Estado
de sitio/ Rafael Nadal
La
Vanguardia |27 de noviembre de 2015
Una
semana después de los dramáticos atentados terroristas de París, Europa
observaba atónita cómo Bruselas, su capital administrativa, era situada bajo
estado de sitio. No parece, sin embargo, que estas circunstancias extremas
hayan sido suficientes para sacudir las agendas y cambiar las rutinas de la
toma de decisiones de la lentísima política comunitaria. La pobre reacción
política –más allá de la obligada sobreactuación del presidente francés,
François Hollande– resulta altamente desmoralizadora para los ciudadanos
directamente afectados y para todos aquellos que esperaban señales de control y
liderazgo por parte de las instituciones y sus dirigentes. Europa ha cedido
ante el ataque de los intolerantes, pero las agendas institucionales no se han
alterado, o lo han hecho a ritmos propios del siglo pasado.
La
ocupación de una capital como Bruselas por parte del ejército y la policía, con
la consecuente suspensión de la libre actividad de los ciudadanos, no se había
visto en Europa occidental desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. El
Gobierno belga y las policías europeas –que tienen o deberían tener la capital
belga como una de sus prioridades– debieron manejar información que aconsejaba
medidas excepcionales; la repetición de un ataque terrorista como el de la
capital francesa habría dejado bajo mínimos la moral y la confianza ciudadanas.
Pero desde el momento que suspendían la vida normal en París, en Bruselas o en
Hannover, estaban concediendo una derrota que seguramente iba más allá de lo
que los mismos terroristas esperaban.
Las
calles desiertas de la capital comunitaria suponen un precedente peligroso, que
anula el mensaje de fuerza que habían querido transmitir en un primer momento
los dirigentes occidentales. Tenían que emitir un discurso de confianza en los
valores de la libertad y la solidaridad, pero se han quedado en un conjunto de
gesticulaciones para el consumo populista. Si la alteración de la normalidad
democrática ya es lo bastante grave, la sensación de que a partir de ahora
formará parte de la rutina cotidiana resulta simplemente inaceptable. El
fatalismo con el que las sociedades europeas han aceptado ser rehenes del terrorismo
es como mínimo temerario.
La
comunidad internacional se enfrenta, ciertamente, a un fenómeno de una
complejidad extrema: nada más fácil que sembrar el pánico cuando el terrorista
está dispuesto a morir en una acción suicida; nada más fácil que hacer daño a
una sociedad pacífica de miembros desarmados y tolerantes; nada más fácil que
atentar contra una comunidad que tiene en la libertad tanta grandeza como
puertas abiertas a los que se aprovechan para atacarla.
Pero
una cosa es analizar acertadamente la realidad –los estados y las ciudades de
Europa no están preparados para garantizar la plena seguridad en un mundo
global– y otra, resignarse fatalmente a la suspensión de la normalidad y las
garantías democráticas. Los europeos deben tomar conciencia de las amenazas y
asumir un compromiso inequívoco en la defensa activa de su sistema de derechos
y libertades. No pueden dejar este discurso en manos extremistas y xenófobas.
Para
encarar cualquier crisis hace falta tener un buen diagnóstico, escoger una
estrategia, dotarla de medios y conseguir la imprescindible cohesión social
para ejecutarla. Europa no comparte diagnóstico sobre la amenaza terrorista, no
tiene una estrategia compartida –ni en las políticas de cohesión interna ni en
las acciones internacionales–, no se pone de acuerdo en los medios y no cuenta
con el imprescindible consenso sobre la respuesta. Eso condena al fracaso las
actuaciones comunitarias.
En
este momento de extrema gravedad, la responsabilidad de los dirigentes es
enorme: la historia juzgará si en la defensa de intereses nacionales o
partidistas han sacrificado el futuro de la Europa de las libertades y la
solidaridad. Pero la responsabilidad de los ciudadanos no es menor: los
europeos hemos pretendido demasiado a menudo que otros defendieran nuestros
intereses en distintas partes del planeta. Ahora que son atacados dentro de
nuestras fronteras deberemos mojarnos y ceder trozos de nuestras preferencias
ideológicas con el fin de conseguir (desde la pluralidad y la crítica) el consenso
imprescindible.
Esta
cohesión requiere un debate previo y algunos pactos complejos en las
instituciones y en el corazón mismo de las sociedades europeas. Hollande no
puede arrastrar Europa a intensificar la aventura militar en Siria sin antes
definir una política conjunta sobre Bashar el Asad, los kurdos, los opositores
vinculados a Al Qaeda, Rusia o Turquía; unos acuerdos que deben priorizar la
defensa de las poblaciones civiles y encarar de una vez por todas las
responsabilidades de las dictaduras del Golfo. En este sentido, los gritos de
guerra y las sobreactuaciones políticas no son una buena señal, pero la
pretensión de equidistancia de los que en Barcelona condenan la exhibición de
la bandera francesa (por imperialista) en solidaridad con las víctimas de los
atentados de París todavía es más alarmante.
En
París, en Beirut, en Ankara, en Túnez y en el corazón del Oriente Medio el
fanatismo castiga a los más débiles. Incluso los sectores antibelicistas de las
sociedades europeas deberíamos aceptar que, en el estado actual de las cosas,
la equidistancia y la inacción son todavía más criminales que la implicación
decidida en la lucha contra el terror.
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