Ante los desafios de Al Qaeda/ Fernando Reinares, catedrático de la Universidad Rey Juan Carlos e investigador Principal del Real Instituto Elcano
Publicado en ABC, 17/10/08;
España, al igual que otras democracias de nuestro inmediato entorno europeo, tiene ante sí los desafíos que el terrorismo relacionado con Al Qaida plantea tanto a la seguridad nacional como a la cohesión interna de una sociedad abierta cada vez más diversa, en buena medida debido a la inmigración procedente de países cuyas poblaciones son mayoritariamente musulmanas. Pese a los más de cuatro años y medio ya transcurridos desde los atentados del 11 de marzo en Madrid, los riesgos y amenazas que se asocian con la urdimbre del actual terrorismo global no se han visto aminorados. Algunos de los indicadores que pueden utilizarse para valorar esos riesgos y amenazas son aplicables al mundo occidental en su conjunto, pero otros adquieren un interés mucho más específico desde la perspectiva española.
En primer lugar, los propios dirigentes de Al Qaida, Osama bin Laden y Ayman al Zawahiri más concretamente, se han venido refiriendo a nuestro país en términos decididamente agresivos desde al menos el año 2006. En esas alusiones hay una serie de contenidos recurrentes, entre los que destacan la pretendida obligación religiosa de recuperar Al Andalus, a fin de que forme parte de un renovado califato panislámico que se ambiciona instaurar mediante una estrategia terrorista, las reclamaciones sobre Ceuta y Melilla, o la presencia militar española en territorios de conflicto generalizado pero que se consideran de dominio musulmán. Además, los principales elementos de este discurso agresivo hacia España y lo español se ha consolidado en la retórica habitual de Al Qaida en el Magreb Islámico, como evidencian los numerosos comunicados que sus líderes han emitido desde inicios de 2007.
En segundo lugar, las operaciones policiales que se han venido sucediendo en nuestro país desde que ocurrieran los atentados del 11 de marzo ponen de manifiesto que el señalamiento de España como blanco del terrorismo relacionado con Al Qaida podía y puede materializarse en nuevos atentados. Quizá no sea ocioso recordar ahora que, durante la pasada legislatura, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado han conseguido desbaratar a tiempo planes para perpetrarlos, en al menos tres ciudades españolas, que se encontraban en distintos estadios de planeamiento. Como ocioso tampoco será recordar que son más de trescientos los individuos detenidos a lo largo de ese periodo de tiempo por su implicación en actividades del terrorismo global, la mayoría de los cuales fueron procesados y enviados a prisión por orden judicial.Estos individuos son fundamentalmente extranjeros que inmigraron a España en los últimos quince años, procedentes sobre todo, aunque no sólo, de Marruecos y Argelia, que es el epicentro de la actividad terrorista en el Norte de África. Sin embargo, no deja de ser significativo el monto de quienes tienen un origen surasiático, especialmente pakistaní, o incluso de quienes disfrutan de la nacionalidad española. Unas veces han hecho suya la ideología del salafismo yihadista, que es el marco de referencia común al conjunto de actores individuales y colectivos del actual terrorismo global, en los mismos países de que proceden y otras en el seno de las comunidades musulmanas que se han establecido en el nuestro.
Comunidades donde las actitudes positivas hacia Osama bin Laden como líder mundial, o hacia Al Qaida y la idea de yihad global que promueve esta estructura terrorista, aun siendo minoritarias, no son desdeñables.Ahora bien, ¿que los riesgos y amenazas del terrorismo global no hayan remitido tras el 11 de marzo, ni en España ni para ciudadanos e intereses españoles en otros países, significa que somos más vulnerables? No, no es así. Cuando ocurrieron los atentados de Madrid, España disponía de unas estructuras de seguridad interior muy desarrolladas y altamente eficaces en la lucha contra el terrorismo de ETA y otras bandas armadas de carácter endógeno. Ahora bien, esas estructuras nacionales de seguridad interior no estaban igualmente adaptadas para hacer frente a los desafíos del mucho más novedoso terrorismo relacionado directa o indirectamente con Al Qaida, un fenómeno que se configura y extiende por buena parte del mundo durante los pasados años noventa y que llegó a establecer en territorio español una de sus principales bases europeas.
No es que no hubiese funcionarios de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, para ser más precisos del Cuerpo Nacional de Policía, que conociesen bien el terrorismo de Al Qaida y sus avatares. Los había, pero eran muy pocos y sin lugar a dudas precarios los medios con que contaban para su labor. Porque no se trataba de un problema al que políticamente se hubiese concedido la relevancia que merecía desde mediada la década de los noventa, pero especialmente tras los atentados del 11 de septiembre en Nueva York y Washington o aún más si cabe tras los de Casablanca en 2003, uno de cuyos blancos fue precisamente español. En cualquier caso, ocurridos los trágicos sucesos del 11 de marzo en Madrid y del 3 de abril de 2004 en Leganés, de lo que se trataba era de evaluar si el terrorismo global continuaba siendo una preocupación para España y, caso de ser así, poner los medios necesarios para neutralizarlo.
En esos momentos, una porción nada despreciable de la opinión pública parecía convencida de que lo acontecido en los madrileños trenes de cercanías había sido consecuencia del alineamiento del Gobierno del Partido Popular con Estados Unidos respecto a Irak. Y de que la retirada de nuestras tropas en dicho país supondría la desaparición de los riesgos y amenazas terroristas relacionadas con Al Qaida. En el otro lado del espectro político, diríase que era igualmente considerable la proporción de españoles para quienes detrás de los atentados del 11 de marzo no estaba tanto el terrorismo yihadista como el ya conocido de ETA. Entre esas dos visiones erróneas, ambas de las cuales tendían explícita o implícitamente a minimizar los problemas inherentes al terrorismo global, las autoridades del Ministerio del Interior concluyeron lo que había que concluir: que los riesgos y amenazas que planteaba ese fenómeno persistirían.
Los atentados de ese día dejaron claro que las funciones de información e inteligencia policial no estaban a la altura de las necesidades, que los problemas de coordinación entre Policía y Guardia Civil eran serios, y que la cooperación internacional estaba bien por debajo del óptimo en materia de terrorismo global. A casi nadie extrañará que se procediese a una adaptación de las estructuras de seguridad interior para mejor hacer frente a los desafíos que implica dicho fenómeno. Adaptación que consistió en adecuar cuantitativa y cualitativamente las capacidades de inteligencia policial, crear el Centro Nacional de Coordinación Antiterrorista, establecer planes tanto generales como específicos de prevención y protección, e impulsar la cooperación con otros países occidentales y del mundo islámico, entre otras iniciativas de relevancia. Iniciativas que gozan de gran aceptación social y añaden valor a la lucha contra ETA.
¿Quiere esto decir que está todo hecho? Claro que no. Quizá sea hora de plantearse, por ejemplo, si nuestra legislación antiterrorista adolece de limitaciones, ajenas a la imprescindible garantía de derechos y libertades, a la hora de tratar el terrorismo internacional. Por otra parte, las medidas tomadas para adaptar las estructuras de seguridad interior ante los desafíos del terrorismo relacionado con Al Qaida deberían imbricarse en una estrategia nacional contra el terrorismo de carácter multifacético e interministerial, que se formalice de manera consensuada y esté en consonancia con una estrategia de seguridad nacional más amplia. Aunque lo más urgente es, probablemente, elaborar y poner en marcha, más allá de las actuaciones de índole policial o penitenciaria al respecto, un plan integrado para prevenir los procesos de radicalización yihadista en determinados ámbitos de las comunidades musulmanas y muy especialmente entre la emergente segunda generación.
En primer lugar, los propios dirigentes de Al Qaida, Osama bin Laden y Ayman al Zawahiri más concretamente, se han venido refiriendo a nuestro país en términos decididamente agresivos desde al menos el año 2006. En esas alusiones hay una serie de contenidos recurrentes, entre los que destacan la pretendida obligación religiosa de recuperar Al Andalus, a fin de que forme parte de un renovado califato panislámico que se ambiciona instaurar mediante una estrategia terrorista, las reclamaciones sobre Ceuta y Melilla, o la presencia militar española en territorios de conflicto generalizado pero que se consideran de dominio musulmán. Además, los principales elementos de este discurso agresivo hacia España y lo español se ha consolidado en la retórica habitual de Al Qaida en el Magreb Islámico, como evidencian los numerosos comunicados que sus líderes han emitido desde inicios de 2007.
En segundo lugar, las operaciones policiales que se han venido sucediendo en nuestro país desde que ocurrieran los atentados del 11 de marzo ponen de manifiesto que el señalamiento de España como blanco del terrorismo relacionado con Al Qaida podía y puede materializarse en nuevos atentados. Quizá no sea ocioso recordar ahora que, durante la pasada legislatura, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado han conseguido desbaratar a tiempo planes para perpetrarlos, en al menos tres ciudades españolas, que se encontraban en distintos estadios de planeamiento. Como ocioso tampoco será recordar que son más de trescientos los individuos detenidos a lo largo de ese periodo de tiempo por su implicación en actividades del terrorismo global, la mayoría de los cuales fueron procesados y enviados a prisión por orden judicial.Estos individuos son fundamentalmente extranjeros que inmigraron a España en los últimos quince años, procedentes sobre todo, aunque no sólo, de Marruecos y Argelia, que es el epicentro de la actividad terrorista en el Norte de África. Sin embargo, no deja de ser significativo el monto de quienes tienen un origen surasiático, especialmente pakistaní, o incluso de quienes disfrutan de la nacionalidad española. Unas veces han hecho suya la ideología del salafismo yihadista, que es el marco de referencia común al conjunto de actores individuales y colectivos del actual terrorismo global, en los mismos países de que proceden y otras en el seno de las comunidades musulmanas que se han establecido en el nuestro.
Comunidades donde las actitudes positivas hacia Osama bin Laden como líder mundial, o hacia Al Qaida y la idea de yihad global que promueve esta estructura terrorista, aun siendo minoritarias, no son desdeñables.Ahora bien, ¿que los riesgos y amenazas del terrorismo global no hayan remitido tras el 11 de marzo, ni en España ni para ciudadanos e intereses españoles en otros países, significa que somos más vulnerables? No, no es así. Cuando ocurrieron los atentados de Madrid, España disponía de unas estructuras de seguridad interior muy desarrolladas y altamente eficaces en la lucha contra el terrorismo de ETA y otras bandas armadas de carácter endógeno. Ahora bien, esas estructuras nacionales de seguridad interior no estaban igualmente adaptadas para hacer frente a los desafíos del mucho más novedoso terrorismo relacionado directa o indirectamente con Al Qaida, un fenómeno que se configura y extiende por buena parte del mundo durante los pasados años noventa y que llegó a establecer en territorio español una de sus principales bases europeas.
No es que no hubiese funcionarios de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, para ser más precisos del Cuerpo Nacional de Policía, que conociesen bien el terrorismo de Al Qaida y sus avatares. Los había, pero eran muy pocos y sin lugar a dudas precarios los medios con que contaban para su labor. Porque no se trataba de un problema al que políticamente se hubiese concedido la relevancia que merecía desde mediada la década de los noventa, pero especialmente tras los atentados del 11 de septiembre en Nueva York y Washington o aún más si cabe tras los de Casablanca en 2003, uno de cuyos blancos fue precisamente español. En cualquier caso, ocurridos los trágicos sucesos del 11 de marzo en Madrid y del 3 de abril de 2004 en Leganés, de lo que se trataba era de evaluar si el terrorismo global continuaba siendo una preocupación para España y, caso de ser así, poner los medios necesarios para neutralizarlo.
En esos momentos, una porción nada despreciable de la opinión pública parecía convencida de que lo acontecido en los madrileños trenes de cercanías había sido consecuencia del alineamiento del Gobierno del Partido Popular con Estados Unidos respecto a Irak. Y de que la retirada de nuestras tropas en dicho país supondría la desaparición de los riesgos y amenazas terroristas relacionadas con Al Qaida. En el otro lado del espectro político, diríase que era igualmente considerable la proporción de españoles para quienes detrás de los atentados del 11 de marzo no estaba tanto el terrorismo yihadista como el ya conocido de ETA. Entre esas dos visiones erróneas, ambas de las cuales tendían explícita o implícitamente a minimizar los problemas inherentes al terrorismo global, las autoridades del Ministerio del Interior concluyeron lo que había que concluir: que los riesgos y amenazas que planteaba ese fenómeno persistirían.
Los atentados de ese día dejaron claro que las funciones de información e inteligencia policial no estaban a la altura de las necesidades, que los problemas de coordinación entre Policía y Guardia Civil eran serios, y que la cooperación internacional estaba bien por debajo del óptimo en materia de terrorismo global. A casi nadie extrañará que se procediese a una adaptación de las estructuras de seguridad interior para mejor hacer frente a los desafíos que implica dicho fenómeno. Adaptación que consistió en adecuar cuantitativa y cualitativamente las capacidades de inteligencia policial, crear el Centro Nacional de Coordinación Antiterrorista, establecer planes tanto generales como específicos de prevención y protección, e impulsar la cooperación con otros países occidentales y del mundo islámico, entre otras iniciativas de relevancia. Iniciativas que gozan de gran aceptación social y añaden valor a la lucha contra ETA.
¿Quiere esto decir que está todo hecho? Claro que no. Quizá sea hora de plantearse, por ejemplo, si nuestra legislación antiterrorista adolece de limitaciones, ajenas a la imprescindible garantía de derechos y libertades, a la hora de tratar el terrorismo internacional. Por otra parte, las medidas tomadas para adaptar las estructuras de seguridad interior ante los desafíos del terrorismo relacionado con Al Qaida deberían imbricarse en una estrategia nacional contra el terrorismo de carácter multifacético e interministerial, que se formalice de manera consensuada y esté en consonancia con una estrategia de seguridad nacional más amplia. Aunque lo más urgente es, probablemente, elaborar y poner en marcha, más allá de las actuaciones de índole policial o penitenciaria al respecto, un plan integrado para prevenir los procesos de radicalización yihadista en determinados ámbitos de las comunidades musulmanas y muy especialmente entre la emergente segunda generación.