- ¿Una superpotencia en declive?/David Rieff, es periodista y escritor estadounidense, y autor, entre otros libros, de Una cama para una noche: el humanitarismo en crisis.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
En Washington se habla mucho últimamente en la administración y los think-tanks sobre la desaparición del consenso bipartidista que existía durante la guerra fría. No obstante, por enconadas que sean las disputas actuales a propósito de Irak y la llamada guerra mundial contra el terrorismo, hay una idea fundamental de política exterior en la que todavía están verdaderamente de acuerdo los dos grandes partidos norteamericanos. Es la idea de que Estados Unidos seguirá siendo la única superpotencia mundial y el guardián de la seguridad internacional y el comercio mundial en el futuro inmediato. Es decir, que, con independencia de los cambios que puedan producirse en los próximos decenios, el siglo XXI será un siglo tan americano como el XX.
Esta convicción se basa en dos premisas. La primera es que ningún país o alianza de países ha demostrado tener ni una gran voluntad de desafiar la supremacía de Estados Unidos ni los medios para hacerlo. Los intereses de China son, como mucho, regionales -dice esta teoría-, y la Unión Europea está demasiado dividida, demasiado poco dispuesta o demasiado débil para reconstruir un aparato militar que en otro tiempo fue temible. En cuanto a Rusia, los convencidos de la durabilidad de un orden mundial sustentado en Washington insisten en que la disminución de su población y el hecho de depender en exceso de su riqueza energética le impedirán a largo plazo ocupar un puesto central en la política mundial.
La segunda premisa es que el mundo necesita a Estados Unidos y valora el papel que desempeña (algunas versiones de este argumento dicen que el mundo necesita a EE UU mucho más de lo que EE UU necesita al mundo). Si hasta ahora no ha habido ningún desafío real a la hegemonía estadounidense, explican, es porque Estados Unidos proporciona lo que los analistas de política exterior denominan "bienes mundiales": mantiene la estabilidad política y económica en todo el mundo, garantiza un orden mundial capitalista democrático y, gracias a un poder militar sin precedentes, sirve como último recurso cuando se necesita a un policía mundial.
Sean cuales sean las virtudes de este argumento, sin duda es significativo que los que más lo utilicen sean los analistas y responsables políticos estadounidenses (y, en menor medida, británicos). Desde la Pax Romana hasta la Pax Americana actual, pasando por la Pax Britannica, los imperios siempre han justificado su poder insistiendo en que no velaban sólo por sus propios intereses, sino por el bien común. En 1900, en pleno apogeo del Imperio Británico, H. G. Wells escribió que "el Imperio Británico, durante su expansión, mantuvo una tradición de libre comercio, igualdad de trato y generosidad con todos en el mundo entero".
Esta fe en la benevolencia esencial de la Gran Bretaña imperial es equiparable hoy a la que muestran personajes de todo el espectro político estadounidense, desde Barack Obama hasta Rudy Giuliani y desde un analista político conservador como Robert Kagan hasta un catedrático progresista como Michael Mandelbaum. Al margen de otras diferencias de fondo, todos parecen convencidos de que el mundo está mejor cuando Estados Unidos lleva el timón y de que, sin el liderazgo estadounidense, pronto se volvería más peligroso, más anárquico y menos próspero.
De creer lo que dicen, la única amenaza sería a la hegemonía de Estados Unidos que se vislumbra en el horizonte es que los estadounidenses no quieran seguir apoyando a su país en el desempeño de esa función.
Ahora bien, ¿y si resulta que los que defienden esta hipótesis (y sus partidarios británicos como el historiador Niall Ferguson, que muchas veces parecen pensar que EE UU es, al menos en potencia, el heredero de lo que consideran el legado positivo del Imperio Británico) no son perspicaces observadores de un escenario mundial despojado de todas sus perplejidades antiimperialistas? ¿Y si, por el contrario, se engañan a sí mismos de la misma forma que la clase dirigente británica se engañaba a sí misma antes de la Primera Guerra Mundial, al pensar que su Imperio era esencial para la estabilidad del mundo y que, al menos en comparación con las alternativas y con otros imperios del pasado, su hegemonía podía sobrevivir y sobreviviría a todos los desafíos?
No es ninguna exageración, después de examinar los antecedentes históricos, afirmar que el narcisismo y el imperialismo van unidos, lo mismo cuando el gran imperialista británico Cecil Rhodes aseguraba que el colonialismo británico en África había consistido en "filantropía más un cinco por ciento" que cuando el presidente Bush insistía en que Estados Unidos tenía la misión específica de propagar la democracia por todo el mundo. Pero esos antecedentes históricos también muestran que los momentos imperiales son pasajeros y que la hegemonía tiene una duración cada vez menor.
El Imperio Romano duró más de 700 años (más de un milenio, si se cuenta a los bizantinos), y el Imperio Británico duró poco más de 300 en India y menos de un siglo en gran parte de África. Los retos económicos que afronta hoy Estados Unidos hacen pensar que su periodo como única superpotencia mundial podría ser incluso más breve.
Los estadounidenses, a los que se enseña a creer desde niños en el excepcionalismo de su país (que en política exterior significa muchas veces que las limitaciones históricas que valen para otros países no valen para EE UU), no están predispuestos a pensar que su supremacía podría estar llegando a su fin. Pero la verdad es que, cuando dicen creer que Estados Unidos -que, en los próximos decenios, va a tener que adaptarse a un mundo multipolar desde el punto de vista geoeconómico, a medida que China e India recuperen el lugar fundamental que ocupaban hace 500 años en la economía mundial- puede seguir teniendo indefinidamente un papel geopolítico hegemónico, da la impresión de que, más que un análisis racional, están haciéndose ilusiones.
La verdad es que, ya fuera en la Roma imperial, en la España imperial o en la Gran Bretaña imperial, el poder económico y el político siempre han ido de la mano. Dado que nadie niega que EE UU va a experimentar un declive económico en términos comparativos, aunque sin duda seguirá siendo uno de los centros de la economía mundial, la única forma de poder pensar que la geopolítica no va a ser también multipolar es creer que Estados Unidos, no se sabe cómo, será capaz de librarse de la que parece ser una de las pocas leyes inamovibles de la historia. Y eso no es hacer un análisis; eso es tener fe.
La guerra de Irak ya ha dejado patentes los límites de la cacareada fuerza militar estadounidense, el único terreno en el que Estados Unidos seguirá siendo probablemente hegemónico durante muchos años. En una era de amenazas asimétricas, el poder militar convencional está pasando rápidamente a ser un factor anacrónico para medir la fuerza de un país.
Todo esto no quiere decir que Estados Unidos no vaya a seguir siendo una de las potencias más importantes de la tierra, sólo que sus días de dictar las normas y luego garantizarlas están contados, ahora que se ha convertido en una nación endeudada. En cualquier caso, las estructuras de gobierno internacional creadas después de la Segunda Guerra Mundial están desmoronándose, como es lógico después de más de sesenta años (imaginemos que se hubiera gobernado el Estados Unidos de 1880 como el de 1820). Todo el mundo sabe que hay que revisarlas.
Por el momento, Estados Unidos es efectivamente la única superpotencia. Pero, en vez de engañarnos y pensar que vamos a seguir siéndolo durante tiempo indefinido, una política exterior que cuidase de forma inteligente por nuestros intereses nos obligaría a hacer todo lo posible para determinar, de acuerdo con nuestras máximas prioridades, las normas internacionales que regirán las relaciones entre Estados una vez que haya pasado el momento de hegemonía estadounidense, como inevitablemente ocurrirá.
La alternativa a esto es hacer lo que hicieron los británicos antes de 1914 e imaginar que, como unas condiciones políticas concretas nos parecen las mejores a nosotros, tienen que ser también las mejores para el mundo y, por tanto, están destinadas a durar eternamente. Tenemos que elegir, pero no entre otro siglo americano y la anarquía, sino entre un mundo multipolar en el que tengamos un papel importante y un siglo antiamericano.