21 sept 2006

¿Qué es hoy la izquierda?


Textos sobre la izquierda hoy del Doctor Dr. Roger Bartra, investigador emérito de la UNAM y de Michel Wieviorka, profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París y de Joaquim Ibartz, corresponsal del periódico español La Vanguardia.
Izquierda perdida/ Roger Bartra, investigador emérito por la Universidad Nacional Autonoma de México. Obtuvo el doctorado en Sociología, de la Universidad de la Sorbona, París. Entre sus publicaciones destacan La jaula de la melancolía, El salvaje en el espejo, Cultura y melancolía y Las redes imaginarias del poder político, El duelo de los ángeles: locura sublime, tedio y melancolía en el pensamiento moderno, entre otros)
Tomado de Letras Libres; http://www.letraslibres.com/, septiembre del 2006.
Fango sobre la democracia

¿Por qué perdió la izquierda y dónde radica su incapacidad para aceptarlo?,
¿cuáles son los retos del ganador?, ¿cómo opera el clintelismo en la capital
y a qué se debe el arrobo de los intelectuales por amlo?, ¿cuáles son los riesgos
de la protesta posteletoral para nuestra joven democracia? Bartra ensaya
lúcidas respuestas para estas preguntas.

El candidato de la izquierda populista ha volcado un inmenso alud de lodo sobre las elecciones presidenciales más transparentes y auténticas que ha habido en México. No ha aceptado su derrota, ha denunciado un inmenso fraude, sin probarlo, y ha rechazado las decisiones del Tribunal Electoral. De esta manera ha culminado el proceso de su metamorfosis, y de ser una opción política se ha convertido en una molestia social. Ha envenenado el ambiente electoral y ha colocado súbitamente a la izquierda en una posición contestataria marginal. Con su agresivo populismo ha ayudado a que la derecha se mantenga en el gobierno. ¿Cómo se pueden explicar estos insólitos resultados? Ha llegado el momento de reflexionar, de discutir y de abandonar los maniqueísmos. Detrás del escenario de la confrontación entre dos adversarios, Felipe Calderón y Andrés Manuel López Obrador, hay una complejísima textura que nos invita a matizar y a desentrañar los mecanismos menos visibles de la lucha política.
Populismo conservador
¿Por qué perdió la izquierda? A partir de 1988 la izquierda logró erigirse como la gran responsable moral de la transición y en el motor más importante que impulsa la instauración, casi una década después, de procesos electorales confiables operados por instancias autónomas y ciudadanas. Sin embargo, desde sus orígenes comenzaron a ser visibles las tendencias que minaban al Partido de la Revolución Democrática (PRD). Me refiero a la expansión de un populismo conservador que iba recogiendo los deshechos del viejo nacionalismo revolucionario que el PRI abandonaba en el camino. Lo llamo populismo porque su base es la relación del jefe con “su” pueblo, al margen de las instituciones democráticas de representación, gracias a una estructura de mediación informal por la que fluye un intercambio de apoyos y favores. Es la forma tradicional en que han operado los caciques, tanto en los ejidos como en los sindicatos, tanto en regiones rurales como en ciudades. Lo llamo conservador porque se propone preservar o restaurar formas de poder e ideas propias de nuestro antiguo régimen, el autoritarismo revolucionario que dominó a México durante siete décadas.
La hegemonía en la izquierda del populismo conservador fue una de las causas que contribuyeron a la derrota de su candidato a la presidencia en el 2000, Cuauhtémoc Cárdenas. El PRD y sus confusos aliados, en esas primeras elecciones claramente transparentes y democráticas, presentaron la imagen marchita del viejo nacionalismo revolucionario ante una derecha democrática, moderna y pragmática encabezada por Vicente Fox. Pero la izquierda no comprendió la situación y atribuyó equivocadamente su fracaso a las manipulaciones mercadotécnicas de la extrema derecha, de las corporaciones empresariales y del catolicismo militante conservador.
Durante la campaña del 2006 López Obrador continuó en la misma línea. A pesar de ofrecer un programa político tibio, desarrolló una furiosa campaña contra la clase media, los ricos y el presidente Fox. En nombre de los pobres, condujo una espectacular confrontación que le enajenó el apoyo de sectores que ejercen una influencia crítica en la sociedad. El clímax del desprecio por la clase media ocurrió en junio de 2004, cuando descalificó con malos términos a los cientos de miles de personas que en la ciudad de México marcharon para exigir seguridad. Sólo en condiciones muy excepcionales de gran deterioro político de los partidos tradicionales (como ocurrió en Venezuela) puede un dirigente populista, enfrentado agresivamente a los sectores medios, obtener la mayoría electoral. El discurso incendiario de López Obrador contra la asustadiza clase media le hizo perder millones de votos. A ello se agregó el hecho de que arremetió reiteradamente contra la figura presidencial, sin darse cuenta de que Vicente Fox es para la mayoría de los mexicanos el símbolo de la transición democrática y representa a una fuerza que derrotó el autoritarismo del antiguo régimen. En esta campaña electoral la izquierda populista cometió un terrible error de apreciación: denunció al gobierno de Fox como el poder represivo y cuasifascista que había conducido al país a un desastre económico. Proclamó que la gente ya no podía tolerar tanta opresión provocada por un grupo de traidores a la democracia que conspiran contra las causas populares representadas por López Obrador.
Sin embargo, era obvio que la mayor parte de la gente no percibía esta “catástrofe” en la que se supone que vivía el país. La amenaza del complot, de la derecha ultramontana, de la organización secreta de El Yunque, de los empresarios corruptos y de la quiebra socioeconómica tampoco se convirtió en una percepción generalizada. Estas exageraciones crearon un fantasma con el que se enfrentaba la esgrima electoral de la izquierda populista, pero las estocadas sólo rasgaron el aire de un espacio vacío. El resultado fue que se esfumaron los cuatro o cinco millones de votos que López Obrador suponía que tenía de ventaja por arriba de su adversario. Según los datos del Instituto Federal Electoral (IFE) Calderón le ganó por cerca de un cuarto de millón de votos.
El cacique y su pirámide
Las reflexiones anteriores deben ser matizadas. La izquierda recibió un voto considerablemente alto, se ubica como segunda fuerza en el Congreso y su candidato casi gana la Presidencia. Ello significa que, además de los factores considerados, que minaron su caudal de votos, la izquierda recibió nuevos apoyos que no tenía hace pocos años. Muchos encuentran la explicación en el surgimiento de un apóstol –López Obrador– que parece escapado de las páginas floridas del realismo mágico latinoamericano. El sur profundo habría por fin parido a un jefe capaz de encabezar la lucha de los desposeídos y agraviados.
Aunque el aura folclórica que genera López Obrador a veces parecería confirmar el estereotipo del caudillo épico; yo creo que el candidato a la presidencia del PRD es un fenómeno político de una naturaleza mucho más prosaica. Creo que se trata de un cacique urbano populista que tejió su fuerza gracias a una estructura de mediaciones sociales calcada del modelo que ha sido la base tradicional del PRI. Se trata de una densa red clientelar de organizaciones más o menos informales ligadas a los barrios, a bandas políticas vinculadas con sectores marginales, a grupos de comerciantes, de taxistas, de microbuseros, de vendedores ambulantes. Un tejido que incluye la gestoría de inversiones, la distribución de ayudas económicas a ancianos o minusválidos, la legalización de terrenos invadidos, a empresas constructoras o proveedoras, a sindicatos y a pequeños líderes de grupos de presión. Este conjunto constituye una pirámide de mediaciones, que pasa por las Delegaciones y en cuya cúspide se encuentra el jefe de gobierno de la ciudad de México. Desde este cargo, que es la segunda posición política con mayor fuerza en el país, López Obrador realizó una larga campaña electoral durante más de cinco años. Ningún gobernador concentra tanto poder político como el jefe de gobierno de la ciudad de México. López Obrador llegó a las alturas del poder al ganar las elecciones del año 2000, pero es evidente que para ello se basó en el gran prestigio de Cuauhtémoc Cárdenas y en la red de mediaciones clientelares que recicló y creó Rosario Robles. Le dejaron el banquete servido y, una vez sentado en la mesa, liquidó políticamente a sus dos predecesores en el cargo.
Esta liquidación produjo una dramática desgarradura y abrió una rendija que permitió dar un vistazo a las entrañas de la pirámide de mediaciones. Se comprobó que las redes clientelares que forman la base del cacicazgo urbano están contaminadas por la corrupción. En realidad, la corrupción es el aceite que permite que la maquinaria caciquil pueda funcionar con eficacia. Si no se engrasan los ejes mediadores, los poderosos de la cúspide quedan abandonados a su suerte y aislados de su base popular. Esto no es nada nuevo, pero fue evidenciado en el espectáculo televisivo, conducido por un payaso, que mostró los corruptos trafiques del líder de la fracción del PRD en la Asamblea de Representantes de la ciudad de México y mano derecha de López Obrador, recibiendo dinero de un empresario, muy cercano amigo de la ex Jefa de Gobierno. Otros videos de aquella época, comienzos de 2004, revelaron la siniestra actuación del Secretario de Finanzas del gobierno de López Obrador, que se entretenía jugando en un casino en Las Vegas para matar los tiempos libres que le dejaban las operaciones financieras ocultas que, presumiblemente, reciclaban dinero destinado a la campaña de su jefe.

Además de la gran pirámide de mediaciones sobre las que se asienta el poder del caciquismo populista, hubo otros dos fenómenos –ligados entre sí– que incrementaron el voto por la izquierda: la descomposición del PRI y el desafuero de López Obrador. Por lo que se refiere a lo primero, debemos notar que el PRD no sólo recicló gran parte del viejo ideario del PRI, sino también un número considerable y significativo de dirigentes que, ante la descomposición y decadencia del ex partido oficial, escapaban del naufragio. En la medida en que las encuestas señalaban a López Obrador como el favorito en una carrera en la que prácticamente iba solo, el flujo de priistas que inflaba al PRD aumentó. Cuando Roberto Madrazo, después de una cruenta lucha interna, fue proclamado candidato del PRI a la Presidencia, el malestar y el descontento de grandes sectores de su partido aumentó. Desde luego que el PAN también se benefició de la descomposición del PRI, y logró recoger principalmente el apoyo de sectores tecnocráticos y zedillistas. El PRD recibió la simpatía de los sectores más atrasados, como los del sindicalismo corrupto o los representados por el senador Manuel Bartlett, el demiurgo del gran fraude electoral de 1988, que hizo pública su inclinación por López Obrador.
La otra gran fuente de la que abrevó la popularidad de López Obrador fueron los grandes errores del gobierno de Fox, principalmente el malhadado proceso de desafuero. Lo peor que podía hacerse ante un dirigente que se quejaba a cada paso de una conspiración en su contra era perseguirlo judicialmente. Y eso fue precisamente lo que decidió hacer el presidente Fox, para desánimo de muchos y aumento de la paranoia de otros: iniciar un proceso contra López Obrador por haber desacatado la orden de un juez en un juicio de amparo ligado a la apertura de una calle que debía dar acceso a un hospital privado. El escándalo estalló debido a que el juicio lo inhabilitaría como candidato a la Presidencia. López Obrador aprovechó el proceso, como un regalo caído del cielo, para proyectar con fuerza su convicción de que querían eliminarlo de la justa electoral. El PRI, que había boicoteado las reformas propuestas por el gobierno a la Cámara de Diputados, apoyó con entusiasmo esta insensatez. El resultado era previsible: el Presidente tuvo que saltarse los principios jurídicos que había defendido, pedir la renuncia de su fiscal, parar el proceso y contemplar con espanto que había logrado amplificar extraordinariamente la fuerza de López Obrador.
Así, el candidato de la izquierda se colocó en el primer lugar, según todas las encuestas. Pero a partir de ese momento comenzaron a operar los factores que minarían paulatinamente su popularidad. López Obrador perdió la ocasión de dar un golpe de timón para ubicarse como un estadista socialdemócrata, y persistió tercamente en sus empeños como populista conservador.

Derechas modernas
Debido a las consideraciones que he expuesto, y después de hacer un balance de las contradictorias tendencias políticas, desde que comenzó el periodo electoral me convencí de que era muy probable que López Obrador perdiera las elecciones. La evolución de los resultados de las encuestas, que al final separaban a los dos candidatos por un punto porcentual, confirmaba mi interpretación. Además critiqué las dificultades que tenía la izquierda conservadora para aceptar la democracia y la legalidad. Viejos hábitos “revolucionarios” que desprecian el sistema electoral y la legalidad democrática se habían extendido y auspiciaban una reacción contra el proceso de transición iniciado en el 2000. Pero, por muy amplia que fuera la reacción antidemocrática, pensé que una racionalidad cívica moderna ya se había expandido considerablemente en el electorado. Para mi consternación, al conocer los resultados electorales divulgados por el IFE y las vehementes protestas de las fuerzas que apoyan a López Obrador, me di cuenta de que la irracionalidad estaba mucho más extendida de lo que había creído.

Muchos se desgarraban las vestiduras y lamentaban que, gracias a un fraude misterioso, no se sabe si cibernético o caligráfico, había ganado las elecciones una pandilla conspirativa de traidores a la patria, neoliberales corruptos, empresarios sin escrúpulos, curas fundamentalistas, reaccionarios herederos del Sinarquismo y de El Yunque y manipuladores fascistoides de la publicidad sucia. Ya he explicado que esta falsa apreciación es una de las causas que han desorientado a la izquierda y que la llevan al fracaso. Por supuesto, es evidente que dentro y alrededor del PAN existen ejemplos de tan nefastos personajes. Afortunadamente, se trata de segmentos políticos marginales.
Existe, sí, una vasta ala de derecha dura que con frecuencia se expresa a través de Manuel Espino, que suele responder a intereses corporativos –económicos y eclesiásticos– y que ve con malos ojos la redistribución de recursos para garantizar la igualdad y el bienestar. Hay una derecha que prefiere inspirarse en actitudes furibundas como las de Diego Fernández de Ceballos y en las recetas de Luis Pazos, una derecha que agradece más a Dios que a la ciudadanía los triunfos electorales, y que gusta de arrojar incienso en los botafumeiros del catolicismo más rancio.

Esta derecha dura es fuerte dentro del PAN, pero aparentemente no es la que representa el candidato ganador, Calderón. Se expresa en él una derecha moderna, centrista y pragmática, con una pronunciada vocación democrática, animada por un humanismo católico laxo y tolerante. De hecho, Calderón no acepta ser un político de derecha, y ahora que ha ganado por un margen tan estrecho tendrá que demostrarlo audaz y creativamente al rearticular su programa político. El aspecto más obvio, y que ya ha sido señalado por él mismo, es el extraordinario énfasis que deberá dar a la política encaminada a combatir la miseria y la pobreza. Pero me parece que además deberá contemplarse la transición hacia nuevas formas de gobierno. Calderón debería recorrer sus posiciones hacia el centro y hacia la izquierda del abanico político, para asumir las posturas socialdemócratas que su adversario de izquierda se negó a contemplar. ¿Será capaz de combinar las tradiciones solidaristas, humanistas y liberales con las expresiones socialdemócratas y reformistas de la izquierda moderna? El ala derecha de su partido hará todo lo posible para impedirlo.

Como es evidente, Calderón se enfrentará a un problema de legitimidad. No es fácil sustituir el nacionalismo revolucionario caduco por una nueva cultura política que legitime a los gobiernos democráticos de la transición que se inició en el año 2000. Habrá que intentar un gobierno de coalición que tenga una base más firme y consistente que las sórdidas maniobras de los legisladores que congelaron toda posibilidad de reforma política. Además de un gobierno de coalición, habrá que pensar en un gobierno plural. Las coaliciones corresponden a las alianzas políticas, especialmente en el Congreso. Por su parte, la cara plural del gobierno es la que asegura un estilo democrático de gobierno y envía mensajes simbólicos y culturales que contribuyen a la estabilidad.
Aquí quiero señalar algo que me parece fundamental: una gran masa de ciudadanos votó por la izquierda no sólo porque apoya una política que favorezca a las clases populares, sino porque rechaza los apetitos y las aspiraciones de la extrema derecha, de los intereses ultramontanos y conservadores, del catolicismo militante y fanático, de todas aquellas expresiones políticas antimodernas que hunden sus raíces en las tradiciones anticomunistas típicas de la Guerra Fría. La mayoría de los votantes ve con malos ojos la presencia de intereses corporativos, sea que provengan del mundo de los negocios o de la Iglesia Católica. Calderón debería convertirse en el campeón del laicismo y de la tolerancia. Si da un giro hacia la socialdemocracia, ello significa ir más allá del apoyo a programas contra la pobreza. Con ello recordaría a todos que, si ganó las elecciones, ello no fue gracias a la intervención divina sino a la muy terrenal voluntad política de la mayoría. No hay que despreciar aquello que Vicente Fox llamó “el círculo rojo”. El nuevo gobierno no deberá espantarse ante las demandas de la modernidad (y la postmodernidad): el uso de anticonceptivos, la investigación con células madre, la aceptación de las sociedades alternativas de convivencia, la píldora del día siguiente y otras expresiones o necesidades de las nuevas formas de vida. El propio Calderón conoció de cerca el descrédito que significó oponerse al uso del condón (Castillo Peraza), y sabe cuánto le costó a él mismo dar respuestas conservadoras a las preguntas incisivas de López Dóriga en su noticiero en enero del presente año. Calderón rectificó de inmediato al reconocer que sus respuestas no reflejaban su verdadero pensamiento, y dio un significativo viraje en su campaña. Se necesitará mucho ingenio político para alcanzar la combinación de la tradición liberal panista con las ideas socialdemócratas que, me parece, requerirá el gobierno. ¿Será posible o es una de esas utopías con las que a veces escapamos de la realidad cruel?

La desmodernización de la izquierda
Una parte significativa de la intelectualidad, escorada hacia la izquierda, ha perdido el equilibrio, la independencia y la serenidad. A muchos intelectuales les ha ocurrido lo mismo que a las corrientes socialdemócratas y reformistas modernas del PRD y de otros partidos: fueron cautivados por el espejismo populista y han sido integrados como parte orgánica de un “proyecto alternativo de nación” que parece sacado de un viejo baúl de recetas añejas de medio siglo. Me pregunto qué es lo que pudo fascinar a cientos de artistas y escritores que apoyaron el “proyecto alternativo” de López Obrador, donde, bajo el signo de un juarismo trasnochado, ofrece una mixtura de medidas económicas conservadoras (bajar los impuestos), nacionalistas (frenar las maquiladoras) y anticuadas (basar el desarrollo en el petróleo, la electricidad y la construcción). Se trata además de una regresión al asistencialismo que trata a los pobres como si fueran minusválidos, enfermos o ancianos. Es un proyecto donde lo único que se afirma, patéticamente, sobre la cultura de México, es que “ha sobrevivido a todas las desgracias de su historia” y es nuestra “fuerza y nuestra señal de identidad”. Algunos de estos intelectuales, que ahora critican al subcomandante “Marcos”, recordarán que estuvieron ayer tan fascinados por el neozapatismo como hoy lo están por López Obrador y su populismo.

Muchos intelectuales solicitaron un nuevo recuento de todos los votos al Tribunal Electoral, explicando a los jueces que no deberán usar “argumentos legalistas”, pues una aplicación al pie de la letra de la ley no daría legitimidad al próximo gobierno. Ya me imagino el asombro de los jueces ante esta extraña exigencia: es como si a los encargados de contar los votos se les pidiera no usar argumentos aritméticos. Es comprensible la enorme irritación que han sentido muchos intelectuales ante, entre otras cosas, la penosa actitud cerril del presidente Fox frente al mundo de la cultura. Pero deberían evitar que su indignación impulsara el renacimiento del aquel viejo rencor nacionalista que, en nombre de la Revolución, estaba decidido a bloquear a toda costa el camino de cualquier alternativa que no fuera la suya. López Obrador, recurriendo a Benito Juárez, lo ha dicho claramente: “El triunfo de la derecha es moralmente imposible.” Así es como erige un fundamento moral superior, por encima del terrenal y democrático conteo de sufragios. A la sombra de este fundamentalismo hay quien sueña en la caída de un rayo justiciero anulador que auspicie la llegada de un presidente bonapartista interino.
Estamos perdiendo la posibilidad de contar con una izquierda moderna y racional. Estamos presenciando el trágico proceso de desmodernización de la izquierda. El motor de esta desmodernidad está sólidamente instalado en la ciudad de México y no se apagará pronto, pues forma parte del poderoso aparato de gobierno urbano. Seguramente por este motivo, muchos mostraron su disgusto por la desmodernidad populista al anular sus votos o apoyar alguna opción marginal.

Percepciones irracionales
Durante los días previos a la elección del 2 de julio era muy difícil encontrar algún intelectual, periodista o comentarista que no tuviese la convicción de que López Obrador ganaría la competencia. En el círculo político que rodeaba al candidato populista todos estaban absolutamente convencidos de ganar la elección y ya se habían comenzado a repartir el pastel del poder. Tan seguros estaban del triunfo que Manuel Camacho, uno de sus más cercanos operadores, en un artículo triunfalista publicado al día siguiente de las elecciones en El Universal, escrito antes de conocer los resultados, le tendía la mano a la oposición y ofrecía formar una amplia coalición. A pesar de los numerosos indicadores que señalaban la existencia de un empate técnico, gran parte de la clase política y de la elite intelectual pensaba que la Coalición por el Bien de Todos ganaría las elecciones. Menciono estas convicciones previas un tanto irracionales porque han ejercido una gran influencia en la reacción postelectoral: los allegados a López Obrador simplemente no podían creer que habían perdido. Al estar ciegamente convencidos de que su candidato llevaba una ventaja de diez por ciento, la única explicación que encontraron ante los resultados que arrojó el conteo del IFE es que se había maquinado un fraude gigantesco. Lo primero que hizo López Obrador, antes que nadie, fue declararse triunfador con una ventaja de medio millón de votos, seguramente la primera cifra que le pasó por la cabeza en ese momento de azoro (se borró de su mente el diez por ciento que siempre había proclamado).

Además, la izquierda populista de inmediato volvió a denunciar la falta de equidad durante la campaña electoral: propaganda sucia que señalaba a su candidato como “un peligro para México”, uso de los programas sociales del gobierno federal con fines proselitistas, intervención del presidente Fox en la contienda y enormes gastos de publicidad. Sin duda estuvieron presentes estos vicios, pero fueron contrarrestados por recursos similares por parte de los partidos coaligados en apoyo a López Obrador: publicidad y declaraciones denunciando un complot, uso de los programas de apoyo a ancianos y minusválidos, activismo electoral desde el gobierno del df y montañas de dinero gastadas en publicidad. Corporaciones empresariales impulsaron públicamente al candidato del PAN y sindicatos que solían ser despreciados como “charros” ahora apoyaron a la izquierda. Pero también hubo sindicatos, como el de maestros, que apoyaron a Calderón y sectores empresariales que manifestaron simpatías por López Obrador. En suma, es difícil determinar cuáles partidos arrojaron más basura a la ciudadanía durante muchos, demasiados meses. Los partidos hicieron una campaña de la que no pueden enorgullecerse y que nos ha convencido a muchos de que es urgente acortar el periodo electoral y bloquear la propaganda descontrolada en los medios masivos de comunicación y en las calles. Serían suficientes uno o dos meses de campaña y publicidad en radio y tv constreñida a tiempos oficiales acotados por la autoridad electoral. Y, en consecuencia, reducir drásticamente el dinero que reciben los partidos.
Las reacciones irracionales comenzaron a buscar frenéticamente ocultos y sofisticados algoritmos que habrían modificado fraudulentamente los sistemas electrónicos del IFE, e imaginaron sospechosas tendencias durante los procesos de conteo, asumiendo erróneamente que debía de haber habido un flujo aleatorio de información. Donde creyeron hallar la prueba del fraude fue en el dramático error técnico del IFE, que por un lado separó unos 2.6 millones de votos en actas inconsistentes, pero por otro lado sumó al porcentaje total contabilizado las más de once mil casillas de donde procedían esos votos. Cuando estos votos fueron agregados el porcentaje que separaba a Calderón de López Obrador bajó casi medio punto. Los partidos conocían y habían aprobado esta separación de actas con inconsistencias, por lo que fue un acto de mala fe la denuncia hecha por López Obrador de que habían desaparecido o se habían perdido tres millones de votos. Un tiempo después, el mismo candidato admitió que no había habido un fraude cibernético, sino que la trampa se había consumado a la “antigüita”, modificando actas y contando mal. La sospecha –ligada a una cultura que tiene una larga historia en México– quedó arraigada en una parte de la sociedad que ve con simpatía la propuesta de volver a contar todos los votos.
A partir del momento en que las cifras del IFE señalaron un desenlace, Calderón anunció su intención de moverse hacia el centro e incluso hacia la izquierda. En contraste, López Obrador volvió a cometer el error de radicalizar su discurso, iniciar una resistencia civil y convocar a grandes manifestaciones públicas de protesta por el supuesto fraude. Calderón hizo lo que habría hecho su adversario si éste hubiera ganado: ofrecer un gobierno de coalición. López Obrador hizo lo que sin duda no habría hecho el PAN: declararse en rebeldía. Al mismo tiempo, contradictoriamente, acudió a demandas judiciales para exigir un nuevo recuento de todos los votos y para acusar penalmente a los consejeros del IFE como delincuentes. Es decir, por un lado llamó a la transgresión ritual y pacífica de la ley, lo que desembocó en la ocupación del Zócalo y el bloqueo del paseo de la Reforma; y por otro lado introdujo recursos legales, principalmente en el Tribunal Electoral, para lograr un recuento o anular las elecciones.

El domingo 30 de julio, ante una tercera gran manifestación, denominada “asamblea” para simular un acto de democracia directa, López Obrador propuso en su discurso “que nos quedemos aquí, en asamblea permanente... hasta que se cuenten los votos”. A continuación sometió su propuesta a votación y la masa gritó que la aprobaba; al seguir con la simulación, pidió a quienes estuviesen de acuerdo que alzaran la mano (solicitó también que se manifestaran quienes estuviesen en desacuerdo o se abstuvieran: por supuesto, nadie levantó el brazo). Sintomáticamente, la gente que votó sí con las manos después votó no con los pies: terminados los discursos las masas se dispersaron y el largo corredor que va de la Alameda a Chapultepec lució desolado, con unos pocos activistas colocando raquíticas tiendas de campaña en el arroyo. ¿Adónde se fueron los millones de asistentes que habían aceptado quedarse? ¿Porqué no se quedaron las masas a celebrar una gran verbena popular callejera? ¿Porqué el pueblo no se volcó durante los días siguientes a participar en la anémica asamblea permanente que se extendía penosamente a lo largo de más de siete kilómetros, provocando más irritación que entusiasmo? Quizás la gente fue más sensata que su líder.

La explicación del fracaso radica en el hecho de que López Obrador es la cabeza, más que de un movimiento social, de un cacicazgo en la ciudad de México. Aunque la reacción de protesta tiene el apoyo en algunos movimientos sociales marginales, su fuerza proviene principalmente de la pirámide caciquil de mediaciones que ya describí. Los cacicazgos son fenómenos de naturaleza diferente a los movimientos sociales. No me interesa aquí una discusión teórica de conceptos, sino simplemente señalar la diferencia que existe entre procesos sociales fluidos (que impulsan la movilización de sectores sociales en defensa de sus intereses) y las estructuras más rígidas compuestas de canales de intercambio de apoyos y favores entre el poder y su base social. Los movimientos suelen exigir cambios en el sistema y los cacicazgos son componentes de un sistema. Unos son como ríos y otros como pirámides. Los primeros pueden estancarse y los segundos pueden derrumbarse.

López Obrador está intentando convertir un cacicazgo, forjado desde el gobierno de la ciudad de México, en un movimiento de resistencia civil de larga duración. No es fácil que lo logre, pero intentará hacerlo con el apoyo de grupos sociales de diferentes partes del país, aunque su dispersión y su debilidad hacen la tarea muy complicada. A corto plazo está construyendo un activo foco de deslegitimación de la transición democrática que, de manera agresiva, confronte al gobierno. Quiere prolongar su apropiación de los espacios públicos de la ciudad de México para copar las conmemoraciones oficiales del 15 de septiembre con una manifestación donde celebre el Grito de Independencia y, al día siguiente, en una convención “democrática”, acaso se le ocurra designar un gobierno alternativo a la sombra de su fundamentalismo purificador. ¿Podrá seguir controlando a las estructuras partidarias del PRD, que hasta ahora han sido marginadas? ¿Logrará mantener subordinado al jefe de gobierno de la ciudad de México? Tampoco sabemos durante cuánto tiempo López Obrador logrará someter a los diputados y senadores de su coalición a los dictados de su campaña contestataria y deslegitimadora, antes de que logren dedicarse a tareas políticas menos destructivas.
Los escombros
El Tribunal Electoral no encontró justificado el recuento de todos los votos, pero ordenó la revisión de cerca de doce mil urnas impugnadas por la Coalición por el Bien de Todos. Esto significó una muestra (nueve por ciento del total) tomada en lugares de mayor apoyo a Calderón. Si hubiera habido el fraude monstruoso que López Obrador denunció, en esta muestra se habrían hallado las huellas. Nada de esto ocurrió y se confirmaron las tendencias que el IFE había anunciado originalmente. El tremendo escándalo organizado por López Obrador no ha tenido razón de ser, y la izquierda se enfrentará tarde o temprano a la difícil tarea de reparar los destrozos ocasionados por su cacique populista. ¿Cuánto tiempo tardará en iniciar el retiro de los estorbosos escombros de la protesta y de la exhibición espectacular de sus errores? Parece evidente que López Obrador se opondrá obstinadamente a desalojar la pirámide de rencor desde la que se empeña en molestar a las instituciones democráticas. ¿Cuántas escenas de bochornoso resentimiento tendremos que soportar antes de que las corrientes más sensatas de la izquierda logren frenar a su cacique? Espero que, en la izquierda, intervengan sus líderes más democráticos, sus gobernadores más sensibles, sus aliados más inteligentes y sus intelectuales más críticos. Si no logran cambiar el curso de la confrontación, se enfrentarán al sólido muro de una coalición que representará a la inmensa mayoría de los ciudadanos, y la izquierda seguirá pataleando tercamente como un chivo en la cristalería de la democracia. ~

Las dos izquierdas actuales/Michel Wieviorka, profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Traducción: José María Puig de la Bellacasa
Tomado de La VANGUARDIA, 01/05/2006; http://www.lavanguardia.es/

¿Marcha la izquierda viento en popa en todo el mundo? En cualquier caso así es en Latinoamérica, con Hugo Chávez en Venezuela, Lula da Silva en Brasil, Michelle Bachelet en Chile, Evo Morales en Bolivia, Néstor Kirchner en Argentina, Tabaré Vázquez en Uruguay, Óscar Arias en Costa Rica, René Préval en Haití, Martín Torrijos en Panamá y otros acaso mañana en México, Perú, Ecuador o Nicaragua. En Europa, tras su victoria en España (2004) -aunque también la derrota de la socialdemocracia en Alemania (2005)-, acaba de ganar las elecciones (por margen muy ajustado, desde luego) en Italia, y hace muy pocos días ha repetido victoria en Hungría. Y en Francia, el retroceso del Gobierno, forzado a anular la ley de contrato de primer empleo (CPE), acaba de revigorizarla: en apenas un año podría subir de nuevo a la palestra.

Ahora bien, la pregunta puede plantearse en estos términos: ¿qué es hoy la izquierda?, ¿cuál es la idea actual de la izquierda? La izquierda se ha articulado durante mucho tiempo en torno a dos polos principales, a menudo opuestos y contrarios, aunque susceptibles de trenzar alianzas. El primero de ellos, socialista y reformista, consideraba posible y deseable acceder al poder por vías democráticas, introduciendo cambios pactados, reformas y, en suma, los diversos ingredientes del Estado providencia. El segundo, comunista y revolucionario, se proponía igualmente alcanzar el poder, pero a través de la ruptura -en ocasiones violenta- con vistas a imponer el cambio a una sociedad sumisa o lo suficientemente sometida como para abrirle las puertas. Ambas apelan al movimiento obrero, cuyas exigencias sociales y aspiraciones a orientar la vida colectiva pretendían canalizar. Ambas se autodefinían preferentemente en el marco de un Estado, una nación o un Estado nación y si, llegado el caso, se planteaba el debate sobre la paz o la guerra, la colonización o la independencia, se definían ante todo por su voluntad y capacidad para transformar la sociedad desde dentro.


Ya no nos hallamos en este punto. No se trata tampoco de que sea menester hacerse a la idea de una fragmentación de la idea de la izquierda, pulverizada en variantes sin cuento (comunistas y socialistas, desde luego, pero también izquierdistas, ecologistas: de hecho, la diversidad siempre ha estado presente de forma notable en el seno de la izquierda), sino de que dos nuevos polos han venido a reemplazar en gran parte a los anteriores, que no obstante no han desaparecido totalmente.

Cabe calificar el primero de estos dos nuevos polos como social-liberal. Habla sobre todo de modernización, de apertura al mundo y a la economía de mercado, una economía tan global como sea posible y con las máximas dosis correspondientes de ortodoxia presupuestaria. Se halla siempre dispuesto a acoger inversiones extranjeras, así como reformas destinadas a desembarazar a la sociedad del inmovilismo o de las trabas que representaría la existencia de un Estado excesivamente presente u omnipresente, desfasado respecto de las actuales corrientes económicas. Posee unas miras culturales tan abiertas al cambio y la innovación -tal vez incluso más- como a la reproducción o salvaguarda de lo existente.

En cuanto al segundo polo, podría calificarse de social-social. Habla, sobre todo, de protección, de solidaridad, de resistencia ante las fuerzas devastadoras de la economía mundial. Le interesa preservar la capacidad del Estado a la hora de hacer frente a los desafíos procedentes del exterior, factor que suele conferirle aspectos soberanistas, incluso nacionalistas, perceptibles sobre todo en Latinoamérica.

Ninguno de ambos polos, a diferencia de la época triunfante del movimiento obrero, representa un grupo social delimitado con nitidez, aunque ciertos dirigentes importantes proceden efectivamente del sindicalismo obrero (caso de Lula) o campesino (Morales, líder de los cocaleros bolivianos). En todo caso cabe advertir que el polo social-social se apoya en los asalariados de los sectores más protegidos, grandes empresas, función pública o similar, sector docente. Y cada uno de los dos polos se ve conminado en lo sucesivo y en la práctica a tomar partido con relación a exigencias ya no exclusiva ni principalmente sociales, sino también culturales y religiosas.

Por otra parte, si ambos polos se han definido tradicionalmente según su voluntad o aspiración a alcanzar el poder del Estado, uno y otro se definen en lo sucesivo según los desafíos externos representados por la globalización económica. El panorama actual ya no se caracteriza por la existencia de problemas internos y problemas externos, por el marco del Estado nación y el de las relaciones internacionales, sino que presenciamos un encabalgamiento de problemas internos y externos que puede comprobarse a diario, ya se trate de cuestiones sociales como la del empleo o de seguridad interna y externa como la del terrorismo.

Sucede, no obstante, que la polarización de épocas anteriores no ha perdido todo el sentido de que se hallaba investida. Así puede apreciarse, por ejemplo, en Escandinavia, donde el sindicalismo sigue encarnando una pujante fuerza social; el antiguo polo social y reformista conserva en este caso una auténtica capacidad de acción y de maniobra bajo la forma de una socialdemocracia capaz de modernizarse y de cuajar en un molde de tipo social-liberal. En otras partes, allí donde el movimiento obrero deja de constituir la base social de la acción política o incluso se retracta en sus posiciones para convertirse en corporativismo o neocorporativismo -sin objetivo ni intención universal-, lo cierto es que está aún por descubrir la socialdemocracia.

En algunos casos, uno de los dos nuevos polos se impone claramente al otro. Hugo Chávez, por ejemplo, es una figura tal vez más populista y demagógica que convincente de una izquierda social-social y nacionalista; Tony Blair encarna, por el contrario, una izquierda notablemente social-liberal, y probablemente más liberal que social. Sin embargo, en muchos otros casos la alianza de ambas lógicas constituye la apuesta política del acceso al poder o la continuidad en él. Tal es el caso de Italia, donde Romano Prodi, en tanto logre construir el gran partido de sus sueños -demócrata y reformador, del que El Olivo no es más que un esbozo-, deberá apoyarse en buena medida en la izquierda de la izquierda y, en especial, en Refundación Comunista. Lo propio puede decirse de Francia, aun teniendo en cuenta que el polo social-social se ve reforzado desde mediados del decenio de los noventa al hilo de una historia política en cuyo seno sus actitudes de rechazo o repulsa de las dinámicas de apertura de tipo social-liberal se han consolidado ininterrumpidamente: contra la reforma Juppé de la Seguridad Social (1995), contra el tratado constitucional europeo (2005) o contra el CPE de Dominique de Villepin (2006).

En estas cuestiones en que para ambas izquierdas se trata de alcanzar un acuerdo sobre el fondo de las cuestiones, la ecuación teórica es nítida: la izquierda integrada debe propiciar que pueda articularse efectivamente la solidaridad y en consecuencia la protección social, la lucha contra la precariedad y la exclusión con la eficacia económica y por tanto la apertura al mundo. Ha de asumir, además, no sólo las exigencias sociales de un grupo central, la clase obrera de ayer, de la que Marx pensaba que liberaría a toda la humanidad rompiendo sus propias cadenas, sino también las expectativas culturales mucho más difusas, individuales y colectivas que brotan de una sociedad donde cada cual -de forma creciente- desearía ser sujeto personal de su propia existencia.

López Obrador destruye a la izquierda mexicana, por Joaquim Ibarz corresponsal en México de La Vanguardia, 19/08/2006; http://www.lavanguardia.es/

En una huída hacia delante, Andrés Manuel López Obrador se ha autoproclamado "presidente legítimo" por medio de una Convención Nacional tan democrática como la que organizó en las selvas de Chiapas, con el mismo nombre, el subcomandante Marcos. No parece importarle que ya se le califique de presidente de opereta, ridículo, payaso, bufón...


En las páginas del diario 'Excelsior', Jorge Fernández Menéndez califica a López Obrador de "Mussolini tropicalizado". Y explica: "Hay diferentes maneras de hacer el ridículo, pero la de López Obrador en el Zócalo capitalino rebasa, con mucho, a la de varios de sus numerosos antecesores en la vida política nacional".


López Obrador pretende arrastrar al Partido de la Revolución Democrática (PRD) al borde de la ilegalidad. De hecho, ya lo ha hecho entrar en franca contradicción con la institucionalidad como partido y con la estructura de poder que obtiene del proceso electoral que cuestiona, del que emanan diputados, senadores, gobernadores y espacios de influencia. Así como los suculentos sueldos y dietas que cobran todos los políticos mexicanos. López Obrador se arrincona a sí mismo al no dejar espacios para una salida democrática; aunque sigue la vía insurreccional no cuenta con la fuerza para derrocar al gobierno. Ahora apuesta al todo o nada: o me hacen presidente de la República o al diablo con sus instituciones. El envite le puede fallar. Dentro del PRD hay quienes han contribuido a la construcción del partido que aglutinó a la izquierda mexicana. Pero pareciera que han perdido toda capacidad de iniciativa frente a la presencia dominante del cacique llegado de Tabasco. Algunos dirigentes admiten que la proclamación de López Obrador como "presidente legítimo" provoca que quede aislado y que su gobierno virtual tenga nula relevancia, ante su falta de recursos y capacidad legal. Varios analistas que apoyan a López Obrador han comentado a 'La Vanguardia' que el "gobierno paralelo tiene más carácter simbólico que poder real".

Hasta ahora, a López Obrador le han salido bien las apuestas al todo o nada. Así se lanzó a la fama nacional después de los bloqueos de pozos petroleros en Tabasco. Así consiguió que el presidente Ernesto Zedillo diera vía libre a su candidatura a la alcaldía de Ciudad de México, pese a que no llevaba residiendo en la capital el tiempo que marcaba la ley, también logró que la fiscalía general no procediera contra él por el delito de desacato que cometió. Sin embargo, es una quimera pretender derrocar a un presidente en un país con las instituciones de México, un delirio en el que solo puede creer un "iluminado". La apuesta de López Obrador por la vía insurreccional contra las instituciones en vez de darle la presidencia de México, que ambiciona de manera enfermiza provoca, el desprestigio del PRD y, tal como señaló Cuauhtémoc Cárdenas en 'La Vanguardia', de "todas las fuerzas progresistas". López Obrador está expuesto a grandes riesgos. El primero, que la gente se canse de respaldarlo en las calles, lo que ya le forzó a levantar el bloqueo que mantenía en el centro de la capital. El segundo, que los dirigentes del PRD con cargos en alcaldías, Congreso y gobernaciones lo abandonen por razones prácticas. El tercero, que cometa nuevos errores estratégicos que agoten la escasa credibilidad que le queda.

Cuauhtémoc Cárdenas, fundador del Partido de la Revolución Democrática, advierte del peligro de que López Obrador hunda a la izquierda mexicana, precisamente en el momento en que, dentro de las instituciones, acaba de dar el gran salto adelante.

En el 2006 la izquierda mexicana obtuvo su mayor triunfo histórico. Senadores, diputados federales y casi 15 millones de votos para la presidencia. La izquierda ha sido la corriente política de crecimiento más rápido en México durante los últimos años. Ya es la segunda fuerza en la Cámara de Diputados y gobierna seis estados, entre ellos la capital del país. Pero la mala digestión del triunfo condujo a quemar la cosecha. En pocas semanas, el radicalismo y los desvaríos personales de López Obrador lograron sustituir la incipiente imagen de una izquierda racional que llevó años construir, por la de barbarie.

El analista Federico Reyes Heroles destaca que desde finales de los años setenta la apuesta de muchos mexicanos ha sido lograr una izquierda democrática, liberal y moderna. Sin embargo, en ese barco navegan huestes con muy distinto troquel. Desde las mentes abiertas, articuladas y auténticamente críticas, hasta los más radicales y arribistas que en su andanada están dispuestos a atropellar lo que sea: leyes, instituciones, derechos de terceros, a su propio partido. Así nació el PRD a la vida constitucional, pero podía cambiar. Cárdenas, como símbolo de una lucha que triunfó, marcó el camino.

Pero también desde hace tres décadas, en paralelo a los justos reclamos democráticos, a las exigencias valederas de apertura y justicia, algunos hechos nos hablaban de otra izquierda -quizá no tan izquierda- que coqueteaba con la idea de ruptura total, de subversión de las instituciones, de provocación como arma de lucha. "¿Qué hacer frente al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), hasta dónde acompañar a un movimiento cuyas razones justicieras nadie ponía en duda, sí en cambio las armas de su lucha: el liderazgo mesiánico, la manipulación descarada y por supuesto, la violencia?", se pregunta Reyes Heroles. La causa indígena se impuso y sin embargo, la ambición de Marcos, el dogmatismo y la miopía castraron el movimiento. Doce años después, el subcomandante está convertido en un "'clown' indigenista", que ha pasado al olvido y del que reniegan incluso los que hace unos años le rendían pleitesía con oro, incienso y mirra. Otros episodios dolorosos surgieron por las luchas estudiantiles, en la Universidad Nacional Autónoma (UNAM) principalmente. De nuevo las causas podían ser atendibles, pero la violencia como método de una minoría se impuso durante más de un año a la gran mayoría. Gracias a esa "izquierda" la UNAM se tambaleó hace siete años, gracias a esa "izquierda" decenas de miles de estudiantes resultaron lesionados en sus trayectorias académicas, en sus vidas.

Esas dos izquierdas no pueden convivir sin caer en las enormes contradicciones que enfrentan. La izquierda democrática, la que acepta las libertades políticas como parte del código de reivindicaciones propio, la que ha asumido la escuela de la izquierda liberal, no puede callar por conveniencia, por comodidad. Entre los intelectuales más representativos de esta izquierda democrática, crítica contra los populismos y los abusos del poder, contra el clientelismo y el corporativismo, destaca el investigador emérito Roger Bartra.

"Algo de corrupción en los principios merodea con el silencio cómplice. O se está de un lado o se está del otro. No se puede coquetear con las arbitrariedades, la ilegalidad, el atropello de los derechos ciudadanos dependiendo de la lucha. Hoy sí se vale, mañana no. Un mínimo de rigor intelectual, un mínimo de respeto a los compromisos básicos de la democracia son exigibles siempre", señala Reyes Heroles. Ahora López Obrador enarbola la bandera de cambiar todas las instituciones y refundar la República, incluso las propias leyes e instituciones generadas en parte por el PRD.

López Obrador se encuentra frente a la disyuntiva de consolidar su presencia como una fuerza política moderna, con una agenda clara y con una influencia determinante en la vida nacional, o echar por tierra el esfuerzo de muchos años.

Antes de la reforma electoral de 1978, los partidos de la izquierda mexicana se encontraban fuera del sistema electoral. No sólo por falta de canales institucionales de participación, sino por las estrategias políticas de diversos grupos de la izquierda, que mantenían que la vía electoral sólo era una de las formas de llegar al poder.

La tradición política de la izquierda marxista decía que al final de cuentas era inevitable una lucha de clases violenta para asaltar el poder. Específicamente, los grupos leninistas consideraban que sería precisamente un partido minoritario -la vanguardia del proletariado- quien tomaría los aparatos del Estado por medio de la violencia.

Ese lenguaje, que tras el derrumbe del muro, la quiebra de los países del bloque soviético y los cambios en China ya parece de la prehistoria, se resucitó en el bloqueo de las avenidas principales de la capital mexicana, en las que se podían ver retratos de Stalin y de otros "apóstoles de la democracia". De seguir la vía marcada por López Obrador, la izquierda mexicana corre el riesgo de retroceder tres décadas.

La formación de un partido de izquierda con un peso electoral significativo se consolidó tras la campaña de Cuauhtémoc Cárdenas en 1988. Sin embargo, el PRD, fundado en 1989, no logró despegar y en las siguientes consultas quedó con menos del 20 por ciento del electorado nacional. La quiebra del monopolio del PRI y el surgimiento de un cacique carismático, Andrés Manuel López Obrador, volvió a colocar a la izquierda como una fuerza altamente competitiva.

López Obrador supo engañar con habilidad a los ciudadanos del Distrito Federal. Se presentó como defensor de los pobres pero una de sus primeras medidas fue paralizar la construcción de nuevas líneas de metro, que son las que más benefician a la ciudad y a la población de escasos recursos. Por el contrario, construyó un polémico "segundo piso" que aparte de alterar el castigado paisaje urbano, hipotéticamente sólo benefició a los que tienen coche, no a los que viajan en peseros (microbuses). Se decía amigo de los pobres y autorizó la circulación de unos 35.000 taxis ilegales, a los que la policía no podía pedir mordidas (sí lo hacen, y mucho, con los taxistas legales que pagan impuestos). A cambio de esa protección, los taxistas piratas son extorsionados por las autoridades municipales y sirven como fuerza de choque tanto para bloquear la ciudad como para asaltar el Congreso. López Obrador fue un falso alcalde de izquierdas, que no se preocupó de aceras, semáforos, pasos de cebra, baches, policías corruptos... Se desinteresó del ciudadano de a pie. El iba a lo suyo. A crear una falsa imagen de gestos eficiente. Si a ello añadidos populismo a manos llenas, con dádivas y regalos, construyó una candidatura virtualmente sin rival. Llegó al comienzo de la campaña presidencial con una ventaja en las encuestas que parecía imbatible. Más allá de la campaña negativa en su contra que emprendió el gubernamental Partido de Acción Nacional (PAN), el torpe comportamiento de López Obrador erosionó las simpatías que había conseguido desde la alcaldía de la capital y generó temor entre potenciales electores que al final de cuentas decidieron no votar por él.

Si alguna vez se hiciera una evaluación honesta de la campaña de López Obrador, quienes estuvieron en el "cuarto de guerra" de su equipo tendrían que ser autocríticos y admitir que pasó de ser indestructible a autodestructible. El problema es que con la dinámica que creó entre sus seguidores pareciera gestar un arcaico modo de participación política, basado en el populismo, las dádivas y el viejo corporativismo clientelista. Según el historiador Enrique Krauze, López Obrador intenta llegar al poder utilizando una retórica democrática pero desvirtuando la esencia misma de la democracia: la efectividad del sufragio, el mandato de las urnas, el respeto a las libertades, las leyes y las instituciones, la cultura de la tolerancia. "En pleno frenesí -afirma Krauze-, ha hecho creer a sus simpatizantes que la "verdadera democracia" está en peligro y hay que defenderla con lo que él llama "resistencia civil pacífica", que en realidad constituye ya una "revolución blanda" en proceso de endurecerse".

Por su parte, la analista Isabel Turrent destaca que López Obrador ha inventado su propio neoespañol. López Obrador distorsiona la verdad de manera sistemática, hace caso omiso de la ley, acusa a sus oponentes de lo que él hace o planea hacer y cuando le conviene insulta y descalifica. Llegó a afirmar que "la derecha tiene mucho dinero y compró a los interventores de nuestro partido en los colegios electores". Una declaración bochornosa que enlodaba a los propios militantes, que los sumisos dirigentes del PRD acataron sin una matización. En este nuevo idioma los fraudes existen sin pruebas y pueden mudar de casaca: pasar de ser cibernéticos, a ser a "la antigüita", y de regreso. Los insultos, agresiones y pancartas que salpican su movimiento e incitan a la violencia, son "medios pacíficos", y puede autoproclamarse presidente a pesar del voto de la mayoría y de lo que dicten las instituciones electorales. El problema, para empezar, está en la contradicción en los términos del neoespañol de López. "Resistencia", el movimiento convocado por el PRD no tiene qué resistir y no es pacífico -las "sonrisas se pueden volver puños", declaró Manuel Camacho Solís-. No es pacífico cuando en forma agresiva ha buscado la confrontación para que el Gobierno tuviera que reprimir y poder presentarse después como víctima. Dentro del PRD hay quienes han contribuido a la construcción de la izquierda moderna en México. Pero han perdido toda capacidad de iniciativa frente a la presencia dominante del cacique populista. Si la sociedad percibe que la izquierda, a quien le dio la segunda posición en el Congreso, es dominada por organizaciones radicales, que actúan fuera de los canales institucionales que se crearon a través de muchos años, es probable que de nuevo se desplome. Si ese fuera el caso, López Obrador sería, paradójicamente, responsable de su despegue y posterior derrumbe.