27 feb 2008

Bosque de palabras

Bosque de palabras/Gregorio Salvador, vicedirector de la Real Academia Española
Publicado en ABC, 30/09/2006;

Leo esa espléndida historia autobiográfica de Amós Oz, el escritor israelí, titulada Una historia de amor y oscuridad y, en el capítulo 21, en la evocación de sus años infantiles, nos dice que vivía en determinado barrio de Jerusalén, pero en los márgenes de un bosque, junto a las cabañas, las chimeneas, los prados y la nieve de las historias que leía en los libros que se iban apilando en su cuarto, que vagaba sin cesar por aquellos bosques virtuales, por aquellos bosques de palabras, cabañas de palabras y prados de palabras. Recuerdo, al leerlo, una estampa de mis paseos urbanos en los últimos meses, que me ha quedado grabada. En la esquina de Almagro con Zurbano suele instalar su puesto de flores una gitana de mediana edad, abundosa de cuerpo y simpatía que, sentada en una silla baja, ofrece sus rosas, sus claveles o sus jazmines al viandante, con amables argumentos que, a veces, logran convencer.
Y con frecuencia la acompaña una joven de mirada inteligente y soñadora, que debe ser su hija y que igualmente sentada, en un taburete creo, con un libro abierto en las manos o sobre el regazo, lee sin descanso, salvo algún momento en que ayude a su madre a disponer un ramo o a atender a un segundo cliente que se acerca. Ella, como el escritor israelí, se instala junto a su propio bosque o su propio jardín, y sentada ante el tenderete de las flores reales que vende su madre, camina mentalmente por senderos de palabras en cuyos márgenes crecen caléndulas o violetas, amapolas o pasionarias, siemprevivas o nomeolvides, camelias o pensamientos; penetra en umbrosas y perfumadas florestas donde crecen magnolios, glicinias, hibiscos y rosales silvestres y tiene todas las posibles flores del mundo, en palabras, al alcance de su imaginación.
Ambos, el novelista hebreo y la muchacha gitana, me traen a la memoria el niño y adolescente que yo fui, lector incansable de todos los libros que caían en mis manos, me resultaran fáciles o difíciles, diáfanos o inextricables, sin rendirme nunca ante las dificultades, acabando siempre cualquier obra que hubiera empezado. Me siento hermanado con ellos, con todos los que se declaran adictos a la lectura o se muestran como tales. Hace años escribí sobre los lectores en el metro, que siempre los hay, en cualquier trayecto. Me maravillaba de su capacidad de aislamiento, de cómo se desentendían de vaivenes y empujones, apiñados y estrujados a veces , sosteniéndose de cualquier manera y alzando el libro, acaso, sobre su cabeza para no perder el hilo, sumergidos en ese otro ámbito trascendido que la lectura les proporcionaba.
El inmediato y fascinante mundo de los libros, con las historias que nos cuentan y que se van agregando a nuestra propia historia en los recuerdos; con los sentimientos que nos alumbran y que nos van perfilando los nuestros, ayudándonos a entenderlos mejor; con las reflexiones que nos suscitan y que obligan a la mente a plantearse o replantearse no pocas cuestiones que van enriqueciendo el acervo de nuestros saberes y raciocinios. En cualquier momento de la vida siempre hay un libro que nos puede ayudar, que nos puede consolar, que nos puede entretener, que nos puede señalar un camino. Y eso lo sabemos muy bien todos los que acertamos a descubrir, desde que fuimos despertando a la razón y a la existencia consciente, esa otra dimensión del mundo en que vivíamos. Que no había desiertos si teníamos a la mano esos bosques de palabras donde refugiarnos y que, si disfrutábamos en presencia de boscosas umbrías y fragantes vergeles floridos, otras umbrías, otras fragancias y otras flores, igualmente reales para nuestra capacidad de figuración, podrían estar aguardándonos en esos bosque inacabables de las páginas impresas.
A todos los que supimos comprender eso a su tiempo, es decir, que la literatura, de acción o de pensamiento, era una mina de oro inagotable, la vida se nos abrió enseguida como una rosa de los vientos y nos puso en el rumbo de entenderlo todo mejor y de encauzar, tal vez, nuestro proyectos de futuro. Tenemos, revueltas en la memoria, las percepciones reales con las recreadas por las palabras leídas, los sucesos que hemos presenciado con las acciones que nos han contado los libros, las cosas que pensamos con las que hemos adquirido en ellos y nos han hecho meditar. Hemos penetrado en el alma de otros seres, reales o ficticios, a través de los textos y eso nos ha permitido ahondar en el conocimiento del corazón humano y movernos entre las personas que nos rodean sin graves sobresaltos ni sorprendentes desengaños.
La vida, en mi memoria, es un entreverado cronológico de acontecimientos y lecturas: se recuerda tal lectura en función de tal suceso o se asocia tal hecho con determinada obra que se estaba leyendo. Y tengo muchos personajes literarios notablemente más vivos y actuantes en el recuerdo que muchísimas personas de las que anduvieron por mi entorno en tantos años. No es nada singular, nos pasa a todos, me parece, a todos los que somos capaces de dialogar con los muertos, como diría Quevedo.
Que fue, por cierto, uno de mis primeros autores. No el poeta, pues la afición a la poesía me llegó después, en la primera juventud, sino el prosista, el del Buscón y los Sueños. Mi adicción a la lectura no siguió los caminos previstos y habituales. Entré por estancias a las que se suele acceder más tarde. No leí cuentos infantiles ni a Julio Verne y Emilio Salgari. Yo fui un niño de la guerra y en la casa de la aldea gallega donde la pasé sólo había algunos libros de alguien a quien habían fusilado: los de Quevedo que he dicho y el Quijote; La paz perpetua y la Crítica de la razón pura de Kant, Doña Perfecta y La familia de León Roch de Galdós, aparte de Trafalgar, Gerona y otros cuantos Episodios Nacionales, amén de unos pocos de poesía en gallego, de Rosalía de Castro, Curros Enríquez y Eduardo Pondal. Y también estaban La casa de la Troya de Pérez Lugín y una novela por entregas, Los ángeles del arroyo de Luis del Val. Lo leí todo.
Cuando volví a mi pueblo y a mi casa tenía los libros de mi padre, que era también constante y variado lector, e hice el bachillerato con muchas más horas de apasionante lectura que de estudio programado, con lo que indudablemente salí ganando. Cubrí el supuesto hueco aventurero de Verne y Salgari con Jack London y Joseph Conrad, adentrándome en las planicies nevadas y en los mares incógnitos. Descubrí la novela policíaca y, con ella, uno de mis autores para toda la vida, Georges Simenon. Leí a Ortega y Unamuno, a Baroja, Azorín y Valle Inclán. Leí a Flaubert, a Balzac, a Dickens, el teatro de Shakespeare, el de Eugene O´Neill, los novelistas rusos, Tolstói, Dostoievski y, sobre todo, uno que casi nadie recuerda y que me ayudó a tener conciencia previa de lo que podría ser el curso de mi vida: Nicolás Garin con sus cuatro novelas acerca de la vida de Tioma Kartachev, La primavera de la vida, Los colegiales, Los estudiantes y Los ingenieros. Yo no iba a ser ingeniero, eso ya sí lo tenía claro, pero para ser algo había que recorrer, con esfuerzo y decidida voluntad, un camino áspero y accidentado. Y yo preveía que para andar ese camino los libros eran excelente compañía y podrían, con frecuencia, hacerlo más liviano. Se revive la propia historia o se adelanta. Con Wenceslao Fernández Flórez recuperé no mucho después, literariamente, mi anterior experiencia gallega, gracias a su prodigiosa invención de El bosque animado. Y he vuelto más tarde a ciudades donde nunca había estado, pero que tan minuciosamente conocía: a París con Simenon, a Buenos Aires de la mano de Borges, de Bioy Casares y de tantos otros escritores argentinos.
Ahora se insiste en que el cine, la radio, la televisión cubren, con ventaja, espacios temporales que antes se le otorgaban a la lectura y puede que sea verdad en lo que al hecho se refiere, no en absoluto a la ventaja. Ante todos esos sustitutivos admirables, uno por mucho que quiera implicarse no pasa nunca de ser espectador, mientras que la lectura implica necesariamente, obliga a interpretar las palabras, el bosque de palabras, en figuraciones, en ideas, en pensamientos, en argumentos; impide ser neutral, apreciarla simplemente desde fuera; permite hacerla propia sosegadamente, volviendo atrás cuando sea preciso, deteniéndose a pensar, a juzgar, a decidir. Por eso el libro es invencible y está muy claro que con él no hay quien pueda.

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