Raza y género en Estados Unidos/JULIÁN CASANOVA
Publicado en EL PAIS; 08/02/2008;
Muchas cosas han cambiado en Estados Unidos desde los años sesenta, desde el surgimiento de los movimientos de protesta a favor de los derechos civiles. Sin esas movilizaciones, que abrieron las puertas de las reformas políticas, ni Barack Obama ni Hillary Clinton estarían luchando hoy por la presidencia del país más poderoso del mundo. Pero la libertad y la dignidad para millones de mujeres y negros no pudieron ganarse sin un desafío fundamental a la distribución existente del poder. Muchos estadounidenses, empezando por los blancos del sur, se sintieron amenazados por esos cambios y la política giró a la derecha. Desde que Richard Nixon ganó las elecciones en 1968, después de que en ese mismo año cayeran asesinados Martin Luther King y Robert Kennedy, han pasado cuatro décadas. En ese largo período de tiempo, los demócratas sólo han gobernado doce años, cuatro con Jimmy Carter y ocho con Bill Clinton; los republicanos, veintiocho. Ser negro o mujer sí que importa, aunque ni Obama ni Hillary Clinton están interesados en que la raza o el género se conviertan en los temas centrales de la campaña. Repasemos la historia.
En los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos estaba, en palabras de Winston Churchill, "en la cima del mundo". Era sin duda la primera potencia militar, pero lo que llamaba realmente la atención era su fortaleza económica, la riqueza material que inundaba a millones de hogares y la paz y armonía que reinaban tras más de quince años de depresión y guerra. Muchos observadores celebraban que todo eso ocurriera en una sociedad democrática, sin clases, solía decirse, y sin las tradicionales divisiones ideológicas y políticas que impregnaban al continente europeo. Había algo excepcional, sin embargo, que ponía en duda esa celebración de la abundancia: el racismo que prevalecía tanto en el norte como en el sur, el hecho de que millones de norteamericanos de otras razas diferentes a la blanca se toparan en la vida cotidiana con una aguda discriminación en el trabajo, en la educación, en la política y en la concesión de los derechos legales.
La batalla por los derechos civiles, dura y violenta en ocasiones, cosechó en los años sesenta frutos extraordinarios. La Civil Right Act de 1964, bajo el Gobierno del demócrata Lyndon Johnson, prohibió la discriminación en el trabajo por motivos de raza o género y los trabajadores negros y las mujeres comenzaron a rechazar el tratamiento de segunda clase que se les daba en muchas industrias y servicios. A finales de esa década, miles de negros habían sido elegidos en el sur como alcaldes, sheriffs o legisladores de los diferentes Estados. El programa "Great Society" de Johnson, y su guerra contra la pobreza, dobló el presupuesto de la nación destinado a las prestaciones sociales, a lo que entonces ya se llamaba en todos los países más avanzados el Estado de bienestar.
Fueron años de conflictos masivos, de desobediencia civil, en los que las iglesias sustituyeron en muchas ocasiones a los sindicatos como organizadores de las protestas. Inspiradas por las victorias logradas por los negros, a la lucha se sumaron con ardor cientos de miles de mujeres que articularon un nuevo lenguaje para describir la opresión que padecían, reclamaron el fin de la discriminación por sexo y traspasaron lo que hasta entonces parecían problemas personales al ámbito de la política.
La campaña por la legalización del aborto fue el mejor ejemplo. Antes de 1970, el aborto era ilegal prácticamente en todos los Estados. En 1973, tras agrias disputas y movilizaciones, una decisión del Tribunal Supremo garantizó el acceso de las mujeres al aborto en las primeras fases del embarazo.
Si la batalla por los derechos civiles reveló las divisiones internas de la sociedad estadounidense, la guerra de Vietnam sacó a la luz las tensiones derivadas de la posición de Estados Unidos en el mundo. Lo que comenzó como una demostración de fuerza contra el comunismo, duró más de una década, reclutó a cientos de miles de ciudadanos, la mayoría pobres y jóvenes sin estudios, y tuvo un tremendo impacto en una sociedad profundamente dividida en torno a esa intervención, con un fuerte movimiento antibélico que escindió al Partido Demócrata, y traumatizada por la brutalidad de la contienda y por las decenas de miles de muertos y heridos que generó. La todopoderosa América había sido derrotada por un pequeño y subdesarrollado país comunista.
La guerra, los conflictos raciales y los grandes temas morales planteados por el feminismo y las luchas de las mujeres empujaron a muchos votantes a la derecha y al abstencionismo. En su campaña para la reelección de 1972, Richard Nixon, que había subido al poder con una estrecha victoria en 1968, señaló a los radicales, hippies, activistas negros y a las "madres del Estado del bienestar" como las causas de los problemas de Estados Unidos. Comenzó a configurarse una nueva derecha, que movilizó a quienes se sentían amenazados por los grandes cambios de los sesenta y percibían que los viejos valores -la familia, la religión y el patriotismo- estaban en peligro. La raza, el género, el feminismo, el aborto y la negativa a que los impuestos se utilizaran en grandes gastos sociales fueron sus principales caballos de batalla. Ronald Reagan ganó en 1980 el sur, donde habían basado su poder los demócratas, desde Franklin Delano Roosevelt a Johnson, pasando por John Fitzgerald Kennedy, y su abrumadora victoria acabó con más de una generación de control demócrata del Senado.
La raza y el género han importado y pueden importar, y mucho, en Estados Unidos, en la sociedad y en la política. Todos sus presidentes, desde George Washington a George W. Bush, cuarenta y tres en más de doscientos años, han sido hombres y blancos. Esa historia puede cambiar el 4 de noviembre de 2008. Y entonces se haría realidad aquella predicción que lanzó Martin Luther King a mediados de los cincuenta en Alabama, cuando él era un joven de 26 años y comenzaba a surgir en ese Estado el movimiento por los derechos civiles: "En los libros de historia que escribirán las generaciones futuras, los historiadores tendrán que hacer una pausa y decir: 'Allí vivió un gran pueblo -el pueblo negro- que inyectó nuevos propósitos y dignidad en las venas de la civilización".
Eso es lo que está también en juego ahora, que la elección de un negro o de una mujer deje atrás la parte más oscura del legado racista y los prejuicios contra el feminismo y las luchas políticas y sociales de las mujeres. Se trata de algo más que una batalla simbólica o cultural. Son las políticas de identidad.
En los años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos estaba, en palabras de Winston Churchill, "en la cima del mundo". Era sin duda la primera potencia militar, pero lo que llamaba realmente la atención era su fortaleza económica, la riqueza material que inundaba a millones de hogares y la paz y armonía que reinaban tras más de quince años de depresión y guerra. Muchos observadores celebraban que todo eso ocurriera en una sociedad democrática, sin clases, solía decirse, y sin las tradicionales divisiones ideológicas y políticas que impregnaban al continente europeo. Había algo excepcional, sin embargo, que ponía en duda esa celebración de la abundancia: el racismo que prevalecía tanto en el norte como en el sur, el hecho de que millones de norteamericanos de otras razas diferentes a la blanca se toparan en la vida cotidiana con una aguda discriminación en el trabajo, en la educación, en la política y en la concesión de los derechos legales.
La batalla por los derechos civiles, dura y violenta en ocasiones, cosechó en los años sesenta frutos extraordinarios. La Civil Right Act de 1964, bajo el Gobierno del demócrata Lyndon Johnson, prohibió la discriminación en el trabajo por motivos de raza o género y los trabajadores negros y las mujeres comenzaron a rechazar el tratamiento de segunda clase que se les daba en muchas industrias y servicios. A finales de esa década, miles de negros habían sido elegidos en el sur como alcaldes, sheriffs o legisladores de los diferentes Estados. El programa "Great Society" de Johnson, y su guerra contra la pobreza, dobló el presupuesto de la nación destinado a las prestaciones sociales, a lo que entonces ya se llamaba en todos los países más avanzados el Estado de bienestar.
Fueron años de conflictos masivos, de desobediencia civil, en los que las iglesias sustituyeron en muchas ocasiones a los sindicatos como organizadores de las protestas. Inspiradas por las victorias logradas por los negros, a la lucha se sumaron con ardor cientos de miles de mujeres que articularon un nuevo lenguaje para describir la opresión que padecían, reclamaron el fin de la discriminación por sexo y traspasaron lo que hasta entonces parecían problemas personales al ámbito de la política.
La campaña por la legalización del aborto fue el mejor ejemplo. Antes de 1970, el aborto era ilegal prácticamente en todos los Estados. En 1973, tras agrias disputas y movilizaciones, una decisión del Tribunal Supremo garantizó el acceso de las mujeres al aborto en las primeras fases del embarazo.
Si la batalla por los derechos civiles reveló las divisiones internas de la sociedad estadounidense, la guerra de Vietnam sacó a la luz las tensiones derivadas de la posición de Estados Unidos en el mundo. Lo que comenzó como una demostración de fuerza contra el comunismo, duró más de una década, reclutó a cientos de miles de ciudadanos, la mayoría pobres y jóvenes sin estudios, y tuvo un tremendo impacto en una sociedad profundamente dividida en torno a esa intervención, con un fuerte movimiento antibélico que escindió al Partido Demócrata, y traumatizada por la brutalidad de la contienda y por las decenas de miles de muertos y heridos que generó. La todopoderosa América había sido derrotada por un pequeño y subdesarrollado país comunista.
La guerra, los conflictos raciales y los grandes temas morales planteados por el feminismo y las luchas de las mujeres empujaron a muchos votantes a la derecha y al abstencionismo. En su campaña para la reelección de 1972, Richard Nixon, que había subido al poder con una estrecha victoria en 1968, señaló a los radicales, hippies, activistas negros y a las "madres del Estado del bienestar" como las causas de los problemas de Estados Unidos. Comenzó a configurarse una nueva derecha, que movilizó a quienes se sentían amenazados por los grandes cambios de los sesenta y percibían que los viejos valores -la familia, la religión y el patriotismo- estaban en peligro. La raza, el género, el feminismo, el aborto y la negativa a que los impuestos se utilizaran en grandes gastos sociales fueron sus principales caballos de batalla. Ronald Reagan ganó en 1980 el sur, donde habían basado su poder los demócratas, desde Franklin Delano Roosevelt a Johnson, pasando por John Fitzgerald Kennedy, y su abrumadora victoria acabó con más de una generación de control demócrata del Senado.
La raza y el género han importado y pueden importar, y mucho, en Estados Unidos, en la sociedad y en la política. Todos sus presidentes, desde George Washington a George W. Bush, cuarenta y tres en más de doscientos años, han sido hombres y blancos. Esa historia puede cambiar el 4 de noviembre de 2008. Y entonces se haría realidad aquella predicción que lanzó Martin Luther King a mediados de los cincuenta en Alabama, cuando él era un joven de 26 años y comenzaba a surgir en ese Estado el movimiento por los derechos civiles: "En los libros de historia que escribirán las generaciones futuras, los historiadores tendrán que hacer una pausa y decir: 'Allí vivió un gran pueblo -el pueblo negro- que inyectó nuevos propósitos y dignidad en las venas de la civilización".
Eso es lo que está también en juego ahora, que la elección de un negro o de una mujer deje atrás la parte más oscura del legado racista y los prejuicios contra el feminismo y las luchas políticas y sociales de las mujeres. Se trata de algo más que una batalla simbólica o cultural. Son las políticas de identidad.