Los árabes en su laberinto/Alí Lmrabet*
En estos tiempos de profetas ofendidos, de Papas amenazados y de calenturas musulmanas, es imprescindible indagar en las razones, remotas o contemporáneas, que han hecho que el mundo musulmán sea lo que es hoy.
Como otros imperios antiguos, los musulmanes creyeron ingenuamente que iban a dominar indefinidamente el mundo. Como bien sabemos, no fue así. Existieron capitales árabes resplandecientes, como Damasco y Bagdad; y dinastías pujantes como las magrebíes que hicieron posible Al Andalus -encarnación misma del Paraíso en la Tierra-. Pero la inevitable decadencia lo derrumbó todo. La desagregación de la umma (comunidad musulmana), cuyo símbolo era la preeminencia espiritual del califa (el representante de Dios en sus dominios) en todas las tierras del Islam, y el fin del poderío militar, dieron paso a los sempiternos lamentos que leen los escolares árabes en sus libros de Historia.
Algunos creen que los musulmanes padecen una extraña enfermedad hecha de nostalgia, rabia y súbitos accesos de ansia de revancha; una pandemia que se extendería por la amplia geografía que va desde Marruecos hasta la antigua Mesopotamia. Otros deducen metafóricamente que están enclaustrados en una suerte de laberinto, buscando desesperadamente la salida que les devuelva la dignidad, el apogeo y la felicidad de los primeros tiempos de la umma. En todo caso, hay factores que han sido desde hace siglos el motor de una desesperada carrera para dar con el Santo Grial árabe, el símbolo que reunificaría y consolidaría lo que se había desagregado.
Esta frenética búsqueda se ha materializado de diferentes formas. Primero se dio el movimiento nahda (renacimiento), obra de un puñado de estudiosos, activistas y clérigos del siglo XIX, entre los cuales cabe destacar al panislamista persa Yamal Eddin Al Afgani y al ulema egipcio Mohamed Abdú. El propósito de ese movimiento reformista era primero emular a Occidente, adueñarse de sus ciencias, ideas y savoir faire para crear estados modernos árabes (inexistentes entonces por la ocupación otomana), y segundo, y más novedoso, lanzarse en una reinterpretación del Corán, no tan osada como lo pensaron algunos sociólogos occidentales que la tildaron de «reforma a la protestante», pero lo suficiente para darle un toque moderno al islam y alejarlo de ciertas interpretaciones ortodoxas que vienen enquistándole desde la muerte del Profeta.
Desgraciadamente, la nahda no tuvo el éxito que se merecía. Una de las razones de su surgimiento -igualar a las naciones occidentales- se esfumó cuando las potencias europeas desmembraron el enfermo imperio otomano, no para liberar sus encadenados sujetos, sino para ocupar su lugar.
En el siglo XX, una profusión de pensadores de todo tipo se adueñaron del debate sobre cómo «reintegrar a los árabes en la Historia». La idea era cohesionar, sin califas ni sátrapas, los ya constituidos Estados nacionales en una misma e inmensa nación que iría de Irak hasta el océano atlántico. El soporte ideológico de este nuevo intento reformista es una mezcla de nacionalismo arábigo y de laicismo, el todo fermentado en referencias importadas de Occidente: el nacionalismo alemán del siglo XIX, el socialismo y el progresismo, pero no el marxismo, considerado insoluble en un espacio cultural fuertemente condicionado por la religión musulmana. La nueva doctrina ponía de relieve el concepto de nación árabe (Al Uatan al Arabi), en oposición a la umma que, según ellos, desdeña las identidades y especificidades de cada pueblo árabe. El Baas, un movimiento ideológico con ideal y principios panarabes, sutilmente alejado de la religión, había nacido. El éxito fue inmediato, especialmente entre los intelectuales, laicos, progresistas o modernistas.
Siguiendo el modelo baasista, toda una generación de jóvenes militares nacionalistas se alzó con el poder en sus respectivos países para refundar el Estado. Pero la Historia tiene esa manía de repetirse y el baasismo, esa ola de un arabismo integrador llevado al extremo, terminó fracasando sobre las rocas de las realidades nacionales y ambiciones de cada país. Dividido, escindido en dos fracciones enemigas (la siria y la iraquí), manipulado por algunos Estados laicos, convertidos en Estados de terror, y recuperado por el panarabismo triunfante de Nasser. El baasismo se convirtió al final en una caja de resonancia vacía de contenido.
El que no forma parte del complejo universo de los árabes, el que no ha convivido con ellos, observado su manera de ver el mundo, no puede entender lo que ha significado para millones de árabes la catástrofe de 1967. No es por nada que la evocación de este doloroso episodio ha sido expurgado de la memoria colectiva de los árabes. En la conciencia popular, la victoria israelí sobre los ejércitos regulares árabes, mucho más eficientes cuando se trata de masacrar a sus propias poblaciones que a defender sus territorios, expulsaba otra vez al purgatorio las masas, de Bagdad a Casablanca, que habían creído que el naserismo les estaba sacando de la oscuridad del laberinto.
¿Se puede fechar desde entonces el surgimiento de otra nahda, menos filosófica y decididamente ofensiva? Es probable. En todo caso, desde esa época, emblemática y cruel, empezó a tomar forma un amplio movimiento tan utópico como sus predecesores, pero menos elitista e infinitamente más popular: el islamismo político, que no era novedoso, ya que su matriz, la cofradía de los Hermanos Musulmanes, existente en Egipto desde 1928, comenzó a irrumpir en la escena política a partir de esa fecha. En sus maletas traía respuestas prácticas a las grandes cuestiones políticas y sociales. Su filosofía es una mezcla de política y de religión que borra la noción de nación árabe de su repertorio ideológico y lingüístico para remplazarla por la de umma, la madre que arropa y protege. Las referencias doctrinales de los barbudos son simples, muchas veces sacadas de su contexto, pero son fáciles de asimilar. Al árabe de la calle no se le inculca nociones importadas sino un referente con quien convivió toda su vida: su religión.
El progresismo, el laicismo y el modernismo son asimilados a la aborrecida aculturación y los males que acechan al ser árabe son claramente designados: la agresión externa y la opresión interna. En medio de versos del Corán y de vehementes proclamas, el mensaje islamista se presenta como la única fuerza que puede contener a Occidente y su centinela en tierras del islam, Israel, la odiada entidad sionista. En cuanto a los regímenes árabes -repúblicas autoritarias supuestamente progresistas y monarquías disolutas teóricamente musulmanas-, los islamistas prometen erradicarlos.
Hay dos ejemplos, alejados geográficamente, pero sumamente significativos, para mesurar el arrollador triunfo de este nuevo movimiento. Un año antes de la Guerra de los Seis Días, el presidente Nasser enviaba a la horca, después de un simulacro de juicio, a Sayyed Qutb, un brillante intelectual miembro de la cofradía de los Hermanos Musulmanes. El año siguiente, una parte importante de la sociedad egipcia consideró la derrota frente a Israel como un castigo divino por el martirio de Qutb ,y hoy sus obras, que preconizan la hakimiya (la instauración del gobierno de Dios), son de las más leídas por musulmanes de los cinco continentes. Entre sus fervientes seguidores figuran el ingeniero Abdesalam Farag, el cerebro del asesinato del presidente Sadat en 1981, así como un tal Aiman Zawahri, lugarteniente e ideólogo de Al Qaeda.
Por otro lado, en el otro extremo del mundo árabe, un desconocido inspector marroquí de la enseñanza pública enviaba una sorprendente carta al difunto rey Hasán II, conminándole a escoger entre «el islam o el Diluvio» y requiriéndole para que se arrepintiera de sus pecados, políticos y morales. Era el comienzo de los años 70, y Hasán II respondió internando al impertinente en un psiquiátrico. Como Nasser, el soberano marroquí pensó que el problema se resolvería mediante la represión. Hoy Abdesalam Yasin, que aboga por la «islamización de la modernidad» y la reeducación de las masas, está al frente del más influyente movimiento islamista magrebí. Un movimiento que hace alarde públicamente de su republicanismo, que parece haber aprendido del momentáneo fracaso del islamismo argelino y que hace suyos principios universales como la libertad de expresión, la liberalización de la mujer, etcétera.
Y por el momento, nada parece frenar este auge. Ni de una parte ni de la otra del mundo árabe. Los expertos occidentales que habían anunciado en los años 90 el declive del islamismo político han debido, al comienzo del siglo XXI, revisar sus predicciones o hacer tortuosas rectificaciones. En el Egipto de Qutb, los Hermanos Musulmanes (cuyos dirigentes históricos, por cierto, reniegan de sus ideas) protagonizaron en las elecciones legislativas de 2005 una victoria clara de los islamistas allí donde les dejaron presentarse.
En Cisjordania y Gaza, Hamas se ha visto desbordado por su amplia victoria en las últimas legislativas. En Marruecos, un reciente sondeo efectuado por un instituto norteamericano anuncia para los comicios de 2007 el triunfo de los islamistas, y en el Líbano, «un puñado de jóvenes musulmanes que temen a Dios» -como calificó el presidente iraní Ahmadineyad a los combatientes de Hizbulá- han logrado lo que no lograron todos los ejércitos árabes reunidos: frenar y golpear a la poderosa máquina de guerra israelí. Si añadimos a este panorama la imparable reconstrucción, a manos de las cortes musulmanas, del derruido Estado somalí, el horizonte del islamismo está despejado.
Cuarenta años después de la muerte certificada del nacionalismo árabe, cinco años después de los atentados del 11-S, y en medio de calenturas por las caricaturas danesas o las opiniones del Papa sobre Mahoma, estamos ante una evidencia: los árabes, que están afincados en un espacio geográfico donde no existe ni un solo Estado democrático, han optado, como nunca lo habían hecho antes, por dar su simpatía y su apoyo a un tipo de renacimiento distinto de lo que querían los idealistas del siglo XIX o los laicoarabistas del XX. Un renacimiento que no busca senderos para abandonar el laberinto, sino que opta por destruir sus muros.
Naturalmente, dirán algunos, no es éste el camino que va a permitir al ser árabe librarse de su ruina, recobrar su dignidad y reintegrarse en la Historia. Pero, ¿cómo convencer a los árabes de que hay otras alternativas cuando ven que el moralizador Occidente que les invita a apropiarse la democracia sigue favoreciendo y entendiendo la permanencia de sus dictaduras? ¿Por qué invitar a los árabes a no solidarizarse con los extremistas cuando uno de los máximos aliados de EEUU y de la UE, Arabia Saudí, fue y sigue siendo el mayor financiero y difusor del wahabismo, una de las interpretaciones más radicales del Islam? ¿Qué significado tiene explicar a los árabes que el terrorismo es una lacra cuando Libia, esa dictadura que ha reconocido implícitamente que sus servicios secretos hicieron estallar dos aviones de pasajeros, es ahora agasajado con beneméritas palabras por el autoproclamado primer gendarme de la guerra contra el terror? Y por fin, ¿cómo persuadir a los árabes que las reglas de juego civilizadas obligan a Hizbulá a acatar las resoluciones de la ONU cuando hay tantas otras resoluciones que siguen ignoradas tanto por Israel como por otros?
Puede que parezca simplista invocar estos planteamientos, a los que hay que añadir la necesaria y rápida instauración de un Estado palestino soberano (y no un vulgar batustán), pero a los islamistas hay que enfrentarlos con las ideas simples que han facilitado su éxito. Sin dejar de lado el hecho de que el buen despertar del mundo árabe es, ante todo, un asunto árabe, pero lo es también de los que quieren, en Occidente, que despierte.
*Alí Lmrabet es un valiente periodista marroquí; el gobierno de Marruecos le prohibio ejercer su profesión en el país durante diez años.