Una noche en la vida de 'dios'/JESÚS RODRÍGUEZ
Publicado en El País Semanal (http://www.elpais.com/), 14/06/2009;
Publicado en El País Semanal (http://www.elpais.com/), 14/06/2009;
Sus compañeros le llaman 'Dios'. Enrique Moreno, premio Príncipe de Asturias, es el maestro de los trasplantes. A los 70 años sigue persiguiendo retos. Compartimos 14 horas en quirófano con el gran cirujano español.
Por la mañana, cuando me levanto y me miro al espejo nunca pienso: "Enrique, ¡qué listo eres!". Lo que se me ocurre es: "Enrique, no sabes la marcha que te voy a meter hoy".
Y en este somnoliento domingo de abril, la marcha llega por sorpresa a las cinco de la tarde con el ingreso en el madrileño hospital 12 de Octubre de un varón en torno a los 30 años en muerte cerebral. Ha fallecido en accidente. Su corazón late. La familia decide donar sus órganos. Se activa el complejo y bien engrasado procedimiento de trasplantes. En media hora, todos los miembros del equipo están en sus puestos. En las próximas horas realizarán la extracción de sus riñones, corazón, hígado y páncreas. Limpiarán y acondicionarán esos órganos y sin perder un segundo los implantarán en varios receptores. De forma simultánea. Con la vista puesta en el reloj que preside cada quirófano. El éxito de la intervención depende de la rapidez con que se realice. Hay dudas sobre la viabilidad de los pulmones del donante para un trasplante más. Pueden tener una pequeña lesión. Son desechados. El hígado está en perfecto estado; va a ser dividido en dos; el fragmento más pequeño será implantado en un bebé de meses, y el resto, en una mujer de 37 años. Cinco personas recibirán un trasplante esta noche. Cinco personas volverán a vivir.
A las siete de la tarde, la tercera planta de este hospital del deprimido sur de la capital se encuentra a pleno rendimiento. Una marea de cirujanos cardiacos y digestivos, enfermeros, anestesistas, neumólogos, internistas, hematólogos, intensivistas y urólogos circula entre la media docena de quirófanos. Se han quedado sin domingo. No regresarán esta noche a dormir a casa. Gajes del oficio. Ni una queja. "El peor momento es cuando te llama la coordinadora y lo tienes que dejar todo y venirte corriendo; a partir de ahí, pura adrenalina", describe una anestesista. "Mientras operas, no notas el cansancio; cuando terminas, te derrumbas".
Siempre hace frío en esta zona impenetrable y aséptica que alberga los quirófanos. No huele a nada. Todo brilla. El acero y el cristal emiten tonos ácidos. Bajo las poderosas lámparas quirúrgicas que dejan en penumbra todo lo que escapa a su foco nunca se sabe si es de día o de noche. Invierno o verano. Un quirófano es una burbuja donde pierdes la noción del tiempo. Las horas vuelan. Todo es irreal. Incluso los vientres abiertos en canal. Una sensación que se acrecienta cuando tus interlocutores van vestidos con idénticos pijamas verdes y el rostro cubierto por mascarillas. Cada profesional va a lo suyo. Pocas palabras y poco dramatismo. Los instrumentistas ordenan sobre paños estériles la interminable, detallada y destellante ristra de bisturís, tijeras, pinzas, suturas y agujas que utilizarán los cirujanos durante la intervención. En dos quirófanos contiguos, los especialistas en anestesia y reanimación comienzan a preparar a la niña y a la mujer que recibirán un segmento de hígado. Les pinchan el cuello y las muñecas. La bebé llora. Mónica García, una anestesista cubierta con un exótico gorro quirúrgico decorado con perros de cómic, la tranquiliza con ternura. Se suma un coro de enfermeras y médicos que cubren de carantoñas a la pequeña paciente. El hielo se rompe. "No siempre es fácil aislarte emocionalmente en estas situaciones", relata un médico con los ojos húmedos, "sobre todo cuando tienes una niña de la misma edad y llegas a casa y la abrazas y piensas lo dura que es la enfermedad".
A las ocho de la tarde, Enrique Moreno González, al filo de los 70, catedrático de Patología Quirúrgica, jefe del servicio de cirugía general, aparato digestivo y trasplantes; maestro, investigador, académico y premio Príncipe de Asturias de Investigación por unanimidad, describe una elegante finta con su bisturí sobre el abdomen del donante, el héroe anónimo de la jornada. Moreno inicia la minuciosa división y extracción del hígado. Nada puede fallar. Un error supondría dañar el preciado órgano y condenar a los receptores a seguir aguardando. El 10% de los candidatos a recibir un hígado fallece en lista de espera.
Moreno trabaja ligeramente recostado sobre el cuerpo del donante, ayudado por dos cirujanos y una instrumentista. Es un tipo grande, de 1,90. Complexión atlética, brazos poderosos y cejas como cepillos. Un adicto al esquí y el tenis. Farfulla un interminable monólogo a media voz describiendo cada movimiento que realiza. Trufa su parrafada con recuerdos, anécdotas y bromas. Sin levantar la vista de ese metro cuadrado en el que cada órgano queda al descubierto como en una perfecta lección de anatomía. Apenas hay sangre. "Con Moreno, nadie sangra", dice Paco Gómez, uno de sus instrumentistas. El bisturí electrónico disecciona el hígado. Un tufo a carne quemada se extiende por la estancia.
Media docena de residentes del 12 de Octubre y médicos que proceden de hospitales de todo el mundo alargan el cuello para no perderse lo que sucede en la mesa de operaciones. Opera el Jefe. Opera Dios. 1.391 trasplantes hepáticos a la espalda. Pionero en la técnica de split (la división de un hígado de cadáver para dos personas) y en la extracción de un segmento de hígado de un donante vivo para implantar en un familiar. Su último reto son los complicados trasplantes de intestino y los multiviscerales, en los que se llegan a implantar seis órganos abdominales (hígado, estómago, páncreas, bazo, duodeno e intestino delgado) a un solo receptor. El más difícil todavía. Susurran que Moreno fue uno de los cirujanos que salvaron la vida a Juan Pablo II tras ser tiroteado por Alí Agca en la plaza de San Pedro en mayo de 1981. Ni niega ni confirma. "Yo andaba por allí".
Sus movimientos quirúrgicos son precisos, seguros y elegantes. De una extraña belleza. Con algo de coreografía. Le gusta comparar la cirugía con el arte. "El campo quirúrgico del doctor Moreno es único, amplio, ordenado, limpio, se visualiza perfectamente la patología que va a resolver. Hemos aprendido de él. Sus técnicas e innovaciones. Aquí se han formado la mayoría de los cirujanos que dirigen los grupos de trasplante hepático de toda España y Latinoamérica. Por aquí han pasado centenares de residentes y visitantes extranjeros. Ha creado escuela", explica un cirujano de su equipo.
Son las diez de la noche. Nadie mueve un músculo. Es agotador permanecer en pie durante horas sobre un espacio no mayor que una baldosa. Sin toser, beber ni orinar. Casi sin parpadear. Sufren las piernas y las cervicales. "Tenemos las mismas dolencias que los camareros: varices y hernia discal", bromea el doctor Carlos Jiménez, uno de los veteranos del grupo de trasplantes. En 1980, cuando era un residente novato, conoció al Jefe. Ha aprendido a su lado. Es su mano derecha. Cuando Moreno acabe su extracción de hígado, él iniciará la del páncreas. Un joven enfermo de diabetes espera en otro quirófano ese órgano y un riñón. Su vida ha sido un martirio. Un oscuro costurón sobre el pecho revela una reciente operación de corazón como consecuencia de esa enfermedad. Su existencia será muy distinta a partir de hoy. En otro quirófano, un enfermo cardiaco aguarda el corazón. Hay noche para rato.
Los maratones quirúrgicos del profesor Moreno han sido siempre motivo de comidilla entre sus rivales. Entre los que le apodan "Dios". La cirugía es una profesión de egos. Con una competencia despiadada. Operar más y mejor. Cueste lo que cueste. En los primeros tiempos del programa de trasplantes, Moreno se desplazaba en avión o por carretera a cualquier ciudad española en busca de un órgano; lo extraía del cadáver, regresaba y lo implantaba. Y vuelta a empezar.
A ese ritmo practicó dos centenares de trasplantes. Enlazaba uno con otro y otro más. Sin dormir. Ya no afronta esas palizas; se apoya en los cirujanos de su equipo; aún se enfrenta a las cirugías más complicadas, a los pacientes en peor estado, a los cánceres más intrincados. No le importa si se trata de un bebé de meses o un octogenario. Puede con todo. "Hay determinadas cirugías, como la extracción de un segmento de hígado a un donante vivo, que sólo la puede hacer el jefe", explica. "El que se la juega debe ser el jefe. Y yo me la juego como en mi primer trasplante".
Entre los rumores que corren en el celoso gremio de cirujanos en torno a su inagotable resistencia física hay uno que asegura que Moreno se sonda antes de cada operación para no perder el tiempo orinando; otro dice que consume estimulantes para aguantar hasta el límite; un tercero, que tiene un hermano gemelo que es también cirujano y se reparten los enfermos. Él ríe ante esos comentarios. "Como decía mi padre, recio como una encina".
Más que un médico; una leyenda. Un tipo fuera de lo normal. Graciano García, director de la Fundación Príncipe de Asturias, le define como "el último quijote; siempre hacer el bien, nunca hacer el mal". Moreno forma parte de una generación épica de cirujanos que comenzó su andadura cuando las transfusiones, la anestesia o las suturas vasculares eran pura artesanía sin respaldo tecnológico. Los hospitales carecían de todo. El anestesista era un convidado de piedra. Y la salvación de un enfermo dependía de las manos del cirujano. Cada reto podía ser el final de una carrera. Las hemorragias eran fatales. Y las infecciones. Eran héroes elevados a la categoría de cirujanos estrella. Ricos y respetados. Siempre hombres. Las mujeres llegaron más tarde. Algunas se quejan de que aún es una profesión machista.
Hoy, al borde a la jubilación, Enrique Moreno González, Dios, el Jefe, sigue siendo el mismo ambicioso luchador. Aquel brillante alumno de posguerra, soberbio y áspero con el poder, que abandonó la lucrativa odontología tradicional en su familia por la cirugía pura y dura. "Me ganó el enfermo grave, el enfermo complejo. Estar con él. Apoyarle. Sacarle adelante. Cuando era residente en el Gran Hospital de la Beneficencia, en Madrid, en los sesenta, vivíamos con los enfermos en la planta. Conocíamos el estado de cada uno. Operaba por la mañana y por la tarde. Quería ser un buen cirujano. Veía en esta profesión la perfecta combinación de manos y cerebro. Ese placer de curar, de adelantarte al fármaco. No hay placer igual".
-¿Disfruta cuarenta años después?
-Más que nunca. Si sigo es porque me interesan los enfermos. Es por lo que quiero continuar. Hemos salvado vidas; hemos visto cómo se curaban; los hemos visto al día siguiente con buen color y apetito; hemos buscado soluciones. Soluciones nuevas a problemas antiguos. A un cáncer de colon o de esófago. Sin amputar. Buscando la calidad de vida del enfermo. ¡Cuántas veces hemos llorado junto a las familias! Un enfermo no es un número. Si el cirujano carece de ternura y humildad... esto no tiene sentido. ¡Ojalá no tuviera que hacer un trasplante nunca más porque se resolviesen muchas dolencias! En 20 años, esto va a cambiar. Las hepatitis B y C estarán muy controladas y poco a poco se planteará la posibilidad de que se pueda sustituir el trasplante por otras terapias.
-¿Y su vanidad?
-Cuanto más alto es el bambú más bajo se inclina.
-¿Y su soberbia?
-Mi soberbia es muy pequeña. La protagonista es la enfermedad.
-¿Y su exceso de liderazgo?
-Creo en el liderazgo; el líder es un loco que trabaja más que nadie.
Esfuerzo y empeño. Es la historia de su éxito. Vivir sin vacaciones. Dormir poco. Investigar. Exigirse. "Cuando conocí a mi futura mujer le dije que nunca le podría dar cantidad, sino calidad. Y así ha sido". Durante 22 años se preparó para realizar un trasplante hepático. Veintidós años de espera. Desde aquel 1964 en que descubrió los textos de Thomas E. Starzl, el mítico cirujano estadounidense que acababa de realizar el primer trasplante de hígado. "Me conmocionó. Decidí que mi tesis doctoral trataría sobre esa materia. Pero en este país era impensable un trasplante. Faltaban la tecnología y los conocimientos y, sobre todo, en el franquismo había un enorme vacío legal que no se resolvería hasta los ochenta: la ley no contemplaba la muerte cerebral. Era imposible realizar un trasplante en esas condiciones. En 1964, cuando le dije al doctor del que dependía que mi tesis iba a tratar sobre el trasplante hepático, me contestó alucinado: "¿De qué dice que va a tratar, Moreno?".
Empezó a investigar por su cuenta. A realizar cirugía experimental con perros. Operó a 500 en siete años. Seguía trabajando como cirujano en un par de hospitales madrileños, y los fines de semana ayudaba a su padre como dentista para redondear el presupuesto. "En España no había nada que hacer con el trasplante. Estaba atascado con la tesis. Me planté y escribí una carta al doctor Starzl, a Denver. Le dije que era cirujano, había leído todo lo suyo y quería trabajar un par de años a su lado. Tenía necesidad de aprender. Aceptó. Me marché en 1969 dejando en España a mi mujer y a mi hija de meses. Les llamaba los sábados por teléfono y cuando la telefonista me decía que me quedaban 30 segundos juraba en arameo. Fue duro. Starzl era un dictador, pero era una maravilla trabajar en Estados Unidos por la dedicación y seriedad de sus cirujanos y los medios que tenían". En diciembre de 1972, siete años después de iniciar su tesis, Enrique Moreno la leía ante un tribunal; era la primera que se elaboraba en España sobre trasplantes. Nueva técnica de trasplante ortópico de hígado. Sobresaliente cum laude. Tardaría 14 años en llevarla a la práctica.
Había llegado el momento de ganarse la vida. En 1973 conseguía el puesto de jefe del servicio de cirugía general en un nuevo hospital del entonces extrarradio madrileño bautizado pomposamente Ciudad Sanitaria Primero de Octubre (conmemorando la fecha de la proclamación del general Franco a la Jefatura del Estado). En la oposición superó a sus viejos maestros. Obtuvo la nota máxima. Tenía 34 años. Y 90 camas en su servicio de cirugía abdominal. Aún no había trasplantes, pero podía ayudar a miles de personas con sus manos. A gente corriente.
Son las dos de la madrugada. El hígado del donante reposa sumergido en una solución helada. Está limpio y brillante. Su superficie es lisa y elástica como la piel de un delfín. Sobre la mesa de operaciones, intubada, sondada, monitorizada, ensartada por tres agujas (una, conectada directamente con su arteria pulmonar), reposa una mujer a la que es imposible ver el rostro. Tiene 37 años. Es una enfermera que desarrolló el sida tras un pinchazo con material contaminado. Moreno se vuelve a lavar minuciosamente; se cambia las calzas estériles, la bata y la mascarilla. Opera de nuevo. Todo el equipo se ha pertrechado de guantes dobles y gafas especiales para evitar un posible contagio de VIH. Es una intervención de riesgo. Hay que extraer el hígado enfermo; después, implantar el nuevo. El proceso lleva entre siete y 12 horas. El hígado cirrótico de la enferma está gris y tiene un aspecto granulado. A las tres y diez lo extraen. Comienza el implante. Se trata de coser minuciosa y pacientemente las venas y arterias del receptor a su nuevo hígado. Fontanería de alta precisión. Cada puntada concluye con un sólido y minúsculo nudo. Y otro. Y otro más. Durante horas. Los puntos más minúsculos se realizan con un hilo de siete ceros, del grosor de un cabello. Enrique Moreno sigue la máxima de los viejos cirujanos: "Corta bien, cose bien y todo irá bien". Tiene unas manos largas, grandes y velludas de carpintero o pianista. Domina la técnica de suturar los vasos por pequeños que sean. A su izquierda, Ángeles Fafila, instrumentista. 20 años a su lado. Su trabajo no es fácil. "Cada cirujano tiene su técnica y su experiencia, y el instrumentista debe conocerla de memoria y saber lo que quiere en cada momento. Mi misión es ir un paso delante del Jefe. Tienes que conocer su cirugía con los ojos cerrados. Saber lo que viene a continuación. Proporcionarle la tijera adecuada [hay 22 modelos, cada una con su función específica], enhebrar sin parar sus agujas y proporcionarle desde el bisturí electrónico hasta el monitor sin que te lo tenga que pedir. Ni un gesto. No puede perder la concentración. Al doctor Moreno no le gusta que le hagan perder el tiempo. Te puede caer un broncazo de muerte. Exige máxima atención, pero es también el que más valora nuestro trabajo".
Moreno tiene un genio jupiterino oculto tras su estricta educación de diplomático centroeuropeo. Es el Jefe. No pasa ni una. Y nadie le tose. Pone firme al más antiguo del escalafón. Al residente recién llegado. O al político de turno. Exige a todos por igual. En mitad de una intervención, ante un despiste de su instrumentista, aparta un segundo la vista del vientre abierto de la receptora, observa fríamente a su ayudante y le espeta un gélido "¡concéntrese, leche!". Tras la mascarilla se filtra el rubor de la aludida. Son las cuatro y veinte de la madrugada.
Ocho cirujanos, 12 anestesistas, seis instrumentistas. Y todo el 12 de Octubre detrás. "La cirugía es una locomotora que tira del tren de la medicina", sostiene vehemente Moreno. Rafael Matesanz, director de la Organización Nacional de Trasplantes (ONT) y auténtico genio del sistema de trasplantes en España, comparte esa opinión: "Hay en España 44 hospitales repartidos por todas las comunidades autónomas que llevan a cabo trasplantes. Esa descentralización es vital. Porque el trasplante arrastra a todo el sistema sanitario. Desde la anestesia hasta el posoperatorio; del tratamiento de infecciones al banco de sangre; de la nefrología a la enfermería. El hospital sale ganando. Y más aún siendo centros públicos. Que un cirujano de fama mundial opere en un hospital público es un canto a nuestro sistema sanitario. Moreno ha convertido su hospital (que está situado teóricamente en un barrio deprimido) en una referencia mundial. Y eso es bueno para todos. Se empeñó en que aquí se hicieran trasplantes y lo consiguió. Sin apoyo institucional. Él solito".
Francisco Pérez-Cerdá aterrizó en este hospital como residente de anestesiología en 1980. Hoy es jefe de ese servicio. El 22 de abril de 1986 participó en el primer trasplante de hígado del profesor Moreno. "Llevábamos meses entrenándonos. Habíamos viajado a Estados Unidos para conocer las técnicas. Estábamos listos. Una mañana me llamó Enrique y con esa voz suya un poco teatral me soltó: '¿Paco, podemos hacer un trasplante esta tarde?'. Contesté sin dudarlo: '¡Lo hacemos!'. Éramos gente joven; apenas cuatro anestesistas y un pequeño grupo de cirujanos que había llegado al servicio de Moreno desde otros hospitales de Madrid. Todos aprendimos sobre la marcha. Los cirujanos crearon una técnica, y los especialistas nos hemos adaptado a lo que nos pedían. No se trata simplemente de dormir al receptor, sino de mantenerle en las mejores condiciones pulmonares, cardiacas y renales en momentos muy críticos. Y lo mismo con el donante. Somos un equipo. Con un líder claro, pero un equipo".
Enrique Moreno lo había conseguido. 22 años más tarde. Había realizado su primer trasplante. Recuerda "la mezcla de satisfacción, emoción y responsabilidad. Nos habíamos entrenado durante años. Habíamos hecho 50 trasplantes en perros en los meses anteriores. Habíamos aguardado que nos llegaran los últimos avances técnicos, como la bomba de circulación extracorpórea, y una nueva generación de medicamentos antirrechazo. Pero no teníamos permiso del Gobierno para realizar la intervención. Envié un telegrama al ministro informándole de que teníamos un enfermo al borde de la muerte, habíamos detectado un donante en Cataluña y estaba decidido a hacer el trasplante. Nadie nos paró. Lo hicimos".
Tras aquel trasplante de 1986 llegarían 1.390 más. La técnica del equipo se iría depurando. Moreno acometería nuevos retos y revoluciones técnicas. A mediados de los noventa sería pionero en los trasplantes de hígado split (un hígado para dos receptores), de donante vivo y en el sincrónico de páncreas y riñón. A partir de 2000, el desafío vendría del complicado trasplante de intestino. Y el multivisceral o en cluster. Con igual pasión que en sus comienzos. Como si el tiempo no pasara.
Noemí Rosel tiene 34 años. Vive en Zaragoza. Es rubia y tiene cara de muñeca. Nació con poliposis adenomatosa, una grave enfermedad hereditaria. Provoca la aparición de pólipos y tumores en el aparato digestivo con un elevado riesgo de malignidad. La padece su madre. Y su hermano. Se la diagnosticaron a los 18 años. Su futuro era un cáncer. "Sabía que iba a morir joven; hasta que mi cuerpo aguantara. El trasplante de mi aparato digestivo era la salida. Y jugué esa carta sin pensármelo. Necesitaba seis órganos: hígado, estómago, páncreas, bazo, duodeno y todo el intestino delgado. El doctor Moreno me dijo que en España nunca se había hecho antes. Pero íbamos a luchar. Confié en él. Tiene tanta seguridad en sí mismo... Esperé un año. El 12 de septiembre de 2006 me llamó a Zaragoza y me vine en el AVE. Había un donante. Entré en el quirófano a las tres menos cuarto de la madrugada. La operación duró 15 horas. Estuve dormida dos semanas. Seis meses después salí del hospital por mi pie. Me encuentro perfectamente. Con ganas de vivir. Celebro mi cumpleaños cada 12 de septiembre. Este año soplaré tres velas. Y espero seguir apagando muchas más".
José Luis Pérez padece la misma enfermedad que Noemí y fue uno de los primeros receptores de un intestino en España. Una intervención con muchas posibilidades de acabar en rechazo. "Cuando implantas un hígado, el órgano se queda quieto, pero un intestino se mueve, ése es el primer handicap; otro problema de cara al rechazo es la misma naturaleza del tejido del intestino", explica Moreno. La hermana de José Luis falleció víctima de su misma dolencia en 2006. Él fue trasplantado ese mismo año. Acaba de cumplir 40 años y tiene una humanidad envidiable. Está jubilado, pero trabaja como voluntario y no se pierde una fiesta. El día de nuestro encuentro acababa de regresar de la Feria de Abril. "Me he tomado todo el pescaíto y las cervecitas de Sevilla. No sé qué pasará mañana, pero a mí me han regalado vida y la voy a disfrutar a tope".
Durante 14 años, el grupo del doctor Moreno se había preparado para los trasplantes de José Luis y Noemí. A contracorriente. Hospitales de todo el mundo habían abandonado durante 20 años sus programas de trasplante intestinal ante los malos resultados del mismo. En España apenas se había practicado. Moreno se empeñó. El equipo del 12 de Octubre experimentó con animales, y sus miembros pasaron varios periodos de análisis y observación de las técnicas en centros sanitarios de Estados Unidos. Diez días antes de operar a Noemí, Enrique Moreno viajó a un hospital de Miami para presenciar un trasplante multivisceral. "No me sorprendió lo que hacían; a medida que avanzaba la intervención, pensaba: eso lo haríamos mejor nosotros. Eso yo lo haría así, así y así. Y hoy le puedo decir que Noemí Rosel es la prueba de que tenía razón".
En 20 años, 70.000 personas han recibido un órgano en España. La organización de nuestro sistema de trasplantes es un éxito que se contempla con envidia en todo el mundo. Contamos con la mayor tasa de donantes. Se trasplanta a más personas, con enfermedades más graves, mayor edad y la tasa de supervivencia es superior. Y todo a cargo de la sanidad pública. De forma universal y gratuita. El trasplante es una indicación terapéutica que ha dejado de ser noticia. El problema es la escasez de órganos. Siempre hacen falta más. Cinco mil personas aguardan un trasplante en España. La alternativa a un trasplante hepático es la muerte. En 2008 se realizaron 1.136 en toda España. Y cerca de 2.500 renales. Y 300 de cardiacos. Y 200 pulmonares. España es el país de los trasplantes.
Para el doctor Rafael Matesanz, director de la ONT, "han dejado de tener la épica de los primeros tiempos. Ya no los realizan aquellos héroes del quirófano que creían que lo podían todo ellos solos. Que resolvían los problemas sobre la marcha. Ahora se realizan de forma casi industrial. En equipo. Y es perfecto que se hagan miles y disminuya la lista y el tiempo de espera. El problema es la rutina. La cuestión es mantener el nivel de exigencia. La motivación del profesional de la medicina. Un trasplante ya no es un reto para un cirujano, excepto los split, el trasplante de donante vivo, el multivisceral o el de intestino. Frente a la rutina del trasplante normal, hay que mantener la tensión en los equipos. Y eso Moreno lo hace muy bien. Piense que en el Reino Unido los cirujanos más jóvenes no quieren hacer trasplantes, y en España la especialidad de cirugía ya no es la más demandada".
-¿Por qué?
-Noches en blanco; trabajar a horas intempestivas, guardias, estar todo el día localizado. Un cirujano de trasplantes puede trabajar 60 horas a la semana; tiene un incentivo económico, pero no siempre le compensa. Ya no hay tanta gente que quiera estar en trasplantes. Ese relevo generacional es un problema. El sistema ha envejecido bien. Pero no se puede perder la tensión entre los profesionales.
Cinco y media de la madrugada. "Como puede ver, somos la referencia mundial en trasplantes, pero no en cuanto a equipamiento de ocio para los médicos", bromea una joven residente que intenta dormitar en precario equilibrio sobre una silla de plástico de una destartalada sala con aspecto carcelario. Aquí recobran fuerzas los médicos durante las interminables noches de trasplantes. Está decorada con un calendario y un sobado sofá; apesta a empanadillas y croquetas cocinadas diez horas antes que yacen sobre una bandeja metálica. En otra fuente descansa una legión de rodajas de queso apergaminado y fiambre mortecino. Un cirujano revive la escena de entrar en esta sala una madrugada y encontrarse al profesor Moreno con la mirada perdida devorando una empanadilla tras remojarla en un café congelado. "Pura proteína", fue su comentario.
Siete y media de la mañana. Enrique Moreno concluye el implante. El hígado funciona. Lo peor ha pasado. Deja que sus ayudantes terminen la intervención. Se desprende de su ropa de operar barnizada de sangre; se libera del gorro y la mascarilla y se enfunda una bata de un blanco inmaculado con su nombre bordado primorosamente en el pecho. Han sido 14 horas de marcha. Por las ventanas se cuelan los primeros rayos de sol. Acaba de cumplir 70 años. Sale del quirófano braceando estirado y ufano. Dios. Apenas delatan su cansancio las bolsas bajo los ojos y la pesadez de sus párpados. Ha llegado a la edad de la jubilación. Está dispuesto a morir con las botas puestas. Se pierde en el ascensor en dirección a su cuartel general en la planta de cirugía. "A las ocho hay que ver qué quirófanos quedan libres. Y a trabajar. Los enfermos no esperan".
-¿Y cuándo descansa?
-A ratos, como los buenos periodistas.
Por la mañana, cuando me levanto y me miro al espejo nunca pienso: "Enrique, ¡qué listo eres!". Lo que se me ocurre es: "Enrique, no sabes la marcha que te voy a meter hoy".
Y en este somnoliento domingo de abril, la marcha llega por sorpresa a las cinco de la tarde con el ingreso en el madrileño hospital 12 de Octubre de un varón en torno a los 30 años en muerte cerebral. Ha fallecido en accidente. Su corazón late. La familia decide donar sus órganos. Se activa el complejo y bien engrasado procedimiento de trasplantes. En media hora, todos los miembros del equipo están en sus puestos. En las próximas horas realizarán la extracción de sus riñones, corazón, hígado y páncreas. Limpiarán y acondicionarán esos órganos y sin perder un segundo los implantarán en varios receptores. De forma simultánea. Con la vista puesta en el reloj que preside cada quirófano. El éxito de la intervención depende de la rapidez con que se realice. Hay dudas sobre la viabilidad de los pulmones del donante para un trasplante más. Pueden tener una pequeña lesión. Son desechados. El hígado está en perfecto estado; va a ser dividido en dos; el fragmento más pequeño será implantado en un bebé de meses, y el resto, en una mujer de 37 años. Cinco personas recibirán un trasplante esta noche. Cinco personas volverán a vivir.
A las siete de la tarde, la tercera planta de este hospital del deprimido sur de la capital se encuentra a pleno rendimiento. Una marea de cirujanos cardiacos y digestivos, enfermeros, anestesistas, neumólogos, internistas, hematólogos, intensivistas y urólogos circula entre la media docena de quirófanos. Se han quedado sin domingo. No regresarán esta noche a dormir a casa. Gajes del oficio. Ni una queja. "El peor momento es cuando te llama la coordinadora y lo tienes que dejar todo y venirte corriendo; a partir de ahí, pura adrenalina", describe una anestesista. "Mientras operas, no notas el cansancio; cuando terminas, te derrumbas".
Siempre hace frío en esta zona impenetrable y aséptica que alberga los quirófanos. No huele a nada. Todo brilla. El acero y el cristal emiten tonos ácidos. Bajo las poderosas lámparas quirúrgicas que dejan en penumbra todo lo que escapa a su foco nunca se sabe si es de día o de noche. Invierno o verano. Un quirófano es una burbuja donde pierdes la noción del tiempo. Las horas vuelan. Todo es irreal. Incluso los vientres abiertos en canal. Una sensación que se acrecienta cuando tus interlocutores van vestidos con idénticos pijamas verdes y el rostro cubierto por mascarillas. Cada profesional va a lo suyo. Pocas palabras y poco dramatismo. Los instrumentistas ordenan sobre paños estériles la interminable, detallada y destellante ristra de bisturís, tijeras, pinzas, suturas y agujas que utilizarán los cirujanos durante la intervención. En dos quirófanos contiguos, los especialistas en anestesia y reanimación comienzan a preparar a la niña y a la mujer que recibirán un segmento de hígado. Les pinchan el cuello y las muñecas. La bebé llora. Mónica García, una anestesista cubierta con un exótico gorro quirúrgico decorado con perros de cómic, la tranquiliza con ternura. Se suma un coro de enfermeras y médicos que cubren de carantoñas a la pequeña paciente. El hielo se rompe. "No siempre es fácil aislarte emocionalmente en estas situaciones", relata un médico con los ojos húmedos, "sobre todo cuando tienes una niña de la misma edad y llegas a casa y la abrazas y piensas lo dura que es la enfermedad".
A las ocho de la tarde, Enrique Moreno González, al filo de los 70, catedrático de Patología Quirúrgica, jefe del servicio de cirugía general, aparato digestivo y trasplantes; maestro, investigador, académico y premio Príncipe de Asturias de Investigación por unanimidad, describe una elegante finta con su bisturí sobre el abdomen del donante, el héroe anónimo de la jornada. Moreno inicia la minuciosa división y extracción del hígado. Nada puede fallar. Un error supondría dañar el preciado órgano y condenar a los receptores a seguir aguardando. El 10% de los candidatos a recibir un hígado fallece en lista de espera.
Moreno trabaja ligeramente recostado sobre el cuerpo del donante, ayudado por dos cirujanos y una instrumentista. Es un tipo grande, de 1,90. Complexión atlética, brazos poderosos y cejas como cepillos. Un adicto al esquí y el tenis. Farfulla un interminable monólogo a media voz describiendo cada movimiento que realiza. Trufa su parrafada con recuerdos, anécdotas y bromas. Sin levantar la vista de ese metro cuadrado en el que cada órgano queda al descubierto como en una perfecta lección de anatomía. Apenas hay sangre. "Con Moreno, nadie sangra", dice Paco Gómez, uno de sus instrumentistas. El bisturí electrónico disecciona el hígado. Un tufo a carne quemada se extiende por la estancia.
Media docena de residentes del 12 de Octubre y médicos que proceden de hospitales de todo el mundo alargan el cuello para no perderse lo que sucede en la mesa de operaciones. Opera el Jefe. Opera Dios. 1.391 trasplantes hepáticos a la espalda. Pionero en la técnica de split (la división de un hígado de cadáver para dos personas) y en la extracción de un segmento de hígado de un donante vivo para implantar en un familiar. Su último reto son los complicados trasplantes de intestino y los multiviscerales, en los que se llegan a implantar seis órganos abdominales (hígado, estómago, páncreas, bazo, duodeno e intestino delgado) a un solo receptor. El más difícil todavía. Susurran que Moreno fue uno de los cirujanos que salvaron la vida a Juan Pablo II tras ser tiroteado por Alí Agca en la plaza de San Pedro en mayo de 1981. Ni niega ni confirma. "Yo andaba por allí".
Sus movimientos quirúrgicos son precisos, seguros y elegantes. De una extraña belleza. Con algo de coreografía. Le gusta comparar la cirugía con el arte. "El campo quirúrgico del doctor Moreno es único, amplio, ordenado, limpio, se visualiza perfectamente la patología que va a resolver. Hemos aprendido de él. Sus técnicas e innovaciones. Aquí se han formado la mayoría de los cirujanos que dirigen los grupos de trasplante hepático de toda España y Latinoamérica. Por aquí han pasado centenares de residentes y visitantes extranjeros. Ha creado escuela", explica un cirujano de su equipo.
Son las diez de la noche. Nadie mueve un músculo. Es agotador permanecer en pie durante horas sobre un espacio no mayor que una baldosa. Sin toser, beber ni orinar. Casi sin parpadear. Sufren las piernas y las cervicales. "Tenemos las mismas dolencias que los camareros: varices y hernia discal", bromea el doctor Carlos Jiménez, uno de los veteranos del grupo de trasplantes. En 1980, cuando era un residente novato, conoció al Jefe. Ha aprendido a su lado. Es su mano derecha. Cuando Moreno acabe su extracción de hígado, él iniciará la del páncreas. Un joven enfermo de diabetes espera en otro quirófano ese órgano y un riñón. Su vida ha sido un martirio. Un oscuro costurón sobre el pecho revela una reciente operación de corazón como consecuencia de esa enfermedad. Su existencia será muy distinta a partir de hoy. En otro quirófano, un enfermo cardiaco aguarda el corazón. Hay noche para rato.
Los maratones quirúrgicos del profesor Moreno han sido siempre motivo de comidilla entre sus rivales. Entre los que le apodan "Dios". La cirugía es una profesión de egos. Con una competencia despiadada. Operar más y mejor. Cueste lo que cueste. En los primeros tiempos del programa de trasplantes, Moreno se desplazaba en avión o por carretera a cualquier ciudad española en busca de un órgano; lo extraía del cadáver, regresaba y lo implantaba. Y vuelta a empezar.
A ese ritmo practicó dos centenares de trasplantes. Enlazaba uno con otro y otro más. Sin dormir. Ya no afronta esas palizas; se apoya en los cirujanos de su equipo; aún se enfrenta a las cirugías más complicadas, a los pacientes en peor estado, a los cánceres más intrincados. No le importa si se trata de un bebé de meses o un octogenario. Puede con todo. "Hay determinadas cirugías, como la extracción de un segmento de hígado a un donante vivo, que sólo la puede hacer el jefe", explica. "El que se la juega debe ser el jefe. Y yo me la juego como en mi primer trasplante".
Entre los rumores que corren en el celoso gremio de cirujanos en torno a su inagotable resistencia física hay uno que asegura que Moreno se sonda antes de cada operación para no perder el tiempo orinando; otro dice que consume estimulantes para aguantar hasta el límite; un tercero, que tiene un hermano gemelo que es también cirujano y se reparten los enfermos. Él ríe ante esos comentarios. "Como decía mi padre, recio como una encina".
Más que un médico; una leyenda. Un tipo fuera de lo normal. Graciano García, director de la Fundación Príncipe de Asturias, le define como "el último quijote; siempre hacer el bien, nunca hacer el mal". Moreno forma parte de una generación épica de cirujanos que comenzó su andadura cuando las transfusiones, la anestesia o las suturas vasculares eran pura artesanía sin respaldo tecnológico. Los hospitales carecían de todo. El anestesista era un convidado de piedra. Y la salvación de un enfermo dependía de las manos del cirujano. Cada reto podía ser el final de una carrera. Las hemorragias eran fatales. Y las infecciones. Eran héroes elevados a la categoría de cirujanos estrella. Ricos y respetados. Siempre hombres. Las mujeres llegaron más tarde. Algunas se quejan de que aún es una profesión machista.
Hoy, al borde a la jubilación, Enrique Moreno González, Dios, el Jefe, sigue siendo el mismo ambicioso luchador. Aquel brillante alumno de posguerra, soberbio y áspero con el poder, que abandonó la lucrativa odontología tradicional en su familia por la cirugía pura y dura. "Me ganó el enfermo grave, el enfermo complejo. Estar con él. Apoyarle. Sacarle adelante. Cuando era residente en el Gran Hospital de la Beneficencia, en Madrid, en los sesenta, vivíamos con los enfermos en la planta. Conocíamos el estado de cada uno. Operaba por la mañana y por la tarde. Quería ser un buen cirujano. Veía en esta profesión la perfecta combinación de manos y cerebro. Ese placer de curar, de adelantarte al fármaco. No hay placer igual".
-¿Disfruta cuarenta años después?
-Más que nunca. Si sigo es porque me interesan los enfermos. Es por lo que quiero continuar. Hemos salvado vidas; hemos visto cómo se curaban; los hemos visto al día siguiente con buen color y apetito; hemos buscado soluciones. Soluciones nuevas a problemas antiguos. A un cáncer de colon o de esófago. Sin amputar. Buscando la calidad de vida del enfermo. ¡Cuántas veces hemos llorado junto a las familias! Un enfermo no es un número. Si el cirujano carece de ternura y humildad... esto no tiene sentido. ¡Ojalá no tuviera que hacer un trasplante nunca más porque se resolviesen muchas dolencias! En 20 años, esto va a cambiar. Las hepatitis B y C estarán muy controladas y poco a poco se planteará la posibilidad de que se pueda sustituir el trasplante por otras terapias.
-¿Y su vanidad?
-Cuanto más alto es el bambú más bajo se inclina.
-¿Y su soberbia?
-Mi soberbia es muy pequeña. La protagonista es la enfermedad.
-¿Y su exceso de liderazgo?
-Creo en el liderazgo; el líder es un loco que trabaja más que nadie.
Esfuerzo y empeño. Es la historia de su éxito. Vivir sin vacaciones. Dormir poco. Investigar. Exigirse. "Cuando conocí a mi futura mujer le dije que nunca le podría dar cantidad, sino calidad. Y así ha sido". Durante 22 años se preparó para realizar un trasplante hepático. Veintidós años de espera. Desde aquel 1964 en que descubrió los textos de Thomas E. Starzl, el mítico cirujano estadounidense que acababa de realizar el primer trasplante de hígado. "Me conmocionó. Decidí que mi tesis doctoral trataría sobre esa materia. Pero en este país era impensable un trasplante. Faltaban la tecnología y los conocimientos y, sobre todo, en el franquismo había un enorme vacío legal que no se resolvería hasta los ochenta: la ley no contemplaba la muerte cerebral. Era imposible realizar un trasplante en esas condiciones. En 1964, cuando le dije al doctor del que dependía que mi tesis iba a tratar sobre el trasplante hepático, me contestó alucinado: "¿De qué dice que va a tratar, Moreno?".
Empezó a investigar por su cuenta. A realizar cirugía experimental con perros. Operó a 500 en siete años. Seguía trabajando como cirujano en un par de hospitales madrileños, y los fines de semana ayudaba a su padre como dentista para redondear el presupuesto. "En España no había nada que hacer con el trasplante. Estaba atascado con la tesis. Me planté y escribí una carta al doctor Starzl, a Denver. Le dije que era cirujano, había leído todo lo suyo y quería trabajar un par de años a su lado. Tenía necesidad de aprender. Aceptó. Me marché en 1969 dejando en España a mi mujer y a mi hija de meses. Les llamaba los sábados por teléfono y cuando la telefonista me decía que me quedaban 30 segundos juraba en arameo. Fue duro. Starzl era un dictador, pero era una maravilla trabajar en Estados Unidos por la dedicación y seriedad de sus cirujanos y los medios que tenían". En diciembre de 1972, siete años después de iniciar su tesis, Enrique Moreno la leía ante un tribunal; era la primera que se elaboraba en España sobre trasplantes. Nueva técnica de trasplante ortópico de hígado. Sobresaliente cum laude. Tardaría 14 años en llevarla a la práctica.
Había llegado el momento de ganarse la vida. En 1973 conseguía el puesto de jefe del servicio de cirugía general en un nuevo hospital del entonces extrarradio madrileño bautizado pomposamente Ciudad Sanitaria Primero de Octubre (conmemorando la fecha de la proclamación del general Franco a la Jefatura del Estado). En la oposición superó a sus viejos maestros. Obtuvo la nota máxima. Tenía 34 años. Y 90 camas en su servicio de cirugía abdominal. Aún no había trasplantes, pero podía ayudar a miles de personas con sus manos. A gente corriente.
Son las dos de la madrugada. El hígado del donante reposa sumergido en una solución helada. Está limpio y brillante. Su superficie es lisa y elástica como la piel de un delfín. Sobre la mesa de operaciones, intubada, sondada, monitorizada, ensartada por tres agujas (una, conectada directamente con su arteria pulmonar), reposa una mujer a la que es imposible ver el rostro. Tiene 37 años. Es una enfermera que desarrolló el sida tras un pinchazo con material contaminado. Moreno se vuelve a lavar minuciosamente; se cambia las calzas estériles, la bata y la mascarilla. Opera de nuevo. Todo el equipo se ha pertrechado de guantes dobles y gafas especiales para evitar un posible contagio de VIH. Es una intervención de riesgo. Hay que extraer el hígado enfermo; después, implantar el nuevo. El proceso lleva entre siete y 12 horas. El hígado cirrótico de la enferma está gris y tiene un aspecto granulado. A las tres y diez lo extraen. Comienza el implante. Se trata de coser minuciosa y pacientemente las venas y arterias del receptor a su nuevo hígado. Fontanería de alta precisión. Cada puntada concluye con un sólido y minúsculo nudo. Y otro. Y otro más. Durante horas. Los puntos más minúsculos se realizan con un hilo de siete ceros, del grosor de un cabello. Enrique Moreno sigue la máxima de los viejos cirujanos: "Corta bien, cose bien y todo irá bien". Tiene unas manos largas, grandes y velludas de carpintero o pianista. Domina la técnica de suturar los vasos por pequeños que sean. A su izquierda, Ángeles Fafila, instrumentista. 20 años a su lado. Su trabajo no es fácil. "Cada cirujano tiene su técnica y su experiencia, y el instrumentista debe conocerla de memoria y saber lo que quiere en cada momento. Mi misión es ir un paso delante del Jefe. Tienes que conocer su cirugía con los ojos cerrados. Saber lo que viene a continuación. Proporcionarle la tijera adecuada [hay 22 modelos, cada una con su función específica], enhebrar sin parar sus agujas y proporcionarle desde el bisturí electrónico hasta el monitor sin que te lo tenga que pedir. Ni un gesto. No puede perder la concentración. Al doctor Moreno no le gusta que le hagan perder el tiempo. Te puede caer un broncazo de muerte. Exige máxima atención, pero es también el que más valora nuestro trabajo".
Moreno tiene un genio jupiterino oculto tras su estricta educación de diplomático centroeuropeo. Es el Jefe. No pasa ni una. Y nadie le tose. Pone firme al más antiguo del escalafón. Al residente recién llegado. O al político de turno. Exige a todos por igual. En mitad de una intervención, ante un despiste de su instrumentista, aparta un segundo la vista del vientre abierto de la receptora, observa fríamente a su ayudante y le espeta un gélido "¡concéntrese, leche!". Tras la mascarilla se filtra el rubor de la aludida. Son las cuatro y veinte de la madrugada.
Ocho cirujanos, 12 anestesistas, seis instrumentistas. Y todo el 12 de Octubre detrás. "La cirugía es una locomotora que tira del tren de la medicina", sostiene vehemente Moreno. Rafael Matesanz, director de la Organización Nacional de Trasplantes (ONT) y auténtico genio del sistema de trasplantes en España, comparte esa opinión: "Hay en España 44 hospitales repartidos por todas las comunidades autónomas que llevan a cabo trasplantes. Esa descentralización es vital. Porque el trasplante arrastra a todo el sistema sanitario. Desde la anestesia hasta el posoperatorio; del tratamiento de infecciones al banco de sangre; de la nefrología a la enfermería. El hospital sale ganando. Y más aún siendo centros públicos. Que un cirujano de fama mundial opere en un hospital público es un canto a nuestro sistema sanitario. Moreno ha convertido su hospital (que está situado teóricamente en un barrio deprimido) en una referencia mundial. Y eso es bueno para todos. Se empeñó en que aquí se hicieran trasplantes y lo consiguió. Sin apoyo institucional. Él solito".
Francisco Pérez-Cerdá aterrizó en este hospital como residente de anestesiología en 1980. Hoy es jefe de ese servicio. El 22 de abril de 1986 participó en el primer trasplante de hígado del profesor Moreno. "Llevábamos meses entrenándonos. Habíamos viajado a Estados Unidos para conocer las técnicas. Estábamos listos. Una mañana me llamó Enrique y con esa voz suya un poco teatral me soltó: '¿Paco, podemos hacer un trasplante esta tarde?'. Contesté sin dudarlo: '¡Lo hacemos!'. Éramos gente joven; apenas cuatro anestesistas y un pequeño grupo de cirujanos que había llegado al servicio de Moreno desde otros hospitales de Madrid. Todos aprendimos sobre la marcha. Los cirujanos crearon una técnica, y los especialistas nos hemos adaptado a lo que nos pedían. No se trata simplemente de dormir al receptor, sino de mantenerle en las mejores condiciones pulmonares, cardiacas y renales en momentos muy críticos. Y lo mismo con el donante. Somos un equipo. Con un líder claro, pero un equipo".
Enrique Moreno lo había conseguido. 22 años más tarde. Había realizado su primer trasplante. Recuerda "la mezcla de satisfacción, emoción y responsabilidad. Nos habíamos entrenado durante años. Habíamos hecho 50 trasplantes en perros en los meses anteriores. Habíamos aguardado que nos llegaran los últimos avances técnicos, como la bomba de circulación extracorpórea, y una nueva generación de medicamentos antirrechazo. Pero no teníamos permiso del Gobierno para realizar la intervención. Envié un telegrama al ministro informándole de que teníamos un enfermo al borde de la muerte, habíamos detectado un donante en Cataluña y estaba decidido a hacer el trasplante. Nadie nos paró. Lo hicimos".
Tras aquel trasplante de 1986 llegarían 1.390 más. La técnica del equipo se iría depurando. Moreno acometería nuevos retos y revoluciones técnicas. A mediados de los noventa sería pionero en los trasplantes de hígado split (un hígado para dos receptores), de donante vivo y en el sincrónico de páncreas y riñón. A partir de 2000, el desafío vendría del complicado trasplante de intestino. Y el multivisceral o en cluster. Con igual pasión que en sus comienzos. Como si el tiempo no pasara.
Noemí Rosel tiene 34 años. Vive en Zaragoza. Es rubia y tiene cara de muñeca. Nació con poliposis adenomatosa, una grave enfermedad hereditaria. Provoca la aparición de pólipos y tumores en el aparato digestivo con un elevado riesgo de malignidad. La padece su madre. Y su hermano. Se la diagnosticaron a los 18 años. Su futuro era un cáncer. "Sabía que iba a morir joven; hasta que mi cuerpo aguantara. El trasplante de mi aparato digestivo era la salida. Y jugué esa carta sin pensármelo. Necesitaba seis órganos: hígado, estómago, páncreas, bazo, duodeno y todo el intestino delgado. El doctor Moreno me dijo que en España nunca se había hecho antes. Pero íbamos a luchar. Confié en él. Tiene tanta seguridad en sí mismo... Esperé un año. El 12 de septiembre de 2006 me llamó a Zaragoza y me vine en el AVE. Había un donante. Entré en el quirófano a las tres menos cuarto de la madrugada. La operación duró 15 horas. Estuve dormida dos semanas. Seis meses después salí del hospital por mi pie. Me encuentro perfectamente. Con ganas de vivir. Celebro mi cumpleaños cada 12 de septiembre. Este año soplaré tres velas. Y espero seguir apagando muchas más".
José Luis Pérez padece la misma enfermedad que Noemí y fue uno de los primeros receptores de un intestino en España. Una intervención con muchas posibilidades de acabar en rechazo. "Cuando implantas un hígado, el órgano se queda quieto, pero un intestino se mueve, ése es el primer handicap; otro problema de cara al rechazo es la misma naturaleza del tejido del intestino", explica Moreno. La hermana de José Luis falleció víctima de su misma dolencia en 2006. Él fue trasplantado ese mismo año. Acaba de cumplir 40 años y tiene una humanidad envidiable. Está jubilado, pero trabaja como voluntario y no se pierde una fiesta. El día de nuestro encuentro acababa de regresar de la Feria de Abril. "Me he tomado todo el pescaíto y las cervecitas de Sevilla. No sé qué pasará mañana, pero a mí me han regalado vida y la voy a disfrutar a tope".
Durante 14 años, el grupo del doctor Moreno se había preparado para los trasplantes de José Luis y Noemí. A contracorriente. Hospitales de todo el mundo habían abandonado durante 20 años sus programas de trasplante intestinal ante los malos resultados del mismo. En España apenas se había practicado. Moreno se empeñó. El equipo del 12 de Octubre experimentó con animales, y sus miembros pasaron varios periodos de análisis y observación de las técnicas en centros sanitarios de Estados Unidos. Diez días antes de operar a Noemí, Enrique Moreno viajó a un hospital de Miami para presenciar un trasplante multivisceral. "No me sorprendió lo que hacían; a medida que avanzaba la intervención, pensaba: eso lo haríamos mejor nosotros. Eso yo lo haría así, así y así. Y hoy le puedo decir que Noemí Rosel es la prueba de que tenía razón".
En 20 años, 70.000 personas han recibido un órgano en España. La organización de nuestro sistema de trasplantes es un éxito que se contempla con envidia en todo el mundo. Contamos con la mayor tasa de donantes. Se trasplanta a más personas, con enfermedades más graves, mayor edad y la tasa de supervivencia es superior. Y todo a cargo de la sanidad pública. De forma universal y gratuita. El trasplante es una indicación terapéutica que ha dejado de ser noticia. El problema es la escasez de órganos. Siempre hacen falta más. Cinco mil personas aguardan un trasplante en España. La alternativa a un trasplante hepático es la muerte. En 2008 se realizaron 1.136 en toda España. Y cerca de 2.500 renales. Y 300 de cardiacos. Y 200 pulmonares. España es el país de los trasplantes.
Para el doctor Rafael Matesanz, director de la ONT, "han dejado de tener la épica de los primeros tiempos. Ya no los realizan aquellos héroes del quirófano que creían que lo podían todo ellos solos. Que resolvían los problemas sobre la marcha. Ahora se realizan de forma casi industrial. En equipo. Y es perfecto que se hagan miles y disminuya la lista y el tiempo de espera. El problema es la rutina. La cuestión es mantener el nivel de exigencia. La motivación del profesional de la medicina. Un trasplante ya no es un reto para un cirujano, excepto los split, el trasplante de donante vivo, el multivisceral o el de intestino. Frente a la rutina del trasplante normal, hay que mantener la tensión en los equipos. Y eso Moreno lo hace muy bien. Piense que en el Reino Unido los cirujanos más jóvenes no quieren hacer trasplantes, y en España la especialidad de cirugía ya no es la más demandada".
-¿Por qué?
-Noches en blanco; trabajar a horas intempestivas, guardias, estar todo el día localizado. Un cirujano de trasplantes puede trabajar 60 horas a la semana; tiene un incentivo económico, pero no siempre le compensa. Ya no hay tanta gente que quiera estar en trasplantes. Ese relevo generacional es un problema. El sistema ha envejecido bien. Pero no se puede perder la tensión entre los profesionales.
Cinco y media de la madrugada. "Como puede ver, somos la referencia mundial en trasplantes, pero no en cuanto a equipamiento de ocio para los médicos", bromea una joven residente que intenta dormitar en precario equilibrio sobre una silla de plástico de una destartalada sala con aspecto carcelario. Aquí recobran fuerzas los médicos durante las interminables noches de trasplantes. Está decorada con un calendario y un sobado sofá; apesta a empanadillas y croquetas cocinadas diez horas antes que yacen sobre una bandeja metálica. En otra fuente descansa una legión de rodajas de queso apergaminado y fiambre mortecino. Un cirujano revive la escena de entrar en esta sala una madrugada y encontrarse al profesor Moreno con la mirada perdida devorando una empanadilla tras remojarla en un café congelado. "Pura proteína", fue su comentario.
Siete y media de la mañana. Enrique Moreno concluye el implante. El hígado funciona. Lo peor ha pasado. Deja que sus ayudantes terminen la intervención. Se desprende de su ropa de operar barnizada de sangre; se libera del gorro y la mascarilla y se enfunda una bata de un blanco inmaculado con su nombre bordado primorosamente en el pecho. Han sido 14 horas de marcha. Por las ventanas se cuelan los primeros rayos de sol. Acaba de cumplir 70 años. Sale del quirófano braceando estirado y ufano. Dios. Apenas delatan su cansancio las bolsas bajo los ojos y la pesadez de sus párpados. Ha llegado a la edad de la jubilación. Está dispuesto a morir con las botas puestas. Se pierde en el ascensor en dirección a su cuartel general en la planta de cirugía. "A las ocho hay que ver qué quirófanos quedan libres. Y a trabajar. Los enfermos no esperan".
-¿Y cuándo descansa?
-A ratos, como los buenos periodistas.