6 mar 2010

Hernández

El tiempo amarillo/LUIS GARCÍA MONTERO
El País, 7/03/2010;
En Llamo a los poetas, su mejor poema escrito en tiempos de guerra, Miguel Hernández se confiesa un ser solitario, necesitado de cariño. Su poesía nunca había apostado de manera profunda por el surrealismo, pero se siente amigo de Vicente Aleixandre y Pablo Neruda, los autores de La destrucción o el amor y de Residencia en la tierra. Y es que los dos habían sido amables con él. Otros escritores, sin duda debido al carácter impertinente, acuciante y presuntuoso del joven muchacho de Orihuela, previamente relacionado con la derecha católica, prefirieron mantenerse lejos. Miguel Hernández dedica a Aleixandre y a Neruda sus dos libros de guerra, Viento del pueblo y El hombre acecha, pero pide amistad a todos los poetas, primero llamándoles por sus apellidos, y después, por sus nombres.
El año más feliz de la vida de Miguel Hernández fue 1937. Se puede afirmar con toda seguridad, aunque se trata de una afirmación grave, ya que hablamos de un tiempo de muerte y cañones. Pero en 1937 se casó, tuvo un hijo y, sobre todo, fue aplaudido como poeta, el poeta de la guerra, el poeta proletario, el poeta reconocido por la oficialidad, el pastor poeta que con “los cojones del alma” acude a la primera línea de fuego y después vuelve a descansar a su casa para convertir el vientre de su esposa en una “sementera” y cantar cuando “sus piernas implacables al parto van derechas”.
No tuvo suerte literaria Miguel Hernández. La mitología lo convirtió en el poeta de la Guerra Civil, y sus poemas de guerra están limitados por unas circunstancias difíciles. Todos los autores que escriben movidos por la urgencia, la solidaridad y las consignas suelen firmar poemas de poca calidad literaria, ejercicios retóricos, soflamas. Más que atender a los malos poemas generalizados, conviene buscar las rarezas de lo bueno. Rafael Alberti consiguió escribir unos cuantos poemas de primera calidad, casi siempre con temas de retaguardia, que son verdaderas flores de invierno.
Cuando la mitología convirtió a Miguel Hernández en el poeta de la guerra consiguió que su nombre se hiciera popular, que llegase a algunos aficionados, pero… Para qué vamos a engañarnos, su presencia ha sido muy débil entre las últimas generaciones de poetas españoles.
Por eso conviene defender la altísima calidad y la originalidad de sus dos obras maestras: El rayo que no cesa y Cancionero y romancero de ausencias. Miguel Hernández escribió mejor en la culpa y la necesidad que en el himno y la certeza. El desvalimiento sexual y la miseria afectiva consolidan la maestría formal de su carnívoro cuchillo y de su rayo amoroso. Y la culpa que siente por su comportamiento con Ramón Sijé le permite escribir una elegía de dolor desmesurado, pero íntimo. Después de militar con Sijé en el nacionalcatolicismo y de escribir poemas y obras de teatro pidiendo que los campesinos obedezcan a Dios y a los caciques, Hernández descubre que el mundo intelectual madrileño mira hacia otra dirección y cambia de opinión y de ambiciones. Al morir Sijé se siente un traidor y escribe un poema que conmueve. Pocas veces las exageraciones retóricas alcanzan una cota de sinceridad íntima.
Ocurrió lo mismo con el Cancionero y romancero de ausencias. En la cárcel no sólo se duele de la derrota, sino de la realidad de las guerras, las “tristes guerras”. Leal y militante, se revuelve contra los dogmas y la violencia. En un cuaderno escolar va copiando breves poemas escritos con dificultad, maravillosos poemas que suponen una renovación originalísima del neopopularismo que tanto habían utilizado Juan Ramón Jiménez y los poetas de la Generación del 27. Llena de nueva vida la canción. Este libro es una cima de la poesía, de la ética y de la militancia, una lección de actualidad.
Miguel Hernández escribió: “Algún día / se pondrá el tiempo amarillo / sobre mi fotografía”. Más allá del mito, creo que El rayo que no cesa y el Cancionero impedirán que el tiempo se ponga amarillo sobre la fotografía poética de Miguel Hernández. Baste el ejemplo de uno de los mejores libros de mi generación, Paseo de los tristes, de Javier Egea. En los años ochenta, Javier hermanó el Cancionero de Miguel Hernández con Las cenizas de Gramsci, de Pasolini, para intentar comprender lo que estaba pasando en España, lo que nos estaba pasando a nosotros.

Miguel Hernández

Más allá del mito/EUTIMIO MARTÍN
El País, 7/03/2010;
Emprender una biografia no es tarea fácil. El autor francés Pierre Assouline decía que el biógrafo es una mezcla de policía, soplón y barrendero. Esta fórmula es sin duda más llamativa que la subyacente, menos ingeniosa, pero de mayor propiedad: un biógrafo ha de reunir la triple condición de investigador, informador y archivista de documentos, orales y escritos.
El trabajo del biógrafo adquiere consistencia cuando acierta a describir el sentido de una vida. Esto es: si logra conseguir la unidad en la diversidad. Tratándose de Miguel Hernández, parece obvio que todo biógrafo ha de contestar a esta ineludible pregunta: ¿cómo el hijo de un cabrero analfabeto (el padre de Miguel Hernández es incapaz de firmar el certificado de matrimonio), sin haber podido ni siquiera terminar primero de bachillerato, llega a ser un poeta clásico de la literatura española del siglo XX? Y la respuesta se impone: precisamente porque no le dejaron terminar primero de bachillerato, el adolescente Miguel Hernández se insurge contra la imposición paterna (“de padre cabrero, hijos cabreros”) y, consciente de su valía intelectual, rubricada por la cosecha de dignidades en el colegio Santo Domingo, decide ejercer el oficio de poeta. En este irreversible propósito se reafirma cada vez que ha de pasar de largo con sus cabras, por delante de la puerta del colegio, abriéndose camino entre sus ex condiscípulos. Para más inri, las cabras se paran a frotarse el lomo contra el saledizo de la fachada.
El biógrafo va a vivir una vida ajena sobre la que tendrá que evitar la proyección de la suya propia. La impronta autobiográfica del biógrafo de Miguel Hernández es con frecuencia visible en el cariz político que imprime a su texto. Extrema derecha y extrema izquierda han marcado al poeta oriolano con su impronta. Por el lado comunista se destaca el “retrato lírico-vital” del paraguayo Elvio Romero. En Miguel Hernández. Destino y poesía (1958) implanta de manera imperecedera en la hagiografía hernandiana, la estrambótica escena final de un Hernández agonizante, arrastrándose “en medio de la soledad y el silencio” de la enfermería para escribir en la pared: “Adiós, hermanos, camaradas, amigos / despedidme del sol y de los trigos”. Y, como se le hace muy cuesta arriba para enriquecer la ejemplaridad comunista que Hernández no se alistara en las filas republicanas hasta septiembre de 1936, le inscribe en el Quinto Regimiento ya en el verano del 36, antes de irse el poeta a Orihuela.
En cuanto a la recuperación franquista del autor de Viento del pueblo sobresale la primera biografía publicada en España: Miguel Hernández, poeta (1958), obra del jefe de la sección de producción dramática de Radio Nacional de España Juan Guerrero Zamora, según el cual el poeta no fue franquista por ignorancia, ya que no vio “en los ideales de Franco esos mismos ideales de amor, de respeto, en suma: de justicia social que él tenía”. No podía ser por menos, puesto que Hernández “es un hombre radicalmente religioso y –por español– radicalmente cristiano”. En cuanto a su condena a muerte, remacha el clavo: “Fue por exacta justicia por lo que se penó su actuación como se penó”. Seria injusto no votar por la inclusión de Juan Guerrero Zamora en el Guinness de la indecencia intelectual.
De donde se deduce que el trabajo del biógrafo se complica con una ineludible tarea previa de descombro para alcanzar un mínimo de veracidad histórica. Se impone liberar al personaje de los prejuicios y tópicos que coartan, amputan o desfiguran su auténtica dimensión humana. Hay que evitar a toda costa la solución de la facilidad y librar combate contra los prejuicios facilitados a veces por el propio protagonista.
En nuestro caso, esta labor es ímproba. Ha sido el propio Miguel Hernández quien más ha contribuido a levantar el lastimero mito de la pobreza familiar. La identidad equívoca de “pastor de cabras” le sirve de tarjeta de visita debidamente confirmada por un atuendo que más corresponde a un look propagandístico que a una vestimenta consecuente. Lorca no le perdonará que le eclipse en las selectas reuniones del diplomático chileno Carlos Morla Lynch. Hasta la Guerra Civil española no deshará el equívoco: “Sí, soy pastor de cabras, pero de las cabras de mi padre”.
El hecho fue que no sufrió tanto penuria económica como miseria afectiva. Pasemos por alto el cruel desapego de un padre que no asistió a su entierro y que se limitó, como oración fúnebre, a un: “Él se lo ha buscado”. En cuanto pareja, Miguel y Josefina no reeditaron el idilio de Romeo y Julieta. Hernández era un hombre apasionado, con una carga de sensibilidad afectiva y erótica muy intensa. Su novia, víctima de una educación religiosa en extremo constrictiva, y de temperamento muy apocado, no podía corresponderle. Durante la guerra, apenas casados, se metió en casa tras el fallecimiento de su madre y ya no salió de ella. En la época carcelaria no fue a verlo mas que en Orihuela y Alicante. Y en su correspondencia no le ahorró preocupaciones y quejas, incluso de orden doméstico, hasta el punto de tener que recordarle el poeta que quien estaba en la cárcel era él. Es evidente que el asesinato del padre y el calvario del marido no le facilitaban la existencia. Posiblemente no resistió a una depresión crónica ocasionada por tan cruel adversidad. Pero Miguel encajaba difícilmente el hecho de que, a diferencia de sus compañeros de prisión, él no recibiera nunca, fuera de su tierra, la visita de su esposa. Es posible que no tardara Miguel en desengañarse respecto a su compañera. Apenas formalizado el noviazgo, rompió con Josefina cuando se le abrió la perspectiva de otra relación amorosa, y volvió con ella cuando no le quedó más remedio que dar satisfacción a su irreprimible deseo de paternidad.
Quizá el obstáculo mayor que ha de vencer todo biógrafo de Miguel Hernández que se respete sea el que han fabricado las fuerzas vivas intelectuales de Orihuela. No en balde, es la única municipalidad española que ha levantado un monumento al caudillo Francisco Franco tras su fallecimiento. Estos inconsolables huérfanos del dictador no pueden admitir que alguien, que ellos bien conocen, de tan baja extracción social y comunista por añadidura, haya podido escalar por sus propios medios un puesto tan destacado en la lírica española. De aquí la importancia decisiva absurdamente concedida a Ramón Sijé y al sacerdote Luis Almarcha, de quienes consideran hechura la fama de su paisano.
Ramón Sijé no merecía el grotesco trato laudatorio que le han infligido sus hagiógrafos consagrándole como mentor literario de Miguel Hernández para restarle relieve al autor de Viento del pueblo. Ofició eficazmente de padrino para que Perito en lunas tuviera acceso a la imprenta. Era lo que Hernández necesitaba, y le venían anchos los gurús literarios que han pretendido ser Sijé y Almarcha. El primero pensaba servirse del poeta como instrumento lírico para conseguir implantar una política de absurda teocracia. Pero le salió el tiro por la culata porque fue finalmente el amigo “con quien tanto quería” quien se aprovechó de él y lo dejó tirado cuando ya no le era de ninguna utilidad. El contacto con José Bergamín le separó de Ramón Sijé. Y la amistad con Pablo Neruda le alejó definitivamente. Los dos, Sijé y Hernández, hicieron lo imposible por lograr un desclasamiento social acorde con sus innegables dotes intelectuales. A Sijé le aterrorizaba la proletarización que acechaba a su familia, dada la ruina inminente del negocio familiar. A Hernández le repateaban las cabras. Pero Ramón Sijé murió agotado en el empeño, no sin antes haber embarcado a nuestro poeta en un catolicismo fascistoide en el que daba sopas con honda a José María Pemán. Miguel, en justo pago a la ayuda recibida, sacó a su amigo del anonimato elevándole al podio de una elegía antológica.
Respecto al canónigo Luis Almarcha nos parece desacertado convertirle en el chivo expiatorio del asesinato a fuego lento del poeta. No cabe la menor duda de que fue responsable tan importante personaje, aunque no fuera más que por omisión, del prolongado suplicio. Responsable, pero no culpable. Sobre la Iglesia católica en cuanto institución, a cuyo servicio oficiaba con ejemplar dedicación el vicario del obispado de Orihuela, ha de recaer stricto sensu la culpabilidad de la pasión y muerte de Miguel Hernández. Si la Iglesia, a través de su emblemático funcionario Luis Almarcha, consideró que Miguel Hernández había traicionado la confianza y ayuda que se le había dispensado, el agazapado, pero activo, tribunal del Santo Oficio no podía por menos de apoyar la sentencia de condena a muerte que en su lugar dictó y terminó por ejecutar el brazo secular.

Miguel Hernández

Nacido para el luto/ANTONIO MUÑOZ MOLINA
El País, 7/03/2010;
A Miguel Hernández todo le pasó en un tiempo muy breve, pero su vida es una larga cadena de esperas. Habría que sustraer, de los pocos años que vivió, todas las horas, los días, los meses que se pasó esperando algo, desesperando de que no llegara, enviando peticiones de ayuda a personas siempre mejor situadas que él que no tenían el tiempo o las ganas de contestar a sus demandas. Otros disfrutaban el resguardo de una posición social o de un privilegio literario o político: Miguel Hernández se supo siempre a la intemperie, en la paz y en la guerra, en la literatura y en la vida, en la cárcel y en la cercanía de la muerte. Esperó tanto, hasta el final, que los últimos días de su vida los pasó esperando a que lo trasladaran a un sanatorio antituberculoso, que le trajeran a su hijo para poder verlo por última vez.
Escribía cartas y aguardaba respuestas con expectación angustiada: cartas a su novia, Josefina Manresa; cartas a los amigos, a los que pedía favores apremiantes, dinero prestado, influencias; cartas a los poetas célebres, a los que asediaba con una mezcla de orgullo insensato y tosco servilismo; cartas desde la cárcel, en los últimos años de su vida, solicitando avales políticos, gestos de clemencia, noticias sobre el hijo demasiado pequeño y demasiado frágil que tal vez acabaría teniendo el mismo destino del hijo anterior, muerto a los 10 meses, amortajado con los ojos abiertos, con el mismo gesto atónito que se le quedó a él mismo cuando velaban su cadáver: unos ojos muy grandes, desorbitados por la enfermedad de la tiroides, sobre cuyo color exacto no hay acuerdo entre los testimonios de quienes lo conocieron. Qué podemos saber de verdad sobre la vida de alguien que murió no hace tanto, en 1942, si los testigos ni siquiera concuerdan en el color de sus ojos: Miguel Hernández los tenía verdes y muy claros, o muy azules, resaltando más en su cara morena; o los tenía pardos, según dice uno de sus biógrafos, Eutimio Martín, aportando la prueba de su ficha militar y la de su filiación de prisionero.
Lo que atestiguan sin duda las fotografías es el tamaño y la expresión de los ojos, la atención fija en todo, la mirada de una desarmada franqueza que es todavía más visible en el dibujo que le hizo Antonio Buero Vallejo en la cárcel. Fue ese dibujo el que convirtió a Miguel Hernández no en un hombre real, sino en un icono reverenciado de algo, de muchas cosas, demasiadas, cuando lo veíamos reproducido en los pósters del antifranquismo, en nuestras galerías de retratos de la resistencia, junto a Lorca, junto a Antonio Machado, tal vez también junto a Salvador Allende, Che Guevara, Dolores Ibárruri. En ciertos bares, en ciertos pisos de estudiantes, la cara y la mirada de Miguel Hernández formaban parte de un paisaje visual que también incluía las reproducciones del Guernica. Era difícil pensar entonces que aquel retrato hubiera sido el de un hombre real, no un santo laico ni un mártir ni un símbolo, un hombre, además, que si hubiera vivido no sería entonces muy viejo, porque había nacido ya bien entrado el siglo, en 1910.
Estremece siempre hacer las cuentas de su edad: con 22 años hizo su primer viaje a Madrid y publicó su primer libro de poemas; no había cumplido 26 cuando logró por primera vez la maestría indudable de El rayo que no cesa; tres años después, la guerra ya perdida, entró por segunda vez en la cárcel y no volvió a salir de ella. Pero la rapidez de todo se vuelve más asombrosa cuando contrastamos la altura de sus logros mejores con su punto de partida. Hacia 1937, Miguel Hernández empezó a escribir poemas con una voz y un despojo que no se parecen a nada en la literatura española, y muy poco antes había alcanzado ya un dominio de lenguaje y de las formas poéticas en el que estaba comprimida por igual la disciplina de la tradición clásica y la libertad del surrealismo: pero sólo unos años atrás, a finales de los veinte, su horizonte poético era todavía el de la retórica averiada de los juegos florales, cuando no el todavía más horrendo de la poesía entre sentimental y rústica en dialecto comarcal, muy imitada, de Gabriel y Galán. El mismo hombre que publica en 1937 la Canción del esposo soldado había presentado en 1931 un Canto a Valencia a un concurso oficial en dicha provincia, en el que, bajo el lema Luz�Pájaros�Sol, se sucede una catarata de versos que incluye el siguiente pareado: Con emoción agarro?/ el musical guitarro.
Tenía desde que encontró su vocación, en la primera adolescencia, la desvergonzada capacidad de mimetismo de los grandes autodidactas, el amor agraviado por el saber de quien fue apartado demasiado pronto de la escuela. Una leyenda que él mismo se ocupó de alimentar ha exagerado la pobreza de sus orígenes, y contribuido fatalmente al malentendido paternalista y populista que hace de él un talento rústico, una especie de diamante en bruto. Es verdad que Miguel Hernández dejó la escuela a los 14 años y se puso a cuidar cabras, pero las cabras pertenecían a los rebaños de su padre, que era un hombre de cierta posición. Más que la pobreza, lo que debió de herirlo cuando tuvo que abandonar la escuela fue la vejación de verse a sí mismo pastoreando cabras mientras otros con menos inteligencia natural que él continuaban en las aulas; también la sinrazón de una brutal autoridad paterna que no por ser propia de la época era menos hiriente para su espíritu innato de rebeldía y de justicia. El padre despótico veía la luz encendida a altas horas de la noche en el cuarto del niño lector y lo castigaba a correazos y a patadas (20 años después su hijo estaba muriéndose de neumonía y tuberculosis en la prisión de Alicante y no se molestó en visitarlo).
Pero se marchaba el padre y Miguel Hernández volvía a encender la luz y recobraba el libro escondido, muy usado, alguno de los que encontraba en la biblioteca pública o en la de un sacerdote de Orihuela, el padre Almarcha, que empezó siendo su protector y fue luego uno de sus muchos verdugos. Leía de noche a la poca luz de una bombilla o de un candil, y cuando salía con las cabras llevaba el libro escondido en el zurrón y seguía leyendo, devorando toda la poesía española que encontraba, la buena y la mala, lector omnívoro a la manera de los autodidactas que no tienen más guía que su propio entusiasmo, originado quién sabe dónde. Nada de lo que a otros les estuvo siempre asegurado fue fácil para él: nada de lo más elemental, el papel, la pluma, la tinta, la mesa. Escribía versos en papel de estraza con un cabo de lápiz. Quería escribir y no tenía dónde apoyarse. Una piedra, el lomo de una cabra. Hay que leer sus poemas juveniles para darse cuenta de la penuria estética de la que partió, de la clase de talento y de furiosa voluntad que le fueron necesarios para sobreponerse a limitaciones invencibles. Entre la retórica mal digerida de la poesía barroca y de los atroces versificadores tardorrománticos y tardomodernistas, en esos poemas aparece un fogonazo de realidad observada de cerca, de naturaleza y vida animal y exasperación humana de soledad y deseo: Miguel Hernández, pastoreando cabras, copia laboriosamente los lugares comunes más decrépitos de la poesía pastoril, pero le sale de pronto una desvergüenza sexual campesina, una claridad expresiva que con el paso del tiempo será uno de los rasgos más originales de su voz poética, el arte supremo de hacer literatura llamando a las cosas por su nombre.
Tampoco tuvo vergüenza para medrar cuando le fue necesario: para cultivar un personaje que al despertar simpatías le beneficiaba en sus propósitos, pero también lo hacía vulnerable a la condescendencia, bienintencionada o malévola. Empezó jugando a ser el "pastor poeta" del primitivismo pintoresco, y en la sociedad literaria de Madrid en vísperas de la guerra siguió siendo, entre hijos de buena familia con inclinaciones izquierdistas, damas de sociedad y diplomáticos, el campesino moreno y exótico, el inocente y bondadoso que llevaba alpargatas y pantalón de pana que podía ser entrañable, pero no siempre era invitado a las reuniones de buen tono. Miguel Hernández, que persiguió con calculada adulación y sincero fervor a tantos de sus contemporáneos -la adulación y el fervor, en su caso, eran compatibles-, quizá no tuvo entre los literatos de Madrid ningún amigo de verdad salvo Vicente Aleixandre. En la intemperie de su vida había una soledad que no aliviaba nadie: Ya vosotros sabéis / lo solo que yo voy, por qué voy yo tan solo. / Andando voy, tan solos yo y mi sombra. Provocaba incomodidad, cuando no abierto rechazo. Rafael Alberti en verso y María Teresa León en prosa le atribuyen sin demasiados eufemismos un olor poco adecuado para las cercanía sociales. García Lorca no se presentaba en una casa si sabía que Miguel Hernández estaba en ella. Llamó por teléfono a Aleixandre con la intención de ir a visitarlo, y al enterarse de la presencia de Hernández no se contuvo: "Échalo".
De todo aquel grupo, sólo él conoció de primera mano el trabajo manual, sólo él pasó hambre al llegar a un Madrid en el que se le cerraban todas las puertas y en el que daba vueltas por las calles con el estómago vacío y con una carpeta de versos mecanografiados bajo el brazo, esperando a ser recibido por alguien importante, esperando a que apareciera en un periódico una entrevista prometida, a que le llegara un giro con algo de dinero que le permitiese prolongar un poco más la espera. Llegó la guerra y también fue él quien la conoció de cerca y de verdad, por decisión propia. Para entonces había empezado a disfrutar algo de lo tanto tiempo esperado, la visibilidad que le trajo la publicación de El rayo que no cesa, celebrado públicamente nada menos que por Juan Ramón Jiménez en el diario El Sol, lo cual equivalía a una consagración. En la guerra, Miguel Hernández entra en posesión de todas sus mejores facultades como poeta y como militante político, pero también en eso lo acompañan el malentendido y la leyenda, la dificultad de encajar en los estereotipos de nadie. Su evolución política no es menos chocante que la rapidez de su maduración literaria: en 1935 aún escribía poemas y conatos de autos sacramentales influidos por el catolicismo entre místico y fascista de su amigo Ramón Sijé; en septiembre de 1936 es miembro del Partido Comunista y cava trincheras recién alistado en el Quinto Regimiento. Pero tampoco cuadra, ni física ni metafóricamente, en la fotografía canónica de los poetas comprometidos con la causa republicana: vive con los soldados en los frentes, no en los despachos de la Alianza de Intelectuales. Y cuando en 1939 todo se derrumba, él se queda vagando en la intemperie de Madrid mientras casi todos los demás encuentran el camino del exilio. No hubo plaza en ningún avión ni pasaporte de última hora para quien había puesto su vida entera, su nombre y su literatura al servicio de la República; para quien no podría esperar clemencia de los vencedores ni tampoco esconderse en el anonimato.
Demasiado inocente o demasiado aturdido por la derrota, elige la peor huida posible y va a meterse él solo en la boca del lobo. Como Lorca buscando refugio en Granada, Miguel Hernández regresa con cabezonería suicida a su pueblo y a la cercanía de su mujer y su hijo, y en septiembre de 1939, ni siquiera con 29 años cumplidos, cae en la red de las cárceles y los procesos sumarísimos para no salir ya nunca. Nadie mejor que los paisanos y los convecinos de uno para abatirlo a traición con la quijada de Caín. El trato que recibe de los vencedores -civiles, militares, eclesiásticos- revela la catadura de un régimen construido expresamente sobre la venganza de clase. Miguel Hernández es el retrato robot del vencido, el enemigo perfecto.
Pero su martirio real no nos exime de la necesidad de mirar su figura completa como escritor y como hombre, que es mucho más rica que todos los estereotipos levantados sobre ella. Vivió en su tiempo, no en el nuestro. Hizo poemas a la Virgen María y también los hizo a Stalin. Cuando la cultura predominante en España era la antifranquista, Miguel Hernández fue elevado a un altar en el que convenía que destacara la parte más combativa de su obra, el estatuto de poeta voluntariamente popular que él asumió con todas las de la ley en los años de la guerra y que culmina en Vientos del pueblo; también, aunque en menor medida, en El hombre acecha, donde tan visible como la militancia política es el desaliento por la carnicería y la destrucción que ya duran demasiado, el puro espanto ante lo peor de la condición humana: Se ha retirado el campo / al ver abalanzarse / crispadamente al hombre.
Pero en la ansiosa modernidad de los años ochenta, de pronto, ya no había sitio para Miguel Hernández: los mismos rasgos que habían contribuido a su consagración ahora lo volvían anacrónico. En un país donde no hay actitud intelectual más celebrada que el desdén, nada era más fácil de repente que desdeñar a Miguel Hernández: había que ser cosmopolitas, y él resultaba demasiado autóctono; neuróticamente urbanos, y Hernández parecía demasiado rural; adictos a las modas capilares e indumentarias, y él permanecía congelado en su cabeza rapada y sus ropas de pana. En una época, los años ochenta, en la que estaba de moda despreciar con un mohín a Antonio Machado, Miguel Hernández tenía algo de antigualla embarazosa. No era un poeta: era una letra de canción anticuada.
Quizá ahora estamos en condiciones de mirarlo como fue y de leer de verdad su poesía, más allá de los pocos poemas que algunos recordamos todavía, los que se hicieron célebres en la resistencia y en la primera transición. El trabajo acumulado de los biógrafos -Agustín Sánchez Vidal, José Luis Ferris, Eutimio Martín- nos permite un conocimiento sólido de una vida demasiado breve y mucho más rica en pormenores y resonancias que cualquier estereotipo: la vida no de un inocente, ni de un buen salvaje exótico, ni la de un santo, sino la de un hombre que sobreponiéndose a circunstancias terribles logró hacer de sí mismo aquello que soñó desde que era un chaval pastoreando cabras: un poeta y un hombre en la plenitud de su albedrío.
En una literatura tan pudibunda y tan temerosa de lo sentimental como la española, él escribió sin reparo sobre el deseo sexual, sobre su ternura masculina de esposo y de padre. Su mejor poesía política conserva una fuerza de belleza y rebeldía que la hace muy superior a la de Neruda. Neruda no habría escrito jamás, por ejemplo, El tren de los heridos. Le faltaba empatía verdadera hacia los seres humanos, y no había compartido sus padecimientos. Neruda se declaró siempre maestro de Hernández, y sin duda lo fue en algún momento, pero yo tengo la sospecha de que el Canto General le debe a Vientos del pueblo mucho más de lo que el propio Neruda habría estado dispuesto a reconocer. En Miguel Hernández lo más íntimo y lo más político, la emoción privada y la arenga pública, se conjugan más estrechamente que en ningún otro poeta. Y en el Cancionero y romancero de ausencias, la hondura y el despojo provocan un estremecimiento que es el de las cimas más solitarias de la literatura, el del Libro de Job y las Coplas de Jorge Manrique y François Villon y Fray Luis de León y la Balada de la cárcel de Reading y Antonio Machado. Toda retórica ha sido abolida, todo rastro de amaneramiento. Los versos tienen a veces una impersonalidad desnuda de poesía popular, de letra flamenca o de romance antiguo; en ellos se nota la doble sombra triste de Machado y de Lorca, los otros dos poetas aniquilados por la guerra: Písame,/ que ya no me quejo./ Ódiame,/ que ya no lo siento./ No me olvides/ que aún te recuerdo/ debajo del plomo/que embarga mis huesos.
Demasiado viene durando ya la espera. Ahora que va a hacer un siglo que nació ha llegado el tiempo de leer a Miguel Hernández.

La vida breve de Miguel Hernández

La vida breve de Miguel Hernández
Tributo al genial escritor en el centenario de su nacimiento. Escriben: Antonio Muñoz Molina, Elena Medel, Luis Muñoz, Alfonso Guerra, Benjamín Prado, Joan Manuel Serrat, Eutimio Martín y Luis García Montero
La vida breve de una leyenda
El País, 7/03/2010
El poeta pastor. El místico, el sensual. El cronista en verso del frente. El comunista que antes fue católico. El despreciado, el desubicado. El desafortunado. En 2010 se cumplen 100 años del nacimiento de uno de los poetas más importantes, simbólicos y enigmáticos del siglo XX español. Dos escritores, un político, un músico y el autor de su última biografía reflexionan en estas páginas sobre las distintas facetas de un creador tocado por la leyenda. Y tres poetas le rinden homenaje con nuevos poemas en exclusiva para ‘El País Semanal’.
POESÍA SOCIAL Por BENJAMíN PRADO
Lo mismo que inventar es comprender
algo que aún no existía
y traducir lo oscuro al lenguaje de la luz,
leer su corazón
fue soñar un idioma sin la palabra usura,
sin miseria, injusticia, desigualdad, prohibido...
sin palabras que fuesen el veneno en el agua,
y la sal en la herida.
Si otros querían vidas análogas a un mundo
en el que el generoso es rehén del ingrato
y el fuerte hace culpable de su violencia al débil
y el embustero acusa
al engañado de querer saber,
él hablaba de libertad,
banderas,
equilibrio y razón.
Si decían que nada es verdad para siempre,
que todo se transforma con decirlo al revés,
del modo en que el azar se hace la raza
o el líder el redil
o el animal la lámina,
Miguel les contestaba que era posible un mundo
en el que se pudiese cambiar de dirección
sin cambiar de sentido
–como aviva,
como oro,
como radar,
como ala–;
un mundo con respuestas, más allá del pasado,
en el que cada vida no pudiese encerrarse
en un solo destino.
Leías a Miguel y en el espejo
de sus poemas, ya se reflejaban
todos los nombres de sus asesinos.
CON SUS PALABRAS (Miguel Hernández) Por LUIS MUÑOZ
Dilo con tus palabras –pide
mientras que el autobús renquea
al emprender una subida.
Yo no sé –le responde–,
es como un nudo en medio
del esternón,
algo que no te deja libre
ni un momento,
un golpe sin destino
que si lo olvidas da, al poco rato,
mucho más fuerte.
Ahora con las suyas,
de uno de sus últimos poemas:
Sólo la sombra. Sin astro. Sin cielo.
Seres. Volúmenes. Cuerpos tangibles
dentro del aire que no tiene vuelo,
dentro del árbol de los imposibles.
EXPULSIÓN DE LOS MERCADERES DEL TEMPLO Por ELENA MEDEL
Vidas de tres o cuatro años en cajas
de cartón: tanto entregué que conmigo se marcha.
Ni un vacío: vidas de tres o cuatro años,
sus siluetas marcando la pared.
Me libré de los templos. Sonreídme, decid
adiós al hueco: dadnos hoy
la boca que sople, apagando el volcán.

Versos para cantar

Versos para cantar/JOAN MANUEL SERRAT
El País, 7/03/2010;
No toda la poesía vale para ser cantada.
Cierto que a todo se le puede poner música y que todo puede ser cantado, desde la guía telefónica hasta el manual de instrucciones de un lavavajillas, pero es dudoso que textos de este calado alcancen a conmover a un auditorio como se espera de una buena canción.
Por lo general y salvo excepciones, una buena letra de canción tiene una estructura, un ritmo, una rima, un murmullo que la mece y la transporta mansamente hasta el oído, donde un argumentario manejado con sensibilidad se encargará de acercarla al corazón.
Luego está la música, pero eso ya es otro cantar.
No toda la poesía vale para ser cantada, ni todos los poetas sirven para escribir canciones.
A lo largo de más de cuarenta años de dedicarme a este oficio y de haberlo intentando de maneras varias, incluyendo tentativas de colaboración con plumas contrastadas y brillantes, en alguna ocasión me sorprendió la simpleza de los textos con la que algún reconocido hombre de letras respondió a mis requerimientos de escribir canciones en complicidad. Quizá el vate, convencido de antemano de que la canción popular no pasa de ser un arte menor mas cercano al alfarero que al escultor, cayó en el pecado que denunciaba Antonio Machado: despreciar cuanto se ignora, aunque también cabe la posibilidad de que el buen hombre no supiera hacerlo mejor. Bien sea por lo uno o por lo otro, mi experiencia me reafirma en que de la misma manera que detrás de un buen autor de canciones no hay necesariamente un buen poeta, tampoco al revés o viceversa.

Los diputados panistas no tuvieron vela

El vicecoordinador del PAN, Roberto Gil Zuarth, aseguró que el grupo negociador de su partido en el paquete fiscal no tuvo conocimiento de algún acuerdo, por lo que trabajó sin la base de un pacto de carácter electoral.
“El grupo que estuvo al frente de la construcción de acuerdos en materia fiscal, nunca tomó decisiones bajo la base de votos, sobre la base a alianzas o de contexto electorales. Su intervención fue para construir una política fiscal que generara desarrollo y entonara a la economía”, agregó.
Consideró que el secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, debe regresar a las filas de Acción Nacional una vez que sea aclarada la situación del acuerdo entre el PRI y su partido, ya que su instancia política superará dicha situación y dará la cara a los ciudadanos con limpieza de conciencia.
Roberto Gil señaló que quienes deben explicar cuáles fueron los motivos de dicho acuerdo son los que firmaron ese convenio, porque hay varias firmas de actores involucrados.
Insistió en que la coordinadora de la fracción parlamentaria del PAN, Josefina Vázquez Mota, y el grupo negociador, no tuvieron conocimiento de la existencia del acuerdo. “Lo decimos con limpieza de conciencia, lo que nos motivo a legislar fue tener una mejor recaudación en el país”.
El también secretario de la Comisión de Presupuesto y Cuenta Pública subrayó que a los diputados del PAN el único argumento que motivó las votaciones y suscripción a la Ley de Ingresos fue generar al país condiciones de estabilidad y desarrollo.
“Jamás asumimos las alianzas o las elecciones como moneda de cambio. Fuimos a un Reforma Fiscal responsable, porque queremos ir en julio con la confianza de los mexicanos en 15 estados de la República”, añadió.

¿Doble juego?

El Retrovisor de Ivonne Melgar
En Excélsior, 6 de marzo de 2010;
El doble juego del Presidente
Las alianzas electorales y políticas del partido en el poder han puesto en jaque las expectativas de reforma del Presidente. ¿Asistimos a una confusión interna que lo conduce al doble juego? ¿O se trata de un doble juego que nos confunde?
“Debo seguirme concentrando en la búsqueda de acuerdos con otros partidos, y me hago cargo, y estoy plenamente consciente de que las estrategias electorales no siempre contribuyen, por desgracia, a que se pueda generar ese ambiente constructivo de acuerdos”, declaró Felipe Calderón este miércoles.
De palabra, se ha deslindado de la apuesta del PAN. Mas todo indica que ésta se construyó a partir del diagnóstico formulado en Los Pinos un día después de la derrota del 5 de julio: el PRI operó a través de sus gobernadores con una fuerza aplastante que obliga a la reacción.
Calderón compartió ese balance. Y aunque ahora se describe preocupado por las candidaturas comunes con el PRD, la elocuencia de sus palabras delata lo cercano que ha sido a la forma en que él y los suyos asimilaron ese fracaso.

La sabiduría

A las puertas del cielo llegaron un día cinco viajeras.
- ¿Quiénes son ustedes? – les preguntó el guardián del cielo.
- Somos – contestó la primera – La religión...
- La juventud... – dijo la segunda
- La comprensión... – dijo la tercera.
- La inteligencia... – dio la siguiente.
- La sabiduría – dijo la última.
- Identifíquense!! – ordenó el cancerbero.
Y entonces...
La religión se arrodilló y oró.
La juventud se rió y cantó.
La comprensión se sentó y escuchó.
La inteligencia analizó y opinó.
Y la sabiduría... contó un cuento
(tomado de una idea de Anthony de Mello, modificada por Jorge Bucay)

Déjame ir en paz

"Déjame irme en paz(...) He roto los barrotes de esta jaula vieja; déjame volar y no me detengas (...) El cielo está claro y el mar está en calma, y mi velero está a punto de zarpar; no demores su viaje. Deja que mi cuerpo repose con los que ya están gozando el reposo eterno; deja que mi sueño termine, y que mi alma despierte con la aurora; que tu alma bese a la mía con el beso de la esperanza; que no caigan gotas de tristeza o amargura en mi cuerpo, pues las flores y el césped rechazarían su alimento. No derrames lágrimas de dolor en mi mano, pues crecerían espinas en mi tumba. No ahondes arrugas de agonía en mi frente, pues el viento, al pasar, podría leer el dolor de mi frente, y se negaría a llevar el polvo de mis huesos a las verdes praderas...
No llaméis al médico pues podría prolongar mi sentencia en esta cárcel, con su medicina. Han terminado los días de la esclavitud, y mi alma busca la libertad de los cielos. Y tampoco llaméis al sacerdote, porque sus conjuros no podrían salvarme, si soy un pecador, ni podría apresurar mi llegada al Cielo, si soy inocente. La voluntad de la humanidad no puede cambiar la voluntad de Dios, así como un astrólogo no puede cambiar el curso de los astros. Pero después de mi muerte, que los médicos y los sacerdotes hagan lo que les plazca, pues mi barco seguirá con las velas desplegadas hasta el lugar de mi destino final....GIBRÁN KHALIL GIBRÁN



El profeta

El Profeta/GIBRÁN KHALIL GIBRÁN
EL PROFETA, (1923)
Almustafá, el elegido y bienamado, el que era un amanecer en su propio día, había esperado doce años en la ciudad de orfalese la vuelta del barco que debía devolverlo a su isla natal.
A los doce años, en el séptimo día de Yeleol, el mes de las cosechas, subió a la colina, más allá de los muros de la ciudad, y contempló él mar. Y vio su barco llegando con la bruma.
Se abrieron, entonces, de par en par las puertas de su corazón y su alegría voló sobre el océano. Cerró los ojos y oró en los silencios de su alma.
Sin embargo, al descender de la colina, cayó sobre él una profunda tristeza, y pensó así, en su corazón. ¿Cómo podría partir en paz y sin pena? No; no abandonaré esta ciudad sin una herida en el alma.
Largos fueron los días de dolor que pasé entre sus muros y largas fueron las noches de soledad y, ¿quién puede separar¬se sin pena de su soledad y su dolor?
Demasiados fragmentos de mi espíritu he esparcido por estas calles y son muchos los hijos de mi anhelo que marchan desnudos entre las colinas. No puedo abandonarlos sin aflicción y sin pena.
No es una túnica la que me quito hoy, sino mi propia piel, que desgarro con mis propias manos.
Y no es un pensamiento el que dejo, sino un corazón, endulzado por el hambre y la sed.
Pero, no puedo detenerme más.

Conjuros contra la muerte

Conjuros contra la muerte
JOSÉ MARÍA RIDAO
Babelia, EP, 6/03/2010
David Grossman reformula la utopía sionista dando cabida en la conciencia de los israelíes al sufrimiento palestino. El activismo por la paz ha influido en su obra, y a la inversa. Vivir en una "zona de catástrofe" impulsa la tarea literaria y cívica del escritor, cuyo hijo Uri murió en la guerra de Líbano en 2006
David Grossman afirma que su tarea literaria y su actitud cívica obedecen a un único estímulo: vivir y trabajar en "una zona de catástrofe", según la expresión que dio título a una conferencia suya en Nueva York, pronunciada en abril de 2007. Hijo de un judío polaco emigrado a Palestina en 1936, y de una madre nacida bajo el mandato británico, forma parte de los israelíes comprometidos con una "universalidad progresista, civil, liberal y esencialmente laica" para que Israel alcance la "normalidad de una nación entre las naciones". El activismo en el "campo de la paz" ha influido en su narrativa, y a la inversa. Concebir la tarea del escritor como el esfuerzo de "conocer al otro por dentro" le ha llevado en cada una de sus novelas, y en una espiral cada vez más amplia y atrevida, a idear sus personajes como una indagación en las razones de los seres más próximos -familia, amigos, conciudadanos- y también de los más alejados. En sus propios términos: los enemigos, a quienes describió durante una vibrante alocución de 2006 con motivo de la conmemoración del asesinato de Rabin como "un pueblo no menos atormentado que nosotros; un pueblo ocupado, oprimido, sin esperanza".
El desenlace de la Guerra de los Seis Días en 1967, tras la que Israel se apoderó en una demostración de fuerza militar sin precedentes del Golán sirio y del Neguev egipcio, además de Cisjordania, Gaza y la parte este de Jerusalén, que correspondían a los palestinos según el plan de partición, fijó los datos políticos y morales sobre los que más tarde se desarrollaría el debate intelectual del país, en el que Grossman ocupa hoy una posición destacada. El objetivo declarado de aquel conflicto fue dotar a Israel de una poderosa baza negociadora frente a sus vecinos, a los que se ofrecería recuperar los territorios a cambio de aceptar un acuerdo de paz definitivo. La estrategia dio resultados con Egipto, pero fracasó en el resto de los casos. Y no tanto debido a obstáculos interpuestos por los países árabes, que en 1981 observaron con aprensión el asesinato del presidente egipcio Sadat a manos de militares contrarios a los acuerdos de paz de Camp David, como al cambio de postura israelí en relación con los nuevos territorios bajo su poder. Las reservas acuíferas del Golán, así como su valor estratégico para Israel, cerraron la puerta a una eventual negociación con Siria.
Entre tanto, la posibilidad de un acuerdo sobre Cisjordania, Gaza y la parte este de Jerusalén tropezó con un problema imprevisto y que no encontró solución hasta los acuerdos de Oslo. Israel pretendía entonces que su interlocutor para la paz fuera el Gobierno jordano, que había administrado esos territorios palestinos desde la guerra de 1948 y el armisticio de Rodas del año siguiente. El Gobierno jordano, por su parte, no estaba en condiciones de sentarse a ninguna mesa en ausencia de la OLP, considerada por Naciones Unidas como único y legítimo representante de los palestinos y no reconocida por Israel. Ya fuera porque el bloqueo de las negociaciones a cuenta de los problemas de interlocución permitió que los partidarios del Gran Israel impusieran su criterio o porque en el diseño original de la estrategia israelí no estuviera el abandono de los territorios palestinos ocupados, lo cierto es que desde muy pronto Israel puso en marcha un proyecto de colonización que conducía a la anexión de hecho de Cisjordania, Gaza y Jerusalén Este, y que provocaba la consecuente desposesión y desplazamiento de la población originaria, condenándola a vivir indefinidamente en campos de refugiados.
Cuando los acuerdos de Oslo de 1993 resolvieron el problema de la interlocución para la paz, ofreciendo a los palestinos la posibilidad de elegir democráticamente a sus representantes, la colonización de los territorios ocupados, así como las emociones y los intereses políticos en torno a ellos parecían irreversibles: como si la historia reciente de Oriente Próximo se reflejase en un espejo aterrador, el primer ministro Rabin, artífice de los acuerdos, fue asesinado en 1995 por un extremista israelí contrario a la devolución de los territorios, lo mismo que Sadat lo había sido por radicales egipcios contrarios a la paz. La salida del laberinto a la que se adscribía David Grossman quedó seriamente dañada, con el agravante de que el endurecimiento de la política israelí auspiciada por los sucesores de Rabin entró en resonancia con una simétrica radicalización palestina que dio lugar a la victoria de Hamás en las urnas. Durante esos años de esperanza brutalmente clausurados, el conflicto se extendió, además, hacia Líbano, un país invadido por Israel en 1982, ocupado parcialmente hasta 2000 y vuelto a atacar en 2006.
La degradación política y moral que ha supuesto para Israel el mantenimiento de la ocupación y la adopción de una política basada primordialmente en la fuerza ha propiciado entre sus intelectuales un género de crítica que, prolongando la posición de los "nuevos historiadores", propone revisar la utopía sionista y los mitos fundadores de la nación. A diferencia de esta aproximación, Grossman ha tratado de reformular la utopía y, sin cuestionar los mitos fundacionales, sino reflexionando a partir de ellos, dar cabida en la conciencia de los israelíes al sufrimiento de los palestinos. La simultánea publicación en España de su novela y su ensayo más recientes, La vida entera (Mondadori) y Escribir en la oscuridad (Debate), permite comprobar hasta qué punto el narrador y el intelectual responden a un único estímulo, según afirmó en su conferencia de Nueva York de 2007. Escribir en la oscuridad recoge los artículos y conferencias en los que Grossman reclama la paz con los palestinos y da cuenta de por qué la reclama, mostrando la indisolubilidad de su actitud cívica y de su tarea literaria. En La vida entera, por su parte, narra la angustia de una mujer cuyo hijo ha sido movilizado por el Ejército israelí en la Guerra de los Seis Días. Su manera de conjurar la muerte del hijo consiste en caminar sin descanso a lo largo y ancho de Israel, como si pretendiese zafarse de ese instante en que un representante del Ejército, de cualquier Ejército, llama a una puerta y entrega una sobria notificación y unos pocos efectos personales.
Según confiesa Grossman, con la redacción de La vida entera quiso hacer lo mismo que su personaje. Pero su hijo Uri murió en la guerra de Líbano de 2006, dejándolo más solo en la "zona de catástrofe".

"El Asedio" de Pérez-Reverte

Guerra, amor y asesinato
JUSTO NAVARRO
Babelia, 06/03/2010
Arturo Pérez-Reverte en plenitud: El asedio tiene fuerza plástica y potencia narrativa. La fluidez entre ambientes y episodios es perfecta. Sus rotundos personajes se cruzan en Cádiz, barco sitiado pero felizmente abierto al mar, espléndido y crepuscular a la vez, el escenario idóneo para que coincidan la disciplina científica de la guerra moderna y el ancestral misterio del crimen
Sopla el levante en Cádiz y mueve el látigo de un asesino, en 1811, tiempos de guerra. Napoleón sitia una ciudad que, en fatal decadencia poco visible todavía, quiere sobrevivir haciendo nuevo lo viejo. Las Cortes Constituyentes se reúnen en Cádiz, "culo de Europa y úlcera del Imperio, con la maldita España rebelde reducida a una isla inconquistable", según el capitán de la artillería francesa. Caen bombas. Un asesino mata como un carnicero sucio. Se hacen negocios. La gente se enamora. Todo pasa, todo sigue. Es el mundo de El asedio, Arturo Pérez-Reverte en plenitud.
Muchachas casi adolescentes aparecen destrozadas a latigazos, y, puesto que hay un asesino, tiene que haber un policía: el comisario Tizón mira con espanto y frío detenimiento profesional a esas niñas de la edad que tendría su hija, si no se la hubiera quitado la muerte. Descubre una conexión entre dos cosas: las bombas vuelan y el asesino mata a pocos pasos de donde caen. El enemigo más cruel no es el que dispara desde posiciones francesas: está en la ciudad. El policía, habitual ajedrecista de café, ve cómo Cádiz se convierte en tablero. ¿Dónde estallará la próxima bomba? ¿Dónde matará otra vez el criminal? Viejo perro callejero, husmea cada huella, cada indicio, pero, con el colmillo izquierdo de oro, es menos un detective lógico, a lo Holmes, que un sabueso de Serie Negra, con una conciencia instintiva de que la actividad policial guarda más relación con la delación y la tortura que con una investigación científica.
Los rotundos personajes de Pérez-Reverte se cruzan en Cádiz, barco sitiado pero felizmente abierto al mar. Bulle de vecinos, 100.000, refugiados, comerciantes, chusma portuaria, curas, soldados, cronistas, diputados en Cortes. Lolita Palma, soltera, de 32 años, pertenece a la mejor sociedad gaditana. Se sienta en el sillón del padre difunto, al frente de su familia y de la razón social Palma e Hijos. Armadora de buques que trafican con América y Rusia o navegan con patente de corso, podría ser una de esas mujeres de negocios que popularizó Hollywood en los años cuarenta, o una empresaria de ahora mismo. Es jefa y socia del capitán Lobo, corsario, no un caballero probablemente, pero sabio en su profesión, valiente, reflexivo y sin doblez, del tipo de criaturas que parecen condenadas al desamor y el fracaso heroico.
Los actores de reparto son excelentes. El artillero Desfosseux agujerea Cádiz con sus bombas y se toma la guerra como un problema matemático. Su enemigo no son los españoles, sino los obstáculos que imponen la ley de la gravedad, la materia y los vientos de la bahía. El espía taxidermista Fumagal, librepensador solitario que ha hecho de la razón su delirio, vive en un paraíso de animales disecados y palomas mensajeras. Morraja, salinero, cazador furtivo, duro como el cuero viejo, escopetero del rey, se gana miserablemente la vida en la paz y en la guerra y tiene una niña sirviendo en casa de los Palma. Los personajes de El asedio llevan nombres parlantes, emblemas de su condición.
Siente Pérez-Reverte devoción por las palabras, fetichista de las palabras y las cosas perdidas o en vías de perderse, y hay una incesante felicidad evocativa en su relato, que se demora en el papel de cartas de Lolita, en el bastón brutal de Tizón, en las ropas, en la levita color nuez del lechuguino anglófilo, en el corbatín algo flojo del comerciante que exhibe en ese mínimo desarreglo su sometimiento a una "intensa y honorable jornada laboral". Pasan en una ráfaga los fracs oscuros de los diputados, la casaca verde del embajador inglés, una chaquetilla con pesetas de plata como botonadura, la infantil alegría heráldica de los uniformes militares. Y surcan el mar faluchos, bergantines, polacras, balandras y goletas. Si Pérez-Reverte recurre a un vocabulario de añosa literatura, lo usa con la verdad física, inmediata, de una conversación. Aquí y allí saltan expresiones que parecen de toda la vida, entre lo anacrónico y el anacronismo: a la mujer que va para soltera "se le pasa el arroz", y, si no, que baje Dios y lo vea. Coger al asesino es buscar una aguja en un pajar. El que quiera higos de Lepe, que trepe. ¿Aguanta el sospechoso torturado? Pues se le puede seguir dando hilo a la cometa, y le siguen dando. Es inocente.
El asedio tiene fuerza plástica y potencia narrativa. La fluidez entre ambientes y episodios es perfecta. Guerra y negocios discurren juntos. La gloria bélica resplandece en la desordenada ejecución de tres desertores, bajo un diluvio negro, en el fango. Aquí, como en toda buena fábula, el mundo está hecho de contraposiciones, entre los afectos, la guerra, el comercio, la política, el amor entre la Palma y el Lobo, de un frío candente, mortal para el metal menos templado. Hay vidas, como la del capitán y la criada de Lolita, que no decide el destino, sino el interés esencial o accidental de la casa Palma e Hijos. Cádiz es a la vez espléndido y crepuscular, espectacular y subterráneo, el escenario idóneo para que coincidan la disciplina científica de la guerra moderna y el ancestral misterio del crimen. -
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REPORTAJE: CITA EN CÁDIZ
Pérez-Reverte muestra el corazón de su novela
JACINTO ANTÓN
El País, 21/02/2010
Cádiz, 1811-1812. La ciudad resiste el sitio de los franceses. Bajo la lluvia de fuego, un asesino mata impunemente. Batallas, amor, intriga, honor. 'El asedio' (Alfaguara), su nueva novela, es Arturo Pérez-Reverte en estado puro. Un compendio de sus pasiones. Él mismo nos guía por los escenarios de su obra. Cádiz, 1811-1812. La ciudad resiste el sitio de los franceses. Bajo la lluvia de fuego, un asesino mata impunemente. Batallas, amor, intriga, honor. 'El asedio' (Alfaguara), su nueva novela, es Arturo Pérez-Reverte en estado puro. Un compendio de sus pasiones. Él mismo nos guía por los escenarios de su obra. Por jacinto antón. Fotografía de sofía moro
Ha caído la noche en Cádiz y se despliegan las sombras. Un silencio espeso y siniestro llena las calles estrechas. Vagando por ellas, influido por la lectura, es imposible no pensar en el terrible asesino en serie de El asedio (Alfaguara), la nueva novela de Arturo Pérez-Reverte, que azota a sus víctimas hasta la muerte, dejándoles al aire la espina dorsal; afortunadamente, prefiere a las jovencitas vírgenes.
La entrevista con el escritor en la ciudad escenario de su novela es mañana, pero el destino -o algo más geométrico y complicado, como el extraño principio científico de causalidad que se descifra en el relato- quiere que Pérez-Reverte aparezca de manera inesperada ahí, en la plaza de san Agustín, sentado en un banco. Fibroso, alerta, cubierto por un tres cuartos oscuro de Burberry que sugiere de manera pertinente una levita del XIX, se encuentra en su elemento en el desasosegante ambiente nocturno. La luz de un farol le alumbra la cara afilada de contrabandista. Tiene su morbo verlo desde la esquina, sin que él se aperciba. Estudiar sus gestos, vigilarlo, acecharlo, emboscarlo: la perspectiva del cazador. Vana ilusión con este hombre que ha transitado zonas de guerra cuajadas de francotiradores y parece tener ojos en el cogote; al cabo de unos momentos suena el móvil: sí, es él, y me ha visto hace rato. "Ya que estás por aquí", dice, "¿tomamos una copa?".
En la plaza de la catedral, ante unos vinos, bajo un cielo opresivo que amenaza lluvia -al menos no son los cañonazos franceses de la novela-, Pérez-Reverte desgrana algunos detalles previos al paseo que daremos mañana por los escenarios de El asedio, un pedazo de novela, de más de setecientas páginas, que se lee casi sin respirar, buenísima, de las que se disfrutan de verdad y quedan en la memoria. Un compendio de sus temas y obsesiones con un planteamiento y una amplitud tan ambiciosos, que alguien, disparando por elevación, lo ha calificado ya de la Guerra y paz del autor de La tabla de Flandes. Se desarrolla en 1811 y 1812, durante el sitio de Cádiz por los franceses, en tiempos de la guerra de la Independencia. Es una novela coral, con un buen montón de personajes, muy diversos, cuyas vidas se van entrecruzando sobre el mapa letal de la ciudad, que funciona también como un gran tablero de ajedrez.
Los protagonistas son un competente capitán de artillería francés (Desfosseux), empeñado en lograr la excelencia absoluta de su cañones; el implacable y desabrido jefe de Policía de Cádiz (Tizón), obsesionado con atrapar al criminal que anda suelto y en descifrar el extraño patrón con que actúa; un miserable y valiente cazador furtivo y salinero devenido guerrillero (Mojarra), que lucha por sobrevivir y sacar adelante a los suyos; un corsario tipo Corto Maltés, al mando de una veloz balandra o cutter de ocho cañones llamada Culebra (capitán Lobo), que busca en el mar el golpe de suerte para cambiar de vida; un retorcido taxidermista y espía (Fumagol) al que le impulsa destruir la vieja España; una hermosa y lista armadora (Lolita Palma) consagrada a los negocios de la empresa familiar, y, claro, el asesino (?), que puede o no ser uno de ellos. Alrededor están los grandes acontecimientos históricos, la guerra, las Cortes de Cádiz, la Pepa, el alba de la independencia de las colonias americanas (un tema tan actual hoy, con el inicio de las conmemoraciones del bicentenario). Y están también unos secundarios de lujo: Ricardo Maraña (mi favorito), el lermontoviano, temerario y disoluto (y tísico) piloto y primer oficial de la Culebra, amigo de Lobo; el ajedrecista Barrull, en diálogo socrático permanente con el comisario; Cadalso, el torturador; el diputado americano José Mexía Lequerica; el dibujante Virués, capitán de ingenieros; Zafra, el indeseable periodista de El jacobino ilustrado; el simpático primo Toño; el Mulato, contrabandista y conseguidor de monos y loros para el taxidermista, y last but not least, el omnipresente obús de 10 pulgadas Fanfán, que escupe hierro sobre Cádiz.
La ambientación, la exactitud y el lenguaje (¡qué bellas las palabras nostramo -contramaestre- o pasavante -pase para un buque-!), como siempre en Pérez-Reverte, un lujo. Hay un lado costumbrista que es nuevo en el autor y un tono general amargo, oscuro y gélido que te va horadando como si te metieran un sacacorchos en el corazón.
Mientras degusta una tapa, el creador de El asedio, que no ha dejado de valorar que uno lleve bajo el brazo, además de su libro, El Cádiz de las Cortes, la vida en la ciudad en los años de 1810 a 1813, de Ramón Solís (Sílex, 2000) -"muy bien, chaval"-, destaca la dimensión histórica de su novela -"es un momento en que están pasando muchas cosas y todas son decisivas"-. Pero recalca desde el principio, y a ver quién le lleva la contraria, que la suya no es una novela histórica (¡?), ni negra (pese al asesino en serie), ni bélica (aunque ni Alistar MacLean puso nunca tantos cañones), ni didáctica (pero nadie, excepto quizá Galdós, ha hecho tan interesante y explicado así de bien el mundo y el funcionamiento de las Cortes de Cádiz). Tampoco es (con sus zafarranchos de botafuego humeante y sus abordajes de sable y alfanje) sólo una novela de aventuras. Ni es El asedio, concluye, una novela de amor (y sin embargo, ¡qué romántica!: "Se dejaría matar por ella porque una vez lo besó"). Es una novela y punto. Perezrevertiana.
En el trayecto de regreso al hotel, Pérez-Reverte, que entra y sale de la Cádiz actual y la fantasmagórica de 1812 con una naturalidad pasmosa -no en balde se ha sumergido en innumerables memorias y periódicos de la época-, señala una casa y dice con una mueca que entremezcla rencor y tristeza: "Aquí murió Gravina, de resultas de lo de Trafalgar". El paseo nocturno trae confidencias. Hablamos de la hipótesis de que los húsares se trenzaran el largo cabello para proteger el cuello de los golpes de sable. Pérez-Reverte apunta que la coleta de los marinos servía para lo mismo. Explica luego la alegría (?) que le dio a Javier Marías al regalarle un casco colonial británico de la época de la guerra con los zulúes. La conversación deriva hacia una escena de navajazos en la novela. "¿Has visto alguna pelea con navajas?". No, Arturo, por Dios. El novelista empuña una faca imaginaria y se pone a tirar tajos y puñaladas en medio de la calle. Una esgrima sucia, canalla, pero realista, tipo Alatriste. Pasamos a hablar de los duelos a pistola, que Pérez-Reverte mima con igual soltura. Hay un duelo estupendo en El asedio. El capitán Pepe Lobo, el marino devenido corsario, se bate con un militar por un asunto de faldas en el arrecife bajo el fuerte de Santa Catalina, donde medran los cormoranes, con marea baja (veremos el lugar mañana).Vestido de negro para dificultar la puntería del rival, Lobo aguantará el disparo de éste y luego se le acercará para, de la manera menos elegante, endosarle a quemarropa un balazo en la rodilla. El novelista sonríe al recordar el episodio. Anoto mentalmente no batirme nunca con él.
Al día siguiente la mañana luce espléndida. Pérez-Reverte ha contratado un coche con conductor para recorrer los escenarios de El asedio. Despliega un enorme mapa 1:50.000 y entra en materia con maneras de oficial de Estado Mayor de Rommel. "Era imposible tomar Cádiz sin flota. Estaba protegida naturalmente por mar y marismas, fangales. Así que los franceses le ponen sitio. Instalan baterías aquí (Trocadero) y aquí (la Cabezuela) y se dedican a bombardear la ciudad. Los proyectiles van aumentando su alcance -gracias al ingenio de los artilleros franceses, como mi Desfosseux- y llegan hasta la plaza de San Antonio, aquí", señala, "e incluso hasta la de San Felipe Neri, aquí", vuelve a señalar, "donde se reúnen las Cortes. La planta de la ciudad actual", informa, "coincide exactamente con la de la antigua; gracias a eso, y a la minuciosa lectura de documentos de la época, me ha sido fácil moverme en el libro por la Cádiz de 1811, su topografía, su mundo social y comercial. Sé lo que vale un alquiler, el sueldo de un ministro, la carga de pólvora de un obús. Cuando digo que se ve un cometa es cierto. Cuando uno de mis personajes se desplaza lo hace sobre un paisaje absolutamente real, y el lector con él. Pero insisto en que todo eso no es mero virtuosismo: sólo aparece porque es necesario para la trama".
Señalando con un amplio gesto hacia la parte superior del mapa (debe de ser el norte, digo yo), continúa: "Eso de ahí es la ensenada de Rota, donde transcurre el último combate de la Culebra, la balandra corsaria que capitanea Lobo". Nos quedamos pensando en ese tremendo lance, y casi parece que se oiga a Pérez-Reverte rechinando los dientes. El autor ha disfrutado mucho en los pasajes de navegación. En alguno se abarloa a Patrick O'Brian: "El velacho braceado a sotavento en su verga, sobre la cofa". Incluso aparecen carronadas y se navega de bolina.
A punto de salir de la ciudad intramuros, por la Puerta de Tierra, pasamos frente a la antigua cárcel real, donde tiene despacho el comisario Tizón, experto en los ángulos oscuros de la condición humana, y donde practica la tortura de la mesa, con el reo extendido de espaldas y con el torso colgando por el borde desde la cintura.
La primera parada que hacemos es cerca de la caleta del Agua, en Puerto de Santa María. Desde aquí, a través de la bahía de Cádiz, se ve la ciudad. Dan ganas, con perdón -es la influencia de la novela-, de bombardearla. El escritor extiende el mapa sobre el capó y pone mirada soñadora, si es que Arturo Pérez-Reverte puede poner mirada soñadora. "La visión de mi artillero, de Desfosseux, es aproximadamente ésta, dos años se pasó con Cádiz enfrente, cercana e inalcanzable. Está basado, Desfosseux, en personajes reales, teóricos y técnicos, ingenieros". ¿Qué hacían aquí los franceses? "Ésta era la España insurrecta. Había que someterla por orden de Napoleón". Miramos a la ciudad. Pérez-Reverte habla como ensimismado. "Mi interés por la ciudad como espacio acogedor que puede volverse repentinamente peligroso, en el que puedes irte a dormir tranquilo y te despiertas degollado, viene de la guerra de Troya, de la lectura muy pronto en mi vida de la Ilíada. Luego, cada estancia en Beirut, en Sarajevo, como reportero de guerra, me fue reforzando ese sentimiento. Hice unas fotos en la terraza del Sheraton de Beirut, al comienzo de la guerra civil libanesa, durante la batalla de los hoteles, que muestran la geometría del caos. Un paisaje urbano hecho de ángulos muertos, líneas de tiro, espacios batidos, por el que te mueves entre balas trazadoras y bajo la mira telescópica de los francotiradores".
Eso de la geografía de la guerra recuerda a Falques, el protagonista de El pintor de batallas. "Ahí era un aspecto, aquí es esencial. Cuando te has movido en esas ciudades sigues haciéndolo inconscientemente de la misma manera en todas. La topografía de una ciudad en guerra condiciona las actitudes de quienes están dentro. Por eso elegí el Cádiz sitiado. Es un gran escenario para plantear esa teoría de la ciudad como territorio hostil o falsamente seguro. De ese impulso salió la novela. Asedio de Troya, asedio de Cádiz. La ciudad, un Cádiz oscuro -no olvidemos que entonces la vida transcurría en sombras, con poquita luz, y la noche era noche de verdad, ámbito de misterio-, muy distinto de la imagen de carnaval y chirigota, y la bahía son los protagonistas, más que los propios personajes. Súmale mi fascinación por el ajedrez, el mejor símbolo de la vida humana. La ciudad y la bahía aparecen como un tablero de ajedrez. ¿Y quién mueve las piezas? ¿Qué Dios hay detrás de Dios?, como diría Borges. ¿Qué jugador juega con la trayectoria de las bombas francesas y la vida de la gente? Aquí entran los clásicos griegos, su teatro, las tragedias, el destino. El asedio es mi teoría de la ciudad y el teatro griego sobre un tablero de ajedrez". De ahí la cita del Ayax de Sófocles al inicio y el papel de la obra, que obsesiona al comisario, en la novela. "En Ayax está el comienzo del género policiaco, con Ulises investigando las huellas sobre la arena en el escenario de un crimen durante la guerra de Troya".
El autor muestra un especial cariño, además de al artillero francés (¡y al escalofriante taxidermista!), al encallecido comisario Rogelio Tizón, un tipo a lo bad lieutenant, pero en gaditano, y que, como el propio novelista, colecciona trozos de metralla. Es el que abre la novela orquestando la somanta de zurriagazos que le endosa su esbirro Cadalso a un sospechoso. "Es un policía corrupto, cruel y brutal, y si se lo ordenaran haría detener sin que le temblara el pulso a los mismos diputados de las Cortes a los que saluda quitándose el sombrero, pero le redime su obsesión por encontrar al asesino". La verdad, querríamos que Arturo Pérez-Reverte se identificara más con el corsario Lobo, pero no. "Yo soy todos y ninguno. Es verdad que me gusta Tizón, pero yo no torturaría... si no fuera necesario". Uno se queda escrutando la lobuna sonrisa del escritor tras la boutade. El capitán Lobo. "Lobo es un héroe absolutamente moderno, que no pierde el mundo de vista, pero al que un estallido romántico hace que cambie su vida". Tiene un aire del Coy de La carta esférica. "Lo veo con más distancia, aunque hay unos ecos sentimentales. El cabrón es un romántico, a su pesar, y eso es su condenación. Acabará enfrentado a su peor miedo. Mi mirada es más ahora la del artillero y la del policía". El estallido en la vida de Lobo lo pone Lolita Palma. "Sería ridículo hacerla feminista. En las mujeres del Cádiz de la época, como Frasquita Larrea, hay mucha inteligencia, pero no son feministas avant la lettre y yo no iba a poner una feminista de pastel, sería falso. Lolita es una mujer moderna, culta, con idiomas, como muchas gaditanas de la alta burguesía de entonces, pero sometida a su tiempo. Se enamora, vive y trabaja en el marco de lo posible. No es un invento, como no lo son los otros personajes, sino un destilado de muchas biografías auténticas".
En realidad, considera Pérez-Reverte, lo que prima en la novela, "una novela sin héroes", es una "descarnadísima visión sobre el ser humano". De hecho, algunas escenas, muy crudas, parecen salidas de los cuadros de Goya, como el sargento francés del 95º de línea aserrado por la mitad o lo de arrancarle los dientes de oro a los caídos a culatazos (pero el novelista dice que eso lo ha visto con sus propios ojos: no es extraño que a veces sea tan hosco). Cuántas cosas en la novela, Arturo. Si hasta hay balística ¡y colombofilia! "En El asedio está toda mi vida de escritor y de ser humano", dice el novelista en un raro arrebato sentimental, como de Napoleón el día después de Eylau. Hay momentos en que uno está tentado de darle una palmadita en el hombro. Pero vete a saber cómo reaccionaría. "Está mi vida", continúa, "pero no de manera faulkneriana, contemplativa, sino llena de acción, de enigmas, de asaltos, de combates". El novelista mira al cielo, parece rebobinar, y dice: "El asedio es una novela de geometría y de sombras". Le gusta la frase y se queda saboreándola. "De geometría y de sombras".
Eso de las geometrías, esa forma de ver la vida, tan fría, matemática, inhumana. Líneas, trayectorias. "Es la guerra", responde Pérez-Reverte sin mirarme. "Yo nunca presumo de la guerra, pero he pasado 21 años en países en guerra. Y la guerra es geometría. Ángulos seguros e inseguros, enfilaciones, parábolas, impactos. Los que hemos estado allí sabemos que la guerra es geometría y aritmética. No es algo nuevo en mi obra. Está en El maestro de esgrima -la esgrima es todo ángulos, como bien sabes-. En El húsar: la geometría de la carga de caballería contra la línea. Hay una geometría de la catástrofe que se ha infiltrado en mi manera de mirar. Y es una paradoja porque yo soy de letras, lo contrario a la mirada científica, pésimo estudiante de química, física, matemáticas. Para esta novela tenía intuiciones, pero carecía de la cultura científica para resolver el enigma que me había planteado yo mismo. Así que recabé la ayuda de José Manuel Sánchez Ron, que es un gran amigo. Él me explicó que había formulaciones científicas para concretar en el lenguaje de la ciencia -en el de la ciencia de 1811- el enigma que planteaba". Ese enigma de El asedio es el de la misteriosa relación entre los proyectiles que caen sobre Cádiz y los asesinatos de jovencitas que se producen en la ciudad. La resolución, un tanto ardua -¡vórtices!-, puede dejar al lector algo estupefacto. Se lo digo tímidamente a Pérez-Reverte. "Es lo que hay", responde. Zanjado.
En la ermita chiclanera de Santa Ana, en una colina en las alturas afuera de Puerto Real, nos regalamos la vista con la perspectiva del mando napoleónico durante el asedio, que ya es lujo. Allí, a la izquierda, fue la batalla de Chiclana -que se describe fragmentaria y enfebrecidamente en El asedio; también se muestra en una de las aventuras del fusilero Sharpe de Bernard Cornwel, La furia de Sharpe (Edhasa), que transcurre igualmente en Cádiz: es divertido compararlas, de tan diferentes que son-. En la novela hay un argumento policiaco y guerra, pero Pérez-Reverte niega rotundamente que se pueda hablar de un thriller de ambiente bélico, ese subgénero tan en boga. "Aquí no se compara la guerra con el asesinato". El autor destaca la originalidad en la manera de matar de su asesino gaditano.
La siguiente parada es cerca del Pinar de los franceses, junto a las marismas y caños que hacían intransitable para un ejército el acceso a Cádiz a pie. Dado que es un espacio natural, aprovecho para echar un vistazo a los pájaros con mi telescopio, que no es un Dixey inglés, pero mola: mmm, correlimos, avoceta... Pérez-Reverte me mira con conmiseración, como diciendo: "Valiente Palafox estás hecho". Carraspea. Pliego enseguida el instrumento. "Mi episodio favorito de la novela es el del robo de la cañonera francesa. Es el tipo de golpe de mano de esa guerra. Es real, se trajeron una un hombre y su hijo, con dos cojones. Lo hicieron porque las autoridades españolas ofrecían una recompensa. Por supuesto, no les pagaron. Lo hicieron por eso, por dinero. La palabra patriotismo sólo aparece en la novela en boca de los que no combaten, porque Cádiz está lleno de gente nada heroica que se corre juergas vestida de uniforme y se toca los huevos. De hecho, los franceses lo pasaron peor: se sienten en el culo del mundo y eran unos sitiadores sitiados, mientras que Cádiz, que nunca sufrió bloqueo, estaba bien abastecido, recibía todos los suministros que quería por mar. No te imagines un Leningrado. Mojarra, mi guerrillero, que simboliza el fatalismo atávico del español forjado en siglos de desgracias, sí pelea, lucha por comida, y por unos zapatos para sus hijas; él sabe bien lo que tapan las banderas". La novela incluye algunas reflexiones sobre la guerra y los españoles hechas entre el desprecio y el temor por los franceses, que son también los que aportan la mayoría de los momentos de humor (gamberro, a lo La sombra del águila) del relato, más bien sombrío.
Le echamos un vistazo a Cádiz, más allá del laberinto de fango y canales. "La visión de Cádiz en la novela no es amable, esto no es un canto a Cádiz; aunque hay un evidente amor por la ciudad. Cádiz era entonces más parecido a Hamburgo, a Liverpool, a Manchester, a Baltimore que a Madrid o Burgos. Era una ciudad abierta al mar y al mundo por la que entraban ideas y libertades. Una ciudad en la que, por ejemplo, los mayordomos homosexuales estaban bien vistos. Con tolerancia. Burguesa, sí, pero culta y liberal, no refinada, pero sí de un nivel intelectual alto que hizo posible abrir la ventana, airear esa España de sacristía y sotana miserable. Escribiendo la novela he pasado dos años en ese Cádiz de 1811 y siento mucha melancolía de lo que pudo ser nuestro país, y rabia de ese rey hideputa (Fernando VII), el peor de la historia de España, y mira que los hemos tenido malos". Cuando Pérez-Reverte está de ese humor perro, desgranando su letanía de la negra historia, es mejor no interrumpirlo. "Fue un error de los radicales que no supieron combinar revolución con realismo y quisieron ir más deprisa de lo que el tiempo y la historia permitían. Por eso se fracasó. Cádiz era la ciudad más liberal de Europa, ¡si es que había censura en Francia y, en cambio, libertad de prensa en Cádiz! Y ya ves, todo se perdió y seguimos pagando el precio de esa pérdida. Y fue entonces cuando Inglaterra se aprovechó e hizo su agosto con nuestras colonias americanas".
Para sacarlo de ese discurso que le ensombrece le digo que hay poquito sexo en la novela. "No es necesario en ésta". Lástima. "Hay unas putas y la escena del comisario y la chica. Y entre Lobo y ella, todo el sexo que se podían permitir". Baste decir que a Lobo sólo le vemos abrir la portañuela del calzón para orinar. El paseo acaba con el regreso a Cádiz, y Pérez-Reverte se somete sobre la arena de la Caleta a la sesión de fotos. Lo hace con la altiva resignación de Torrijo y sus compañeros ante los pelotones de fusilamiento en la playa malagueña de San Andrés. Mientras posa -si es que alguien puede hacer posar a Pérez-Reverte- me dedico a coger algunos de los extraños guijarros característicos de Cádiz que siembran la Caleta y que semejan, con un poco de imaginación, trozos de metralla. Tardo en darme cuenta de que el novelista está a mi lado recolectando piedras él también. Ensimismado, por un momento, uno sólo, Pérez-Reverte parece relajado, feliz, confiado, hasta indefenso. Como un alfil retirado del tablero de juego y librado de su pesada carga: su mortífera diagonal, su esquinada perspectiva, su letal mirada...
Primer capítulo

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