Es
la pena de muerte democrática?/ Rafael Domingo Oslé, es catedrático en la Universidad de Navarra e investigador en la Universidad de Emory.
El Español,
9 de febrero de 2016.
Han
transcurrido tan solo unos días desde que, en el corredor de la muerte de
Georgia, Estados Unidos, a muy pocos kilómetros de mi lugar de trabajo, se
ejecutaba con una inyección letal a Brandon
Astor Jones, de 72 años de edad. Brandon había sido condenado por el
asesinato, en 1979, del empleado de una tienda en un atraco a mano armada.
Infecundos fueron los intentos de los abogados por aplacar la justicia
inmisericorde del tribunal penal, sobre todo después de que el Tribunal Supremo
de los Estados Unidos declinara considerar el caso (perdiendo así una ocasión
única) y permitiera que la ejecución se llevara a cabo. Estéril fue también el
silencio desconsolado de decenas de miles de personas que hemos vivido con
intensa solidaridad esos últimos instantes de la vida de una persona que
cometió un gravísimo delito hace casi treinta años que la justicia
norteamericana, tras condenarlo severamente, no ha tenido a bien ni condonar ni
conmutar.
Poco
interesan aquí las circunstancias del caso, narradas con todo lujo de detalles
en la prensa local de Atlanta. Para mí, todas las condenas a pena de muerte son
iguales, con independencia de lo que hayan hecho o dejado de hacer los ejecutados,
ya que en todas ellas se quita la vida a una persona digna de vivir. Por unos
segundos parece que, con la pena de muerte, el Estado se convierte en dueño de
la vida de los demás. No veo justificación suficiente para hacer pagar la
muerte con muerte. El argumento de la legítima defensa social me parece rancio
e inapropiado en una sociedad con el desarrollo y los medios de los Estados
Unidos.