Obama en Europa/Joaquín Roy, catedrático ‘Jean Monet’ y director del Centro de la Unión Europea en la Universidad de Miami
Publicado en EL CORREO DIGITAL, 01/04/09;
Londres, Estrasburgo, Baden-Baden, Praga, Estambul… Barack Obama se ha embarcado en un agotador periplo europeo que ni siquiera va a impactar en su peculiar sonrisa y carisma. Europa ya apostó por Obama, aunque no se sabe bien si fue por el disgusto con Bush o por apoyar las causas liberales de las minorías raciales, aunque en el propio continente se pisoteen frecuentemente. En fin, el hecho es que el presidente estadounidense encara de lleno la inevitable necesidad de mantener la alianza con una civilización que es a la postre la única de fiar para los intereses globales de Washington, antes y ahora. Europa y Estados Unidos están condenados a entenderse.
Pero la descomunal agenda de Obama encara algunas importantes aristas, incomprensiones y falsas percepciones. En Europa existe un malentendido sobre Estados Unidos, donde se ignoran ciertas esencias europeas, sobre todo las de más reciente instalación. La primera causa de la defectuosa comprensión de Europa para los ojos norteamericanos es precisamente la ambivalencia europea en definirse. Existe una contradicción entre las declaraciones oficiales y los evidentes logros de la integración (sublimada en la entidad llamada Unión Europea) y la imagen negativa que frecuentemente proyectan los líderes europeos actuales, aunque los ciudadanos no les van a la zaga a menudo.
Todavía resuena la admonición de Kissinger acerca de la identificación del ‘teléfono de Europa’. La UE respondió lenta pero tímidamente con la instalación del nuevo puesto de Alto Representante para la Política Exterior Común y de Seguridad (PESC). Javier Solana, es sabido, es hasta ahora el primero y único Mr. Pesc. Pero cuando se intentó elevar este cargo a la categoría de ministro de Asuntos Exteriores en la fallida Constitución, no se consiguió más que rebajarlo a la categoría del título rimbombante original en el rescate del Titanic que es el Tratado de Lisboa, pendiente de un hilo, el segundo referéndum irlandés.
De aprobarse este texto de reforma, Europa pasaría a tener no un teléfono, sino cuatro: el nuevo presidente con un mandato de dos años y medio, renovables; Mr. Pesc; el mandatario del país que rotatoriamente seguiría coordinando los consejos; y el presiente de la Comisión, que no quisiera verse rezagado. De ahí que los líderes no estén dispuestos a dar mayor poder al Parlamento, ya que su presidente quisiera poder controlar a las demás instituciones. Ya lo dijo Madeleine Albright una vez: para entender a la UE hay que ser francés o muy inteligente.
Pero, en fin: hay lo que hay. Y con eso debe lidiar Obama. Ante la ambivalencia europea, el presidente norteamericano se va a mostrar prudente para no herir susceptibilidades. Ve que la dirigencia checa (ahora en desbandada, pero no enterrada) quisiera desmantelar la UE y convertirse en una ineficaz OEA, bañada por el Danubio, no por el Potomac. Observa cómo la extraña pareja de Sarkozy y Merkel no se parecen en absoluto a Mitterrand y Kohl. Comprueba cómo para las nuevas generaciones Monnet es un pintor y Schuman, un compositor. A pesar del programa Erasmus, la integración de la juventud europea, aunque ha superado la incomunicación de la primera parte del siglo XX, deja todavía mucho que desear.
Respetuoso con la tradicional ‘relación especial’ con los británicos, Obama toma cuidadosa nota de los discursos con los que el primer ministro Gordon Brown se adornó en su reciente visita a Washington; no mencionó una sola vez a la Unión Europea. Coincidió con el presidente americano en referirse a Europa genéricamente. Este concepto geopolítico angloamericano incluye a la OTAN, cualquier coalición de la vieja y la nueva Europa (la etiqueta de Rumsfeld no ha desaparecido por completo), y sobre todo a cualquier esquema que suavice los requisitos comerciales de la UE, percibidos como obstáculos para la libre circulación de los bienes norteamericanos.
De ahí que Obama, como era el caso notorio de Bush, se deba mostrar extremadamente escrupuloso en no ser etiquetado como inclinado hacia el federalismo europeo, sobretodo en las actuales circunstancias. Ante la anunciada renacionalición de la producción en ciertos sectores (con Sarkozy a la cabeza), el contraataque del imperio no se ha hecho esperar: ‘Comprad americano’ es el grito de guerra populista en el Congreso. Identificada (erróneamente) como la madre natural de NAFTA, la UE puede ingresar en un periodo de mala prensa, a pesar de los insuficientes esfuerzos que hacen las representaciones de la Comisión, los diversos centros y cátedras dedicadas a romper el mal entendimiento, y los esfuerzos individuales dignos de encomio.
El hecho es que la población norteamericana se divide todavía (fuera de la elite académica) en dos bandos. Uno ignora todo sobre la UE y el estado actual de Europa; el otro cree que la integración europea es una maniobra para competir con Estados Unidos y desplazarlo de la posición hegemónica que ha disfrutado durante casi un siglo. Interpretando incorrectamente las causas del cambio desfavorable para la moneda norteamericana, se cree que la subida del euro es una maniobra europea agresiva contra la economía estadounidense, cuando en realidad es negativa para las exportaciones europeas. La agenda de Obama es, por lo tanto, ardua y voluminosa.
Pero la descomunal agenda de Obama encara algunas importantes aristas, incomprensiones y falsas percepciones. En Europa existe un malentendido sobre Estados Unidos, donde se ignoran ciertas esencias europeas, sobre todo las de más reciente instalación. La primera causa de la defectuosa comprensión de Europa para los ojos norteamericanos es precisamente la ambivalencia europea en definirse. Existe una contradicción entre las declaraciones oficiales y los evidentes logros de la integración (sublimada en la entidad llamada Unión Europea) y la imagen negativa que frecuentemente proyectan los líderes europeos actuales, aunque los ciudadanos no les van a la zaga a menudo.
Todavía resuena la admonición de Kissinger acerca de la identificación del ‘teléfono de Europa’. La UE respondió lenta pero tímidamente con la instalación del nuevo puesto de Alto Representante para la Política Exterior Común y de Seguridad (PESC). Javier Solana, es sabido, es hasta ahora el primero y único Mr. Pesc. Pero cuando se intentó elevar este cargo a la categoría de ministro de Asuntos Exteriores en la fallida Constitución, no se consiguió más que rebajarlo a la categoría del título rimbombante original en el rescate del Titanic que es el Tratado de Lisboa, pendiente de un hilo, el segundo referéndum irlandés.
De aprobarse este texto de reforma, Europa pasaría a tener no un teléfono, sino cuatro: el nuevo presidente con un mandato de dos años y medio, renovables; Mr. Pesc; el mandatario del país que rotatoriamente seguiría coordinando los consejos; y el presiente de la Comisión, que no quisiera verse rezagado. De ahí que los líderes no estén dispuestos a dar mayor poder al Parlamento, ya que su presidente quisiera poder controlar a las demás instituciones. Ya lo dijo Madeleine Albright una vez: para entender a la UE hay que ser francés o muy inteligente.
Pero, en fin: hay lo que hay. Y con eso debe lidiar Obama. Ante la ambivalencia europea, el presidente norteamericano se va a mostrar prudente para no herir susceptibilidades. Ve que la dirigencia checa (ahora en desbandada, pero no enterrada) quisiera desmantelar la UE y convertirse en una ineficaz OEA, bañada por el Danubio, no por el Potomac. Observa cómo la extraña pareja de Sarkozy y Merkel no se parecen en absoluto a Mitterrand y Kohl. Comprueba cómo para las nuevas generaciones Monnet es un pintor y Schuman, un compositor. A pesar del programa Erasmus, la integración de la juventud europea, aunque ha superado la incomunicación de la primera parte del siglo XX, deja todavía mucho que desear.
Respetuoso con la tradicional ‘relación especial’ con los británicos, Obama toma cuidadosa nota de los discursos con los que el primer ministro Gordon Brown se adornó en su reciente visita a Washington; no mencionó una sola vez a la Unión Europea. Coincidió con el presidente americano en referirse a Europa genéricamente. Este concepto geopolítico angloamericano incluye a la OTAN, cualquier coalición de la vieja y la nueva Europa (la etiqueta de Rumsfeld no ha desaparecido por completo), y sobre todo a cualquier esquema que suavice los requisitos comerciales de la UE, percibidos como obstáculos para la libre circulación de los bienes norteamericanos.
De ahí que Obama, como era el caso notorio de Bush, se deba mostrar extremadamente escrupuloso en no ser etiquetado como inclinado hacia el federalismo europeo, sobretodo en las actuales circunstancias. Ante la anunciada renacionalición de la producción en ciertos sectores (con Sarkozy a la cabeza), el contraataque del imperio no se ha hecho esperar: ‘Comprad americano’ es el grito de guerra populista en el Congreso. Identificada (erróneamente) como la madre natural de NAFTA, la UE puede ingresar en un periodo de mala prensa, a pesar de los insuficientes esfuerzos que hacen las representaciones de la Comisión, los diversos centros y cátedras dedicadas a romper el mal entendimiento, y los esfuerzos individuales dignos de encomio.
El hecho es que la población norteamericana se divide todavía (fuera de la elite académica) en dos bandos. Uno ignora todo sobre la UE y el estado actual de Europa; el otro cree que la integración europea es una maniobra para competir con Estados Unidos y desplazarlo de la posición hegemónica que ha disfrutado durante casi un siglo. Interpretando incorrectamente las causas del cambio desfavorable para la moneda norteamericana, se cree que la subida del euro es una maniobra europea agresiva contra la economía estadounidense, cuando en realidad es negativa para las exportaciones europeas. La agenda de Obama es, por lo tanto, ardua y voluminosa.