El Papa Benedicto XVI presentó este martes en Ankara el carácter sagrado y la dignidad de la persona humana como base para el diálogo y la colaboración de musulmanes y cristianos a favor de la paz.
La propuesta papal sono fuerte en la Presidencia para los Asuntos Religiosos Diyanet de Ankara, al ser recibido por su presidente, el profesor Ali Bardakoglu. El intercambio de discursos estuvo precedido por un diálogo espontáneo entre los dos representantes sobre el servicio de los creyentes a la paz. Las cámaras del Centro Televisivo Vaticano permitieron seguir el encuentro y escuchar algo de la conversación, en la que se mencionó la importancia de superar el malentendido del discurso del 12 de septiembre en Ratisbona, Alemania.
En el diálogo asistieron representantes de la comunidad musulmana, entre los que se encontraban el gran muftí de Ankara y el gran muftí de Estambul, así como cardenales y obispos que forman parte del séquito papal.
El profesor Bardakoglu y el Papa pronunciaron sus respectivos discursos.
Me siento agradecido por la oportunidad de visitar esta tierra, tan rica de historia y de cultura, para admirar sus bellezas naturales, para ver con mis ojos la creatividad del pueblo tuco y para apreciar vuestra antigua cultura, así como vuestra larga historia, tanto civil como religiosa.
Nada más llegar a Turquía he sido gentilmente recibido por el presidente de la República de Turquía y por el representante del gobierno.
Para mí ha sido un placer saludar y encontrar al primer ministro Erdogan en el aeropuerto.
Al saludarles, he tenido el gusto de expresar mi más profundo respeto a todos los habitantes de esta gran nación y de honrar, en su mausoleo, al fundador de la Turquía moderna, Mustafa Kemal Atatürk.
Ahora, tengo la alegría de encontrarme con usted, que es el presidente del Directorio de los Asuntos Religiosos. Le presento mis sentimientos de estima, reconociendo sus grandes responsabilidades, y extiendo mi saludo a todos los líderes religiosos de Turquía, especialmente al gran muftí de Ankara y Estambul.
A través de usted, señor presidente, saludo a todos los musulmanes de Turquía, con particular estima y afecto.
Su país es sumamente amado por los cristianos: muchas de las primitivas comunidades de la Iglesia se fundaron aquí y aquí alcanzaron su madurez, inspiradas por la predicación de los apóstoles, particularmente de san Pablo y san Juan.
La tradición afirma que María, la Madre de Jesús, vivió en Éfeso, en la casa del apóstol san Juan. Esta noble tierra ha visto, además, un extraordinario florecimiento de la civilización islámica en los más variados campos, incluido el de la literatura y el arte, así como en las instituciones.
Hay muchísimos monumentos cristianos y musulmanes que testimonian el glorioso pasado de Turquía. Con razón, os sentís orgullos, conservándolos para la admiración de un número cada vez más grande de visitantes que aquí acuden en gran número.
Me he preparado para esta visita con los mismos sentimientos expresados por mi predecesor, el beato Juan XXIII, cuando llegó cuando era el arzobispo Angelo Giuseppe Roncalli, para cumplir con el encargo de representante pontificio en Estambul: «Siento que amo al pueblo turco, al que el Señor me ha enviado… Yo amo a los turcos, aprecio las cualidades naturales de este pueblo, que también tiene su papel preparado en el camino de la civilización» («Diario de un alma», «Giornale dell'anima», 231.237).
Por mi parte, yo también deseo subrayar las cualidades de la población turca.
Hago mías las palabras de mi predecesor inmediato, el Papa Juan Pablo II de feliz memoria, quien con motivo de su visita en 1979, dijo: «Me pregunto si no es urgente, precisamente en estos momentos, en que los cristianos y musulmanes han entrado en un nuevo período de la historia, reconocer y desarrollar los vínculos espirituales que nos unen, con el objetivo de promover y defender juntos los valores morales, la paz y la libertad» (Discurso a la comunidad católica de Ankara, 29 de noviembre de 1979, 3).
Estas cuestiones han seguido presentándose en los años sucesivos; de hecho, como subrayé precisamente al inicio de mi pontificado, nos llevan a continuar con nuestro diálogo como un sincero intercambio entre amigos.
Cuando tuve la alegría de encontrarme con los miembros de las comunidades islámicas, el año pasado en Colonia, con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud, confirmé la necesidad de afrontar el diálogo interreligioso e intercultural con optimismo y esperanza.
No puede quedar reducido a un accesorio opcional: por el contrario, es «una necesidad vital, de la que depende en buena parte nuestro futuro» (A los representantes de las comunidades islámicas, Colonia, 20 de agosto de 2005).
Los cristianos y los musulmanes, siguiendo sus respectivas religiones, resaltan la verdad del carácter sagrado y de la dignidad de la persona. Esta es la base de nuestro respeto recíproco y estima, esta es la base para la colaboración al servicio de la paz entre las naciones y pueblos, el deseo más querido por todos los creyentes y por todas las personas de buena voluntad.
Durante más de cuarenta años, la enseñanza del Concilio Vaticano II ha inspirado y guiado la actitud de la Santa Sede y de las Iglesias locales de todo el mundo en las relaciones con los seguidores de las demás religiones.
Siguiendo la tradición bíblica, el Concilio enseña que todo el género humano comparte un origen común y un destino común: Dios, nuestro Creador y nuestra meta en la peregrinación terrena.
Los cristianos y los musulmanes pertenecen a la familia de quienes creen en el único Dios y, según sus respectivas tradiciones, son descendientes de Abraham (Cf. Concilio Vaticano II, declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, «Nostra Aetate», 1, 3). Esta unidad humana y espiritual de nuestros orígenes y de nuestros destinos nos lleva a buscar un itinerario común, desempeñando nuestro papel en esta búsqueda de valores fundamentales, que es la característica de las personas de nuestro tiempo.
Como hombres y mujeres de religión, nos encontramos ante el desafío de la difundida aspiración a la justicia, al desarrollo, a la solidaridad, a la libertad, a la seguridad, a la paz, a la defensa del ambiente y de los recursos de la tierra. Respetando la legítima autonomía de las realidades temporales, tenemos una contribución específica que ofrecer en la búsqueda de soluciones adaptadas a estas apremiantes cuestiones.
En particular, podemos ofrecer una respuesta creíble a la cuestión que surge claramente de la sociedad de hoy, aunque con frecuencia queda marginada, es decir, la cuestión que afecta al significado y al desarrollo de la vida para todo individuo y para toda la humanidad.
Estamos llamados a trabajar juntos para ayudar a la sociedad a abrirse a la trascendencia, reconociendo a Dios omnipotente el lugar que le corresponde. La mejor manera para avanzar es el diálogo auténtico entre cristianos y musulmanes, basado en la verdad e inspirado por el sincero deseo de conocernos mejor mutuamente, respetando las diferencias y reconociendo lo que tenemos en común. Esto llevará al mismo tiempo a un auténtico respeto por las opciones responsables de cada persona, especialmente las que afectan a los valores fundamentales y a las convicciones religiosas personales.
Como ejemplo del respeto fraterno con el que los cristianos y musulmanes pueden trabajar juntos, quiero citar unas palabras dirigidas por el Papa Gregorio VII, en el año 1076, a un príncipe musulmán de África del Norte, que había demostrado una gran benevolencia a los cristianos sometidos a su jurisdicción. El Papa Gregorio VII habló del amor especial con que deben tratarse mutuamente los cristianos y musulmanes, pues «creemos y confesamos un solo Dios, aunque de manera diferente, cada día le alabamos y veneramos como Creador de los siglos y gobernador de este mundo» (Patrología Latina 148, 451).
Que la libertad de religión, garantizada institucionalmente y efectivamente respetada, tanto a los individuos como a las comunidades, constituya para todos los creyentes la condición necesaria para su contribución leal a la edificación de la sociedad, en actitud de auténtico servicio, particularmente a los más vulnerables y pobres. Señor presidente, quiero concluir alabando al Dios Omnipotente y Misericordioso por esta afortunada oportunidad que nos permite encontrarnos juntos en su nombre.
Rezo para que sea un signo de nuestro compromiso común a favor del diálogo entre cristianos y musulmanes, así como un aliento para perseverar en este camino, en el respeto y en la amistad. Deseo que podamos llegar a conocernos mejor, reforzando los vínculos de afecto entre nosotros, con el deseo común de vivir juntos en armonía, en paz y en mutua confianza.
Como creyentes, sacamos de la oración la fuerza necesaria para superar toda huella de prejuicio y para ofrecer un testimonio común de nuestra firme fe en Dios.
¡Que su bendición esté siempre sobre nosotros!
[Traducción del original inglés realizada por Zenit © Copyright 2006 - Libreria Editrice Vaticana]