunque manchada por injusticias). Gobernó en nombre de los principios liberales; en verdad, su régimen puede caracterizarse como un “despotismo liberal ilustrado”. Una contradicción en los términos, como la de la “Revolución Institucional”. El régimen estaba compuesto por un grupo de notables, una oligarquía de viejos que no tenían ni herederos ni rivales. El porfirismo fue incapaz de crear una clase política de hombres maduros y jóvenes, aptos para continuarlo. Llegó un momento en que se presentó el problema de la sucesión: el reloj biológico coincidió con el reloj histórico. Al amparo de treinta años de paz habían surgido nuevas fuerzas sociales. Como esas fuerzas no podían expresarse por los canales habituales de una democracia, estalló la revuelta y el régimen se desintegró frente al movimiento popular de Madero. Efímera victoria democrática: la ausencia de una clase política nueva frustró el cambio y se produjo un vacío. A su vez, el vacío engendró el caos. El país se volvió ingobernable y la guerra civil entre las facciones revolucionarias se convirtió en la enfermedad endémica de México. El país pagó con sangre el error inmenso de Díaz y su régimen.
–¿No olvidas el aspecto propiamente social de la Revolución, las reivindicaciones obreras y la reforma agraria?
–No. Puse entre paréntesis ese aspecto porque lo que nos preocupa en estos momentos es la evolución política de México y la cuestión de la democracia. Pero es claro que el caos que siguió a la caída del régimen de Díaz fue fecundo. El caos es destructor y es creador. En el desorden de las luchas entre las facciones no sólo se manifestaron muchas aspiraciones populares sino que México se encontró, al fin, a sí mismo. Esta es la herencia espiritual de nuestra Revolución...
–Te interrumpo de nuevo porque comparaste la situación actual con la de las postrimerías del porfirismo y te desvías...
–A eso voy, justamente... En 1929 Calles fundó al PNR, antecedente del PRI. Aseguró así la estabilidad y preservó la continuidad de la facción revolucionaria triunfante. Con la fundación del PNR comenzó a formarse la clase política, la gran ausente del porfirismo. Dos enseñanzas pueden extraerse de esta pequeña reflexión. La primera: la sucesión debe ser democrática; la segunda: debe satisfacer el requisito indispensable de la gobernabilidad. Sin una clase política madura no hay gobernabilidad: el caos amenaza a todas las transiciones. El régimen actual, desde 1970, se enfrenta también al problema de la sucesión. Han aparecido nuevas fuerzas sociales que piden una mayor participación en la vida pública. Al llegar a este punto brota una diferencia fundamental con la situación de 1910: el PRI no solamente constituye una clase política sino que no es un partido de viejos. Es un partido que se rejuvenece sin cesar. Hoy el Jefe del Gobierno es un hombre joven y lo son la mayoría de sus colaboradores. El régimen no es conservador: se han hecho reformas substanciales en el dominio de la economía y en la estructura misma del Estado. Reformas, añado, que el gobierno que suceda al actual no sólo deberá conservar sino ampliar, a fin de que la mayoría de los mexicanos alcance ese bienestar sin cesar diferido.
–¿Y en lo político?
–Aunque el proceso ha sido menos claro y más lento, las recientes reformas en materia electoral han sido positivas. Ahora habrá que someterlas, en las próximas elecciones, a la dura prueba de los hechos. Aquí interviene la doble condición a que me referí más arriba: la democracia y la gobernabilidad. Unos comicios manchados volverían ingobernable al país y abrirían la puerta al caos. Esto es la gran responsabilidad histórica del PRI en la coyuntura actual. Las elecciones tienen que ser límpidas; es el clamor nacional y desoírlo sería fatídico. Pero la responsabilidad de la oposición no es menor: si la victoria del adversario fuese legítima, tendrá que reconocerlo. Unos y otros, tirios y troyanos, deben abandonar para siempre el grito insensato: “Jalisco nunca pierde y cuando pierde, arrebata”. Saber perder no es menos importante que saber ganar.
–En suma, no hace falta una cultura política moderna.
–Exactamente... Agrego, como un comentario circunstancial: ni veo ni juzgo probable una victoria total de la oposición, al menos por lo que toca a la elección presidencial. La oposición ha avanzado mucho y en muchas regiones; es indudable que ganará el gobierno de varios e importantes estados y que tendrá una mayor representación en las dos Cámaras. Pero dos circunstancias hacen difícil una victoria total de la oposición. La primera: está dividida en dos partidos inconciliables; no hay nada más opuesto al programa y al temple del PAN que el PRD. La segunda: el prestigio nacional e internacional de Salinas, ganado lo mismo por su política social que por los cambios que ha introducido en la economía.
–¿Y el Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos y Canadá?
–Su final aprobación por el poder legislativo norteamericano ayudaría indudablemente al régimen en las próximas elecciones.
–¿Y el rechazo?
–No creo que sea rechazado. Los Estados Unidos perderían tanto o más que nosotros. Naturalmente, todo es posible. Muchos piensan que si los Estados Unidos cometiesen el error garrafal de no aprobar el Tratado (o de aplazarlo), la oposición utilizaría esa derrota como una arma poderosa en contra del gobierno. No estoy muy seguro de que esto sea cierto. La derrota del Tratado desataría una gran ola de nacionalismo en el país que podrían aprovechar, con un mínimo de habilidad, el PRI y el gobierno. Los líderes del PRI no dejarían de señalar que entre los enemigos más encarnizados del Tratado se encuentran los dirigentes del PRD. El nacionalismo es un arma de dos filos... En fin, más allá de las fáciles profecías electorales, la cuestión que a todos nos debería preocupar es la de la gobernabilidad. Esto es primordial. Es una cuestión que afecta tanto al gobierno como a la oposición y al país entero. Ya expresé mi opinión por lo que toca a la responsabilidad del PRI y del gobierno. En cuanto a los partidos de oposición: se enfrentan a la pregunta sobre la gobernabilidad con menos recursos humanos y menos experiencia que el PRI y el gobierno... ¿Pueden substituir al régimen sin trastornos graves? La duda es lícita.
–Te contradices. En 1985 escribiste un ensayo que, precisamente, titulaste: PRI: hora cumplida:
–Sigo creyendo que el PRI ha concluido su misión. Por esto me pregunto con angustia: ¿cómo y quiénes pueden sucederlo? Por eso también preveía, en aquel ensayo, un largo periodo de transición. A los que buscan un cambio rápido, les preguntó: ¿buscan una transición a la peruana o a la rusa? Debemos ser prudentes: no estamos ante un cambio de personas sino de sistemas e instituciones.
–Entonces ¿continuismo o caos?
–Ni lo uno ni lo otro. Ya apunté la solución razonable. Hay que comenzar por la periferia, en la provincia. También hay que dar mayor representación a los partidos independientes en las dos Cámaras y, en general, en todos los órganos de gobierno, como los de la ciudad de México. Una mayoría de la oposición en las Cámaras podría equilibrar el peso excesivo de nuestro presidencialismo. Esto sería muy positivo. También sería deseable, si las circunstancias lo piden, la presencia de personalidades independientes, incluso de miembros destacados de la oposición, en el gabinete de un futuro gobierno. Si el PRI quiere sobrevivir, debe convertirse en un partido como los otros; además, debe aprender a compartir el gobierno con la oposición. Por su parte, la oposición –me refiero sobre todo al PAN, que no está movido por la funesta política de “todo o nada”– debe tener siempre presente que democracia sin gobernabilidad, como ocurrió en el México de Madero y en el Chile de Allende, significa abrir las puertas al caos y, más tarde, a la dictadura.
–Son muchas tus condiciones. Pueden desanimar a los que esperan, desde hace tanto tiempo, un cambio. O a exasperarlos.
–Sí, ese es el peligro. El proceso ha sido demasiado lento. El tiempo se agota tanto como la paciencia. Por esto creo que los próximos años serán decisivos. Aunque la política es el reino de lo imprevisible, tengo cierta confianza: el impulso hacia la democracia es general y pronto será irresistible. Pero debemos proceder con cautela para que el cambio no se malogre. Hay que tener en cuenta la peculiaridad del sistema mexicano: la relación única entre la presidencia de la República y el PRI. En las democracias modernas, con excepciones contadas, el jefe del Poder Ejecutivo dispone de un gran poder. En esto México no es una excepción. Tanto en los partidos conservadores como en los socialistas, trátese de Reagan y de Margaret Thatcher o de Felipe González y de Francois Mitterrand, la influencia de los líderes ha sido determinante y no menos decisiva que la de los presidentes mexicanos. La diferencia consiste no en el mayor o menor poder sino en su naturaleza: en el caso de las democracias occidentales el poder es de índole personal mientras que en el de México es institucional.
–Además, en esas democracias el poder personal del Presidente o del Primer Ministro se enfrenta a serias limitaciones.
–Exactamente. Muchas de esas limitaciones –otra diferencia de cuantía con México– son de orden institucional y se derivan del sistema de división de poderes. Lo contrario de México, en donde la división de poderes es todavía una ficción. La desigualdad entre los tres poderes, además de ser muy grande, no es institucional o legal sino de facto. De ahí que sea urgente fortificar al Poder Legislativo y convertir al judicial en el verdadero guardián de la ley. Esta es una de las condiciones que, simultáneamente, preparan y realizan el cambio hacia una democracia plena. Sin embargo, la limitación de los poderes presidenciales no es sino un aspecto del problema. Su meollo, como ya dije, es la relación que une al partido con la presidencia.
–¿Quieres ser más explícito?
–Entre los grandes privilegios de nuestros presidentes, el más notable es la facultad de designar a su sucesor. No es un privilegio democrático: es una práctica santificada por la costumbre desde hace setenta años. En realidad, es un rasgo monárquico del sistema mexicano. Ahora bien, es un privilegio paradójico pues, al ejercerlo, el presidente pierde el poder y lo entrega a su elegido. Así, por una parte, el privilegio es una consagración del poder presidencial; por la otra, es su negación pues marca el fin de su poder. Apogeo y ocaso, afirmación y negación. Una verdadera bisagra política, una válvula de seguridad: cada presidente está condenado a ejercer un poder que, al exaltarlo, lo anula. Este sutil y cruel mecanismo opera gracias al PRI, que es el canal de transmisión y el agente ejecutor de la decisión presidencial. El partido es el brazo político del jefe de gobierno. Subrayo: es el órgano político de la Presidencia, no de éste o aquel presidente. Aquí aparece la diferencia esencial con los regímenes occidentales, señalada más arriba. El poder no es personal: lo otorga la investidura. Al partido republicano de Estados Unidos lo movía la lealtad a Reagan, al partido socialista español la personalidad de Felipe González; el PRI actúa en cumplimiento de la función para la que fue diseñado. Lo que cuenta no es la persona, cualesquiera que sean sus méritos, sino la investidura. La relación es impersonal, o, más exactamente, funcional... Esta somera pero fidedigna descripción de la peculiaridad del sistema, nos lleva de la mano a la conclusión. Para que cese la relación que ata a la Presidencia y al PRI es necesario que el presidente renuncie al privilegio no escrito de designar a su sucesor y que delegue en el PRI la facultad de elegir realmente a un candidato...
–Es muy difícil...
–Pero no imposible. En realidad, como se ha visto, el privilegio es de doble filo: al ejercerlo, el presidente se despoja de su poder. Además, como la experiencia de estos setenta años lo demuestra, la elección de un sucesor no garantiza la continuidad. Cada nuevo presidente escoge un camino propio, con frecuencia distinto al de su predecesor: Cárdenas no continuó la política de Calles ni Avila Camacho la de Cárdenas ni Ruiz Cortines la de Alemán ni Echeverría la de Díaz Ordaz... ¿a qué seguir? En suma, el privilegio no prolonga el poder del presidente ni asegura siquiera la continuidad de su política: ¿para qué conservarlo? En cuanto al PRI: su dilema consiste en convertirse en un partido como los otros y así conquistar la facultad preciosa de elegir realmente un candidato a la Presidencia... o desaparecer como una reliquia.
–¿Estos cambios serían voluntarios? De nuevo: me parece dificilísimo.
–Lo es. Pero la reforma que preveo no puede ser el resultado de la voluntad individual de un presidente; tampoco puede ser impuesta por una oposición dividida y que no ha probado ser mayoritaria. El cambio debe venir de abajo, de la sociedad entera. El cambio no será voluntario ni impuesto: será la natural consecuencia de la evolución política del pueblo mexicano. Vuelvo al comienzo de nuestra conversación: el cambio en las actitudes vitales de una sociedad precede a los cambios jurídicos y políticos.
–¿Algo más?
–Sí. La democracia es una idea pero asimismo es una cultura y una práctica, un aprendizaje. Triunfa allí donde se convierte en costumbre y segunda naturaleza. Y una advertencia: la política es el teatro de los espejismos; sólo la crítica puede preservarnos de sus nefastos y sangrientos hechizos. No me hago ilusiones acerca de la democracia: no nos dará ni la felicidad ni la virtud. Los demócratas mexicanos deben contemplarse en el espejo de las democracias occidentales. La imagen no es admirable: abundan las injusticias y las desigualdades; hay muchos horrores, muchas estupideces. En el momento en que México parece dar, al fin, el salto hacia la modernidad, descubrimos que esa modernidad está en crisis y que vive en una pausa, en un vacío histórico. La suerte de México no es distinta a la del mundo; la pregunta sobre la modernidad y su desenlace en el siglo XXI, también nos concierne a nosotros. Me atreví a decirlo hace ya más de cincuenta años: “por primera vez en la historia, somos contemporáneos de todos los hombres”.
–¿Eres optimista o pesimista?
–Pesimismo y optimismo son etiquetas y dicen poco. Asumo, al mismo tiempo, la defensa y la crítica de la modernidad porque la crítica es inseparable de la modernidad. Nació con ella. Desde su aparición la modernidad no ha cesado de criticarse a sí misma. Pero la crítica del mundo moderno y sus horrores no me lleva a renegar de la democracia: a pesar de sus fallas, es uno de los pocos bienes verdaderos de la falaz civilización tecnológica. Los otros sistemas políticos están fundados en principios ajenos a los hombres: el Mandato del Cielo de los emperadores chinos, el Derecho Divino de los reyes absolutos, la voluntad de la historia y del proletariado de los líderes comunistas. La democracia funda al pueblo en nombre del pueblo: es la ley que los hombres se dan a sí mismos. No es un destino promulgado desde lo alto o desde un más allá de la historia; no es la ley dictada por la sangre o por los muertos, no es una fe ni nos propone un absoluto... Es un modo de convivencia libre y pacífica. Nos enseña a dar la mano al vecino y a luchar contra el tirano.