Publicado en EL PAÍS, 17/08/11;
Cuando el pueblo inglés quiso participar de las decisiones del Gobierno y creó el embrión de la democracia representativa tenía como objeto defender su bolsillo de los altos impuestos. Eran los tiempos del rey Juan y del nacimiento de los derechos civiles. Con los siglos, este proceso llevó a la democracia, y su forma de operar fue a través de Parlamentos formados por elección.
Hoy día las nuevas y fantásticas tecnologías de información han hecho posible para los hombres conocer en tiempo real la rueda del mundo. Hay algo nuevo bajo el sol. Las instituciones políticas viven instantes de crisis al ver nacer las dudas sobre la necesidad de intermediarios entre el pueblo y el Gobierno, en un ataque frontal a la democracia representativa. Los Parlamentos elegidos por tiempo determinado pierden legitimidad confrontados con los medios en tiempo real que le dan conocimiento al pueblo de todo lo que ocurre: juzga, opina y condena. Los representantes que han sido elegidos ya no saben quiénes votaron por ellos ni el electorado a quién votó.
Es evidente y clara esa nueva faz de la disputa entre medios y Parlamentos. Aquellos entregan diariamente lo que ocurre, lo que el pueblo dice y piensa, mientras que los Parlamentos muestran sus fracturas expuestas sin piedad. La pregunta que surge es quién representa verdaderamente al pueblo: los medios, en su amplitud dominante, con su bagaje de conocimiento de lo cotidiano en todas sus facetas, o las instituciones legislativas que tienen mandatos fijos diluidos en el tiempo.
Ha nacido un nuevo interlocutor de la sociedad democrática: la opinión pública, que aunque exista en forma difusa, ha sido secuestrada por las nuevas tecnologías de la información. Contra ella o sin su apoyo, ninguno de los aparatos gubernamentales decide libremente. Solo se hace a contracorriente. Los periódicos, las televisiones, los blogs, Twitter, YouTube y toda la parafernalia de este universo sin barreras incontrolable que es el mundo de Internet ofrecen sus verdades a los ciudadanos. Y hay tantas que, a veces, no se sabe ni dónde están. Viene a nuestra mente la opinión de Miguel de Unamuno sobre la pregunta de Pilatos como la más profunda del Nuevo Testamento: “¿Qué es la verdad?”.
Ese nuevo mundo transformado alcanza los poderes clásicos: el parlamentario, el ejecutivo y el judicial. Contra lo que los medios construyen como verdad los diputados vacilan en votar, el Gobierno no toma decisiones, los jueces no juzgan. En ese nuevo paisaje los grupos de presión que actúan dentro de la sociedad se atribuyen poderes de representación, legitimados por la disponibilidad de intermediación de lo que el pueblo piensa. Las ONG, la sociedad civil organizada, los grupos religiosos y todos los instrumentos que actúan en ese campo se vuelven cada vez más influyentes y poderosos, invocando legitimidad política. Los partidos que en el pasado eran como un atajo en el camino para divulgar y recoger ideas, son superados. Movimientos como el 15-M, el de los indignados, surgen en la otra vertiente, la de las concentraciones masivas.
El gran desafío es cómo construir una estructura capaz de sustituir este viejo armazón que subyace en este espacio. Con la muerte de las ideologías y la nueva sociedad, la elección parlamentaria es el resultado del momento en que se lleva a cabo y una conjugación de factores de movilización: dinero o prestigio de la máquina gubernamental, es decir, poder económico o político. Las doctrinas, las utopías, las ideologías y las mismas ideas ya no están en el centro del debate electoral. Son motivos colaterales. Es el mundo de la política de realidades sin abstracciones. La velocidad de los hechos comprime el tiempo, testifica los cambios permanentes, la emergencia de problemas que ni siquiera formaron parte de la plataforma electoral, y las elecciones, momento fundamental de la constitución de la legitimidad, se vuelven tan distantes que se deshace la matriz de la representatividad. De tal manera los parlamentos envejecen y pierden sustancia.
En ese embate, los medios en tiempo real ganan espacios como portavoces de la sociedad. Esa realidad es un proceso que devora los Parlamentos. De ahí el desprestigio de la institución parlamentaria en todo el mundo, que vive una crisis de credibilidad e impotencia para dar respuesta a los problemas que surgen.
Internet, por otra parte, le da a cada ciudadano el derecho de opinar, disentir o aplaudir cualquier decisión, y, también, de destruir liderazgos.
Volvemos a la pregunta: ¿quién en realidad tiene mayor legitimidad para representar al pueblo? ¿La distante institución del Parlamento o los que hablan en nombre del pueblo a través de los medios de comunicación en tiempo real? Parlamento y medios en esa realidad están en desgarradora competencia.
Blanco fácil de los medios, el Parlamento es vulnerable por su notoria fragilidad, que va de las acusaciones de inoperancia a las ventajas y prebendas, la corrupción y todos los males que le son atribuidos, incluyendo la imagen negativa de sus desgarramientos internos. En este marco ¿cuál es el camino? Podemos responder con los versos del poeta portugués José Regio: “No sé por dónde voy, / No sé adónde voy. / ¡Sé que no voy por ahí!”.
Se siente el aroma de la democracia directa en el futuro. Y regresamos a los inicios, a los griegos. Irwin Jacobs, uno de los pioneros de los teléfonos móviles, ya nos mostraba el futuro cuando dijo que son “la extensión de nuestros cerebros”. ¿Votaremos a través de ellos? Sería demasiado, para mi gusto.
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