4 nov 2006

Elecciones en Nicaragua

Nicaragua: ¿otra crisis electoral a la vista?/Carlos F. Chamorro*
Una vez más, Nicaragua afronta la posibilidad de una restauración sandinista. El país acudirá mañana a las urnas en una inédita elección con cuatro candidatos competitivos. Y la incógnita mayor es si Daniel Ortega, derrotado por un margen mayor del 10% en las últimas tres elecciones, volverá esta vez al poder.

Nicaragua está polarizada entre una minoría sandinista y una mayoría claramente antisandinista. Sin embargo, el ex presidente Daniel Ortega tiene una posibilidad real de ganar. A pesar de los esfuerzos conspicuos de la Administración Bush para unificar a la derecha, ésta acude dividida en dos fracciones. El ala tradicional, Partido Liberal Constitucionalista (PLC), controlada por el ex presidente Arnoldo Alemán, preso en su casa por corrupción, postula como candidato a José Rizo. El sector moderno, Alianza Liberal Nicaragüense (ALN), lo encabeza el banquero Eduardo Montealegre con amplio respaldo del sector privado y del Gobierno de Washington. Pero el FSLN también ha sufrido una importante fractura, al surgir una nueva opción de izquierda democrática, un desprendimiento del sandinismo que ha logrado ganar apoyo entre los votantes independientes. Su candidato es el economista Edmundo Jarquín, un ex funcionario del BID experto en temas de gobernabilidad.
Un pacto constitucional entre Alemán y Ortega en el año 2000 estableció que para ganar la elección en primera vuelta se necesita más del 40% de los votos. Pero, además, a cambio de prebendas personales, Alemán concedió una regla que parece un traje a la medida de Ortega: se puede ganar en primera vuelta con el 35% de los votos si se obtiene una diferencia de cinco puntos porcentuales sobre el segundo lugar. Paradójicamente, Ortega entra en la recta final de la campaña con una proyección de votos del 33%, casi un tercio menor que su votación histórica (42%), pero mantiene una posibilidad de triunfo por la dispersión del voto de sus adversarios.

El líder del FSLN recorre el país ofreciendo “paz, trabajo, y reconciliación”, al estilo de un predicador religioso. Ortega critica al capitalismo salvaje, pero no propone ningún cambio sistémico como alternativa. La única novedad de su programa es la oferta de colaboración económica y alineamiento político con el Gobierno venezolano de Hugo Chávez.
En la acera de enfrente, las fuerzas emergentes que representan Montealegre y Jarquín coinciden en la necesidad de una reforma política para desmontar del pacto de los caudillos Ortega-Alemán que partidizó la justicia y el poder electoral. En el campo socioeconómico, difieren en variantes de continuidad o cambio, en torno a las reformas que han generado un modesto crecimiento económico, pero sin lograr una mejoría significativa en el 50% de la población que vive en niveles de pobreza.
Es imperativo leer con cautela las encuestas que colocan a Ortega en primer lugar, pues aún se registra un porcentaje significativo de voto oculto. Con esa advertencia, se vislumbran tres posibles escenarios:
1. Ortega no logra ganar en primera vuelta. Como en otras ocasiones, el voto oculto se vuelca en masa en contra de Ortega. Luego es derrotado por Montealegre de forma contundente al unificarse el voto antiorteguista. Se proyecta, por tanto, un presidente con fuerte mandato popular y la posibilidad de articular una alianza democrática en el Parlamento.

2. Ortega gana en primera vuelta. El impacto inicial en Nicaragua sería un compás de espera de incertidumbre económica. El déficit de confianza que supone el pasado de Ortega preocupa a inversionistas, ahorrantes y donantes externos. Con independencia de su retórica revolucionaria, Ortega sería un presidente de minoría sin posibilidades de hacer cambios políticos sustanciales, pues tampoco contaría con mayoría parlamentaria. En el contexto latinoamericano, una victoria de Ortega significaría un nuevo aliado incondicional para Chávez, con más influencia simbólica que real en la región centroamericana. Sería un socio económicamente dependiente de Chávez, en una región fuertemente dominada por la influencia de EE. UU. y el Tratado de Libre Comercio de América Central. El balance de una precaria estabilidad dependería de una conflictiva relación Ortega-Estados Unidos, que de antemano está alimentada por una hostilidad mutua.

3. El escenario de crisis. El desenlace más probable en este momento es un resultado electoral demasiado estrecho para definir sin controversia un ganador en primera vuelta. Los electores dudan que el Consejo Supremo Electoral, fuertemente dominado por el FSLN y el PLC, pueda administrar con imparcialidad un resultado estrecho. Y aunque no se vislumbra un fraude masivo, existe el riesgo de un fraude selectivo para modificar la voluntad popular. Esto plantea un reto formidable a los observadores electorales internacionales, OEA, Unión Europea y el Centro Carter, para prevenir tal situación o aún más grave que la ocurrida en México.

Ante un desenlace marcado por la incertidumbre, la única certeza es que de estas elecciones surgirá una nueva correlación parlamentaria en la Asamblea Nacional, debilitando al pacto Alemán-Ortega que mantuvo como rehén al Gobierno de Bolaños. El nuevo Gobierno al menos tendrá mayor espacio de negociación democrática en un Parlamento fragmentado con cuatro bancadas fuertes. Un panorama futuro complejo, pero mucho más prometedor que el presente.

*Es director del semanario Confidencial y del magazine de TV Esta Semana. Ex director del diario sandinista Barricada

Tomado de La VANGUARDIA, 04/11/2006


Arabes en su laberinto


Los árabes en su laberinto/Alí Lmrabet*
Publicado en El Mundo (www.elmundo.es) 4/11/2006;
En estos tiempos de profetas ofendidos, de Papas amenazados y de calenturas musulmanas, es imprescindible indagar en las razones, remotas o contemporáneas, que han hecho que el mundo musulmán sea lo que es hoy.
Como otros imperios antiguos, los musulmanes creyeron ingenuamente que iban a dominar indefinidamente el mundo. Como bien sabemos, no fue así. Existieron capitales árabes resplandecientes, como Damasco y Bagdad; y dinastías pujantes como las magrebíes que hicieron posible Al Andalus -encarnación misma del Paraíso en la Tierra-. Pero la inevitable decadencia lo derrumbó todo. La desagregación de la umma (comunidad musulmana), cuyo símbolo era la preeminencia espiritual del califa (el representante de Dios en sus dominios) en todas las tierras del Islam, y el fin del poderío militar, dieron paso a los sempiternos lamentos que leen los escolares árabes en sus libros de Historia.
Algunos creen que los musulmanes padecen una extraña enfermedad hecha de nostalgia, rabia y súbitos accesos de ansia de revancha; una pandemia que se extendería por la amplia geografía que va desde Marruecos hasta la antigua Mesopotamia. Otros deducen metafóricamente que están enclaustrados en una suerte de laberinto, buscando desesperadamente la salida que les devuelva la dignidad, el apogeo y la felicidad de los primeros tiempos de la umma. En todo caso, hay factores que han sido desde hace siglos el motor de una desesperada carrera para dar con el Santo Grial árabe, el símbolo que reunificaría y consolidaría lo que se había desagregado.
Esta frenética búsqueda se ha materializado de diferentes formas. Primero se dio el movimiento nahda (renacimiento), obra de un puñado de estudiosos, activistas y clérigos del siglo XIX, entre los cuales cabe destacar al panislamista persa Yamal Eddin Al Afgani y al ulema egipcio Mohamed Abdú. El propósito de ese movimiento reformista era primero emular a Occidente, adueñarse de sus ciencias, ideas y savoir faire para crear estados modernos árabes (inexistentes entonces por la ocupación otomana), y segundo, y más novedoso, lanzarse en una reinterpretación del Corán, no tan osada como lo pensaron algunos sociólogos occidentales que la tildaron de «reforma a la protestante», pero lo suficiente para darle un toque moderno al islam y alejarlo de ciertas interpretaciones ortodoxas que vienen enquistándole desde la muerte del Profeta.
Desgraciadamente, la nahda no tuvo el éxito que se merecía. Una de las razones de su surgimiento -igualar a las naciones occidentales- se esfumó cuando las potencias europeas desmembraron el enfermo imperio otomano, no para liberar sus encadenados sujetos, sino para ocupar su lugar.
En el siglo XX, una profusión de pensadores de todo tipo se adueñaron del debate sobre cómo «reintegrar a los árabes en la Historia». La idea era cohesionar, sin califas ni sátrapas, los ya constituidos Estados nacionales en una misma e inmensa nación que iría de Irak hasta el océano atlántico. El soporte ideológico de este nuevo intento reformista es una mezcla de nacionalismo arábigo y de laicismo, el todo fermentado en referencias importadas de Occidente: el nacionalismo alemán del siglo XIX, el socialismo y el progresismo, pero no el marxismo, considerado insoluble en un espacio cultural fuertemente condicionado por la religión musulmana. La nueva doctrina ponía de relieve el concepto de nación árabe (Al Uatan al Arabi), en oposición a la umma que, según ellos, desdeña las identidades y especificidades de cada pueblo árabe. El Baas, un movimiento ideológico con ideal y principios panarabes, sutilmente alejado de la religión, había nacido. El éxito fue inmediato, especialmente entre los intelectuales, laicos, progresistas o modernistas.
Siguiendo el modelo baasista, toda una generación de jóvenes militares nacionalistas se alzó con el poder en sus respectivos países para refundar el Estado. Pero la Historia tiene esa manía de repetirse y el baasismo, esa ola de un arabismo integrador llevado al extremo, terminó fracasando sobre las rocas de las realidades nacionales y ambiciones de cada país. Dividido, escindido en dos fracciones enemigas (la siria y la iraquí), manipulado por algunos Estados laicos, convertidos en Estados de terror, y recuperado por el panarabismo triunfante de Nasser. El baasismo se convirtió al final en una caja de resonancia vacía de contenido.
El que no forma parte del complejo universo de los árabes, el que no ha convivido con ellos, observado su manera de ver el mundo, no puede entender lo que ha significado para millones de árabes la catástrofe de 1967. No es por nada que la evocación de este doloroso episodio ha sido expurgado de la memoria colectiva de los árabes. En la conciencia popular, la victoria israelí sobre los ejércitos regulares árabes, mucho más eficientes cuando se trata de masacrar a sus propias poblaciones que a defender sus territorios, expulsaba otra vez al purgatorio las masas, de Bagdad a Casablanca, que habían creído que el naserismo les estaba sacando de la oscuridad del laberinto.
¿Se puede fechar desde entonces el surgimiento de otra nahda, menos filosófica y decididamente ofensiva? Es probable. En todo caso, desde esa época, emblemática y cruel, empezó a tomar forma un amplio movimiento tan utópico como sus predecesores, pero menos elitista e infinitamente más popular: el islamismo político, que no era novedoso, ya que su matriz, la cofradía de los Hermanos Musulmanes, existente en Egipto desde 1928, comenzó a irrumpir en la escena política a partir de esa fecha. En sus maletas traía respuestas prácticas a las grandes cuestiones políticas y sociales. Su filosofía es una mezcla de política y de religión que borra la noción de nación árabe de su repertorio ideológico y lingüístico para remplazarla por la de umma, la madre que arropa y protege. Las referencias doctrinales de los barbudos son simples, muchas veces sacadas de su contexto, pero son fáciles de asimilar. Al árabe de la calle no se le inculca nociones importadas sino un referente con quien convivió toda su vida: su religión.
El progresismo, el laicismo y el modernismo son asimilados a la aborrecida aculturación y los males que acechan al ser árabe son claramente designados: la agresión externa y la opresión interna. En medio de versos del Corán y de vehementes proclamas, el mensaje islamista se presenta como la única fuerza que puede contener a Occidente y su centinela en tierras del islam, Israel, la odiada entidad sionista. En cuanto a los regímenes árabes -repúblicas autoritarias supuestamente progresistas y monarquías disolutas teóricamente musulmanas-, los islamistas prometen erradicarlos.
Hay dos ejemplos, alejados geográficamente, pero sumamente significativos, para mesurar el arrollador triunfo de este nuevo movimiento. Un año antes de la Guerra de los Seis Días, el presidente Nasser enviaba a la horca, después de un simulacro de juicio, a Sayyed Qutb, un brillante intelectual miembro de la cofradía de los Hermanos Musulmanes. El año siguiente, una parte importante de la sociedad egipcia consideró la derrota frente a Israel como un castigo divino por el martirio de Qutb ,y hoy sus obras, que preconizan la hakimiya (la instauración del gobierno de Dios), son de las más leídas por musulmanes de los cinco continentes. Entre sus fervientes seguidores figuran el ingeniero Abdesalam Farag, el cerebro del asesinato del presidente Sadat en 1981, así como un tal Aiman Zawahri, lugarteniente e ideólogo de Al Qaeda.
Por otro lado, en el otro extremo del mundo árabe, un desconocido inspector marroquí de la enseñanza pública enviaba una sorprendente carta al difunto rey Hasán II, conminándole a escoger entre «el islam o el Diluvio» y requiriéndole para que se arrepintiera de sus pecados, políticos y morales. Era el comienzo de los años 70, y Hasán II respondió internando al impertinente en un psiquiátrico. Como Nasser, el soberano marroquí pensó que el problema se resolvería mediante la represión. Hoy Abdesalam Yasin, que aboga por la «islamización de la modernidad» y la reeducación de las masas, está al frente del más influyente movimiento islamista magrebí. Un movimiento que hace alarde públicamente de su republicanismo, que parece haber aprendido del momentáneo fracaso del islamismo argelino y que hace suyos principios universales como la libertad de expresión, la liberalización de la mujer, etcétera.
Y por el momento, nada parece frenar este auge. Ni de una parte ni de la otra del mundo árabe. Los expertos occidentales que habían anunciado en los años 90 el declive del islamismo político han debido, al comienzo del siglo XXI, revisar sus predicciones o hacer tortuosas rectificaciones. En el Egipto de Qutb, los Hermanos Musulmanes (cuyos dirigentes históricos, por cierto, reniegan de sus ideas) protagonizaron en las elecciones legislativas de 2005 una victoria clara de los islamistas allí donde les dejaron presentarse.
En Cisjordania y Gaza, Hamas se ha visto desbordado por su amplia victoria en las últimas legislativas. En Marruecos, un reciente sondeo efectuado por un instituto norteamericano anuncia para los comicios de 2007 el triunfo de los islamistas, y en el Líbano, «un puñado de jóvenes musulmanes que temen a Dios» -como calificó el presidente iraní Ahmadineyad a los combatientes de Hizbulá- han logrado lo que no lograron todos los ejércitos árabes reunidos: frenar y golpear a la poderosa máquina de guerra israelí. Si añadimos a este panorama la imparable reconstrucción, a manos de las cortes musulmanas, del derruido Estado somalí, el horizonte del islamismo está despejado.
Cuarenta años después de la muerte certificada del nacionalismo árabe, cinco años después de los atentados del 11-S, y en medio de calenturas por las caricaturas danesas o las opiniones del Papa sobre Mahoma, estamos ante una evidencia: los árabes, que están afincados en un espacio geográfico donde no existe ni un solo Estado democrático, han optado, como nunca lo habían hecho antes, por dar su simpatía y su apoyo a un tipo de renacimiento distinto de lo que querían los idealistas del siglo XIX o los laicoarabistas del XX. Un renacimiento que no busca senderos para abandonar el laberinto, sino que opta por destruir sus muros.
Naturalmente, dirán algunos, no es éste el camino que va a permitir al ser árabe librarse de su ruina, recobrar su dignidad y reintegrarse en la Historia. Pero, ¿cómo convencer a los árabes de que hay otras alternativas cuando ven que el moralizador Occidente que les invita a apropiarse la democracia sigue favoreciendo y entendiendo la permanencia de sus dictaduras? ¿Por qué invitar a los árabes a no solidarizarse con los extremistas cuando uno de los máximos aliados de EEUU y de la UE, Arabia Saudí, fue y sigue siendo el mayor financiero y difusor del wahabismo, una de las interpretaciones más radicales del Islam? ¿Qué significado tiene explicar a los árabes que el terrorismo es una lacra cuando Libia, esa dictadura que ha reconocido implícitamente que sus servicios secretos hicieron estallar dos aviones de pasajeros, es ahora agasajado con beneméritas palabras por el autoproclamado primer gendarme de la guerra contra el terror? Y por fin, ¿cómo persuadir a los árabes que las reglas de juego civilizadas obligan a Hizbulá a acatar las resoluciones de la ONU cuando hay tantas otras resoluciones que siguen ignoradas tanto por Israel como por otros?
Puede que parezca simplista invocar estos planteamientos, a los que hay que añadir la necesaria y rápida instauración de un Estado palestino soberano (y no un vulgar batustán), pero a los islamistas hay que enfrentarlos con las ideas simples que han facilitado su éxito. Sin dejar de lado el hecho de que el buen despertar del mundo árabe es, ante todo, un asunto árabe, pero lo es también de los que quieren, en Occidente, que despierte.
*Alí Lmrabet es un valiente periodista marroquí; el gobierno de Marruecos le prohibio ejercer su profesión en el país durante diez años.

Oaxaca como verguenza


Oaxaca como metáfora/Jorge Volpi*
Desde el annus terribilis de 1994, en el cual se conjuntaron el alzamiento zapatista en Chiapas, los asesinatos del candidato presidencial del PRI y uno de sus principales consejeros y una profunda crisis económica, México no había atravesado una etapa tan turbulenta como los 10 primeros meses de 2006. A una campaña electoral marcada por la guerra sucia entre los candidatos, la intervención ilegal del presidente y la polarización extrema de la sociedad, le sucedió un acre conflicto poselectoral encabezado por Andrés Manuel López Obrador, quien quedó en segundo lugar en los comicios por menos de 250,000 votos.

Pero mientras éste y sus aliados perseveraban en sus protestas y se apresuraban a tomar el Zócalo de la ciudad de México, una revuelta aún más radical se incubaba en la capital del Estado de Oaxaca. Como todos los movimientos que terminan por convertirse en noticia, éste tuvo su origen en un conflicto en apariencia menor: la exigencia de los miembros de la sección 22 del sindicato de maestros para ser “rezonificados”, es decir, para que sus salarios fuesen semejantes a los de las zonas más ricas del país. Las quejas de los profesores oaxaqueños no podían resultar más inoportunas: opacadas por las campañas, sus demandas fueron desdeñadas por el centro y desoídas por el gobernador del Estado, Ulises Ruiz, uno de los últimos sátrapas del Partido Revolucionario Institucional.

Amparándose en la tradición autoritaria de sus predecesores y en la indiferencia tanto del Gobierno federal como de la opinión pública, Ruiz decidió lidiar con los maestros como solían hacerlo los políticos del PRI en sus mejores épocas: sobornando, amenazando y al final reprimiendo sin tregua a quienes cuestionaban su autoridad. Frívolo y soberbio, Ruiz no se dio cuenta de que la brutalidad policiaca sólo lograría recrudecer las protestas, y pronto los maestros se vieron reforzados por un contingente de grupos y organizaciones de variado cuño (entre los que figuran, sin duda, simpatizantes de la guerrilla), cuya meta común pasó a ser, por supuesto, la cabeza del sátrapa. Ruiz respondió con más represión, convencido de que el conflicto poselectoral que atravesaba el país distraería la atención de sus maniobras y lo protegería de cualquier intento de remoción.
Las condiciones estaban dadas para que Oaxaca se convirtiera en la metáfora extrema del México actual. Primero, porque su capital es ya una anomalía: una hermosa ciudad colonial, paraíso de los turistas, cuyo desarrollo está a años luz con respecto al resto del Estado. Segundo, porque se trata de una región que, pese a los cambios experimentados en las últimas décadas, se ha conservado bajo el férreo control del PRI. Y, tercero, porque la sección 22 del sindicato de maestros mantiene una tensa relación con la dirigencia nacional dominada por Elba Esther Gordillo, acaso la mujer más poderosa del país, recientemente expulsada del PRI y artífice, gracias a su nuevo partido, Nueva Alianza, del ajustado triunfo de Calderón.

Para entender lo que ocurre en Oaxaca se vuelve necesario desmenuzar el laberinto de complicidades tejidas entre todos estos actores. Tanto el Gobierno federal como el PRI -o esa pléyade de caudillos que administran las ruinas del PRI- son los responsables directos de que la situación se haya degradado hasta extremos inauditos. El conflicto se ha saldado ya con las vidas de 14 personas -debo repetirlo, porque en México nadie parece escucharlo: 14 personas-, todas ellas (salvo un periodista estadounidense) miembros de la pleonástica Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca, o APPO, es decir, de los rebeldes.
Decidido a pasar a la historia como un demócrata intachable, Fox prefirió esperar hasta el último momento antes de intervenir para no “mancharse las manos de sangre”. Su ansia de pasar a la historia le ha cobrado su peor factura: por acción u omisión, su Gobierno es el primer responsable de estas muertes. Temeroso de que la posible remoción de un gobernador sirviese como antecedente para echar a Felipe Calderón (tal como ha anunciado López Obrador), el PAN también se decantó por la no intervención en el conflicto, con los resultados ya vistos. El caso del PRI es más obvio: tras su descalabro electoral, sus huestes se aferran con uñas y dientes a sus últimos resquicios de poder. Esta avidez criminal, sumada a la ausencia de un auténtico líder en sus filas, ha provocado la denodada resistencia de Ruiz a abandonar su puesto. Por último, Elba Ester Gordillo se ha convertido, de nuevo, en la única beneficiaria del caos: Oaxaca le garantizó que el Gobierno de Fox comprometiese 41.000 millones de pesos (unos 3.000 millones de euros) para la “rezonificación” de los miembros de su sindicato; gracias a ello, la sección 22 decidió regresar a clases luego de cuatro meses de huelga, por más que muchos maestros no hayan avalado la decisión de sus dirigentes.
Oaxaca como espejo del país. Una región pobre dominada por una élite irresponsable y venal. Un presidente pusilánime, sólo preocupado por su fama futura (y sepultándola por ello mismo). Un partido en el poder a la defensiva, solitario y amedrentado. Una izquierda fanática que parece ansiar el fracaso del Gobierno sin pensar en los costos para la población. Un sindicalismo autoritario y monolítico. Una dirigente magisterial que, por despecho, sigue haciendo lo que se le antoja con el país. Un PRI moribundo, incapaz no sólo de renovarse sino de poseer una mínima coherencia. Un gobernador corrupto y mendaz que busca la impunidad a cualquier precio. Una guerrilla sin programa que se aprovecha del descontento popular. Una sociedad cada día más cansada y, por ello mismo, cada día menos civilizada. Una clase política corrupta e ignorante. Y, como de costumbre, unos cuantos muertos, anónimos y olvidados, caídos sin ninguna razón. Oaxaca como metáfora. Oaxaca como vergüenza.
*escritor mexicano
Publicado en EL PAÍS, 04/11/2006

La Obispa Jefferts





"Dios da la bienvenida a todos los presentes en esta mesa. Y los marginados son especialmente bienvenidos", fue lo primero que dijo Katharine Jefferts Schori al asumir el liderazgo de la iglesia episcopal (rama del anglicanismo) de EE UU, por lo que recibió los objetos del primado, símbolo de su autoridad, del saliente líder Frank T. Griswold.

En una ceremonia celebrada en la Catedral nacional de Washington y ante la presencia de más de tres mil fieles, la obispa Jefferts inicia este sábado 4 de noviembre su mandato a contracorriente; de entrada, siete diócesis conservadoras han rechazado su autoridad.

La primera mujer que lidera a los obispos episcopales fue elegida por voto directo el pasado mes de junio en una cerrada votación por un mandato de nueve años. Compitió contra seis candidatos hombres.

Insisto no será fácil su mandato debido a que la elección se produjo -en un congreso en Columbus, Ohio- en medio de un debate de los delegados sobre la ordenación de obispos homosexuales, y ante una serie de objeciones, que amenazan un cisma. Además, a sólo unas horas después que fue nombrada declaraba que la homosexualidad no era pecado y que "los gays fueron creados por Dios para amar a personas de su mismo género".

Antes en el 2003, la Iglesia Anglicana de EE UU provocó la ira de los anglicanos del resto del mundo al seleccionar entre sus obispos a Gene Robinson, de Nuevo Hampshire, el primer homosexual declarado que es nombrado obispo de esta confesión. La decisión levantó una intensa polémica. Varias congregaciones estadounidenses abandonaran la iglesia episcopal y hubo incluso primados en otros países que amenazaron con provocar una escisión. Empero, Jefferts decididamente dio todo su apoyo a Robinson y todavía más, la Diócesis Episcopal de Nevada, de la que ella era obispa, dio la bendición a los matrimonios entre personas del mismo sexo.

Hoy el 104º Arzobispo de Canterbury, Rowan Williams, máxima autoridad de los anglicanos en Reino Unido y cabeza de la Comunión Anglicana en todo el mundo, dio una cauta bienvenida al nombramiento al no felicitarla públicamente; y las siete diócesis conservadoras que han rechazado la autoridad de la obispa le han pedido que designe a otra persona para liderar la iglesia en EE UU. Pero no es fácil hacerlo ¿Por qué? Pues simplemente porque la señora Obispa fue nombrada en una convención por voto directo, mientras que el primado de la Iglesia Anglicana es nombrado por Su Majestad la Reina Isabel II (Elizabeth Alexandra Mary Windsor).
Además, la Iglesia Anglicana a diferecnia de la iglesia católica no tiene una estructura jerárquica vertical.

Lo que es un hecho es que el fantasma del cisma ronda en la iglesia anglicana quien tiene alrededor de 77 millones de seguidores en todo el mundo; es considerada la tercera iglesia cristiana en importancia del mundo. En EE UU, cuentan con 2,4 millones de fieles sobre una población cercana a los 300 millones. En México hay varios templos anglicanos.
¡Felicidades reverenda Katharine Jefferts Schori! ¡Que sea para bien!
Jeffers tiene 51 años es casada y tiene una hija, fue ordenada sacerdotisa cuando cumplió 40 años. Es de profesión oceanógrafa.
Iglesia Episcopal: http://www.episcopalchurch.org/