La hora equivocadaFRANCISCO CUAMEA
Publicado en El Universal, 10 de diciembre de 2008
CULIACÁN, Sin.— Tirado boca bajo dentro de una gasolinera, con graves lesiones, el fotógrafo de sociales Candelario Baldenegro Leyva, de 31 años, pedía auxilio a su esposa. “Juani, Juani”, alcanzaba a gemir. En el interior del auto, Juana de Jesús Ortiz García, de 27 años, seguía confundida. Segundos antes había escuchado a su esposo bromear con la despachadora que cargó el combustible, luego unos leves golpes metálicos sobre la carrocería del auto y enseguida el llamado de auxilio de quien sería la primera víctima inocente de la nombrada “narcoguerra”, que en Culiacán inició el 30 de abril. Era el lunes 5 de mayo (2008), cerca de las 9 de la noche.
Al cabo, Juani comprendió que los extraños sonidos eran de balas incrustándose en su auto. Corrió hacia Candelario, quien estaba detrás del vehículo y le tendía una mano, suplicante, “Ayúdame”. Comenzó a jalarlo, hasta que debió detenerse y abrazarlo al escuchar que una camioneta se estrellaba frente a la gasolinera, desatándose de nuevo la balacera.
El matrimonio había quedado en medio del ataque mortal contra el comandante de la Policía Ministerial del Estado, Miguel Ángel Santacruz Armendáriz, quien aceleró su camioneta al percibir las primeras ráfagas y se impactó en la estructura metálica de una tienda de autoservicio frente a la gasolinera, donde lo remataron.
Una de las cuando menos 100 balas de AK-47 disparadas para acabar con la vida del comandante hirió de muerte al fotógrafo. Su joven esposa volvió a jalarlo. “Juani, háblale a alguien, me duele mucho”, suplicaba Candelario. “Y ya fue cuando le miré la herida (a la altura del pecho)”, evoca ahora ella, quien durante aquellos minutos trágicos lo consoló, “Ay, no, te dieron, niño... nada más te hirieron; ahorita va a llegar la ambulancia”. Le hablaba, al tiempo que hacía por subirlo al auto para llevarlo a cualquier sitio donde pudieran salvarle la vida. “Lo empecé a tocar y ya empecé a ver cómo que se estaba hinchando; miraba cómo que se le estaba parando el cabello”. Le habló de Natalia, su hija, que dentro de tres días cumpliría 5 años, pero Candelario ya estaba muerto.
La muerte podría aguardar en el siguiente semáforoCon todo y el Operativo Conjunto Culiacán-Navolato-Guamúchil, el año que termina ha sido de récords para Sinaloa. Nunca hubo tantas víctimas inocentes muertas o heridas mientras esperaban el transporte o la luz verde del semáforo, o caminaban hacia su casa. Se batieron las marcas de robo de autos, conflictos carcelarios y asaltos bancarios (que han llegado a 99). Pero la cifra de mayor impacto social es la de asesinatos, pese a la intensa presencia de militares y agentes de las policías federal, estatal y municipal. Hasta el lunes anterior por la noche, de acuerdo con los archivos periodísticos del Grupo Editorial Noroeste, hubo mil 68 homicidios, cifra nunca vista en la historia de Sinaloa.
Asimismo, en los cuatro años de gobierno de Jesús Aguilar Padilla se acumulan3 mil 30 asesinatos con armas de fuego en su gran mayoría y cuyos responsables casi siempre quedaron impunes.
Tan sombrías estadísticas tienen enorme repercusión en la sociedad, sobre todo en Culiacán, capital del estado (que acapara los índices de criminalidad), aún más cuando han sido asesinadas al menos 21 personas inocentes, y otras 19 han resultado heridas. Hay miedo, incertidumbre, describe Tomás Guevara, investigador de la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Sinaloa, responsable del Programa de Investigación Representaciones Sociales de la Violencia en la entidad. “Hay una idea de temor, de preocupación, de miedo, de desconfianza, de incertidumbre, la gente no sabe qué va a pasar y un principio fundamental de la psicología es que el ser humano no puede vivir en la incertidumbre”.
Para él, es evidente cómo a partir del repunte de los homicidios dolosos desde el 30 de abril han ido modificándose las prácticas sociales, “la población se está recluyendo en sus casas, hay una especie de ostracismo social, como una medida precautoria”. Aparte, la gente comienza a poner en duda que la violencia sea exclusiva de los involucrados en el crimen organizado, una de las creencias que por años ha dominado en la conciencia colectiva. “No habría ningún problema si las víctimas fueran exclusivamente gente coludida en estos delitos, pero el problema es que, sí es cierto, hay víctimas inocentes, hay mujeres, hay niños, que no tienen nada qué ver con el asunto y que caen muertos o gravemente heridos, y eso sí preocupa a la gente, porque entonces se trastoca la tranquilidad de la población”, señala.
La consecuencia del miedo, según el especialista, es que se reduce la participación ciudadana, pues la gente no quiere correr riesgos, incluso, a nivel del círculo intelectual. “Yo conozco compañeros que han cambiado de objeto de estudio o que prefieren cerrar la boca porque el temor ha llegado a ese nivel; entonces, ¿si eso le pasa a un intelectual?”.
El periodista y sociólogo Martín Amaral, a su vez, advierte del temor de vivir en esta ciudad y suelta una sentencia lapidaria: Culiacán, Tijuana y Ciudad Juárez han dejado de ser tres de las principales ciudades que han vivido la narcobonanza y la narcoasimilación cultural; ahora están sumidas en un miedo que quizá no sea errado llamar “narcoterror”. “Sinaloa vive con el estigma de ser el epicentro, la cuna y la escuela del narco mexicano. Por ello, si en algún lugar se sabe-padece-beneficia-cohabita y muere con el fenómeno narco es en su capital, Culiacán”.
Amaral cree que Culiacán, como el resto de Sinaloa, tienen profundamente astillada su autoestima colectiva, y critica el encadilamiento de la riqueza fácil a cambio de perder la certeza de vivir. “Aquí se venden 70% de las camionetas Hummer del país. A cambio, alguna vez se aceptó la fragilidad de los vínculos humanos y el miedo y la incertidumbre como sistema de vida”. Del mismo modo, hay una “renuncia a la planificación de largo plazo porque quizá se desate una balacera en el próximo semáforo, y uno y su familia quedarán bajo fuego cruzado”.
Omertá tropicalEl 26 de junio Martín Amaral perdió a su hermano Iván, un agente de la Estatal Preventiva que patrullaba con cinco compañeros cuando al llegar a un semáforo de la colonia Villa Universidad, frente a la Ciudad Universitaria, fueron masacrados por sicarios que no han sido detenidos. En la escena del crimen, dos jóvenes resultaron heridas por balas perdidas cuando hacían alto en la luz roja, y su estado de salud es grave —el mismo día, un presunto roba-autos murió en un enfrentamiento con soldados: en el fuego cruzado dos niñas fueron lesionadas.
A casi seis meses de la muerte violenta de Iván, el periodista reflexiona sobre el otro Culiacán, el que no teme, sino que aún tolera el narcotráfico, y peor, lo imita, o negocia y convive con la delincuencia organizada; el que impunemente cierra calles para hacer fiestas. “Hay una palabra que acaso resuma nuestro inmovilismo complaciente: la omertá, una práctica muy difundida en los casos de la mafia siciliana, donde un testimonio o una de las personas incriminadas prefieren permanecer en silencio por miedo de represalias o por proteger a otros culpables. En Sinaloa hay una omertá tropical y colectiva. Y el telón de fondo es el déficit de ciudadanía y la miniaturización de los gobiernos formales”.
Tomás Guevara, de la Universidad Autónoma de Sinaloa, coincide en el sentido de que en la ciudad hay grupos sociales beneficiarios, de alguna manera, del narco, que aspiran a ese ideal o les emocionan los hechos violentos. “Creo que hay grupos que están a la expectativa; no quiero decir que les divierta esto, pero es una especie de deporte extremo, esas altas dosis de adrenalina; después de una balacera se puede ver gente recogiendo casquillos, sacando fotografías, como un souvenir de que ‘yo estuve en tal balacera’”.
Ejemplifica: días atrás una casa de su colonia fue baleada, tras lo cual escuchó a los niños del sector contando el suceso, pero “no lo estaban contando con miedo, yo vi hasta emoción y cuestiones de euforia y entusiasmo por esa situación; entonces, si nosotros ya estamos generando eso en los niños, creo que la situación ya es muy grave”.
“¿A quién le va a pedir uno?”
Alma Trinidad Herrera, contadora de profesión, siente la cercanía de la Navidad y llora la ausencia de Cristóbal, su hijo de 16 años que cayó en una masacre de nueve personas dentro de un taller mecánico, el 10 de julio. Con él murieron dos profesores de la UAS, padre e hijo, y seis personas más. El caso sigue sin esclarecerse. “Hoy (lunes) estaba recordándolo. Ya viene Navidad y son fechas que está uno con su familia; es la primera Navidad que voy a pasar sin él”, dice llorando.
Ella ha organizado marchas y participado en toda manifestación; en distintas ocasiones ha solicitado, sin éxito, audiencia con el gobernador. “Ya no hayamos ni qué hacer”, lamenta con desespero, “pedirle a Dios, a no sé quién, ya no más violencia. ¿A quién le va a pedir uno? Las autoridades no te quieren escuchar; entonces, ¿a quién?”.
Su vida ha cambiado desde aquel 10 de julio, sus nervios están lastimados. “Cada vez que escucho un helicóptero la piel se me eriza y digo, ´Dios mío, que no vaya a haber otra madre más de alguna víctima inocente´”, comenta. “Lo único que puedo hacer ahora es hablar y decirle a la autoridad que se compadezca de estas madres que hemos estado en esta guerra sin querer, esta guerra en la que ellos mismos nos han puesto. Porque ahora todos los que estamos aquí en Culiacán corremos el mismo peligro. Dicen ellos (las autoridades) que van a traer carros blindados, y a nosotros, ¿qué nos van a dar? ¿Chalecos antibalas? ¿O nos van a blindar a nosotros también? Porque yo tengo mucho miedo”.
Y medio año después...
Siete meses han transcurrido desde que Juana de Jesús Ortiz García, Juani, perdió a Candelario Baldenegro Leyva, y todavía acude a las sesiones de psicoterapia del programa de Atención a Víctimas del Delito, de la Procuraduría General de Justicia del Estado. Estudia la carrera técnica de Producción Publicitaria y ha decidido seguir el oficio de su esposo; ya comienza a tomar fotografías de cumpleaños y piñatas. Desde que visita la tumba de Candelario, en el panteón observa que cada vez hay más mujeres y huérfanos de la violencia, y ha llegado a darles consejos, con la autoridad de quien es la primera viuda de la llamada “narcoguerra”.
Publicado en El Universal, 10 de diciembre de 2008
CULIACÁN, Sin.— Tirado boca bajo dentro de una gasolinera, con graves lesiones, el fotógrafo de sociales Candelario Baldenegro Leyva, de 31 años, pedía auxilio a su esposa. “Juani, Juani”, alcanzaba a gemir. En el interior del auto, Juana de Jesús Ortiz García, de 27 años, seguía confundida. Segundos antes había escuchado a su esposo bromear con la despachadora que cargó el combustible, luego unos leves golpes metálicos sobre la carrocería del auto y enseguida el llamado de auxilio de quien sería la primera víctima inocente de la nombrada “narcoguerra”, que en Culiacán inició el 30 de abril. Era el lunes 5 de mayo (2008), cerca de las 9 de la noche.
Al cabo, Juani comprendió que los extraños sonidos eran de balas incrustándose en su auto. Corrió hacia Candelario, quien estaba detrás del vehículo y le tendía una mano, suplicante, “Ayúdame”. Comenzó a jalarlo, hasta que debió detenerse y abrazarlo al escuchar que una camioneta se estrellaba frente a la gasolinera, desatándose de nuevo la balacera.
El matrimonio había quedado en medio del ataque mortal contra el comandante de la Policía Ministerial del Estado, Miguel Ángel Santacruz Armendáriz, quien aceleró su camioneta al percibir las primeras ráfagas y se impactó en la estructura metálica de una tienda de autoservicio frente a la gasolinera, donde lo remataron.
Una de las cuando menos 100 balas de AK-47 disparadas para acabar con la vida del comandante hirió de muerte al fotógrafo. Su joven esposa volvió a jalarlo. “Juani, háblale a alguien, me duele mucho”, suplicaba Candelario. “Y ya fue cuando le miré la herida (a la altura del pecho)”, evoca ahora ella, quien durante aquellos minutos trágicos lo consoló, “Ay, no, te dieron, niño... nada más te hirieron; ahorita va a llegar la ambulancia”. Le hablaba, al tiempo que hacía por subirlo al auto para llevarlo a cualquier sitio donde pudieran salvarle la vida. “Lo empecé a tocar y ya empecé a ver cómo que se estaba hinchando; miraba cómo que se le estaba parando el cabello”. Le habló de Natalia, su hija, que dentro de tres días cumpliría 5 años, pero Candelario ya estaba muerto.
La muerte podría aguardar en el siguiente semáforoCon todo y el Operativo Conjunto Culiacán-Navolato-Guamúchil, el año que termina ha sido de récords para Sinaloa. Nunca hubo tantas víctimas inocentes muertas o heridas mientras esperaban el transporte o la luz verde del semáforo, o caminaban hacia su casa. Se batieron las marcas de robo de autos, conflictos carcelarios y asaltos bancarios (que han llegado a 99). Pero la cifra de mayor impacto social es la de asesinatos, pese a la intensa presencia de militares y agentes de las policías federal, estatal y municipal. Hasta el lunes anterior por la noche, de acuerdo con los archivos periodísticos del Grupo Editorial Noroeste, hubo mil 68 homicidios, cifra nunca vista en la historia de Sinaloa.
Asimismo, en los cuatro años de gobierno de Jesús Aguilar Padilla se acumulan3 mil 30 asesinatos con armas de fuego en su gran mayoría y cuyos responsables casi siempre quedaron impunes.
Tan sombrías estadísticas tienen enorme repercusión en la sociedad, sobre todo en Culiacán, capital del estado (que acapara los índices de criminalidad), aún más cuando han sido asesinadas al menos 21 personas inocentes, y otras 19 han resultado heridas. Hay miedo, incertidumbre, describe Tomás Guevara, investigador de la Facultad de Psicología de la Universidad Autónoma de Sinaloa, responsable del Programa de Investigación Representaciones Sociales de la Violencia en la entidad. “Hay una idea de temor, de preocupación, de miedo, de desconfianza, de incertidumbre, la gente no sabe qué va a pasar y un principio fundamental de la psicología es que el ser humano no puede vivir en la incertidumbre”.
Para él, es evidente cómo a partir del repunte de los homicidios dolosos desde el 30 de abril han ido modificándose las prácticas sociales, “la población se está recluyendo en sus casas, hay una especie de ostracismo social, como una medida precautoria”. Aparte, la gente comienza a poner en duda que la violencia sea exclusiva de los involucrados en el crimen organizado, una de las creencias que por años ha dominado en la conciencia colectiva. “No habría ningún problema si las víctimas fueran exclusivamente gente coludida en estos delitos, pero el problema es que, sí es cierto, hay víctimas inocentes, hay mujeres, hay niños, que no tienen nada qué ver con el asunto y que caen muertos o gravemente heridos, y eso sí preocupa a la gente, porque entonces se trastoca la tranquilidad de la población”, señala.
La consecuencia del miedo, según el especialista, es que se reduce la participación ciudadana, pues la gente no quiere correr riesgos, incluso, a nivel del círculo intelectual. “Yo conozco compañeros que han cambiado de objeto de estudio o que prefieren cerrar la boca porque el temor ha llegado a ese nivel; entonces, ¿si eso le pasa a un intelectual?”.
El periodista y sociólogo Martín Amaral, a su vez, advierte del temor de vivir en esta ciudad y suelta una sentencia lapidaria: Culiacán, Tijuana y Ciudad Juárez han dejado de ser tres de las principales ciudades que han vivido la narcobonanza y la narcoasimilación cultural; ahora están sumidas en un miedo que quizá no sea errado llamar “narcoterror”. “Sinaloa vive con el estigma de ser el epicentro, la cuna y la escuela del narco mexicano. Por ello, si en algún lugar se sabe-padece-beneficia-cohabita y muere con el fenómeno narco es en su capital, Culiacán”.
Amaral cree que Culiacán, como el resto de Sinaloa, tienen profundamente astillada su autoestima colectiva, y critica el encadilamiento de la riqueza fácil a cambio de perder la certeza de vivir. “Aquí se venden 70% de las camionetas Hummer del país. A cambio, alguna vez se aceptó la fragilidad de los vínculos humanos y el miedo y la incertidumbre como sistema de vida”. Del mismo modo, hay una “renuncia a la planificación de largo plazo porque quizá se desate una balacera en el próximo semáforo, y uno y su familia quedarán bajo fuego cruzado”.
Omertá tropicalEl 26 de junio Martín Amaral perdió a su hermano Iván, un agente de la Estatal Preventiva que patrullaba con cinco compañeros cuando al llegar a un semáforo de la colonia Villa Universidad, frente a la Ciudad Universitaria, fueron masacrados por sicarios que no han sido detenidos. En la escena del crimen, dos jóvenes resultaron heridas por balas perdidas cuando hacían alto en la luz roja, y su estado de salud es grave —el mismo día, un presunto roba-autos murió en un enfrentamiento con soldados: en el fuego cruzado dos niñas fueron lesionadas.
A casi seis meses de la muerte violenta de Iván, el periodista reflexiona sobre el otro Culiacán, el que no teme, sino que aún tolera el narcotráfico, y peor, lo imita, o negocia y convive con la delincuencia organizada; el que impunemente cierra calles para hacer fiestas. “Hay una palabra que acaso resuma nuestro inmovilismo complaciente: la omertá, una práctica muy difundida en los casos de la mafia siciliana, donde un testimonio o una de las personas incriminadas prefieren permanecer en silencio por miedo de represalias o por proteger a otros culpables. En Sinaloa hay una omertá tropical y colectiva. Y el telón de fondo es el déficit de ciudadanía y la miniaturización de los gobiernos formales”.
Tomás Guevara, de la Universidad Autónoma de Sinaloa, coincide en el sentido de que en la ciudad hay grupos sociales beneficiarios, de alguna manera, del narco, que aspiran a ese ideal o les emocionan los hechos violentos. “Creo que hay grupos que están a la expectativa; no quiero decir que les divierta esto, pero es una especie de deporte extremo, esas altas dosis de adrenalina; después de una balacera se puede ver gente recogiendo casquillos, sacando fotografías, como un souvenir de que ‘yo estuve en tal balacera’”.
Ejemplifica: días atrás una casa de su colonia fue baleada, tras lo cual escuchó a los niños del sector contando el suceso, pero “no lo estaban contando con miedo, yo vi hasta emoción y cuestiones de euforia y entusiasmo por esa situación; entonces, si nosotros ya estamos generando eso en los niños, creo que la situación ya es muy grave”.
“¿A quién le va a pedir uno?”
Alma Trinidad Herrera, contadora de profesión, siente la cercanía de la Navidad y llora la ausencia de Cristóbal, su hijo de 16 años que cayó en una masacre de nueve personas dentro de un taller mecánico, el 10 de julio. Con él murieron dos profesores de la UAS, padre e hijo, y seis personas más. El caso sigue sin esclarecerse. “Hoy (lunes) estaba recordándolo. Ya viene Navidad y son fechas que está uno con su familia; es la primera Navidad que voy a pasar sin él”, dice llorando.
Ella ha organizado marchas y participado en toda manifestación; en distintas ocasiones ha solicitado, sin éxito, audiencia con el gobernador. “Ya no hayamos ni qué hacer”, lamenta con desespero, “pedirle a Dios, a no sé quién, ya no más violencia. ¿A quién le va a pedir uno? Las autoridades no te quieren escuchar; entonces, ¿a quién?”.
Su vida ha cambiado desde aquel 10 de julio, sus nervios están lastimados. “Cada vez que escucho un helicóptero la piel se me eriza y digo, ´Dios mío, que no vaya a haber otra madre más de alguna víctima inocente´”, comenta. “Lo único que puedo hacer ahora es hablar y decirle a la autoridad que se compadezca de estas madres que hemos estado en esta guerra sin querer, esta guerra en la que ellos mismos nos han puesto. Porque ahora todos los que estamos aquí en Culiacán corremos el mismo peligro. Dicen ellos (las autoridades) que van a traer carros blindados, y a nosotros, ¿qué nos van a dar? ¿Chalecos antibalas? ¿O nos van a blindar a nosotros también? Porque yo tengo mucho miedo”.
Y medio año después...
Siete meses han transcurrido desde que Juana de Jesús Ortiz García, Juani, perdió a Candelario Baldenegro Leyva, y todavía acude a las sesiones de psicoterapia del programa de Atención a Víctimas del Delito, de la Procuraduría General de Justicia del Estado. Estudia la carrera técnica de Producción Publicitaria y ha decidido seguir el oficio de su esposo; ya comienza a tomar fotografías de cumpleaños y piñatas. Desde que visita la tumba de Candelario, en el panteón observa que cada vez hay más mujeres y huérfanos de la violencia, y ha llegado a darles consejos, con la autoridad de quien es la primera viuda de la llamada “narcoguerra”.
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