Benazir Bhutto falleció el pasado 28 de diciembre en un atentado.
La presidenta del Partido Popular de Pakistán (PPP) y ex primera ministra del país en dos periodos (1988-1990 y 1993-1996) se había dirigido a miles de sus seguidores en un acto público de la campaña para las elecciones legislativas del próximo 8 de enero. Los testimonios del servicio de seguridad del PPP, así como de otros testigos, coincidieron en señalar que un hombre disparó varios tiros al cuello y al pecho de Bhutto, de 54 años, cuando saludaba a la multitud desde su vehículo se disponía a abandonar el recinto, situado en el parque Liaqat Bagh de Rawalpindi, una ciudad de más de dos millones de habitantes y vecina de Islamabad, la capital de Pakistán.
Al parecer, el asesino realizó tres disparos. El oficial de policía Mohammad Shaid, citado por la agencia Reuters, también informó de que "el suicida disparó primero contra ella y luego accionó la carga explosiva que llevaba encima".
Al parecer, el asesino realizó tres disparos. El oficial de policía Mohammad Shaid, citado por la agencia Reuters, también informó de que "el suicida disparó primero contra ella y luego accionó la carga explosiva que llevaba encima".
Benazir fue trasladada inmediatamente al hospital, donde ingresó cadáver. Instantes después del tiroteo y en medio de una enorme confusión, el suicida accionó la carga explosiva que portaba y causó la muerte de, al menos, 20 personas que habían acudido al acto político y un número indeterminado de heridos, según manifestaron portavoces de la policía de Rawalpindi.
El atentado tuvo lugar junto a una puerta principal del parque de Rawalpindi. Poco después de su regreso del autoexilio, a mediados de octubre, un doble atentado suicida mató a unas 130 personas que se habían congregado en las calles de Karachi, la mayor ciudad de Pakistán, para celebrar la llegada de Bhutto. Con motivo de su retorno, el Gobierno paquistaní advirtió que ella afrontaba amenazas para su seguridad.
En aquella ocasión y tras comprobar los efectos de la carnicería del atentado, la ex primera ministra afirmó que había regresado a Pakistán para ayudar al retorno de la democracia y criticó a los sectores que se oponían a las libertades. Tanto los islamistas radicales, que arremeten contra la línea política favorable a Occidente del presidente Pervez Musharraf como los servicios secretos del régimen paquistaní figuran entre los enemigos del PPP, a juicio de los analistas.
En aquella ocasión y tras comprobar los efectos de la carnicería del atentado, la ex primera ministra afirmó que había regresado a Pakistán para ayudar al retorno de la democracia y criticó a los sectores que se oponían a las libertades. Tanto los islamistas radicales, que arremeten contra la línea política favorable a Occidente del presidente Pervez Musharraf como los servicios secretos del régimen paquistaní figuran entre los enemigos del PPP, a juicio de los analistas.
El padre de la política asesinada, Zulfikar Ali Bhutto, fue el primer jefe de Gobierno elegido democráticamente y fue ejecutado precisamente en Rawalpindi, en el año 1979, tras ser destituido por un golpe militar.
Benazir Bhutto fue la primera mujer que llegó a ser jefa de Gobierno en un país de mayoría musulmana.
El presidente Pervez Musharraf, que el 15 de diciembre pasado levantó el estado de excepción tras renunciar a su condición de militar y de jefe del Ejército, condenó "en los términos más firmes posibles el ataque terrorista" y emplazó a los paquistaníes "a la calma para hacer frente a esta tragedia y dolor con una renovada resolución para continuar la lucha contra el terrorismo". El gobernante decretó tres días de luto oficial en todo el país.
La líder opositora, que aspiraba a ser primera ministra de nuevo, ofrecía un perfil democrático y moderado para Pakistán, que está gobernado por los militares desde hace ocho años. Graduada en las universidades de Harvard y de Oxford, Benazir Bhutto contaba con el respaldo incondicional de los Gobiernos de Washington y de Londres.
El presidente Pervez Musharraf, que el 15 de diciembre pasado levantó el estado de excepción tras renunciar a su condición de militar y de jefe del Ejército, condenó "en los términos más firmes posibles el ataque terrorista" y emplazó a los paquistaníes "a la calma para hacer frente a esta tragedia y dolor con una renovada resolución para continuar la lucha contra el terrorismo". El gobernante decretó tres días de luto oficial en todo el país.
La líder opositora, que aspiraba a ser primera ministra de nuevo, ofrecía un perfil democrático y moderado para Pakistán, que está gobernado por los militares desde hace ocho años. Graduada en las universidades de Harvard y de Oxford, Benazir Bhutto contaba con el respaldo incondicional de los Gobiernos de Washington y de Londres.
¡Descanse en paz!
EDITORIAL de El País, 28/12/2007;
Pakistán ante el abismo
Desde su largo exilio en la vecina Dubai y su formación occidental, Benazir Bhutto calibró mal las implicaciones de su regreso después de ocho años a Pakistán, un país degradado y sin duda el más incierto, peligroso e inestable de todos aquellos que cuentan con el arma nuclear. El asesinato de la líder opositora y ex primera ministra cuando abandonaba un mitin político de su partido en Rawalpindi, a 13 días de las previstas elecciones, dificulta hasta la exasperación cualquier horizonte próximo de estabilidad o democracia en el país musulmán. De ahí la alarma generalizada suscitada por el magnicidio, especialmente en la vecina y archirrival India y en Estados Unidos. La diplomacia de Bush, soporte estratégico y económico del presidente Pervez Musharraf, cocinó el acuerdo por el que Bhutto retornó perdonada a su país para tomar parte como favorita en unas elecciones que nunca verá.
El atentado suicida de Rawalpindi, pese a la confusión inicial sobre algunas de sus circunstancias, puede haber sido obra de cualquiera en el oscuro y desquiciado Pakistán, pero tiene la impronta una vez más del fanatismo islamista, tan especialmente activo como descontrolado en la nación "de los puros". Benazir Bhutto tenía muchos enemigos, pero a ninguno de ellos en su sano juicio, comenzando por Musharraf, le interesa la brusca desestabilización de un país geopolíticamente crucial, extenso y superpoblado, el único musulmán en posesión de la bomba atómica. La naturaleza del asesinato y sus consecuencias encajan en cualquier caso a la perfección con los designios globales de Al Qaeda y sus yihadismos locales. A su regreso a Pakistán, en octubre, Bhutto, convertida desde ayer en colofón del destino trágico de su familia, había salido indemne de un atentado similar que segó casi centenar y medio de vidas.
Las implicaciones del asesinato, que de momento ya ha puesto en alerta absoluta a las tropas y fuerzas de seguridad y sembrado el caos callejero en diferentes lugares de Pakistán, van mucho más allá de la desaparición de la indiscutible líder del más importante partido laico (PPP), comprometido con los estándares políticos democráticos. Supone una de las más graves crisis en los 60 años de historia de Pakistán, un Estado rehén de sus todopoderosos generales y sometido a formidables fuerzas desestabilizadoras de carácter fundamentalista. Si las elecciones del próximo 8 de enero, destinadas a poner fin a la dictadura de Musharraf -que este mismo mes ha renunciado por fin a la jefatura del Ejército después de hacerse reelegir presidente por el Parlamento en noviembre-, tenían escaso sentido legitimador en un país que acaba de salir de la ley marcial, su celebración ahora presenta todavía mayores dificultades.
El clima de miedo e incertidumbre en el que vive Pakistán hoy no es muy acorde con la celebración de unos comicios libres y representativos, cuyo boicoteo ha anunciado además uno de los partidos clave de la coalición islamista que ganó en 2002 la quinta parte de los escaños del Parlamento de 2002. Las presiones internas (una judicatura progresivamente independiente, el hartazgo popular y la ingobernable y sangrienta frontera afgana), unidas a las de EE UU, alarmado por el imparable auge del terrorismo, han forzado a Musharraf a convocar elecciones. Amnistió a la ex primera ministra asesinada ayer y después permitió el regreso del también ex jefe de Gobierno y candidato Nawaz Shariff para otorgar alguna credibilidad a un proceso que carece de ella. Pero también hay que tener cuenta que el objetivo que persiguen los autores del magnicidio es que no se celebre elección democrática alguna en Pakistán, ni dentro de 13 días, ni nunca.
Pakistán ante el abismo
Desde su largo exilio en la vecina Dubai y su formación occidental, Benazir Bhutto calibró mal las implicaciones de su regreso después de ocho años a Pakistán, un país degradado y sin duda el más incierto, peligroso e inestable de todos aquellos que cuentan con el arma nuclear. El asesinato de la líder opositora y ex primera ministra cuando abandonaba un mitin político de su partido en Rawalpindi, a 13 días de las previstas elecciones, dificulta hasta la exasperación cualquier horizonte próximo de estabilidad o democracia en el país musulmán. De ahí la alarma generalizada suscitada por el magnicidio, especialmente en la vecina y archirrival India y en Estados Unidos. La diplomacia de Bush, soporte estratégico y económico del presidente Pervez Musharraf, cocinó el acuerdo por el que Bhutto retornó perdonada a su país para tomar parte como favorita en unas elecciones que nunca verá.
El atentado suicida de Rawalpindi, pese a la confusión inicial sobre algunas de sus circunstancias, puede haber sido obra de cualquiera en el oscuro y desquiciado Pakistán, pero tiene la impronta una vez más del fanatismo islamista, tan especialmente activo como descontrolado en la nación "de los puros". Benazir Bhutto tenía muchos enemigos, pero a ninguno de ellos en su sano juicio, comenzando por Musharraf, le interesa la brusca desestabilización de un país geopolíticamente crucial, extenso y superpoblado, el único musulmán en posesión de la bomba atómica. La naturaleza del asesinato y sus consecuencias encajan en cualquier caso a la perfección con los designios globales de Al Qaeda y sus yihadismos locales. A su regreso a Pakistán, en octubre, Bhutto, convertida desde ayer en colofón del destino trágico de su familia, había salido indemne de un atentado similar que segó casi centenar y medio de vidas.
Las implicaciones del asesinato, que de momento ya ha puesto en alerta absoluta a las tropas y fuerzas de seguridad y sembrado el caos callejero en diferentes lugares de Pakistán, van mucho más allá de la desaparición de la indiscutible líder del más importante partido laico (PPP), comprometido con los estándares políticos democráticos. Supone una de las más graves crisis en los 60 años de historia de Pakistán, un Estado rehén de sus todopoderosos generales y sometido a formidables fuerzas desestabilizadoras de carácter fundamentalista. Si las elecciones del próximo 8 de enero, destinadas a poner fin a la dictadura de Musharraf -que este mismo mes ha renunciado por fin a la jefatura del Ejército después de hacerse reelegir presidente por el Parlamento en noviembre-, tenían escaso sentido legitimador en un país que acaba de salir de la ley marcial, su celebración ahora presenta todavía mayores dificultades.
El clima de miedo e incertidumbre en el que vive Pakistán hoy no es muy acorde con la celebración de unos comicios libres y representativos, cuyo boicoteo ha anunciado además uno de los partidos clave de la coalición islamista que ganó en 2002 la quinta parte de los escaños del Parlamento de 2002. Las presiones internas (una judicatura progresivamente independiente, el hartazgo popular y la ingobernable y sangrienta frontera afgana), unidas a las de EE UU, alarmado por el imparable auge del terrorismo, han forzado a Musharraf a convocar elecciones. Amnistió a la ex primera ministra asesinada ayer y después permitió el regreso del también ex jefe de Gobierno y candidato Nawaz Shariff para otorgar alguna credibilidad a un proceso que carece de ella. Pero también hay que tener cuenta que el objetivo que persiguen los autores del magnicidio es que no se celebre elección democrática alguna en Pakistán, ni dentro de 13 días, ni nunca.
La gestación del asesinato de Benazi/Hassan Abbas, trabajó en los gobiernos de la primera ministra Benazir Bhutto y del presidente Pervez Musharraf, y es hoy profesor en la Escuela Kennedy de Gobierno de la Universidad de Harvard. Autor de Pakistan’s Drift into Extremism: Allah, the Army and America’s War on Terror.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
Publicada en EL PAÍS, 30/12/2007;
El asesinato de Benazir Bhutto, la primera mujer que gobernó un país islámico, es un duro golpe contra las perspectivas democráticas de Pakistán e incluso su viabilidad como Estado. Mientras el caos y la confusión se apoderan del país, no debemos perder de vista la responsabilidad parcial del presidente Pervez Musharraf en este giro de los acontecimientos. Como mínimo, Musharraf no puede ser absuelto del hecho de que su gobierno no proporcionó a Benazir Bhutto suficiente seguridad.
Benazir Bhutto tuvo que pagar con la vida su valor al desafiar a extremistas de todo tipo: Al Qaeda, los talibanes, los partidos políticos religiosos y los militares de la línea dura. Como heredera de Zulfikar Ali Bhutto, el legendario dirigente democrático que murió ahorcado en 1979 por orden del general Muhammad Zia-ul-Haq, Benazir fue un símbolo de la resistencia desde joven, pero se consumió en la cárcel y en el exilio durante los años ochenta. El gran legado de Zulfikar Ali Bhutto fue su intento de dar más poder a los pobres y defender los derechos de la gente corriente, todo ello en medio de políticos feudales y gobiernos militares. En vez de inclinarse ante la junta militar, prefirió ir al cadalso.
Benazir pudo ver a su padre por última vez unas horas antes de que éste fuera ahorcado, y escribió en su autobiografía: “En la celda donde esperaba la muerte, le juré que continuaría su labor”. En general, cumplió su promesa.
Su primera etapa como primera ministra (1988-1990) fue breve y desorganizada. El teniente general Hamid Gul, responsable del ISI (los todopoderosos servicios de inteligencia paquistaníes), apadrinó una alianza de partidos políticos de derecha para impedir que ella obtuviera la mayoría parlamentaria. Además, a Benazir Bhutto se le negó acceso a las informaciones sobre el programa nuclear de Pakistán y sobre las actividades del ISI en Afganistán.
Su segundo mandato (1993- 1996) fue más largo y mejor, pero el Gobierno de Benazir Bhutto volvió a caer prematuramente por las acusaciones de mala gestión y corrupción. En realidad, en ese asunto algo tuvieron que ver las maquinaciones de los servicios de inteligencia. Y es que se había extendido por el Ejército paquistaní una fuerte desconfianza respecto a ella, por ser una líder pro-occidental que contaba con el apoyo popular y deseaba la paz con India.
Tras casi 10 años en un exilio voluntario, la vuelta de Benazir Bhutto a Pakistán, el pasado octubre, le permitió empezar de nuevo. Pakistán había cambiado: la dictadura militar y el extremismo religioso en el norte estaban desgarrando el tejido social del país. Un principio de acuerdo con Musharraf y el apoyo de Occidente -sobre todo, de Estados Unidos y Reino Unido- le facilitaron el regreso, que cientos de miles de personas recibieron con los brazos abiertos, aunque los terroristas lo saludaron con una cadena de atentados suicidas.
Los contactos de Benazir Bhutto con el gobierno militar de Musharraf suscitaron críticas, pero ella siempre pensó que sólo era posible volver a la democracia mediante una transición en la que Musharraf renunciara a su cargo militar, se convirtiera en un jefe de Estado civil y convocara unas elecciones libres y justas. Para desolación de algunas fuerzas democráticas, se mantuvo en sus trece incluso después de que Musharraf impusiera, el 3 de noviembre, el estado de emergencia y destituyera a los máximos jueces del país con el fin de garantizarse la reelección. Benazir Bhutto convenció a otros líderes políticos importantes de que, aún así, participaran en las elecciones previstas para el 8 de enero, que consideraba una oportunidad para enfrentarse a las fuerzas extremistas religiosas en el espacio público. Una oportunidad que aprovechó viajando sin miedo por todo el país, a pesar de las graves amenazas contra su vida, y propugnando un Pakistán democrático y pluralista.
Es fácil entender por qué extremistas como Al Qaeda y los talibanes querían atacarla. Ahora el Gobierno de Musharraf asegura que es imposible proteger a alguien contra un atentado suicida. Pero, según se dice, Bhutto murió por disparos de un tirador que luego se suicidó con una bomba. De ahí que el pueblo de Pakistán, y en especial los partidarios de Bhutto, piensen que los servicios de inteligencia, solos o en colaboración con los extremistas, decidieron eliminarla.
Independientemente de que el Gobierno haya tenido algo que ver o no, Pakistán ha perdido a una dirigente que le era muy necesaria. El futuro del país está en la balanza; la ayuda de Occidente va a ser crucial. Pero esa ayuda pasa por aceptar que Musharraf no es el único dirigente capaz de resolver los miles de problemas de Pakistán y de dirigir la guerra contra el terrorismo. Más bien al contrario: con su forma de alimentar la inestabilidad y la incertidumbre, el propio Musharraf es uno de los mayores problemas de Pakistán.
Benazir Bhutto tuvo que pagar con la vida su valor al desafiar a extremistas de todo tipo: Al Qaeda, los talibanes, los partidos políticos religiosos y los militares de la línea dura. Como heredera de Zulfikar Ali Bhutto, el legendario dirigente democrático que murió ahorcado en 1979 por orden del general Muhammad Zia-ul-Haq, Benazir fue un símbolo de la resistencia desde joven, pero se consumió en la cárcel y en el exilio durante los años ochenta. El gran legado de Zulfikar Ali Bhutto fue su intento de dar más poder a los pobres y defender los derechos de la gente corriente, todo ello en medio de políticos feudales y gobiernos militares. En vez de inclinarse ante la junta militar, prefirió ir al cadalso.
Benazir pudo ver a su padre por última vez unas horas antes de que éste fuera ahorcado, y escribió en su autobiografía: “En la celda donde esperaba la muerte, le juré que continuaría su labor”. En general, cumplió su promesa.
Su primera etapa como primera ministra (1988-1990) fue breve y desorganizada. El teniente general Hamid Gul, responsable del ISI (los todopoderosos servicios de inteligencia paquistaníes), apadrinó una alianza de partidos políticos de derecha para impedir que ella obtuviera la mayoría parlamentaria. Además, a Benazir Bhutto se le negó acceso a las informaciones sobre el programa nuclear de Pakistán y sobre las actividades del ISI en Afganistán.
Su segundo mandato (1993- 1996) fue más largo y mejor, pero el Gobierno de Benazir Bhutto volvió a caer prematuramente por las acusaciones de mala gestión y corrupción. En realidad, en ese asunto algo tuvieron que ver las maquinaciones de los servicios de inteligencia. Y es que se había extendido por el Ejército paquistaní una fuerte desconfianza respecto a ella, por ser una líder pro-occidental que contaba con el apoyo popular y deseaba la paz con India.
Tras casi 10 años en un exilio voluntario, la vuelta de Benazir Bhutto a Pakistán, el pasado octubre, le permitió empezar de nuevo. Pakistán había cambiado: la dictadura militar y el extremismo religioso en el norte estaban desgarrando el tejido social del país. Un principio de acuerdo con Musharraf y el apoyo de Occidente -sobre todo, de Estados Unidos y Reino Unido- le facilitaron el regreso, que cientos de miles de personas recibieron con los brazos abiertos, aunque los terroristas lo saludaron con una cadena de atentados suicidas.
Los contactos de Benazir Bhutto con el gobierno militar de Musharraf suscitaron críticas, pero ella siempre pensó que sólo era posible volver a la democracia mediante una transición en la que Musharraf renunciara a su cargo militar, se convirtiera en un jefe de Estado civil y convocara unas elecciones libres y justas. Para desolación de algunas fuerzas democráticas, se mantuvo en sus trece incluso después de que Musharraf impusiera, el 3 de noviembre, el estado de emergencia y destituyera a los máximos jueces del país con el fin de garantizarse la reelección. Benazir Bhutto convenció a otros líderes políticos importantes de que, aún así, participaran en las elecciones previstas para el 8 de enero, que consideraba una oportunidad para enfrentarse a las fuerzas extremistas religiosas en el espacio público. Una oportunidad que aprovechó viajando sin miedo por todo el país, a pesar de las graves amenazas contra su vida, y propugnando un Pakistán democrático y pluralista.
Es fácil entender por qué extremistas como Al Qaeda y los talibanes querían atacarla. Ahora el Gobierno de Musharraf asegura que es imposible proteger a alguien contra un atentado suicida. Pero, según se dice, Bhutto murió por disparos de un tirador que luego se suicidó con una bomba. De ahí que el pueblo de Pakistán, y en especial los partidarios de Bhutto, piensen que los servicios de inteligencia, solos o en colaboración con los extremistas, decidieron eliminarla.
Independientemente de que el Gobierno haya tenido algo que ver o no, Pakistán ha perdido a una dirigente que le era muy necesaria. El futuro del país está en la balanza; la ayuda de Occidente va a ser crucial. Pero esa ayuda pasa por aceptar que Musharraf no es el único dirigente capaz de resolver los miles de problemas de Pakistán y de dirigir la guerra contra el terrorismo. Más bien al contrario: con su forma de alimentar la inestabilidad y la incertidumbre, el propio Musharraf es uno de los mayores problemas de Pakistán.
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