Las dos dimensiones de Cristo/Carlo Maria Martini, arzobispo emérito de Milán
Publicado en EL MUNDO, 30/05/07;
La publicación en Italia del esperado primer libro de Benedicto XVI ha tenido una acogida muy cálida. Se trata de una obra muy especial, tanto por el tema abordado (la figura de Jesús de Nazaret) como por tratarse del primer volumen del Papa tras su elección. En este artículo intentaré responder a cinco preguntas sobre esta obra, desde una perspectiva completamente personal: quién es el autor de este libro, cuál es el argumento del que habla, cuáles son sus fuentes, cuál es su método y qué juicio me merece.
Empezaré por lo principal. El autor de este libro es Joseph Ratzinger, que fue profesor de Teología católica en varias universidades alemanas a partir de los años 50 y que, como tal, ha seguido la evolución de la investigación histórica sobre Jesús, exploración desarrollada incluso entre los católicos en la segunda mitad del siglo pasado. Ahora, el autor es obispo de Roma y Papa, con el nombre de Benedicto XVI. Por tanto, aquí se plantea ya una cuestión: ¿se trata del libro de un profesor alemán y cristiano convencido o es el libro de un Papa, con el consiguiente relieve de su magisterio?
En realidad, por lo que a lo esencial de la pregunta se refiere, el propio autor responde con franqueza en el prólogo: «No necesito decir expresamente que este libro no es, en modo alguno, un acto magisterial, sino únicamente la expresión de mi búsqueda personal del rostro del Señor. Por eso, cada cual es libre de contradecirme. Pido sólo a las lectoras y lectores ese voto de confianza y simpatía sin el cual no hay ninguna comprensión».
Estamos dispuestos a concederle ese presupuesto de simpatía, pero creo también que no será fácil para un católico contradecir lo que está escrito en este libro. En cualquier caso, intentaré acercarme a él con libertad de espíritu. Tanto más cuanto el autor no es un exégeta, sino un teólogo y, si bien se mueve ágilmente en la literatura exegética de su tiempo, no ha realizado estudios de primera mano, por ejemplo, sobre el texto crítico del Nuevo Testamento. De hecho, casi nunca cita las posibles variantes de los textos ni entra en el debate acerca del valor de los manuscritos, aceptando sobre este punto las conclusiones que consideran válidas la mayoría de los expertos.
El segundo punto importante es el argumento de la obra. El título es Jesús de Nazaret, pero creo que el auténtico título debería ser Jesús de Nazaret: ayer y hoy, dado que el autor pasa con facilidad de la consideración de los hechos que se refieren a Cristo a la importancia de los mismos para los siglos siguientes y para nuestra Iglesia actual.
El libro entero está lleno de alusiones a problemas contemporáneos. Por ejemplo, hablando de la tentación en la que el demonio le ofrece a Jesús el dominio del mundo, el autor afirma que «su verdadero contenido se torna visible cuando constatamos que, en la Historia, adopta continuamente una forma nueva. El Imperio cristiano intentó, desde muy pronto, transformar la fe en un factor político para la unidad del Imperio. La debilidad de la fe, la debilidad terrena de Jesucristo, debía ser sostenida por el poder político y militar. A lo largo de los siglos, esta tentación -asegurar la fe mediante el poder- se ha replanteado continuamente».
Este tipo de consideraciones, sobre la época posterior a Jesús y sobre la actualidad, confieren al libro una profundidad y un sabor que otros libros sobre Cristo, en general más preocupado por la discusión meticulosa de los eventos de su vida, no tienen. El autor concede a menudo la palabra a los Padres de la Iglesia y a los teólogos antiguos. Por ejemplo, por lo que a la palabra griega epiousios se refiere, cita a Orígenes, que dice que, en lengua griega, «este término no existe en otros textos y que fue creado por los evangelistas. Sobre la interpretación de la petición al Padre Nuestro: Y no nos dejes caer en la tentación, reclama la interpretación de San Cipriano y precisa: «Tenemos que poner en manos de Dios nuestros temores, nuestras esperanzas y nuestras decisiones, dado que el demonio no puede tentarnos si Dios no se lo permite».
En cuanto a la historia de Jesús, el libro está incompleto, pues considera sólo los acontecimientos que van desde el bautismo a la transfiguración. El resto será materia de un segundo volumen. En este primero, se abordan el bautismo, las tentaciones, los discursos, los discípulos, las grandes imágenes de San Juan, la profesión de fe de Pedro y la transfiguración, con una conclusión sobre las afirmaciones de Jesús sobre sí mismo.
El autor parte a menudo de un texto o de un acontecimiento de la vida de Cristo para interrogarse sobre su significado para las generaciones futuras y para la nuestra. De este modo, el libro se torna una meditación sobre la figura histórica de Jesús y sobre las consecuencias de su advenimiento para el tiempo presente. Muestra Ratzinger que, sin la realidad de Jesús, «el cristianismo se torna en una simple doctrina, un simple moralismo y una cuestión del intelecto, pero le faltan la carne y la sangre».
En el texto se percibe el interés por anclar la fe cristiana en sus raíces hebreas. El Mesías, dirá Moisés, «es el profeta semejante a mí que Dios suscitará, escuchadle» (Deuteronomio, 18,15). Moisés había encontrado al Señor e Israel podía esperar un nuevo Guía, que encontrará a Dios como un amigo encuentra a su amigo, pero al que no se le dirá, como al profeta: «Tú no podrás ver mi rostro». (Éxodo, 33,20), sino «que vea realmente y directamente el rostro de Dios y, así, pueda hablar a partir de la visión».
Es lo que dice el prólogo del Evangelio de Juan: «A Dios nadie lo ha visto jamás: sólo el Hijo unigénito que está en el seno del Padre; Él lo ha revelado. Éste es el punto a partir del cual es posible comprender la figura de Jesús», afirma el Papa. Y en este recíproco intercambio de conocimientos históricos y de conocimientos de fe, donde cada una de estas aproximaciones mantiene la propia dignidad y la propia libertad, sin mezcla ni confusión, es donde se reconoce el método propio del autor, del que hablaremos más adelante.
¿Cuáles son las fuentes que usa Ratzinger? El autor no usa directamente las fuentes. como suele suceder a menudo en diversas obras del mismo género. Quizás nos hable de ellas al inicio del segundo volumen, antes de afrontar los Evangelios de la infancia de Jesús, pero se ve con claridad que sigue de cerca el texto del cuarto Evangelio y los escritos canónicos del Nuevo Testamento.
Propone también una larga discusión sobre el valor histórico del Evangelio de Juan, rechazando la interpretación de Rudolf Bultmann, aceptando en parte la de Martin Hengel y criticando la de algunos autores católicos, para después exponer su propia síntesis (cercana a las tesis de Hengel, si bien con un equilibrio y un orden diferentes). La conclusión es que el cuarto Evangelio «no proporciona simplemente una especie de trascripción mecanográfica de las palabras y de las actividades de Jesús, sino que, en virtud de la comprensión nacida del recuerdo, nos acompaña, más allá del aspecto externo, hasta la profundidad de las palabras y de los acontecimientos, a esa profundidad que viene de Dios y que conduce hacia Él».
Pienso que no todos se reconocerán en la descripción que el autor hace del cuarto Evangelio cuando dice: «El estado actual de la investigación nos permite ver perfectamente en Juan al hijo del Zebedeo, al testigo que responde con la solemnidad de su propio testimonio ocular, identificándose también como el auténtico autor del texto», pero seguramente será un tema a discutir con el segundo volumen del libro.
Todo esto nos remite al método de la obra. Ratzinger se opone firmemente a lo que, recientemente, se denominó -especialmente en las obras del mundo anglosajón americano- «el imperialismo del método histórico-crítico». Reconoce que tal método es importante, pero que, sin embargo, corre el riesgo de quebrar el texto, seccionándolo y haciendo casi incomprensibles los hechos a los que se refiere. En realidad, el autor se propone leer los diversos textos remitiéndolos al conjunto de la Escritura. De esta forma, se descubre que «existe una dirección común: el Viejo y el Nuevo Testamento no pueden disociarse. Es cierto que la hermenéutica cristológica, que ve en Jesucristo la clave del conjunto, y, partiendo de él, comprende la Biblia como una unidad, presupone un acto de fe y no puede derivarse del puro método histórico. Pero este acto de fe es intrínsecamente portador de razón, de una razón histórica que permite ver la unidad interna de la Escritura y, a través de ella, adquirir una comprensión nueva de las diferentes fases de su recorrido sin desposeerlas de su originalidad».
Hago esta larga cita para mostrar que, en el pensamiento del autor, razón y fe están «recíprocamente entrelazadas», cada una con sus derechos y con su propio estatuto, sin confusiones ni malas intenciones. El autor rechaza la contraposición entre fe e Historia, convencido de que el Jesús de los Evangelios es una figura histórica y que la fe de la Iglesia no puede dejar de lado esta base histórica cierta.
Eso significa, en la práctica, que el autor confía en los Evangelios, aun integrando todo lo que la exégesis moderna nos dice. De todo eso sale un Jesús real, un Jesús histórico en el sentido propio del término. Su figura es «mucho más lógica e históricamente comprensible que las reconstrucciones con las que nos hemos tenido que confrontar en las últimas décadas».
Ratzinger está convencido de que «sólo si algo extraordinario se ha verificado, si la figura y las palabras de Jesús superaron radicalmente todas las esperanzas y todas las expectativas de la época, sólo así se explica su crucifixión y su eficacia». Y eso, al final, conduce a sus discípulos a reconocerle el nombre que el profeta Isaías y toda la tradición bíblica habían reservado sólo a Dios.
Aplicando este método a la lectura de las palabras y discursos de Jesús, el autor confiesa estar persuadido de que «el tema más profundo de la predicación de Cristo era su propio misterio, el misterio del Hijo, en el que Dios está presente y en el que él cumple su palabra». Algo especialmente cierto en el Sermón de la Montaña -al que se le dedican dos capítulos-, y en las parábolas y las otras grandes palabras de Jesús. Como dice el autor, afrontando la cuestión joánica, es decir, la del valor histórico del Evangelio de Juan y, sobre todo, de las palabras que él hace decir a Jesús, palabras tan diversas de las de los Evangelios sinópticos, el misterio de la unión de Jesús con el Padre está siempre presente y determina todo lo demás, aun permaneciendo escondido bajo su humanidad. En conclusión, necesitamos «leer la Biblia -y especialmente los Evangelios-, como una unidad, como una totalidad -algo que viene exigido por la naturaleza misma de la palabra escrita de Dios- que, en todos sus estratos históricos, es la expresión de un mensaje intrínsecamente coherente».
¿Qué valoración global podemos hacer de la obra, más allá del número de ejemplares vendidos en todo el mundo, que, a fin de cuentas, no es un signo especialmente significativo del auténtico valor? Ratzinger confiesa que este libro «es el resultado de un largo camino interior»; a pesar de que comenzó a trabajar en él durante el verano de 2003, el libro es el fruto maduro de la meditación y del estudio que han ocupado su vida entera. Y ha extraído la consecuencia de que «Jesús no es un mito; es un hombre de carne y hueso, una presencia totalmente real en la Historia, y nosotros podemos seguir el camino qué El tomó. Podemos escuchar sus palabras gracias a los testimonios. Ha muerto y ha resucitado».
Estamos ante un ardiente testimonio sobre Jesús de Nazaret y sobre su significado para la Historia de la Humanidad y para la comprensión de la auténtica figura de Dios. A mi juicio, el libro es bellísimo, se lee con cierta facilidad y nos hace entender mejor tanto a Jesús, el Hijo de Dios, como la gran fe del autor, que no se limita al dato intelectual, sino que nos indica la vía del amor de Dios y del prójimo. Por ejemplo, al explicar la parábola del Buen Samaritano, cuando dice: «Todos necesitamos el amor salvífico que Dios nos da con el fin de que podamos ser, también nosotros, capaces de amar, y de que necesitemos a Dios, que se hace nuestro prójimo, para llegar a ser el prójimo de todos los demás».
Caminando hacia el final de mi vida, yo también había sopesado escribir un libro sobre Jesús como conclusión de los estudios y trabajos que he realizado sobre el Nuevo Testamento. Ahora, me parece que esta obra de Joseph Ratzinger se corresponde con mis deseos y mis expectativas. Por eso, estoy muy contento de que lo haya terminado. Sólo me queda desear que mucha gente sienta la misma alegría que yo al leerlo.
Empezaré por lo principal. El autor de este libro es Joseph Ratzinger, que fue profesor de Teología católica en varias universidades alemanas a partir de los años 50 y que, como tal, ha seguido la evolución de la investigación histórica sobre Jesús, exploración desarrollada incluso entre los católicos en la segunda mitad del siglo pasado. Ahora, el autor es obispo de Roma y Papa, con el nombre de Benedicto XVI. Por tanto, aquí se plantea ya una cuestión: ¿se trata del libro de un profesor alemán y cristiano convencido o es el libro de un Papa, con el consiguiente relieve de su magisterio?
En realidad, por lo que a lo esencial de la pregunta se refiere, el propio autor responde con franqueza en el prólogo: «No necesito decir expresamente que este libro no es, en modo alguno, un acto magisterial, sino únicamente la expresión de mi búsqueda personal del rostro del Señor. Por eso, cada cual es libre de contradecirme. Pido sólo a las lectoras y lectores ese voto de confianza y simpatía sin el cual no hay ninguna comprensión».
Estamos dispuestos a concederle ese presupuesto de simpatía, pero creo también que no será fácil para un católico contradecir lo que está escrito en este libro. En cualquier caso, intentaré acercarme a él con libertad de espíritu. Tanto más cuanto el autor no es un exégeta, sino un teólogo y, si bien se mueve ágilmente en la literatura exegética de su tiempo, no ha realizado estudios de primera mano, por ejemplo, sobre el texto crítico del Nuevo Testamento. De hecho, casi nunca cita las posibles variantes de los textos ni entra en el debate acerca del valor de los manuscritos, aceptando sobre este punto las conclusiones que consideran válidas la mayoría de los expertos.
El segundo punto importante es el argumento de la obra. El título es Jesús de Nazaret, pero creo que el auténtico título debería ser Jesús de Nazaret: ayer y hoy, dado que el autor pasa con facilidad de la consideración de los hechos que se refieren a Cristo a la importancia de los mismos para los siglos siguientes y para nuestra Iglesia actual.
El libro entero está lleno de alusiones a problemas contemporáneos. Por ejemplo, hablando de la tentación en la que el demonio le ofrece a Jesús el dominio del mundo, el autor afirma que «su verdadero contenido se torna visible cuando constatamos que, en la Historia, adopta continuamente una forma nueva. El Imperio cristiano intentó, desde muy pronto, transformar la fe en un factor político para la unidad del Imperio. La debilidad de la fe, la debilidad terrena de Jesucristo, debía ser sostenida por el poder político y militar. A lo largo de los siglos, esta tentación -asegurar la fe mediante el poder- se ha replanteado continuamente».
Este tipo de consideraciones, sobre la época posterior a Jesús y sobre la actualidad, confieren al libro una profundidad y un sabor que otros libros sobre Cristo, en general más preocupado por la discusión meticulosa de los eventos de su vida, no tienen. El autor concede a menudo la palabra a los Padres de la Iglesia y a los teólogos antiguos. Por ejemplo, por lo que a la palabra griega epiousios se refiere, cita a Orígenes, que dice que, en lengua griega, «este término no existe en otros textos y que fue creado por los evangelistas. Sobre la interpretación de la petición al Padre Nuestro: Y no nos dejes caer en la tentación, reclama la interpretación de San Cipriano y precisa: «Tenemos que poner en manos de Dios nuestros temores, nuestras esperanzas y nuestras decisiones, dado que el demonio no puede tentarnos si Dios no se lo permite».
En cuanto a la historia de Jesús, el libro está incompleto, pues considera sólo los acontecimientos que van desde el bautismo a la transfiguración. El resto será materia de un segundo volumen. En este primero, se abordan el bautismo, las tentaciones, los discursos, los discípulos, las grandes imágenes de San Juan, la profesión de fe de Pedro y la transfiguración, con una conclusión sobre las afirmaciones de Jesús sobre sí mismo.
El autor parte a menudo de un texto o de un acontecimiento de la vida de Cristo para interrogarse sobre su significado para las generaciones futuras y para la nuestra. De este modo, el libro se torna una meditación sobre la figura histórica de Jesús y sobre las consecuencias de su advenimiento para el tiempo presente. Muestra Ratzinger que, sin la realidad de Jesús, «el cristianismo se torna en una simple doctrina, un simple moralismo y una cuestión del intelecto, pero le faltan la carne y la sangre».
En el texto se percibe el interés por anclar la fe cristiana en sus raíces hebreas. El Mesías, dirá Moisés, «es el profeta semejante a mí que Dios suscitará, escuchadle» (Deuteronomio, 18,15). Moisés había encontrado al Señor e Israel podía esperar un nuevo Guía, que encontrará a Dios como un amigo encuentra a su amigo, pero al que no se le dirá, como al profeta: «Tú no podrás ver mi rostro». (Éxodo, 33,20), sino «que vea realmente y directamente el rostro de Dios y, así, pueda hablar a partir de la visión».
Es lo que dice el prólogo del Evangelio de Juan: «A Dios nadie lo ha visto jamás: sólo el Hijo unigénito que está en el seno del Padre; Él lo ha revelado. Éste es el punto a partir del cual es posible comprender la figura de Jesús», afirma el Papa. Y en este recíproco intercambio de conocimientos históricos y de conocimientos de fe, donde cada una de estas aproximaciones mantiene la propia dignidad y la propia libertad, sin mezcla ni confusión, es donde se reconoce el método propio del autor, del que hablaremos más adelante.
¿Cuáles son las fuentes que usa Ratzinger? El autor no usa directamente las fuentes. como suele suceder a menudo en diversas obras del mismo género. Quizás nos hable de ellas al inicio del segundo volumen, antes de afrontar los Evangelios de la infancia de Jesús, pero se ve con claridad que sigue de cerca el texto del cuarto Evangelio y los escritos canónicos del Nuevo Testamento.
Propone también una larga discusión sobre el valor histórico del Evangelio de Juan, rechazando la interpretación de Rudolf Bultmann, aceptando en parte la de Martin Hengel y criticando la de algunos autores católicos, para después exponer su propia síntesis (cercana a las tesis de Hengel, si bien con un equilibrio y un orden diferentes). La conclusión es que el cuarto Evangelio «no proporciona simplemente una especie de trascripción mecanográfica de las palabras y de las actividades de Jesús, sino que, en virtud de la comprensión nacida del recuerdo, nos acompaña, más allá del aspecto externo, hasta la profundidad de las palabras y de los acontecimientos, a esa profundidad que viene de Dios y que conduce hacia Él».
Pienso que no todos se reconocerán en la descripción que el autor hace del cuarto Evangelio cuando dice: «El estado actual de la investigación nos permite ver perfectamente en Juan al hijo del Zebedeo, al testigo que responde con la solemnidad de su propio testimonio ocular, identificándose también como el auténtico autor del texto», pero seguramente será un tema a discutir con el segundo volumen del libro.
Todo esto nos remite al método de la obra. Ratzinger se opone firmemente a lo que, recientemente, se denominó -especialmente en las obras del mundo anglosajón americano- «el imperialismo del método histórico-crítico». Reconoce que tal método es importante, pero que, sin embargo, corre el riesgo de quebrar el texto, seccionándolo y haciendo casi incomprensibles los hechos a los que se refiere. En realidad, el autor se propone leer los diversos textos remitiéndolos al conjunto de la Escritura. De esta forma, se descubre que «existe una dirección común: el Viejo y el Nuevo Testamento no pueden disociarse. Es cierto que la hermenéutica cristológica, que ve en Jesucristo la clave del conjunto, y, partiendo de él, comprende la Biblia como una unidad, presupone un acto de fe y no puede derivarse del puro método histórico. Pero este acto de fe es intrínsecamente portador de razón, de una razón histórica que permite ver la unidad interna de la Escritura y, a través de ella, adquirir una comprensión nueva de las diferentes fases de su recorrido sin desposeerlas de su originalidad».
Hago esta larga cita para mostrar que, en el pensamiento del autor, razón y fe están «recíprocamente entrelazadas», cada una con sus derechos y con su propio estatuto, sin confusiones ni malas intenciones. El autor rechaza la contraposición entre fe e Historia, convencido de que el Jesús de los Evangelios es una figura histórica y que la fe de la Iglesia no puede dejar de lado esta base histórica cierta.
Eso significa, en la práctica, que el autor confía en los Evangelios, aun integrando todo lo que la exégesis moderna nos dice. De todo eso sale un Jesús real, un Jesús histórico en el sentido propio del término. Su figura es «mucho más lógica e históricamente comprensible que las reconstrucciones con las que nos hemos tenido que confrontar en las últimas décadas».
Ratzinger está convencido de que «sólo si algo extraordinario se ha verificado, si la figura y las palabras de Jesús superaron radicalmente todas las esperanzas y todas las expectativas de la época, sólo así se explica su crucifixión y su eficacia». Y eso, al final, conduce a sus discípulos a reconocerle el nombre que el profeta Isaías y toda la tradición bíblica habían reservado sólo a Dios.
Aplicando este método a la lectura de las palabras y discursos de Jesús, el autor confiesa estar persuadido de que «el tema más profundo de la predicación de Cristo era su propio misterio, el misterio del Hijo, en el que Dios está presente y en el que él cumple su palabra». Algo especialmente cierto en el Sermón de la Montaña -al que se le dedican dos capítulos-, y en las parábolas y las otras grandes palabras de Jesús. Como dice el autor, afrontando la cuestión joánica, es decir, la del valor histórico del Evangelio de Juan y, sobre todo, de las palabras que él hace decir a Jesús, palabras tan diversas de las de los Evangelios sinópticos, el misterio de la unión de Jesús con el Padre está siempre presente y determina todo lo demás, aun permaneciendo escondido bajo su humanidad. En conclusión, necesitamos «leer la Biblia -y especialmente los Evangelios-, como una unidad, como una totalidad -algo que viene exigido por la naturaleza misma de la palabra escrita de Dios- que, en todos sus estratos históricos, es la expresión de un mensaje intrínsecamente coherente».
¿Qué valoración global podemos hacer de la obra, más allá del número de ejemplares vendidos en todo el mundo, que, a fin de cuentas, no es un signo especialmente significativo del auténtico valor? Ratzinger confiesa que este libro «es el resultado de un largo camino interior»; a pesar de que comenzó a trabajar en él durante el verano de 2003, el libro es el fruto maduro de la meditación y del estudio que han ocupado su vida entera. Y ha extraído la consecuencia de que «Jesús no es un mito; es un hombre de carne y hueso, una presencia totalmente real en la Historia, y nosotros podemos seguir el camino qué El tomó. Podemos escuchar sus palabras gracias a los testimonios. Ha muerto y ha resucitado».
Estamos ante un ardiente testimonio sobre Jesús de Nazaret y sobre su significado para la Historia de la Humanidad y para la comprensión de la auténtica figura de Dios. A mi juicio, el libro es bellísimo, se lee con cierta facilidad y nos hace entender mejor tanto a Jesús, el Hijo de Dios, como la gran fe del autor, que no se limita al dato intelectual, sino que nos indica la vía del amor de Dios y del prójimo. Por ejemplo, al explicar la parábola del Buen Samaritano, cuando dice: «Todos necesitamos el amor salvífico que Dios nos da con el fin de que podamos ser, también nosotros, capaces de amar, y de que necesitemos a Dios, que se hace nuestro prójimo, para llegar a ser el prójimo de todos los demás».
Caminando hacia el final de mi vida, yo también había sopesado escribir un libro sobre Jesús como conclusión de los estudios y trabajos que he realizado sobre el Nuevo Testamento. Ahora, me parece que esta obra de Joseph Ratzinger se corresponde con mis deseos y mis expectativas. Por eso, estoy muy contento de que lo haya terminado. Sólo me queda desear que mucha gente sienta la misma alegría que yo al leerlo.
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