Irak ha vivido todos los horrores/Ignacio Rupérez ha sido embajador de España en Irak de 2005 a 2008. Ha publicado Daños colaterales. Un español en el infierno iraquí, Planeta
Publicado en EL PAÍS (www.elpais.com), 16/02/09;
Si al final tan sólo se consigue que Irak sea una democracia de baja intensidad, este país puede consagrarse como un Estado fallido, base para el crimen organizado y las actividades terroristas, con millones de personas desplazadas o refugiadas, sometido a fuertes tensiones étnicas y religiosas e incapaz de mantener la solidaridad y la cohesión ni entre ciudadanos ni entre provincias. En este peor de los casos, Irak perpetuaría lo que vergonzosamente ha sido desde el año 2003.
Pocos meses después de la invasión estadounidense, y pasadas unas semanas de una tregua engañosa, de forma paulatina se fueron colocando en Irak las piezas de lo que ha sido una guerra civil de geometría variable, de conflictos simultáneos y entrelazados entre chiíes y suníes, entre insurrectos y tropas de ocupación, grupos terroristas y población civil, entre árabes y kurdos… A esta fenomenología del enfrentamiento y la aniquilación habría que añadir el impulso de las tensiones centrífugas desde Bagdad hacia las tribus y las provincias, en un país que se quedó sin Estado.
Para comprender lo que ha sido Irak en los últimos años, también sería preciso colocar esa pieza de la criminalidad rampante de delincuentes armados, con frecuencia encubiertos en milicias religiosas o actuando sin despojarse de los uniformes y equipos de las fuerzas policiales para violar, matar y robar, reinventando los escuadrones de la muerte de la manera más despiadada que imaginarse pueda, con absoluta desfachatez.
Prácticamente desaparecidas las instituciones públicas a partir de marzo de 2003, y hasta unos cuatro años después, el poder político se pulverizó en innumerables estancias, retrocedió a las tribus y las mezquitas y se repartió de manera mafiosa en unos grupos contra otros, alcanzándose un momento en que más bajas se causaban los iraquíes entre sí que los insurrectos o los terroristas infligían a las fuerzas de ocupación.
Una población resentida o huida, abandonada a su suerte y martirizada por tal cantidad de sufrimientos, es la que aparecía al fondo enrevesado de un escenario tan poco prometedor, caracterizado por soldados extranjeros que tardaron mucho en entender de qué guerra se trataba, y de una élite política en su mayor parte recién llegada del exilio.
Sin seguridad ni orden, apenas sin expectativas para las personas y para el país, se celebraron en enero de 2005 las primeras elecciones. En octubre del mismo año se planteó el referéndum constitucional y, una vez aprobada la Constitución, tuvieron lugar nuevas elecciones parlamentarias en diciembre de 2005. Sorprendentemente, los iraquíes acudieron en porcentajes elevados a todas las convocatorias, pese a los riesgos y los escasos motivos para el optimismo. Lo hicieron para configurar en los resultados de las urnas un país escindido a lo largo de líneas de separación étnicas y religiosas que el miedo y la violencia hacían más profundas aún.
En realidad no se votaba a alguien sino contra alguien. Que los partidos suníes, con la excepción destacada del Partido Islámico Iraquí, rechazaran participar, como lo hicieron los chiíes de Moq-tada al Sadr, creó graves problemas de representación exagerada o ausencia de la misma en diversos sectores de población. En consecuencia, esa Constitución de 2005 selló la sectarización hostil del país, como acuerdo entre los chiíes del Consejo Supremo Islámico Iraquí (CSII) y la Alianza Kurda, para un Irak en el que difícilmente se podría vivir, que más valía abandonar, sin futuro perceptible ni en el plano político ni en el militar.
En este panorama de horrores, relativamente mitigado a partir de la primavera de 2007, los resultados de las elecciones de enero de este año autorizan un cierto margen de optimismo. Con lentitud, han venido apareciendo datos fiables sobre la normalización de la vida en las ciudades, el descenso de la violencia y el retorno de refugiados y desplazados, y, con claridad, se verifica el triunfo de la coalición dirigida por el primer ministro Nuri al Maliki en nueve de las 14 provincias consultadas. Persona muy sometida a críticas por parte de la población y por parte de Estados Unidos, sin embargo, ha sabido aprovechar los resortes del Gobierno, e incluso legitimarse, tanto para conseguir mayores niveles de seguridad, como por sus negociaciones para la retirada de las tropas extranjeras y la firmeza mostrada contra las milicias sadristas y ante las exigencias de los kurdos.
El triunfo de su coalición, el rotundo fracaso del CSII y la disolución de la alianza chií que ganó en las elecciones de diciembre de 2005, evidencian probablemente la creciente pluralidad de opiniones en el seno de los chiíes, que siempre existió, entre los sectores urbanos y rurales, laicos y religiosos, nacionalistas y de obediencia iraní, etcétera, que sólo la más crasa ignorancia hizo creer que no existía. Como si los chiíes en Irak, o en cualquier otro lugar, fueran un conglomerado, y su mayoría demográfica pudiera trasladarse de manera matemática a una mayoría política.
En éstas y otras cuestiones, Irak ha sido víctima de inauditos errores de apreciación, ignorancia pura y dura, abierto desprecio y vergonzosas rectificaciones, generados por analistas y estrategas neocons, soberbios y torpes que no sabían de qué país se trataba y qué tipo de guerra se debía librar. Así todo, hasta que apareció gente diferente como el general David Petraeus y el embajador Ryan Crocker, y el Departamento de Estado norteamericano acabó por tomar la dirección de Irak de manos del Departamento de Defensa.
Las últimas han sido, pues, unas elecciones que parece que darán estabilidad al Gobierno, que reflejan la pluralidad de la mayoría chií, que registran esta vez la participación de suníes y sadristas, con presencia de partidos independientes, seculares y nacionalistas, unas elecciones que, en definitiva, han vuelto a registrar una notable participación ciudadana y constituyen un ejemplo más de la resistencia y la voluntad de los iraquíes, de su negativa a morir, contra tanto viento y tanta marea, buscando futuro en un Irak tan amenazado.
Parte de la solución y parte del problema al respecto, está en la retirada de las tropas estadounidenses, unos 145.000 soldados, de las ciudades a mediados de este año, y en su totalidad para finales de 2011. La solución es que el país deje de estar ocupado; el problema, o la duda, es si los soldados y policías iraquíes estarán ya en condiciones de hacerse cargo de la tarea. El círculo vicioso está en que si permanecen los soldados extranjeros, los iraquíes nunca se prepararán para sustituirlos.
Todos y cada uno de los diversos conflictos que anidan en el país requieren la correspondiente respuesta para conseguir una difícil reconstrucción. Difícil porque Irak ha sido sometido a un implacable acoso en todos los aspectos de la vida de las personas, de sus instituciones, de su economía, su cultura y su conciencia nacional. Irak seguirá siendo un país débil en la medida en que sus principales actores persistan en los graves contenciosos, que existían antes de la ocupación pero han sido furiosamente aventados por ésta. Contenciosos, por supuesto sobre la identidad nacional, pero asimismo sobre la distribución de poderes entre el Estado y las provincias, el control de los recursos nacionales y el reparto de los beneficios; y también sobre las relaciones con sus poderosos vecinos, en especial con Irán, Turquía y Siria.
Es evidente que lo que antecede se relaciona, ¡y de qué manera!, con lo que se espera de Estados Unidos en Oriente Próximo, una vez que ha sido preciso asistir al fracaso de la ocupación de Irak y la ruina del país ocupado y que ha habido que esperar a que un nuevo presidente se aloje en la Casa Blanca. Pero lo que más importa se relaciona también con esos signos de vigorosa reacción que se perciben en los iraquíes. Todo ello para que las piezas del abrumador embrollo nacional y regional puedan, al fin, empezar a colocarse en su sitio.
Pocos meses después de la invasión estadounidense, y pasadas unas semanas de una tregua engañosa, de forma paulatina se fueron colocando en Irak las piezas de lo que ha sido una guerra civil de geometría variable, de conflictos simultáneos y entrelazados entre chiíes y suníes, entre insurrectos y tropas de ocupación, grupos terroristas y población civil, entre árabes y kurdos… A esta fenomenología del enfrentamiento y la aniquilación habría que añadir el impulso de las tensiones centrífugas desde Bagdad hacia las tribus y las provincias, en un país que se quedó sin Estado.
Para comprender lo que ha sido Irak en los últimos años, también sería preciso colocar esa pieza de la criminalidad rampante de delincuentes armados, con frecuencia encubiertos en milicias religiosas o actuando sin despojarse de los uniformes y equipos de las fuerzas policiales para violar, matar y robar, reinventando los escuadrones de la muerte de la manera más despiadada que imaginarse pueda, con absoluta desfachatez.
Prácticamente desaparecidas las instituciones públicas a partir de marzo de 2003, y hasta unos cuatro años después, el poder político se pulverizó en innumerables estancias, retrocedió a las tribus y las mezquitas y se repartió de manera mafiosa en unos grupos contra otros, alcanzándose un momento en que más bajas se causaban los iraquíes entre sí que los insurrectos o los terroristas infligían a las fuerzas de ocupación.
Una población resentida o huida, abandonada a su suerte y martirizada por tal cantidad de sufrimientos, es la que aparecía al fondo enrevesado de un escenario tan poco prometedor, caracterizado por soldados extranjeros que tardaron mucho en entender de qué guerra se trataba, y de una élite política en su mayor parte recién llegada del exilio.
Sin seguridad ni orden, apenas sin expectativas para las personas y para el país, se celebraron en enero de 2005 las primeras elecciones. En octubre del mismo año se planteó el referéndum constitucional y, una vez aprobada la Constitución, tuvieron lugar nuevas elecciones parlamentarias en diciembre de 2005. Sorprendentemente, los iraquíes acudieron en porcentajes elevados a todas las convocatorias, pese a los riesgos y los escasos motivos para el optimismo. Lo hicieron para configurar en los resultados de las urnas un país escindido a lo largo de líneas de separación étnicas y religiosas que el miedo y la violencia hacían más profundas aún.
En realidad no se votaba a alguien sino contra alguien. Que los partidos suníes, con la excepción destacada del Partido Islámico Iraquí, rechazaran participar, como lo hicieron los chiíes de Moq-tada al Sadr, creó graves problemas de representación exagerada o ausencia de la misma en diversos sectores de población. En consecuencia, esa Constitución de 2005 selló la sectarización hostil del país, como acuerdo entre los chiíes del Consejo Supremo Islámico Iraquí (CSII) y la Alianza Kurda, para un Irak en el que difícilmente se podría vivir, que más valía abandonar, sin futuro perceptible ni en el plano político ni en el militar.
En este panorama de horrores, relativamente mitigado a partir de la primavera de 2007, los resultados de las elecciones de enero de este año autorizan un cierto margen de optimismo. Con lentitud, han venido apareciendo datos fiables sobre la normalización de la vida en las ciudades, el descenso de la violencia y el retorno de refugiados y desplazados, y, con claridad, se verifica el triunfo de la coalición dirigida por el primer ministro Nuri al Maliki en nueve de las 14 provincias consultadas. Persona muy sometida a críticas por parte de la población y por parte de Estados Unidos, sin embargo, ha sabido aprovechar los resortes del Gobierno, e incluso legitimarse, tanto para conseguir mayores niveles de seguridad, como por sus negociaciones para la retirada de las tropas extranjeras y la firmeza mostrada contra las milicias sadristas y ante las exigencias de los kurdos.
El triunfo de su coalición, el rotundo fracaso del CSII y la disolución de la alianza chií que ganó en las elecciones de diciembre de 2005, evidencian probablemente la creciente pluralidad de opiniones en el seno de los chiíes, que siempre existió, entre los sectores urbanos y rurales, laicos y religiosos, nacionalistas y de obediencia iraní, etcétera, que sólo la más crasa ignorancia hizo creer que no existía. Como si los chiíes en Irak, o en cualquier otro lugar, fueran un conglomerado, y su mayoría demográfica pudiera trasladarse de manera matemática a una mayoría política.
En éstas y otras cuestiones, Irak ha sido víctima de inauditos errores de apreciación, ignorancia pura y dura, abierto desprecio y vergonzosas rectificaciones, generados por analistas y estrategas neocons, soberbios y torpes que no sabían de qué país se trataba y qué tipo de guerra se debía librar. Así todo, hasta que apareció gente diferente como el general David Petraeus y el embajador Ryan Crocker, y el Departamento de Estado norteamericano acabó por tomar la dirección de Irak de manos del Departamento de Defensa.
Las últimas han sido, pues, unas elecciones que parece que darán estabilidad al Gobierno, que reflejan la pluralidad de la mayoría chií, que registran esta vez la participación de suníes y sadristas, con presencia de partidos independientes, seculares y nacionalistas, unas elecciones que, en definitiva, han vuelto a registrar una notable participación ciudadana y constituyen un ejemplo más de la resistencia y la voluntad de los iraquíes, de su negativa a morir, contra tanto viento y tanta marea, buscando futuro en un Irak tan amenazado.
Parte de la solución y parte del problema al respecto, está en la retirada de las tropas estadounidenses, unos 145.000 soldados, de las ciudades a mediados de este año, y en su totalidad para finales de 2011. La solución es que el país deje de estar ocupado; el problema, o la duda, es si los soldados y policías iraquíes estarán ya en condiciones de hacerse cargo de la tarea. El círculo vicioso está en que si permanecen los soldados extranjeros, los iraquíes nunca se prepararán para sustituirlos.
Todos y cada uno de los diversos conflictos que anidan en el país requieren la correspondiente respuesta para conseguir una difícil reconstrucción. Difícil porque Irak ha sido sometido a un implacable acoso en todos los aspectos de la vida de las personas, de sus instituciones, de su economía, su cultura y su conciencia nacional. Irak seguirá siendo un país débil en la medida en que sus principales actores persistan en los graves contenciosos, que existían antes de la ocupación pero han sido furiosamente aventados por ésta. Contenciosos, por supuesto sobre la identidad nacional, pero asimismo sobre la distribución de poderes entre el Estado y las provincias, el control de los recursos nacionales y el reparto de los beneficios; y también sobre las relaciones con sus poderosos vecinos, en especial con Irán, Turquía y Siria.
Es evidente que lo que antecede se relaciona, ¡y de qué manera!, con lo que se espera de Estados Unidos en Oriente Próximo, una vez que ha sido preciso asistir al fracaso de la ocupación de Irak y la ruina del país ocupado y que ha habido que esperar a que un nuevo presidente se aloje en la Casa Blanca. Pero lo que más importa se relaciona también con esos signos de vigorosa reacción que se perciben en los iraquíes. Todo ello para que las piezas del abrumador embrollo nacional y regional puedan, al fin, empezar a colocarse en su sitio.