La asombrosa diferencia entre logro y realización/ Adam Gopnik
The New York Times, Domingo, 21/May/2023
Cuando tenía 12 años, pasaba horas en mi habitación con una guitarra acústica de 40 dólares y un cancionero enorme de los Beatles que tenía diagramas de acordes básicos de la “E a la Z” en letras grandes. No tenía ningún talento musical, como me habían demostrado varias lecciones de música fallidas —en realidad fueron los maestros quienes me lo confirmaron, las lecciones eran bastante aburridas—, además de que nunca tuve una formación musical de verdad. Me escocían los dedos cuando intentaba presionar las cuerdas sin hacerlas vibrar y me dolía la mano izquierda cuando intentaba, y durante mucho tiempo fracasé, estirarla por el mástil. Y, sin embargo, me abrí camino a través de “Rain” (abreviada a dos acordes) y “Love Me Do” (tres) y finalmente “Yellow Submarine” (cuatro acordes, ¿o eran cinco?) y descubrí la incomparable emoción de la armonía musical autodidacta.
Nadie me pidió que lo hiciera y sin duda nadie lamentaba que cerrara la puerta mientras rasgueaba y trastabillaba en busca del nirvana de estas canciones simplificadas. Pero la sensación de felicidad que sentí aquella semana —auténtica felicidad, basada en quedarme absorto en algo ajeno a mí— se me quedó grabada.
Cincuenta años después, sigo sin ser un buen guitarrista, pero el trabajo de aquella semana, y los meses y años de práctica autodidacta con ese instrumento que le siguieron, se convirtieron en una especie de guía para mí, y en un modelo y fundamento para casi todas las cosas significativas que he hecho desde entonces. Me dio la confianza, a menudo vacilante pero nunca del todo extinguida, de que la perseverancia, la pasión y la paciencia pueden hacer que uno domine cualquier tarea.
Así que me parece adecuado en esta época, en la cual termina el curso escolar y los graduados salen al mundo —casi todos pensando en lo que harán con sus vidas— hablar de una distinción que vislumbré por primera vez en aquella habitación y en aquellas progresiones de acordes. Es la diferencia entre logro y realización.
El logro es la finalización de la tarea impuesta desde fuera; la recompensa suele ser un camino hacia el siguiente logro. La realización es el punto final de una actividad absorbente que hemos elegido, cuya recompensa es la repentina sensación de plenitud, el sentimiento de felicidad que solo aparece como resultado de sumergirse en algo externo a nosotros.
Nuestro mundo social a menudo conspira para menospreciar la realización en favor del logro derivado de la repetición. Toda nuestra observación nos dice que los jóvenes, en particular, son empujados sin cesar hacia el siguiente examen, o hacia ingresar a la “mejor” escuela secundaria, preparatoria o universidad que puedan. Inventamos pruebas de rendimiento diseñadas para ser completamente inmunes al entrenamiento y, por lo tanto, tenemos entrenadores cada vez más caros a fin de que superemos la prueba de rendimiento para la cual no es posible prepararse (aquellos que no pueden costear estos lujos simplemente quedan fuera de la jugada). Conducimos a estos jóvenes hacia el logro, hacia tareas que solo conducen a otras tareas, hacia algo parecido no tanto a una carrera de locos, sino a un laberinto de locos, con otro trago de agua azucarada esperando a la vuelta de la esquina, pero el camino hacia el centro —o la finalidad de todo ello— nunca queda claro.
Mi propia realización derivada de aprender esas canciones de los Beatles es similar a la experiencia de casi todos mis conocidos. Mi esposa recuerda haber aprendido a confeccionar sus prendas de vestir con el mismo proceso al que yo recurrí, que es dividir una actividad en tareas pequeñas y manejables: sacar el patrón, seleccionar la tela, coser los patrones en la máquina, hasta que te encuentras haciendo algo parecido a la música que, en el caso de quien cose es cuando te pones esa bella prenda que confeccionaste. La experiencia de dividir y crear que ella aprendió le ayudó después en su vida profesional como editora y productora de cine.
En ocasiones, el proceso da lugar a una vocación: otro amigo recuerda que de niño se esforzaba por dibujar cualquier cosa —ya fuera Superman o el Hombre Araña— y se asombraba de su creciente habilidad a medida que cada semana descifraba un trozo más del mundo sobre el papel. Se convirtió en pintor realista. Pero lo más frecuente es que estas primeras obsesiones autodirigidas no produzcan un trabajo del que se pueda vivir, sino una plataforma desde la cual se puede saltar: producen una sensación de plenitud a través de una perseverancia apasionada que traspasa las empresas más aparentemente ajenas.
Ahora que soy padre, he visto surgir en mis propios hijos la satisfacción pura de la realización, de una pasión particular que se persigue con ahínco. Sin embargo, también he visto cómo las escuelas bienintencionadas a las que asistían los desalentaban activamente: hace más de una década, mi hijo Luke, que entonces tenía 12 años y estaba obsesionado con los trucos de cartas de Dai Vernon y siempre tenía una baraja en las manos, descubrió que las muchas horas que había pasado aprendiendo el cambio de color Erdnase no eran un acto necesariamente recompensado en el octavo grado. Luché mucho por él para que no tuviera tanta tarea —una lucha que llegó a la primera plana de este periódico— justo porque la tarea no le dejaba tiempo para su magia.
Tal vez haya sido ingenuo de mi parte, pero, sin duda, no estaba del todo equivocado: los pasos que ha dado en la vida y que con el tiempo lo han llevado a cursar estudios de posgrado en filosofía comenzaron en la búsqueda de esas ilusiones. Puede que la concentración y la sutileza mental necesarias para dominar los rompecabezas de las parábolas gnómicas de Wittgenstein radiquen más en el arte de “hacer girar los ases” que en sacar dieces. La realización autónoma, por absurda o parcial que parezca, puede convertirse en la base de nuestra autoestima y nuestro sentido de la posibilidad. Al perdernos en una acción que lo absorbe todo, nos convertimos en nosotros mismos.
Sé que esta visión es motivo de objeciones: en algún momento, toda realización, aunque sea autónoma, tiene que profesionalizarse, volverse lucrativa, real. No podemos jugar con cartas, o tocar acordes, para siempre. Y no hay duda de que muchas de las cosas que les pedimos lograr a nuestros hijos pueden conducir al autodescubrimiento; si se les enseña bien, pueden aprender a amar cosas nuevas e inesperadas por sí mismas. El truco puede estar en la enseñanza. Alison Gopnik, mi hermana, psicóloga del desarrollo y escritora, lo explica muy bien: si les enseñáramos a nuestros hijos a jugar sóftbol como les enseñamos ciencias, odiarían el softball tanto como odian las ciencias; pero si les enseñáramos ciencias como les enseñamos sóftbol, mediante la práctica y la inmersión, podrían amar ambas cosas.
Otra objeción es que la realización es solo el nombre que la gente de buena fortuna le da a cosas que tienen el privilegio de hacer, pasiones que han podido cultivar solo gracias a sus logros. Pero, de manera inconsciente, esto equivale a aceptar exactamente la distinción entre las tareas mayores y menores, significativas e insignificantes, que la coerción social —lo que solíamos llamar, de manera pintoresca, pero no equivocada, “el sistema”— siempre ha estado ahí para perpetuar.
La consecución de una tarea difícil, si se persevera en ella con obstinación y pasión a cualquier edad, aunque sea por poco tiempo, genera una especie de opiáceo cognitivo que no tiene comparación. Hay muchas drogas que ingerimos o nos inyectamos en las venas; esta es una droga que producimos en el cerebro y con buenos efectos. El aficionado o jubilado que toma un curso de batik o yoga, al que los triunfadores podrían tratar con condescendencia, tiene un combustible imparable en sus manos. De hecho, la bella paradoja es que intentar hacer cosas que no hacemos bien puede producir una sensación de ensimismamiento, que es todo lo que es la felicidad, mientras que persistir en las que ya hacemos bien no lo hace.
La búsqueda de la realización, lo que yo llamo el verdadero trabajo, nunca termina, y siempre sorprende. Aprendí en aquella semana de aprendizaje de acordes hace tantos años que con solo levantar un dedo del acorde de Do se obtenía la armonía más tierna y conmovedora. Entonces no sabía que era un acorde de séptima mayor, el favorito de los maestros de la bossa nova; pero más tarde supe que Paul McCartney, como yo, tampoco sabía qué era eso cuando lo interpretó por primera vez y se refería a él simplemente como “el acorde bonito”. Desde el más dotado hasta el menos dotado, somos hermanos y hermanas en la búsqueda de la realización y en nuestro obstinado desciframiento automotivado de sus misterios. Ese es nuestro verdadero logro humano.
Adam Gopnik es columnista de The New Yorker y escritor. Su libro más reciente es The Real Work: On The Mystery of Mastery.
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