12 may 2008

Aquel Mayo francés de 1968

Este martes 13 de mayo se cumplen 40 años.
13 de mayo del 68/Editorial, El Tiempo
13 de mayo de 1968, mañana hará 40 años, París dejó de ser una fiesta y se convirtió en una colosal manifestación.
Ese día más de un millón de estudiantes, obreros y ciudadanos salieron a la calle y se aprestaron a respaldarlos otros 10 millones de franceses, en su mayoría universitarios y trabajadores. Por primera vez en más de siete siglos se cerró la Universidad de la Sorbona.Fue el apogeo de la primavera de París, aquel mes efervescente que dejó una huella en el siglo XX y significó, a la larga, el derrumbe del presidente Charles de Gaulle.
'Mayo del 68', como generalmente se conoce a estas jornadas, es parte notable de un año que se destaca sobre muchos otros en los últimos cien años. Un año que sacudió valores, trastornó sociedades, dejó magnicidios que cambiaron la Historia, produjo decepciones y alentó un nuevo espíritu en Occidente. Ese espíritu, rebelde, desprendido, romántico, libertario, caracteriza a la década de los 60.
El paro general del 13 de mayo en París culminó con la ocupación del Teatro Odeón, famosa sala del Barrio Latino, que quedó convertido en "templo de la libertad de palabra", donde peroraban a toda hora del día oradores espontáneos.
La espontaneidad fue nota peculiar del espíritu de mayo. Había brotado en noviembre de 1967 en la facultad de letras de la Universidad de Nanterre en demanda de la democratización del sistema de notas y exámenes; se expresó de nuevo con objetivos más amplios en marzo del 68, y se convirtió en queja contra el sistema en general -caduco y oficialista- dos meses después.
Manifestaciones y barricadas se extendieron a otros institutos y finalmente a las fábricas, sin que intervinieran en un primer momento los partidos políticos ni los sindicatos. No fue una revolución de la izquierda tradicional, sino espontánea explosión generacional que quería aire fresco en la sociedad y en las aulas.
El propio Partido Comunista denunció inicialmente a los estudiantes como "seudorrevolucionarios" y a su líder, Daniel Cohn-Bendit, como "anarquista judeo-alemán". Algo parecido ocurrió con los trabajadores, que ocuparon fábricas contra las advertencias de los sindicatos, hasta que estos se plegaron a la mayoría. ¿Qué criticaban unos y otros en mayo del 68? Los estudiantes protestaban contra la sociedad de consumo, la guerra de Vietnam, el espíritu imperial del Gobierno, la represión sexual, el anquilosado sistema de estudios superiores y ejercicio profesional, que otorgaba poderes extremos a unos círculos cerrados. Los trabajadores pedían mejoras salariales y, una vez obtenidas, se bajaron de la protesta.
El de mayo fue un movimiento caótico, irreverente e imaginativo. Hubo heridos y aporreados, pero ningún muerto. Y hubo piedra, mucha, pero también ingeniosas consignas que quedaron pintadas de manera perdurable en los muros y en la memoria colectiva: 'Prohibido prohibir', 'Seamos realistas, pidamos lo imposible', 'Aburrirse es contrarrevolucionario' y decenas más.
¿Vencieron los estudiantes? La respuesta a esta pregunta se ha debatido durante 40 años.
El escritor español Juan Goytisolo señala que "apostaron sus ilusiones y perdieron hasta el alma". Otros atribuyen a este revolcón todos los males de las décadas siguientes.
Ambas son visiones parciales y negativas. Mayo del 68 no puede juzgarse aislado de otros acontecimientos coetáneos, como las protestas estudiantiles en el este de Estados Unidos, la revolución hippy en Inglaterra y California, el auge del rock, el alboroto izquierdista en los conventos y la agitación política en las universidades latinoamericanas.
Todo ello, sumado, dio como resultado un sacudón profundo en las costumbres y las relaciones generacionales. Algunos aspectos suyos, como la militancia política, cambiaron con los años; otros, como la liberalidad sexual, se afincaron y los heredaron los hijos de aquellos revolucionarios melenudos.
En cuanto al consumismo, acabó imponiéndose cuando los que protestaban mejoraron sus ingresos.
Aquel mayo del 68/Antonio Sáenz de Miera
Publicado en ABC, 12/05/08;
Sarkozy arremetió contra el 68 en su conocido discurso de Bercy. Allí estaba André Glucksman, destacado sesentayochista, para apoyarlo en su carrera presidencial. ¿Qué fue el 68? ¿Qué pasó aquel año para que se siga hablando de él con tanto ardor, para que siga siendo un arma electoral? Es verdad que ahora estamos de cuarenta aniversario y es tiempo de conmemoraciones, de fastos y de reclamos editoriales. Glucksman justifica a Sarkozy, y se justifica a sí mismo, diciendo que sus críticas iban dirigidas por elevación a los socialistas de la era Mitterrand. Probablemente sea cierto; era una argucia para ganar las elecciones. Pero si Sarkozy acudió al 68 en un momento decisivo de la campaña electoral, es porque consideraba que seguía estando muy presente en la escena política francesa. Una encuesta reciente del «Nouvel Observateur» le da la razón: la mayoría de los franceses siguen viendo en aquellos sucesos un acontecimiento importante de la historia de su país; aún más, dos tercios de la población declara que hace cuarenta años hubieran estado del lado de las barricadas y de los huelguistas.
No le demos más vueltas: el 68 francés es ya un mito, y como tal se presta a interpretaciones diversas, contradictorias e interesadas. En ocasiones, de manera intencionada, no se trata tanto de recordar exactamente lo que fue y significó aquella crisis, aquella revuelta callejera, aquel terremoto político y social (de todo ello hubo un poco), como de crear una imagen reconocible, pero incompleta y distorsionada, a la que dirigir ataques con propósitos concretos, inmediatos. Sarkozy no hablaba de aquello sino de otra cosa, no decía lo que dijo sino lo que muchos franceses entendieron que quiso decir. Un galimatías, vamos, para alguien no avisado. Pero si nos atenemos a la realidad cruda y compleja de lo que ocurrió en el 68 en Francia comprenderemos muy bien que allí hubo «mar de fondo» que afectó a todos y a todo.
Desde luego, no fue sólo una batalla perdida de la izquierda política, fue también un movimiento profundo, un corrimiento de tierras que generó un nuevo mapa social. Pero aquellos desórdenes inquietantes no pretendían, en ningún caso, desmantelar las estructuras básicas de la sociedad capitalista. No, no se produjo una revolución; esa posibilidad era ya un puro anacronismo en el 68. El tiempo de las revoluciones había pasado en Europa (la primavera de Praga estaba a la vuelta de la esquina) y esa fue, probablemente, una de las lecciones históricamente más significativa de aquellos sucesos. Pero casi nada seguiría siendo lo mismo. Esta es la gran paradoja de aquel mayo sorprendente; se jugaba a la revolución cuando lo que de verdad se estaba produciendo era un apuntalamiento del sistema. Una vez más Lampedusa, esta vez en estado puro.
Para tratar de entender la complejidad de aquella tumultuosa e inesperada explosión, conviene recordar que en aquel mayo hubo algo más que una «toma de la palabra» fecunda y efectista en sus mensajes nihilistas y revolucionarios. Lo que diferenció al 68 francés de los numerosos sucesos que se produjeron aquel año en gran parte del mundo, fue que a la inicial agitación universitaria se sumó una oleada de huelgas de dimensiones no conocidas en Francia desde el 36. La vida económica y social del país quedó paralizada y, en algunos momentos, se vio en peligro la existencia misma de la V República. Algo así no ocurrió en México, Berlín, Berkeley o Pekín. Fue únicamente en Francia en donde al lado, y en gran medida al margen, de la revuelta estudiantil, se desarrolló un largo y profundo conflicto laboral que, para muchos sociólogos, prefiguraba las luchas sociales del futuro. Sin embargo ese mayo social ha quedado casi siempre relegado u olvidado, ya sea por ignorancia o por interés. Ni siquiera la población obrera, según la encuesta del «Nouvel Observateur», se acuerda ya de los Acuerdos de Grenelle que pusieron fin a las huelgas y consiguieron importantes avances para las clases trabajadoras. Es el mayo de «La imaginación al poder» y «Prohibido prohibir» el que sigue presente en la mitología mediática, cuando la única forma de llegar al nudo de la cuestión del 68 es, a mi jucio, profundizar en lo que sucedió en las fábricas y en las manifestaciones obreras.
Aquella crisis social sacó a la luz las claves esenciales de un proceso de larga duración en el campo sindical, en la concepción del trabajo y de la empresa, en las relaciones laborales y también en el terreno de las aspiraciones individuales y de los comportamientos sociales. La era estaba pariendo una nueva forma de vida pero dentro de unas estructuras básicas que, en el fondo, insisto, nadie trató de cambiar. En la ocupación de las empresas, por ejemplo, se respetó en todo momento el material y la maquinaria de producción: aquello sí que era una verdadera declaración de intenciones, un reconocimiento implícito del valor del trabajo y del empleo. Las relaciones estudiantes y obreros, alentadas con tanto entusiasmo por Sartre, no llegaron nunca a producirse: los estudiantes lo intentaron repetidamente, pero los trabajadores estaban en otra guerra.
El sociólogo Michel Crozier lo explicó con claridad: los franceses no se habían embarcado en aquellas huelgas masivas para poner fin a la explotación capitalista o para construir la sociedad sin clases. Lo que se estaba poniendo en cuestión era un estilo arcaico de relaciones humanas y de gestión de la empresa. Es decir, algo así como una revolución dentro del sistema; todo tenía que cambiar para que todo siguiese igual. Era necesario introducir «buenas costumbres en la industrialización» , escribió Debray, «no porque lo reclamaran los poetas, sino porque lo exigía la modernización de Francia». En otro orden de cosas, en el 68 se pudo percibir el primer y espectacular aviso de que el Estado Providencia no daba para más. Cuando en el año 81 los socialistas llegan al poder se encuentran con esta cruda realidad: la acción del Estado tiene unos límites que no se pueden franquear. Así lo reconoció Michel Rocard cuando habló del «irrealismo» de cualquier proyecto político que tratase de resolver los problemas sociales y económicos contando únicamente con el aparato del Estado. A Mitterrand le costó más tiempo entender esa lección del mayo francés, pero, finalmente, no tuvo más remedio que aceptarla.
Una determinada concepción del mundo había pasado a la historia. Quizás haya que darle la razón a Cohn Bendit cuando nos invita a «olvidar el 68» porque todo lo que se podía conseguir ya se ha conseguido. Cuarenta años después, aquel 68 sigue estando vivo, sin embargo, con sus rostros poliédricos y contradictorios, con sus interpretaciones y sus lecciones más o menos interesadas. Sarkozy lo ha traído de nuevo al debate público al atribuir los males de Francia a su herencia. Es curioso porque hay mucho del 68 en el actual presidente de la República: en sus gestos públicos, en su forma de vida, pero también en sus ideas. Sarkozy es, en el plano político, un efecto más de la larga estela de aquel mayo. Su rechazo frontal del 68 es puramente sesentayochista.
No a privatizar la experiencia/A. Fernández-Savater y D. Cortés, responsables del ciclo Con y contra el cine. En torno a Mayo del 68
Publicado en LA VANGUARDIA, 11/05/2008;
Hay un criterio infalible para reconocer a un participante del Mayo francés que guarde fidelidad a aquella experiencia en lo que tuvo de más hondo. No se prestará fácilmente a hablar de ella, y menos aún cuando se le reclama en las efemérides o desde instancias mediáticas. ¿Por qué esta reticencia? Pueden apuntarse varias razones. Un sentimiento muy arraigado de lo común de la vivencia, del carácter anónimo y colectivo del movimiento - tal como se muestra, por ejemplo, en la factura de los carteles, las octavillas o los cinetracts-que hace problemática la enunciación individual; un malestar ante el secuestro de la experiencia a lo largo de todos estos años por la expropiación personalista de la palabra, mediante la exclusividad mediática otorgada a los testimonios de los antiguos portavoces del movimiento convertidos luego en renegados de la crítica social; la sobrecarga de opiniones e interpretaciones, carentes de cualquier labor reflexiva - el ruido blanco como procedimiento actual de censura- en el estricto retorno del aniversario y que desemboca, inevitablemente, en el desinterés, el hastío o el rechazo visceral, así como la íntima sensación de que lo que cada celebración pretende en realidad es la cancelación de una experiencia que para ellos sigue abierta.
Indagar en ese malestar, situarse en esa apertura, es sin duda el punto de partida para otra elaboración posible del recuerdo, más allá de la lógica banalizadora de las conmemoraciones. Por un lado, esa elaboración puede pasar por un trabajo de investigación y reflexión que complejice el acontecimiento - reducido por los estereotipos a un movimiento estudiantil localizado en el Barrio Latino y que aspiraba a una mayor libertad de las costumbres- y rescate precisamente el movimiento como creación colectiva y anónima. En ese sentido, se trata de volver a las fuentes, esto es, documentos y relatos que permiten escuchar directamente el Mayo: películas como Grands soirs et petits matins,de William Klein, el trabajo clásico de Pierre Vidal-Naquet y Alain Schnapp sobre los panfletos y textos de intervención del movimiento, etcétera.
Por otro lado, frente a una pregunta como “¿qué es lo que queda de Mayo del 68?”, cuya respuesta generalizada y dominante confirma las condiciones existentes por la vía de señalar determinados aspectos - más o menos, o nada, relacionados con el Mayo- incorporados ya en el funcionamiento cotidiano de nuestras sociedades, habría que afirmar por el contrario que lo que queda de él es lo que todavía no es.
Aquello que sigue interrogando y planteando exigencias al presente. Así, hacemos memoria no para completar o apuntalar lo que hay, como ocurre con la gestión institucional de la memoria histórica en España, sino con el fin de abrirlo, sacudirlo y transformarlo.
En el Mayo, el desafío al poder que se movilizó en las manifestaciones, en la reapropiación de la calle, en las nuevas formas de (auto) organización, en la ocupación de las fábricas y en la larga huelga generalizada a la producción y la sociedad enteras estuvo impulsado sobre todo por la potencia subversiva del encuentro horizontal entre personas que no estaban destinadas a encontrarse - obreros y estudiantes, por ejemplo- por la toma de palabra colectiva y el cuestionamiento creador de cualquier dispositivo de representación (político, cultural, mediático o sindical) que despotenciase lo representado.
Entonces, ¿cómo no va a tener actualidad, cuando hoy se neutraliza lo político por la acción conjunta del sistema mediático y de partidos que codifican cualquier problema social (vivienda, inmigración, precariedad…) en el tablero de ajedrez político y en el espectáculo, ahogando cualquier voz independiente que pretenda plantear preguntas propias y construir respuestas desde abajo?
De hecho, Mayo del 68 es quizá más contemporáneo que otras luchas posteriores, porque aspiraba a tejer lo común entre gente distinta y no reivindicaba simplemente el reconocimiento de las identidades (y las diferencias). Estudiantes, intelectuales, obreros, estudiantes y campesinos se buscaron una y otra vez en la calle y en los comités de acción, tratando de sortear la compartimentación de las luchas por la CGT y del PCF, deshaciendo identidades y funciones impuestas, propiciando alianzas imprevisibles. El Mayo nos habla de luchas que se necesitan, que van más allá de sí mismas e interpelan a todos sin hablar por todos, de nuevas formas de vincular el yo y el nosotros.Un recuerdo inevitablemente conflictivo hoy, cuando el poder se define como estrategia compleja de individualización de los problemas colectivos. En el colmo de la falsificación, se ha presentado el Mayo como movimiento que buscaba secretamente la privatización contemporánea de la experiencia, cuando su significado más profundo y actual es el contrario: asumir colectivamente la existencia, el hecho de que la vida es vida en común. Lanzarse al mundo.

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