Pena de muerte, versión vasca/Ian Gibson, escritor
Publicado en EL PERIÓDICO, 06/05/08;
La abolición de la pena de muerte en la Unión Europea ha supuesto un gigantesco paso adelante de la humanidad, tal vez solo comparable en grandeza con la abolición de la esclavitud. Sospecho que nos olvidamos de ello con demasiada frecuencia y que no nos congratulamos lo suficientemente de tan magnífica gesta. No oigo al Papa hablar de ella, por cierto, ni a sus obispos, siempre tan ambiguos en sus referencias a la pena capital pero tan seguros de sí mismos a la hora de anatemizar a abortistas, homosexuales y demás indeseables.
El apego a la brutalidad justiciera del Estado no cede fácilmente, desde luego. Recuerdo los interminables debates sobre el tema en Gran Bretaña de la década de los 50, y ahí es- tán los muchos estados de EEUU que siguen hoy con el mismo brutal sistema. Los conservadores británicos de entonces machacaban sin descanso con el pretendido valor disuasorio de la máxima pena, para ellos su principal justificación, y razonaban que, si se abolía, habría un incremento notable de crímenes violentos. Sus oponentes no daban el brazo a torcer y utilizaban un argumento moral que a mí siempre me ha parecido impecable.
O SEA, que la pena de muerte (y todo castigo físico) sería inadmisible incluso si se pudiera demostrar su fuerza disuasoria. Y ello por obscena, por repugnante y por absolutamente reñida con la caridad, también con los encargados de ejecutar la pena y la sociedad misma, forzada, de algún modo, a contemplar el horror cometido en su nombre.
Ser ciudadano de una Europa que ha hecho posible tal prohibición, dando con ello un ejemplo de dignidad al resto del mundo –en primer lugar a Estados Unidos– a mí me produce un inmenso orgullo. Y ser ciudadano de una España donde nadie, cuando ocurrió la bestialidad de Atocha, expresó añoranza, al menos públicamente, del viejo sistema bíblico de la ley de talión, del ojo por ojo y del diente por diente.
Por todo ello me están obsesionando y deprimiendo especialmente estos días los vascos (y las vascas) del entorno etarra, los únicos que en Europa siguen abogando por –e imponiendo– la pena de muerte, aunque solo unos pocos aprieten el gatillo. Lo terrible es que lo hacen en nombre de una patria que dicen amar, como si tal pretensión fuera compatible con destrozar vidas inocentes y arruinar familias. Los asesinos de ETA saben –no fue el caso con Franco– que el Estado español, si logra detenerlos, no los va a matar, sean cuales sean las barbaridades cometidas. La cobardía, así, es mayor. Viendo las imágenes televisivas de los políticos de ANV en Mondragón, tomando nota de su torva mirada amenazadora, tengo que reconocer que me cuesta trabajo practicar la caridad a la cual me acabo de referir y en la cual creo. Hace 16 años me tocó pasar varios días en dicha localidad con un equipo de la BBC que preparaba una serie documental sobre la nueva España democrática. No olvidaré nunca la experiencia. Fuimos por tierras vascas con el propósito de entender y contar las raíces del problema separatista, y lo que vimos y oímos en Mondragón, donde el terror casi adquiría solidez física, nos convenció de que la evolución del fanatismo aberzale hacia un nacionalismo razonable y no violento iba a ser trabajo de muchos años, tal vez décadas.
Porque de fanatismo se trataba, sin lugar a dudas. No nos equivocábamos. La cerrazón de aquellas mentes solo era equiparable a la de los protestantes que yo había conocido –¡y tanto!– en Irlanda del Norte. La determinación tajante de no ceder nunca un milímetro, la convicción inquebrantable de poseer toda la razón y de tener el deber sagrado de luchar por ella hasta el final, y –aunque no todos estuviesen dispuestos a admitirlo– la complicidad tácita, al no condenar la violencia, con el trabajo sucio de los asesinos… Era lo mismo. El pistolero en potencia de Mondragón era el pistolero en potencia de Belfast. La misma jerga. Los mismos ademanes. No me puede sorprender que una de las personas que ha destacado como mediador, y apóstol del diálogo, en Euskadi, sea un cura irlandés familiarizado con el odio en su propio país.
Y QUÉ bochorno ahora las abstenciones de Ezker Batua-IU en las mociones de censura éticas de Mondragón y Hernani, y ello en contra de su propia dirección federal, que había exigido su apoyo. Ante tal empecinamiento, la reacción de Gaspar Llamazares ha sido modélica y contundente: tales concejales tienen “la sensibilidad de una almeja”. Es difícil no estar de acuerdo. En cambio, la abstención de la diputada del PP en Mondra- gón, que dijo considerar el texto de la moción demasiado suave, recibió en seguida el apoyo de su partido, con Rajoy a la cabeza, pese a que en Hernani respaldaron la misma formulación. Se comprende que la vicepresidenta del Gobierno haya calificado de “indigno” tal proceder. En un asunto de vida y muerte no puede haber discrepancias entre los demócratas a la hora de votar una moción contra los que se niegan a condenar la violencia. ¡Un respeto por la sangre reciente de Isaías Carrasco!
El apego a la brutalidad justiciera del Estado no cede fácilmente, desde luego. Recuerdo los interminables debates sobre el tema en Gran Bretaña de la década de los 50, y ahí es- tán los muchos estados de EEUU que siguen hoy con el mismo brutal sistema. Los conservadores británicos de entonces machacaban sin descanso con el pretendido valor disuasorio de la máxima pena, para ellos su principal justificación, y razonaban que, si se abolía, habría un incremento notable de crímenes violentos. Sus oponentes no daban el brazo a torcer y utilizaban un argumento moral que a mí siempre me ha parecido impecable.
O SEA, que la pena de muerte (y todo castigo físico) sería inadmisible incluso si se pudiera demostrar su fuerza disuasoria. Y ello por obscena, por repugnante y por absolutamente reñida con la caridad, también con los encargados de ejecutar la pena y la sociedad misma, forzada, de algún modo, a contemplar el horror cometido en su nombre.
Ser ciudadano de una Europa que ha hecho posible tal prohibición, dando con ello un ejemplo de dignidad al resto del mundo –en primer lugar a Estados Unidos– a mí me produce un inmenso orgullo. Y ser ciudadano de una España donde nadie, cuando ocurrió la bestialidad de Atocha, expresó añoranza, al menos públicamente, del viejo sistema bíblico de la ley de talión, del ojo por ojo y del diente por diente.
Por todo ello me están obsesionando y deprimiendo especialmente estos días los vascos (y las vascas) del entorno etarra, los únicos que en Europa siguen abogando por –e imponiendo– la pena de muerte, aunque solo unos pocos aprieten el gatillo. Lo terrible es que lo hacen en nombre de una patria que dicen amar, como si tal pretensión fuera compatible con destrozar vidas inocentes y arruinar familias. Los asesinos de ETA saben –no fue el caso con Franco– que el Estado español, si logra detenerlos, no los va a matar, sean cuales sean las barbaridades cometidas. La cobardía, así, es mayor. Viendo las imágenes televisivas de los políticos de ANV en Mondragón, tomando nota de su torva mirada amenazadora, tengo que reconocer que me cuesta trabajo practicar la caridad a la cual me acabo de referir y en la cual creo. Hace 16 años me tocó pasar varios días en dicha localidad con un equipo de la BBC que preparaba una serie documental sobre la nueva España democrática. No olvidaré nunca la experiencia. Fuimos por tierras vascas con el propósito de entender y contar las raíces del problema separatista, y lo que vimos y oímos en Mondragón, donde el terror casi adquiría solidez física, nos convenció de que la evolución del fanatismo aberzale hacia un nacionalismo razonable y no violento iba a ser trabajo de muchos años, tal vez décadas.
Porque de fanatismo se trataba, sin lugar a dudas. No nos equivocábamos. La cerrazón de aquellas mentes solo era equiparable a la de los protestantes que yo había conocido –¡y tanto!– en Irlanda del Norte. La determinación tajante de no ceder nunca un milímetro, la convicción inquebrantable de poseer toda la razón y de tener el deber sagrado de luchar por ella hasta el final, y –aunque no todos estuviesen dispuestos a admitirlo– la complicidad tácita, al no condenar la violencia, con el trabajo sucio de los asesinos… Era lo mismo. El pistolero en potencia de Mondragón era el pistolero en potencia de Belfast. La misma jerga. Los mismos ademanes. No me puede sorprender que una de las personas que ha destacado como mediador, y apóstol del diálogo, en Euskadi, sea un cura irlandés familiarizado con el odio en su propio país.
Y QUÉ bochorno ahora las abstenciones de Ezker Batua-IU en las mociones de censura éticas de Mondragón y Hernani, y ello en contra de su propia dirección federal, que había exigido su apoyo. Ante tal empecinamiento, la reacción de Gaspar Llamazares ha sido modélica y contundente: tales concejales tienen “la sensibilidad de una almeja”. Es difícil no estar de acuerdo. En cambio, la abstención de la diputada del PP en Mondra- gón, que dijo considerar el texto de la moción demasiado suave, recibió en seguida el apoyo de su partido, con Rajoy a la cabeza, pese a que en Hernani respaldaron la misma formulación. Se comprende que la vicepresidenta del Gobierno haya calificado de “indigno” tal proceder. En un asunto de vida y muerte no puede haber discrepancias entre los demócratas a la hora de votar una moción contra los que se niegan a condenar la violencia. ¡Un respeto por la sangre reciente de Isaías Carrasco!
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Matar en frío/Pablo Salvador Coderch, catedrático de Derecho Civil de la Universitat Pompeu Fabra
Publicado en EL PAÍS, 10/01/07;
Hasta quienes fatigaron la infamia, medio escribió Borges, tienen derecho a subir las escaleras del cadalso sin ser escupidos por sus verdugos. Sadam Husein (1937-2006) no merecía morir colgado por el cuello, con la inoportuna dignidad de los valientes vituperados por sus matadores, por más que su historial empezara en 1959 cuando atentó contra su Jefe de Estado, el brigadier general Abdul Karim Kassem, otro asesino, quien también acabaría ejecutado en 1963, tras una premonitoria farsa de juicio. La historia de Irak, antiguo mandato británico de Mesopotamia, es la del encadenamiento de tres pueblos por una sucesión sistemática de gángsteres mayormente caracterizados por la propensión suicida a hacerse con el poder exterminando a sus predecesores y a sus familias. En mueca sarcástica de esa brutalidad realzada por la ordinariez del vídeo casero, la ejecución filmada del asesino Sadam refleja los degüellos televisados de sus enemigos.
Debo mi náusea atávica por la pena de muerte a la intuición tenaz de dos mujeres, mi madre y la suya, quienes me martillearon durante décadas que un hombre no mata en frío, mucho menos un Estado. El horror femenino por la suerte fatal de hombres caídos y ya indefensos o, sobre todo, por la de mujeres mal vividas y peor muertas, como las María Estuardo -católica, pero ninguna santa-, María Antonieta -vean la película de Sofia Coppola- Alejandra Fiodorovna -la zarina extranjera que detestaba a su pueblo (Orlando Figes, La revolución rusa 1891-1924: la tragedia de un pueblo, Edhasa, 2000)-, Claretta Petacci -asesinada por bestias que la mataron por ser la puta del Duce-, o Elena Ceaucescu -Lady Macbeth de Bucarest- de este mundo reafirmaba una convicción primaria, según la cual la gente tiene derecho a una muerte natural, si es que existe algo así, pensaba yo. Aunque retóricos, estos ejemplos bárbaros siguen haciendo mella en los duros de corazón, desde los realistas gélidos de la derecha más clásica hasta los progresistas de comisario político, pues a día de hoy, no he acertado a dar con alguien a quien no incomode la narración detenida de alguno de los casos que acabo de mencionar y, cuando no ocurre así, lo consigue al instante la de todos ellos, arrastrados los unos por los otros: el contradictor acaba siempre desviando la mirada y balbuceando abstracciones de ucronía banal.
De la visión insufrible de quienes se hacen con el poder ajusticiando mujeres es llano pasar a la idea de que tampoco hay que colgar a los hombres, pues, al fin y al cabo, el principio básico es el mismo: si jamás se golpea a una mujer, tampoco a un hombre hundido. El Estado, si es tal, no debe matar, aunque sólo sea porque no lo necesita.
Claro que esta tesis falla por sus extremos, pues ni Estados muy débiles, ni bastantes muy fuertes rechazan matar. Así, por un lado, muchos miembros de Naciones Unidas son remedos de Estados, es decir, de la vieja idea de una comunidad dueña de un territorio y mayoritariamente concorde en su estrategia de perdurar en él. Por esto, cuando el Estado es el primer enemigo de su pueblo o está sumido en el caos, la muerte violenta de sus súbditos o, incluso, de sus regentes, satura nuestra sensibilidad y pasa desapercibida, a menos, claro, que afecte a personas o grupos en los que nos reconocemos porque participan de los rasgos de nuestra propia comunidad. Así, resulta explicable que la brutalidad argentina de hace una generación nos haya preocupado a los españoles más que la sarracina, bastante más reciente y mucho más cruenta, del conflicto civil de Argelia, un país más próximo al nuestro, pero sólo geográficamente.
En el otro extremo, están Estados poderosos e influyentes, cuyos dirigentes se pueden permitir la retención formal de la pena de muerte como una herramienta más para garantizar la continuidad de su proyecto comunitario. Fíjense bien: ni China, ni Rusia, ni Irán, ni Vietnam, ni los Estados Unidos de América, por ejemplo, hacen ascos a la pena capital, aunque, en este último país, ya son mayoría los Estados de la Unión que la han abolido o que llevan camino de hacerlo, pues no la ejecutan o han impuesto moratorias sobre su ejecución -como acaban de hacer California, Florida y Maryland-. Entonces, los Estados fuertes no prescinden, por el simple hecho de serlo, de la pena capital, sino que más bien parece que ocurre lo contrario, pues su despreocupación institucional por la cuestión podría ser un síntoma adicional de su fortaleza. Así, dicen los realistas, los Estados europeos occidentales habrían abolido la pena de muerte sólo cuando dejaron de ser fuertes, tras la II Guerra Mundial y la descolonización. Quizás.
Por último, tampoco es cierto que sólo los Estados autoritarios retengan la pena de muerte, mientras que los democráticos la hayan abolido, pues, primero, nadie negará que los Estados Unidos sean una democracia o que, para los casos de crímenes muy graves, mayorías estables de ciudadanos de muchos países democráticos sean partidarias de la pena capital o que, por último, en muchos estudios de nota se discuta con seriedad sobre su efecto disuasorio - "La pena de muerte salva vidas", dicen (un resumen reciente y crítico de esta tesis puede verse en John J. Donohue y Justin Wolfers, The Death Penality: No Evidence for Deterrence, The Berkeley Electronic Press, 2006)-.
Por eso, mi rechazo primordial de la pena de muerte es más simple e instintivo que un principio moral. Se basa en una tosca distinción entre quien, aún de mala manera, mata en caliente -en defensa propia o casi- y quienes lo hacen, en frío, una vez han derribado y maniatado a su adversario a quien finalmente han conseguido neutralizar. Entonces, ordenar su ejecución es miserable.
Debo mi náusea atávica por la pena de muerte a la intuición tenaz de dos mujeres, mi madre y la suya, quienes me martillearon durante décadas que un hombre no mata en frío, mucho menos un Estado. El horror femenino por la suerte fatal de hombres caídos y ya indefensos o, sobre todo, por la de mujeres mal vividas y peor muertas, como las María Estuardo -católica, pero ninguna santa-, María Antonieta -vean la película de Sofia Coppola- Alejandra Fiodorovna -la zarina extranjera que detestaba a su pueblo (Orlando Figes, La revolución rusa 1891-1924: la tragedia de un pueblo, Edhasa, 2000)-, Claretta Petacci -asesinada por bestias que la mataron por ser la puta del Duce-, o Elena Ceaucescu -Lady Macbeth de Bucarest- de este mundo reafirmaba una convicción primaria, según la cual la gente tiene derecho a una muerte natural, si es que existe algo así, pensaba yo. Aunque retóricos, estos ejemplos bárbaros siguen haciendo mella en los duros de corazón, desde los realistas gélidos de la derecha más clásica hasta los progresistas de comisario político, pues a día de hoy, no he acertado a dar con alguien a quien no incomode la narración detenida de alguno de los casos que acabo de mencionar y, cuando no ocurre así, lo consigue al instante la de todos ellos, arrastrados los unos por los otros: el contradictor acaba siempre desviando la mirada y balbuceando abstracciones de ucronía banal.
De la visión insufrible de quienes se hacen con el poder ajusticiando mujeres es llano pasar a la idea de que tampoco hay que colgar a los hombres, pues, al fin y al cabo, el principio básico es el mismo: si jamás se golpea a una mujer, tampoco a un hombre hundido. El Estado, si es tal, no debe matar, aunque sólo sea porque no lo necesita.
Claro que esta tesis falla por sus extremos, pues ni Estados muy débiles, ni bastantes muy fuertes rechazan matar. Así, por un lado, muchos miembros de Naciones Unidas son remedos de Estados, es decir, de la vieja idea de una comunidad dueña de un territorio y mayoritariamente concorde en su estrategia de perdurar en él. Por esto, cuando el Estado es el primer enemigo de su pueblo o está sumido en el caos, la muerte violenta de sus súbditos o, incluso, de sus regentes, satura nuestra sensibilidad y pasa desapercibida, a menos, claro, que afecte a personas o grupos en los que nos reconocemos porque participan de los rasgos de nuestra propia comunidad. Así, resulta explicable que la brutalidad argentina de hace una generación nos haya preocupado a los españoles más que la sarracina, bastante más reciente y mucho más cruenta, del conflicto civil de Argelia, un país más próximo al nuestro, pero sólo geográficamente.
En el otro extremo, están Estados poderosos e influyentes, cuyos dirigentes se pueden permitir la retención formal de la pena de muerte como una herramienta más para garantizar la continuidad de su proyecto comunitario. Fíjense bien: ni China, ni Rusia, ni Irán, ni Vietnam, ni los Estados Unidos de América, por ejemplo, hacen ascos a la pena capital, aunque, en este último país, ya son mayoría los Estados de la Unión que la han abolido o que llevan camino de hacerlo, pues no la ejecutan o han impuesto moratorias sobre su ejecución -como acaban de hacer California, Florida y Maryland-. Entonces, los Estados fuertes no prescinden, por el simple hecho de serlo, de la pena capital, sino que más bien parece que ocurre lo contrario, pues su despreocupación institucional por la cuestión podría ser un síntoma adicional de su fortaleza. Así, dicen los realistas, los Estados europeos occidentales habrían abolido la pena de muerte sólo cuando dejaron de ser fuertes, tras la II Guerra Mundial y la descolonización. Quizás.
Por último, tampoco es cierto que sólo los Estados autoritarios retengan la pena de muerte, mientras que los democráticos la hayan abolido, pues, primero, nadie negará que los Estados Unidos sean una democracia o que, para los casos de crímenes muy graves, mayorías estables de ciudadanos de muchos países democráticos sean partidarias de la pena capital o que, por último, en muchos estudios de nota se discuta con seriedad sobre su efecto disuasorio - "La pena de muerte salva vidas", dicen (un resumen reciente y crítico de esta tesis puede verse en John J. Donohue y Justin Wolfers, The Death Penality: No Evidence for Deterrence, The Berkeley Electronic Press, 2006)-.
Por eso, mi rechazo primordial de la pena de muerte es más simple e instintivo que un principio moral. Se basa en una tosca distinción entre quien, aún de mala manera, mata en caliente -en defensa propia o casi- y quienes lo hacen, en frío, una vez han derribado y maniatado a su adversario a quien finalmente han conseguido neutralizar. Entonces, ordenar su ejecución es miserable.
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