Una
comunidad imaginaria/Olivier Roy es profesor en el Instituto Universitario Europeo de Florencia y autor de L’échec de l’islam politique [El fracaso del islam político].
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Traducción de Jesús Cuéllar Menezo
El
País | 13 de enero de 2015
El
atentado que ha sufrido en París la revista satírica Charlie Hebdo ha
reactivado el debate que ya suscitaba en Francia la compatibilidad entre el
islam y Occidente. La cuestión es más delicada en Europa occidental que en
Estados Unidos debido a la enorme cantidad de musulmanes que no solo residen
aquí, sino que también son ciudadanos.
Una
extraña coincidencia hizo que el mismo día del mortífero atentado contra
Charlie Hebdo se produjera la largamente esperada publicación de Sumisión, la
última novela del siempre exitoso autor francés Michel Houellebecq. El libro
imagina la victoria de un partido musulmán moderado en las elecciones
presidenciales y generales francesas de 2022.
La
cuestión de la compatibilidad entre el islam y la cultura política francesa u
occidental ya no solo atrae la atención de los sospechosos habituales: la
derecha populista, cristianos conservadores o laicistas acérrimos de
izquierdas. Convertida en algo que desata pasiones, ya ha calado en todo el
espectro político. Ahora, la población musulmana —que no se identifica con
terroristas— se teme una virulenta reacción antimusulmana.
Grosso
modo, dos son los relatos que se enfrentan en la cuestión sobre la
compatibilidad entre la cultura musulmana y la sociedad francesa. Según el
dominante, el problema principal es el islam, porque coloca la lealtad a la
comunidad de creyentes por encima de la lealtad a la nación. No acepta
críticas, no cede en materia de normas y valores, y justifica ciertos tipos de
violencia como la yihad. Para los partidarios de este relato, la única solución
es una reforma teológica que genere un “buen” islam, conducente a una religión
liberal, feminista y abierta a los homosexuales. Periodistas y políticos no
dejan de ir detrás de los “buenos musulmanes” y de emplazarlos a mostrar sus
credenciales de “moderados”.
Por
otra parte, muchos musulmanes, laicos o creyentes, con el apoyo de una
izquierda multiculturalista, aducen que la radicalización no procede del islam
sino de jóvenes alienados que son víctimas del racismo y la exclusión, y que el
verdadero problema es la islamofobia. Condenan el terrorismo al tiempo que
denuncian una virulenta reacción que podría radicalizar a más jóvenes
musulmanes.
El
problema es que los dos relatos presuponen la existencia de una “comunidad
musulmana” francesa de la que los terroristas serían una especie de
“vanguardia”. La yuxtaposición de ambos ha conducido a un punto muerto. Para
superarlo, primero es necesario tener en cuenta varios hechos innegables, que
no queremos reconocer porque nos demuestran que los jóvenes radicalizados no
son en modo alguno la vanguardia o los portavoces de la población musulmana y
que, en realidad, en Francia no existe una “comunidad musulmana”.
Los
jóvenes radicalizados, remitiéndose mayormente a un imaginario entorno político
musulmán (la umma de antaño), están tan deliberadamente enfrentados con el
islam de sus padres como con el conjunto de la cultura musulmana. Se inventan
un islam que se opone a Occidente. Proceden de la periferia del mundo musulmán.
Lo que los induce a actuar son los alardes de violencia que muestran los medios
de comunicación occidentales. Encarnan una ruptura generacional (sus padres
ahora llaman a la policía cuando sus hijos se van a Siria) y no tienen relación
ni con la comunidad religiosa local ni con las mezquitas del barrio.
Esos
jóvenes se autorradicalizan en Internet, buscando una yihad global. No les
interesan problemas concretos del mundo musulmán como Palestina. En pocas
palabras, no aspiran a la islamización de la sociedad en la que viven, sino a
la materialización de su enfermiza fantasía heroica (“Hemos vengado al profeta
Mahoma”, proclamaban algunos de los asesinos de Charlie Hebdo).
La
gran mayoría de los radicales conversos demuestra claramente que la
radicalización está teniendo lugar entre una parte marginal de la juventud, no
en el núcleo de la población musulmana.
Por
el contrario, se podría decir que los datos demuestran que los musulmanes
franceses están más integrados de lo que normalmente se cree. En todos los
atentados “islamistas” ha perecido por lo menos un miembro musulmán de las
fuerzas de seguridad: por ejemplo, Imad Ibn Ziaten, el soldado francés
asesinado por Mohamed Merah en Toulouse en 2012; o el agente Ahmed Merabet, que
resultó muerto al intentar detener a los asesinos en las oficinas de Charlie
Hebdo.
En
lugar de citar a estas personas como ejemplos, se las considera contraejemplos.
Se dice que el “verdadero” musulmán es el terrorista y que los demás son
excepciones. Pero, estadísticamente, eso es falso. En Francia hay más
musulmanes en las Fuerzas Armadas, la policía y la gendarmería que en las redes
de Al Qaeda, por no hablar de la Administración, los hospitales, la profesión
jurídica o el sistema educativo.
Otro
tópico es que los musulmanes no condenan el terrorismo. Pero Internet, y esto
es solo un ejemplo, rebosa de condenas y de fatuas antiterroristas. Si los
hechos contradicen la tesis de la radicalización de la población musulmana, entonces
¿por qué no se reconocen? Porque se ve en la población musulmana a una
comunidad de gran influencia a la que se crítica tanto por tener esa influencia
como por no ejercerla. Se la critica por ser una comunidad, pero después se le
pide que reaccione como tal ante el terrorismo. A esto se le llama callejón sin
salida: tienes que ser lo que yo te pido que no seas.
Si
en el nivel local, en los barrios, hay ciertos tipos de comunidad, no existe
tal cosa en el nivel nacional. Los musulmanes de Francia nunca han querido
organizar instituciones representativas y ni siquiera el más reducido grupo de
presión musulmán. No hay indicios de que se vaya a crear un partido político
islámico. En la esfera política francesa los candidatos de origen musulmán se
encuentran diseminados por todo el espectro (incluso en la extrema derecha). No
hay un “voto musulmán”.
Tampoco
hay una red de escuelas confesionales musulmanas (en Francia existen menos de
10), ni movilización en las calles (ninguna manifestación en torno a una causa
musulmana ha atraído a más de unos pocos miles de personas) y casi no hay
grandes mezquitas (casi siempre financiadas con dinero del exterior), solo un
puñado de pequeñas mezquitas locales.
Cuando
ha habido un intento de crear una comunidad ha venido de arriba, del Estado, no
de los ciudadanos. A la supuesta representación organizada del Consejo Francés
de la Fe Musulmana de la Gran Mezquita de París tanto el Gobierno francés como
los Gobiernos extranjeros la mantienen a distancia. Y carece de legitimidad
local. En pocas palabras, la “comunidad” musulmana, adoleciendo de un
individualismo muy galo, se resiste a ser controlada. Y eso es positivo.
No
obstante, lo mismo la izquierda que la derecha no dejan de hablar de la famosa
comunidad musulmana, tanto para denunciar su negativa a integrarse como para
calificarla de víctima de la islamofobia. Esos dos relatos enfrentados se basan
en la misma fantasía: una comunidad musulmana imaginaria.
En
Francia no hay una comunidad musulmana, sino una población musulmana. Admitir
esta sencilla verdad ya sería un buen antídoto contra la histeria actual y la
venidera.
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