Del
TLCAN a la Alianza del Pacífico: leyendo a Montesquieu/Otto Granados ha sido profesor de relaciones internacionales en el Tecnológico de Monterrey.
Publicado en El
País | 22 de marzo de 2014
Aunque
según Montesquieu el comercio dulcifica las costumbres y es una “cura para los
prejuicios más destructivos”, en los períodos de estancamiento económico
surgen, diría el Barón, maneras desagradables, y la discusión sobre cómo
recuperar el crecimiento tiende a centrarse en imponer nuevas restricciones a
los movimientos migratorios, aumentar el gasto público, ejecutar políticas
contracíclicas o introducir medidas proteccionistas.
En
parte por algunas de esas razones, los esfuerzos por profundizar la
liberalización comercial en distintas partes del mundo mediante nuevos esquemas
como el Acuerdo Estratégico Trans-Pacífico, el Acuerdo Transatlántico sobre
Comercio e Inversión o la Alianza del Pacífico —un espacio de integración que
han creado México, Colombia, Chile y Perú—, son examinados tanto con optimismo
desde una perspectiva económica como con una que otra suspicacia desde el
ámbito ideológico.
Por
ello es útil evaluar el impacto que han tenido algunos acuerdos significativos
de libre comercio, revisar las lecciones aprendidas e identificar sus
siguientes desafíos. Este es, por ejemplo, el caso del Tratado de Libre
Comercio de América del Norte (TLCAN) que México, Estados Unidos y Canadá
suscribieron hace justamente veinte años, y que hoy representa un mercado
regional de 470 millones de consumidores que diariamente intercambian entre sí
bienes y servicios por valor de 3.000 millones de dólares.
Cuando
México firma el TLCAN se propuso básicamente tres objetivos. El primero fue
promover el acceso creciente de exportaciones mexicanas a Estados Unidos. El
segundo, establecer un mecanismo atractivo para la inversión extranjera y
generar más y mejores empleos. Y el tercero, apoyar la estabilidad
macroeconómica del país. Si se mide concretamente en función de estos
objetivos, el TLCAN ha sido exitoso para México. Veamos.
En
primer lugar, el comercio exterior mexicano aumentó en 540% como consecuencia
de que las exportaciones lo hicieran en 614% y las importaciones en 467%; es
decir, mientras que en 1993 las exportaciones alcanzaron casi 52.000 millones
de dólares, veinte años después eran de casi 371.000 millones, y las
importaciones se fueron de 65.000 millones a 370.000 millones en el mismo
lapso. El segundo elemento es que esa apertura modificó sustancialmente la
composición de las exportaciones. En 1985, México tenía un sector exportador
muy localizado en materias primas, petróleo, hidrocarburos y minerales, que
representaban el 57% del total, lo que entre otras cosas desalentó en el país
la diversificación industrial y manufacturera y una mayor competencia.
El
TLCAN ayudó a invertir esa composición. Para 2013, el 79% de las exportaciones
mexicanas eran ya manufacturas, 6% exportaciones agrícolas y 15% productos
petrolíferos y mineros. Es interesante observar que hoy México es el primer
proveedor de EEUU y Canadá de algunos bienes primarios, pero también de
autopartes, motores de vehículos, televisiones o equipo de cómputo, lo que
sugiere una transformación industrial que gradualmente incorpora mayor valor
agregado.
El
tercer objetivo —acelerar la inversión extranjera— también funcionó. Entre 1999
y junio de 2013, México recibió alrededor de 335.000 millones de dólares de
inversión extranjera directa, de los cuales el 52.2% provino de sus socios en
el TLCAN, principalmente hacia el sector manufacturero.
Y
finalmente, según datos del Ministerio mexicano de Economía y del Banco
Mundial, el TLCAN permitió crear aproximadamente unos 10 millones de empleos,
la mitad directamente relacionado con la actividad exportadora, con un
excedente salarial de 40% cuando la empresa está vinculada con el sector
exportador.
Ahora
bien, a pesar del éxito que este y otros tratados han supuesto, hay lecciones
aprendidas relacionadas tanto con el alcance real de la apertura comercial como
con la ejecución de la nueva agenda del crecimiento y de reformas estructurales
actualmente en marcha en México.
No
obstante la transformación industrial mexicana y el aumento de su comercio
exterior, entre 2001 y 2012 el país tuvo un crecimiento económico modesto, de
apenas 2.4% anual, debido fundamentalmente a una débil formación de capital, a
una baja productividad y a una escasa calidad de la inversión pública, y si
bien se observa ya una producción con mayor valor agregado en sectores como
automotriz, aeroespacial o electrónico, aún hay mucho por hacer para generar
bienes y servicios más sofisticados.
La
experiencia mexicana permite extraer al menos un par de lecciones útiles para
enriquecer las nuevas iniciativas de integración latinoamericana como la
Alianza del Pacífico. La primera es que el esfuerzo de liberalización comercial
debe ir acompañado de una transición productiva de tal naturaleza que permita
competir con otras regiones cuya economía genera bienes y servicios de alta
tecnología, mayor valor agregado e innovación. Y la segunda es que el libre
comercio no sustituye ni reemplaza lo que cada país tenga que hacer en materia
de reformas de largo aliento y políticas públicas efectivas en aquellos
aspectos que normalmente explican el crecimiento de la productividad.
Todas
estas lecciones ofrecen una agenda sugerente dentro la Alianza del Pacífico.
Para los países que la forman, la Alianza supone avanzar hacia un esquema de
integración estratégica en América Latina. Por un lado, es un proyecto audaz en
tanto supone la creación de un área de libre circulación de bienes, servicios,
capitales y personas, y por otro es innovador en cuanto va más allá de los
clásicos mecanismos de regionalismo abierto pues incorpora otros renglones de
cooperación y se asume como una alianza abierta e incluyente. Y finalmente, no
menor, la Alianza reconoce que, como apunta Robert Manning, “el resurgimiento
de Asia se considera hasta tal punto un hecho consumado, que algunos califican
la nueva situación global en ciernes como un mundo post-occidental”.
Vista
así, ¿cuál es el valor agregado que puede aportar la Alianza del Pacífico no solo
a los países integrantes, sino al conjunto de América Latina? La respuesta más
inmediata es que incrementará los incentivos para que esos cuatro países (y los
que se sumen en el futuro) comercien más entre sí. Pero hay otros dos objetivos
de mayor calado.
Uno
es introducir nuevas prácticas y modalidades de colaboración en el desarrollo
de programas de inversión conjunta y de formación de recursos humanos, la
integración de mercados de valores, mecanismos novedosos de cooperación hacia
terceros países o el establecimiento de plataformas tecnológicas únicas para
facilitar la apertura de negocios.
Pero
el otro, más imaginativo, tiene que ver con una interrogante: si el espacio
integrado conocido como Alianza del Pacífico quiere participar de manera más
potente y competitiva en la economía global, ¿puede hacerlo con su actual
estructura productiva o bien con otra donde genere bienes y servicios con mayor
desarrollo tecnológico y científico y mayor capacidad de innovación basada en
el conocimiento, que le facilite participar eficientemente en las cadenas
globales de valor? Esa es la gran oportunidad de la Alianza: organizar, de
manera creativa y coherente, un mapa de navegación mediante la instrumentación
más eficiente de las políticas públicas que impulsen la innovación y faciliten
alcanzar crecimientos altos y sostenidos fundados en una estructura económica
más compleja y sofisticada.
De
esta forma, no solo la Alianza del Pacífico sino, en buena medida, también
América Latina podrá asegurarse una posición más competitiva en el mundo del
siglo XXI.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario