13 mar 2010

Aquel 11-M

El verdadero significado de aquel 11-M/Fernando Reinares, catedrático de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos. Acaba de ser elegido director académico de la International Counter Terrorism Academic Community. Una versión más extensa de este artículo aparecerá en el próximo número de Survival, la revista del Instituto Internacional de Estudios Estratégicos de Londres
Publicado en EL PAÍS, 11/03/10;
No es casual que la ponderada sentencia sobre los atentados de Madrid aludiese a quienes fueron procesados y condenados por tales hechos, si exceptuamos a los criminales españoles de los cuales obtuvieron los explosivos, como “miembros de células y grupos de tipo yihadista”. Al contrario de lo que con frecuencia se da por descontado, dentro y fuera de nuestro país -supongo que en buena medida debido a lo excéntrico que entre los propios españoles ha sido el debate sobre los autores implicados en la matanza de los trenes de la muerte-, en tan importante documento judicial no existe mención alguna a “célula local”, “célula independiente”, “célula local independiente” o concepto de equivalencia similar. Y es que lo sucedido en España en aquella infame fecha de marzo de 2004, exactamente 911 días después de los atentados del 9/11 -11 de septiembre según la manera anglosajona de datar- en Estados Unidos, no fue el producto de una célula local independiente inspirada por Al Qaeda pero carente de conexiones con dicha estructura terrorista o alguna de sus entidades afiliadas. Tanto la composición misma de la red que preparó y perpetró los atentados de Madrid, como su recientemente acreditada conexión con el núcleo central de Al Qaeda, al igual que la estrategia subyacente a tales hechos, evidencian que el verdadero significado del 11-M fue otro.
En primer lugar, la red que estuvo detrás de los atentados del 11 de marzo, constituida entre septiembre de 2002 y noviembre de 2003, aglutinó en lo fundamental a cuatro colectivos preexistentes y relativamente reducidos de individuos. Dos de esos colectivos se encontraban especialmente interconectados, pues derivaban de la célula establecida por Al Qaeda en España a mediados de los noventa del pasado siglo. Esta célula fue sustancial pero no completamente desmantelada en los meses que siguieron a los atentados del 11-S, cuando su líder era Imad Eddin Barakat Yarkas, más conocido como Abu Dahdah. Un tercer colectivo de individuos que se incorporó a la red del 11-M estaba ligado a la fracción que el Grupo Islámico Combatiente Marroquí tenía en Europa occidental, sobre todo en Bélgica y Francia. El cuarto y último colectivo en integrarse estaba compuesto por algunos narcotraficantes convertidos en islamistas violentos. Se trataba, en conjunto, de varones, casi todos inmigrantes de origen norteafricano -sobre todo marroquíes-, nacidos entre 1960 y 1983, en su mayoría con entre 23 y 33 años cuando perpetraron los atentados. Al igual que otras de sus características sociales denotan una notable diversidad, tampoco todos interiorizaron una ideología yihadista y fueron reclutados en el mismo lugar, al mismo tiempo o mediante el mismo proceso.
En segundo lugar, tal y como desvelé en parte hace apenas unos meses, existía una conexión entre la red terrorista del 11-M y el mando de operaciones externas de Al Qaeda en Waziristán del Norte (EL PAÍS, 17 de diciembre). Este hallazgo, del que tuve indicios fundados a finales de 2008 en Reino Unido, se basa en la figura de Amer Azizi, quien fuera destacado miembro de la mencionada célula de Al Qaeda en España y lograse huir tras su desarticulación.
Azizi reclutó al iniciador en 2002 de la trama responsable de los atentados de Madrid. Estaba estrechamente ligado al menos a otros tres importantes miembros de esa trama, y se mantenía en contacto con el cabecilla operativo de la red local, es decir, Serhane ben Abdelmajid Fakhet, El Tunecino. Tampoco era ajeno al Grupo Islámico Combatiente Marroquí ni al Grupo Islámico Combatiente Libio, con cuyo entonces dirigente llegó a comunicarse este último en 2003. Cuando ocurrió el 11-M, Amer Azizi era el hombre de confianza del número tres en la jerarquía de Al Qaeda, el egipcio Hamza Rabia, junto a quien murió en diciembre de 2005 como consecuencia de uno de los ataques selectivos de la inteligencia estadounidense, mediante aeronaves no tripuladas, contra miembros prominentes de dicha estructura terrorista en los territorios fronterizos entre Afganistán y Pakistán.
En tercer lugar, la estrategia de los atentados de Madrid no procedía de la red que los preparó y ejecutó. Para entenderla, cabe recordar el conocido vídeo difundido por Al Jazeera el 18 de octubre de 2003, en el que Osama Bin Laden amenazó a España, y un mensaje de correo electrónico al semanario Al Majallah ocho días después. Hay quienes consideran que lo ocurrido se inspiró en dos documentos -”Yihad en Irak” y “Mensaje al Pueblo Español”-, publicados en diciembre de 2003 en Global Islamic Media Centre, pero para entonces la red del 11-M ya estaba formada y no hay trazas de que sus miembros los conocieran. Sin embargo, conocieron y siguieron las orientaciones remitidas por las Brigadas Abu Hafs al Masri/Al Qaeda desde Irán y quizá Yemen. Sin el segundo de los comunicados firmados con esa denominación, alusiva a quien fuera jefe del comité militar de Al Qaeda, que la célula operativa del 11-M recogió de Internet horas después de haber sido colocado, mal se comprende su posterior actuación. No pocos han dudado de la fiabilidad de esos textos, pero baste mencionar que el primero de ellos hablaba de la advertencia hecha con el atentado de 2003 en Nasiriya contra fuerzas italianas. Ahora sabemos que uno de los suicidas que lo cometió fue reclutado en España y trasladado por el mismo conducto por el que huyeron hacia Irak algunos de los implicados en el 11-M.
Así, lo ocurrido en Madrid hace seis años denotaba la continuada actividad de Al Qaeda tras el 11-S, instigando, aprobando y probablemente también facilitando la comisión de atentados espectaculares y muy letales en las sociedades occidentales. Esta actividad persiste, aunque se hayan detectado alteraciones notables en el alcance y los límites de las capacidades de Al Qaeda. Aquel 11-M resultó además indicativo de la reorientación que a partir de 2002 se observaba entre las organizaciones yihadistas norteafricanas afines a Al Qaeda y que culminó en la formación de su actual extensión regional magrebí. Asimismo, los atentados de Madrid fueron reveladores acerca de la movilización terrorista de inmigrantes de primera generación procedentes de países musulmanes. Lo que se añadía a la radicalización y el reclutamiento, constatado en otras naciones europeas, de jóvenes correspondientes a las llamadas segundas y terceras generaciones.
Además, los atentados en los trenes de cercanías revelaban mucho sobre el terrorismo global como un fenómeno polimorfo de componentes heterogéneos que interactúan entre sí, cuyos dirigentes reconocen una jerarquía de mando y control, pero que es flexible y se adapta a las circunstancias propias de una determinada situación, produciendo en ocasiones, como el 11-M, combinaciones excepcionales.
Con todo, los atentados del 11-M no sólo hablaban por sí mismos acerca de un terrorismo yihadista en transición, tras haber perdido Al Qaeda y sus entidades afiliadas el santuario afgano del que se beneficiaron hasta el otoño de 2001. También resultaron indicativos de la cambiante naturaleza de la amenaza del yihadismo global. No fueron unos atentados planificados, preparados y ejecutados sólo por Al Qaeda, como había sido habitual hasta 2002. Pero tampoco fueron producto exclusivo de una célula independiente. Más bien reflejaron la realidad de una amenaza compleja y compuesta, en la que confluyen diferentes grupos y organizaciones.
Por lo demás, el 11-M dejó una vez más clara la predilección del terrorismo yihadista por los sistemas de transporte público como blanco, una preferencia por el uso de artefactos explosivos y la determinación suicida de sus ejecutores. Alguno de los implicados en esos atentados había escrito su testamento.
Finalmente, lo sucedido hace seis años en Madrid puso de manifiesto que las directrices de Al Qaeda, las decisiones de sus organizaciones asociadas y las aspiraciones de las redes locales pueden converger, aprovechándose de oportunidades especialmente favorables para la ejecución en sociedades occidentales de actos de terrorismo global.

Charles J. Scicluna

El fiscal vaticano para la pedofilia reconoce 3,000 casos en ocho años
La Santa Sede lanza en varios idiomas la entrevista con Charles J. Scicluna
EL PAÍS - Roma - 13/03/2010
La Oficina de Información de la Santa Sede lanzado hoy en varios idiomas una entrevista publicada por el diario Avvenire, de la Conferencia Episcopal Italiana, con Charles J. Scicluna, promotor de justicia de la Congregación vaticana para la Doctrina de la Fe, sobre el rigor de la Iglesia en los casos de abusos. Publicamos el diálogo mantenido con el periodista Gianni Cardinale.
Pregunta: -Monseñor Charles J. Scicluna es el "promotor de justicia" de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Prácticamente se trata del fiscal del tribunal del antiguo Santo Oficio, cuya tarea es investigar los llamados delicta graviora, los delitos que la Iglesia católica considera absolutamente los más graves, es decir: contra la Eucaristía, contra la santidad del sacramento de la Penitencia y el delito contra el sexto mandamiento ("No cometerás actos impuros") por parte de un clérigo con un menor de 18 años.
Respuesta: Delitos que, con un motu proprio de 2001, Sacramentorum sanctitatis tutela, ha reservado como competencia a la Congregación para la Doctrina de la Fe. De hecho el "promotor de justicia" es el encargado, entre otras cosas, de la terrible cuestión de los sacerdotes acusados de pedofilia que salta periódicamente a las páginas de los medios de comunicación. Y monseñor Scicluna, un maltés afable y cordial, tiene fama de cumplir la tarea encomendada con absoluto escrúpulo y sin distinciones de ningún tipo.
P: Monseñor, usted tiene fama de "duro", y sin embargo se acusa sistemáticamente a la Iglesia católica de ser tolerante con los llamados "curas pedófilos".
R: Puede ser que en el pasado, quizá también por un malentendido sentido de defensa del buen nombre de la institución, algunos obispos, en la praxis, hayan sido demasiado indulgentes con este tristísimo fenómeno. En la praxis, digo; porque en el ámbito de los principios la condena por esta tipología de delitos ha sido siempre firma e inequívoca. Por lo que respecta solamente al siglo pasado, basta recordar la famosa instrucción Crimen Sollecitationes de 1922.
P: ¿Pero no era de 1962?
R: No; la primera edición se remonta al pontificado de Pío XI. Más tarde, con el beato Juan XXIII, el Santo Oficio se ocupó de una nueva edición para los padres conciliares, pero la tirada fue solo de dos mil copias que no bastaron para la distribución, aplazada sine die. De todas formas, se trataba de normas de procedimiento en los casos de solicitudes durante la confesión y de otros delitos más graves de tipo sexual como el abuso sexual de menores.
P: Sin embargo, eran normas en las que se recomendaba el secreto...
R: Una mala traducción en inglés de ese texto dio pábulo a que se pensara que la Santa Sede imponía el secreto para ocultar los hechos. Pero no era así. El secreto de instrucción servía para proteger la buena fama de todas las personas involucradas, en primer lugar las víctimas, y después los clérigos acusados, que tienen derecho -como cualquier persona- a la presunción de inocencia hasta que se demuestre lo contrario. A la Iglesia no le gusta la justicia concebida como un espectáculo. La normativa sobre los abusos sexuales no se ha interpretado nunca como prohibición de denuncia a las autoridades civiles.
P: No obstante, ese documento sale siempre a relucir para acusar al pontífice actual de haber sido -como prefecto del antiguo Santo Oficio- el responsable objetivo de una política de encubrimiento de los hechos por parte de la Santa Sede.
R: Es una acusación falsa y una calumnia. En propósito me permito señalar algunos datos. Entre 1975 y 1985 no resulta que se haya sometido a la atención de nuestra congregación ningún aviso de casos de pedofilia por parte de clérigos. De todas formas, tras la promulgación del Código de Derecho Canónico de 1983 hubo un período de incertidumbre acerca del elenco de delicta graviora reservados a la competencia de este dicasterio. Sólo con el motu proprio de 2001 el delito de pedofilia volvió a ser de nuestra exclusiva competencia. Desde aquel momento el cardenal Ratzinger demostró sabiduría y firmeza a la hora de tratar esos casos. Más aún. Dio prueba de gran valor afrontando algunos casos muy difíciles y espinosos, sine acceptione personarum. Por lo tanto, acusar al pontífice de ocultación es, lo repito, falso y calumnioso.
P: ¿Qué pasa si un sacerdote es acusado de un delictum gravius?
R: Si la acusación es verosímil el obispo tiene la obligación de investigar tanto la credibilidad de la denuncia como el objeto de la misma. Y si el resultado de la investigación previa es atendible, no tiene ya la facultad de disponer en materia y debe referir el caso a nuestra Congregación, donde será tratado por la oficina disciplinaria.
P: ¿Quienes forman parte de esa oficina?
R: -Junto a mí, que por ser uno de los superiores del dicasterio debo ocuparme de otras cuestiones, hay también un jefe de oficina, el padre Pedro Miguel Funes Díaz, siete eclesiásticos y un penalista laico que siguen esos procedimientos. Otros oficiales de la congregación dan su valiosa aportación según sus diversos idiomas y competencias.
P: Se dice que esa oficina trabaja poco y con lentitud...
R: Es una observación injusta. En 2003 y 2004 una avalancha de casos cubrió nuestras mesas. Muchos procedían de Estados Unidos y se referían al pasado. En los últimos años, gracias a Dios, el fenómeno se ha reducido mucho. Y, por tanto, intentamos tratar los casos nuevos en tiempo real.
P: ¿Cuántos han tratado hasta ahora?
R: En los últimos nueve años (2001-2010) hemos analizado las acusaciones relativas a unos 3.000 casos de sacerdotes diocesanos y religiosos concernientes a delitos cometidos en los últimos cincuenta años.
P: Es decir, ¿3,000 casos de sacerdotes pedófilos?
R: No es correcto definirlo así. Podemos decir que, grosso modo, en el 60% de esos casos se trata más que nada de actos de "efebofilia", o sea, debidos a la atracción sexual por adolescentes del mismo sexo; en otro 30% de relaciones heterosexuales y en el 10% de actos de pedofilia verdadera y propia, esto es, determinados por la atracción sexual hacia niños impúberes. Los casos de sacerdotes acusados de pedofilia verdadera y propia son, entonces, unos trescientos en nueve años. Son siempre demasiados, es indudable, pero hay que reconocer que el fenómeno no está tan difundido como se pretende.
P: De los tres mil acusados, ¿cuántos han sido procesados y condenados?
R: Podemos decir que en el 20% de los casos se ha celebrado un proceso penal o administrativo, verdadero y propio, que normalmente ha tenido lugar en las diócesis de procedencia -siempre bajo nuestra supervisión- y, sólo raramente, aquí en Roma. Actuando así se agiliza el procedimiento. En el 60% de los casos, sobre todo debido a la edad avanzada de los acusados, no hubo proceso, pero se emanaron contra ellos normas administrativas y disciplinarias, como la obligación de no celebrar misa con los fieles, de no confesar, de llevar una vida retirada y de oración. Hay que reafirmar que en estos casos, entre los cuales hubo algunos de gran impacto, de los que se han ocupado los medios de comunicación, no se trata de absoluciones. Ciertamente no ha habido una condena formal, pero si a una persona la obligan al silencio y a la oración, será por algo.
P: Nos queda por analizar el 20% de los casos...
R: En un 10% de los casos, particularmente graves y con pruebas abrumadoras, el Santo Padre asumió la dolorosa responsabilidad de autorizar un decreto de dimisión del estado clerical. Se trata de un procedimiento gravísimo, emprendido administrativamente, pero inevitable. En el restante 10% de los casos los mismos clérigos acusados pidieron la dispensa de las obligaciones derivadas del sacerdocio que fue aceptada con prontitud. Los sacerdotes implicados en estos últimos casos tenían en su poder material de pornografía pedófila y por eso fueron condenados por las autoridades civiles.
P: ¿Cuál es la procedencia de estos tres mil casos?
R: Sobre todo de Estados Unidos, que entre 2003-2004 representaban alrededor del 80% de la totalidad de los casos. Hacia 2009 el porcentaje estadounidense disminuyó pasando a ser el 25% de los 223 nuevos casos señalados en todo el mundo. En los últimos años (2007-2009), efectivamente, la media anual de los casos señalados a la Congregación en todo el mundo ha sido de 250 casos. Muchos países señalan sólo uno o dos casos. Aumenta, por lo tanto, la diversidad y el número de los países de procedencia de los casos, pero el fenómeno es muy limitado. Hay que tener en cuenta que son 400.000 en total los sacerdotes diocesanos y religiosos en el mundo. Esa estadística no se corresponde con la percepción creada cuando casos tan tristes ocupan las primeras planas de los periódicos.
P: ¿Y en Italia?
R: Hasta ahora no parece que el fenómeno tenga dimensiones dramáticas, aunque lo que me preocupa es un tipo de "cultura del silencio" que veo todavía muy difundida en la península. La Conferencia Episcopal Italiana (CEI) ofrece un óptimo servicio de asesoría técnico-jurídica para los obispos que deban tratar esos casos. Observo con gran satisfacción el compromiso de los obispos italianos por afrontar cada vez mejor los casos que les señalan.
P: Decía hace poco que los procesos, propios y verdaderos, atañen al 20% de los 3.000 casos examinados en los últimos años. ¿Se han resuelto todos con la condena de los acusados?
R: Muchos procesos ya celebrados se resolvieron con la condena del acusado. Pero tampoco han faltado otros en que el sacerdote fue declarado inocente o en que las acusaciones no fueron consideradas lo suficientemente probadas. De cualquier modo, en todos los casos, se analiza siempre no sólo la culpabilidad o no culpabilidad del clérigo acusado, sino también el discernimiento sobre su idoneidad al ministerio público.
P: Una acusación recurrente a las jerarquías eclesiásticas es que no denuncian también a las autoridades civiles los delitos de pedofilia que les señalan.
R: En algunos países de cultura jurídica anglosajona, pero también en Francia, los obispos que saben que sus sacerdotes han cometido delitos fuera del secreto sacramental de la confesión, están obligados a denunciarlos a las autoridades judiciales. Se trata de un deber pesado porque estos obispos están obligados a realizar un gesto como el de un padre que denuncia a su hijo. A pesar de todo, nuestra indicación en estos casos es la de respetar la ley.
P: ¿Y en los casos en que los obispos no están obligados por ley?
R: En estos casos no imponemos a los obispos que denuncien a los propios sacerdotes, sino que les alentamos a dirigirse a las víctimas para invitarlas a denunciar a estos sacerdotes de los que han sido víctimas. Además, les invitamos a proporcionar toda la asistencia espiritual, pero no solo espiritual, a estas víctimas. En un reciente caso concerniente a un sacerdote condenado por un tribunal civil italiano, esta Congregación sugirió precisamente a los denunciantes, que se habían dirigido a nosotros para un proceso canónico, que lo comunicaran también a las autoridades civiles en interés de las víctimas y para evitar otros crímenes.
P: Una última pregunta: ¿está prevista la prescripción para los delicta graviora?
R: Ha tocado un punto crítico. En el pasado, es decir antes de 1889, la prescripción de la acción penal era una norma ajena al derecho canónico. Para los delitos más graves, sólo con el motu proprio de 2001 se introdujo una prescripción de diez años. Sobre la base de estas normas, en los casos de abuso sexual el decenio comienza el día en que el menor cumple dieciocho años.
P: ¿Es suficiente?
R: La praxis indica que el término de diez años no es adecuado a este tipo de casos y sería deseable volver al sistema precedente en el que no prescribían los delicta graviora. El 7 de noviembre de 2002, el venerable Siervo de Dios Juan Pablo II concedió a este dicasterio la facultad de derogar la prescripción caso por caso ante una petición motivada por parte del obispo, y la derogación normalmente se concede.