La justicia de todos/Antonio Hernández-Gil, Decano del Colegio de Abogados de Madrid
Publicado en ABC, 22/02/09;
En la República de Platón, las ideas no están sólo en nuestra mente; forman parte del mundo de sombras que vislumbramos desde el fondo de la caverna: la belleza, la bondad, el círculo. Pocas ideas platónicas tienen los contornos difusos de la justicia y salen con su frecuencia de la boca de todos. Lo demostraría la estadística de las conversaciones sorprendidas en mitad de la calle: ¿cuánto hablamos de la virtud o del pentágono? Sin embargo, la justicia no ha merecido nunca tanto gasto como palabras gastadas. De otro modo, Don Quijote no habría tenido que liberar a aquellos hombres ensartados camino de galeras por el polvo de La Mancha, encontrando en cada uno razón suficiente para corregir a «la justicia» con valores más humanos: que lo que se puede hacer por bien no se haga por mal, el olvido para el reo de hoy que ya no es el mismo condenado de ayer. Cinco siglos después, seguimos galeotes presos de una justicia menor, sin nadie que escuche nuestras historias de ineficiencias, dilaciones o errores, por terribles que sean, con el poder de remediarlas. ¿Qué hacer hoy con esta justicia vilipendiada, que, por no tener, no tiene ni abogado que la defienda? Tal vez, por aproximarnos al «justo» medio, deberíamos recordar la independencia, la calidad y el esfuerzo, en conjunto, de nuestros jueces, el imposible ritmo de crecimiento de los litigios en los últimos años, o un proceso como el reciente del 11 M, resuelto ejemplarmente con unos abogados -en su mayoría de oficio- que han sabido servir a la justicia, en el buen sentido de la palabra.
La primera denuncia es la falta de medios. En tiempos de tan alta espiritualidad, eso significa dinero: más presupuesto para más y más pagados jueces, menor número de interinos de ocasión, nuevas tecnologías para esa «oficina judicial» que se nos presenta como solución a casi todos los problemas organizativos. Y es cierto; no porque estemos posados, como por casualidad, en un mal momento de la economía o porque tengamos gobernantes tan distraídos que no hayan reparado en las montañas de papel que desbordan las mesas de los juzgados, sino porque la prioridad de la justicia viene pospuesta de siglos, lastrada por una burocracia espesa, con la mala suerte de los problemas que sólo parecen tener solución a un plazo más largo que el de las próximas elecciones y porque un sistema judicial fuerte ha sido siempre un límite para quienes manejan los recursos públicos. Entiéndase en términos históricos. Ahora, ante otras bocas que alimentar, corremos el riesgo de que la justicia baje puestos en la escala de urgencias sociales: la inmigración, el desempleo, la inseguridad. Sin embargo, es en estos momentos cuando necesitamos más que nunca de ella, y de su ingrediente primario, la seguridad jurídica, para mantener cohesionada la sociedad y su esperanza en el progreso; para equidistribuir el infortunio y poder competir en una sociedad global.
Pero pensemos antes, por un momento, en soluciones cualitativas, empezando por la administración ordenada, en minúscula, de la Administración de Justicia. Resulta complicado extraer mayor rendimiento de recursos limitados allí donde los actores son, básicamente, funcionarios cualificados en otro tipo de competencias ligadas al conocimiento técnico en su especialidad: los jueces, igual que los abogados o los profesores universitarios no somos, en términos generales, gestores que hayamos accedido a nuestro estatuto profesional por la destreza en el manejo de recursos humanos, en la organización de equipos y en la programación de objetivos para el mejor aprovechamiento de los medios disponibles. Se podría decir algo parecido de muchos responsables políticos y, en el caso de la justicia, de los órganos de gobierno de los tribunales y del propio Consejo General del Poder Judicial donde, además, la «forma» de elección de sus vocales ha reducido arbitrariamente su procedencia y casi excluido a la abogacía, pieza básica del engranaje de la justicia. Pero el cambio no es imposible. Tenemos cerca ejemplos notables de modernización como el de la Administración Tributaria, seguramente más rentable en el corto plazo. Habrá que combinar la formación de nuestros funcionarios judiciales en tareas organizativas con la provisión de herramientas técnicas indispensables y -por encima de tentaciones corporativas- una mayor autocrítica y sensibilidad hacia la trascendencia social del ejercicio diario de sus funciones.
Además, la buena gestión no es fácil cuando dentro de las mismas cuatro paredes concurren competencias públicas diversas que rompen las relaciones jerárquicas entre funcionarios y generan improvisación y desorden: el Ministerio de Justicia sobre la dotación humana y material de los órganos judiciales en Comunidades sin competencias en justicia, y, siempre, sobre fiscales y Secretarios Judiciales; las Consejerías de Justicia de las Comunidades con competencias transferidas; el Consejo General del Poder Judicial, en materia de propuestas, nombramientos y responsabilidad disciplinaria; la Sala 3ª del Tribunal Supremo decidiendo recursos contra los actos del Consejo y definiendo lo jurisdiccional como espacio de poder exento de control. Añádase a la mezcla el difícil equilibrio, Administración por Administración, entre las competencias presupuestarias y las funcionales. Nadie tiene por sí solo la clave y no siempre las interacciones han sido las adecuadas para el buen orden del conjunto. Sin modificar un esquema orgánico con implicaciones constitucionales, los poderes públicos, los partidos y la sociedad tienen que reforzar la voluntad de entendimiento y la responsabilidad institucional para una armonización competencial de facto, ajena a prejuicios y alineamientos políticos predeterminados.
En fin, el empeño de todos los que operamos en el sistema de la justicia. La contraposición entre el Estado que monopoliza la acción de gobierno y la sociedad civil que la sufre se difumina mediante la idea motriz de la responsabilidad de todos; de una responsabilidad social aplicada a toda clase de corporaciones, funcionarios, profesionales, cada uno cuidando de mejorar su parcela y también algo de lo que queda fuera de ella. La responsabilidad como extensión voluntaria de la obligación. Hacer antes que pedir. En el Colegio de Abogados de Madrid acabamos de inaugurar un Centro de Responsabilidad Social de la Abogacía, que nace para impulsar y encauzar la acción de los abogados en favor de la sociedad, con el punto de mira en el derecho de defensa; y un Observatorio de la Justicia que, en conexión directa con los órganos judiciales, tratará de trasladar disfunciones y proponer soluciones en beneficio del justiciable. Pero de poco servirá la mejor disposición si otros operadores jurídicos no cuentan con quienes, parte necesaria del sistema, encarnamos el punto de vista del ciudadano; y si en esas y otras funciones sociales de nuestro Colegio, como la gestión del Turno de Oficio (750 designaciones diarias de abogados en Madrid) o los servicios de orientación jurídica (más de 160.000 asistencias al año), las administraciones públicas nos dan la espalda, le niegan a los abogados su remuneración o miran hacia otro lado buscando formas más complacientes o baratas de organizar la asistencia jurídica gratuita, despreciando nuestra capacidad para actuar de forma comprometida, libre e independiente.
En situaciones de crisis hay que poner en valor el esfuerzo combinado de los agentes sociales y su capacidad transformadora. Conocemos el riesgo de las grandes palabras; pero los abogados vivimos profesionalmente en el conflicto y en la lucha por su superación. Tenemos las habilidades para ayudar al diseño de leyes más justas y liderar el cambio político y social, como en la transición pusieron de manifiesto muy notables abogados o el espíritu cívico ante los compañeros de Atocha asesinados. Estoy seguro de que los abogados sabremos implicarnos más; dar ejemplo de cooperación, de denuncia y contradicción leal -también de autocrítica- para la resolución de los problemas de la justicia; y de que entre todos, acercaremos este valor, esencial para el Estado de derecho, al lugar que la Constitución y la sociedad demandan.
Publicado en ABC, 22/02/09;
En la República de Platón, las ideas no están sólo en nuestra mente; forman parte del mundo de sombras que vislumbramos desde el fondo de la caverna: la belleza, la bondad, el círculo. Pocas ideas platónicas tienen los contornos difusos de la justicia y salen con su frecuencia de la boca de todos. Lo demostraría la estadística de las conversaciones sorprendidas en mitad de la calle: ¿cuánto hablamos de la virtud o del pentágono? Sin embargo, la justicia no ha merecido nunca tanto gasto como palabras gastadas. De otro modo, Don Quijote no habría tenido que liberar a aquellos hombres ensartados camino de galeras por el polvo de La Mancha, encontrando en cada uno razón suficiente para corregir a «la justicia» con valores más humanos: que lo que se puede hacer por bien no se haga por mal, el olvido para el reo de hoy que ya no es el mismo condenado de ayer. Cinco siglos después, seguimos galeotes presos de una justicia menor, sin nadie que escuche nuestras historias de ineficiencias, dilaciones o errores, por terribles que sean, con el poder de remediarlas. ¿Qué hacer hoy con esta justicia vilipendiada, que, por no tener, no tiene ni abogado que la defienda? Tal vez, por aproximarnos al «justo» medio, deberíamos recordar la independencia, la calidad y el esfuerzo, en conjunto, de nuestros jueces, el imposible ritmo de crecimiento de los litigios en los últimos años, o un proceso como el reciente del 11 M, resuelto ejemplarmente con unos abogados -en su mayoría de oficio- que han sabido servir a la justicia, en el buen sentido de la palabra.
La primera denuncia es la falta de medios. En tiempos de tan alta espiritualidad, eso significa dinero: más presupuesto para más y más pagados jueces, menor número de interinos de ocasión, nuevas tecnologías para esa «oficina judicial» que se nos presenta como solución a casi todos los problemas organizativos. Y es cierto; no porque estemos posados, como por casualidad, en un mal momento de la economía o porque tengamos gobernantes tan distraídos que no hayan reparado en las montañas de papel que desbordan las mesas de los juzgados, sino porque la prioridad de la justicia viene pospuesta de siglos, lastrada por una burocracia espesa, con la mala suerte de los problemas que sólo parecen tener solución a un plazo más largo que el de las próximas elecciones y porque un sistema judicial fuerte ha sido siempre un límite para quienes manejan los recursos públicos. Entiéndase en términos históricos. Ahora, ante otras bocas que alimentar, corremos el riesgo de que la justicia baje puestos en la escala de urgencias sociales: la inmigración, el desempleo, la inseguridad. Sin embargo, es en estos momentos cuando necesitamos más que nunca de ella, y de su ingrediente primario, la seguridad jurídica, para mantener cohesionada la sociedad y su esperanza en el progreso; para equidistribuir el infortunio y poder competir en una sociedad global.
Pero pensemos antes, por un momento, en soluciones cualitativas, empezando por la administración ordenada, en minúscula, de la Administración de Justicia. Resulta complicado extraer mayor rendimiento de recursos limitados allí donde los actores son, básicamente, funcionarios cualificados en otro tipo de competencias ligadas al conocimiento técnico en su especialidad: los jueces, igual que los abogados o los profesores universitarios no somos, en términos generales, gestores que hayamos accedido a nuestro estatuto profesional por la destreza en el manejo de recursos humanos, en la organización de equipos y en la programación de objetivos para el mejor aprovechamiento de los medios disponibles. Se podría decir algo parecido de muchos responsables políticos y, en el caso de la justicia, de los órganos de gobierno de los tribunales y del propio Consejo General del Poder Judicial donde, además, la «forma» de elección de sus vocales ha reducido arbitrariamente su procedencia y casi excluido a la abogacía, pieza básica del engranaje de la justicia. Pero el cambio no es imposible. Tenemos cerca ejemplos notables de modernización como el de la Administración Tributaria, seguramente más rentable en el corto plazo. Habrá que combinar la formación de nuestros funcionarios judiciales en tareas organizativas con la provisión de herramientas técnicas indispensables y -por encima de tentaciones corporativas- una mayor autocrítica y sensibilidad hacia la trascendencia social del ejercicio diario de sus funciones.
Además, la buena gestión no es fácil cuando dentro de las mismas cuatro paredes concurren competencias públicas diversas que rompen las relaciones jerárquicas entre funcionarios y generan improvisación y desorden: el Ministerio de Justicia sobre la dotación humana y material de los órganos judiciales en Comunidades sin competencias en justicia, y, siempre, sobre fiscales y Secretarios Judiciales; las Consejerías de Justicia de las Comunidades con competencias transferidas; el Consejo General del Poder Judicial, en materia de propuestas, nombramientos y responsabilidad disciplinaria; la Sala 3ª del Tribunal Supremo decidiendo recursos contra los actos del Consejo y definiendo lo jurisdiccional como espacio de poder exento de control. Añádase a la mezcla el difícil equilibrio, Administración por Administración, entre las competencias presupuestarias y las funcionales. Nadie tiene por sí solo la clave y no siempre las interacciones han sido las adecuadas para el buen orden del conjunto. Sin modificar un esquema orgánico con implicaciones constitucionales, los poderes públicos, los partidos y la sociedad tienen que reforzar la voluntad de entendimiento y la responsabilidad institucional para una armonización competencial de facto, ajena a prejuicios y alineamientos políticos predeterminados.
En fin, el empeño de todos los que operamos en el sistema de la justicia. La contraposición entre el Estado que monopoliza la acción de gobierno y la sociedad civil que la sufre se difumina mediante la idea motriz de la responsabilidad de todos; de una responsabilidad social aplicada a toda clase de corporaciones, funcionarios, profesionales, cada uno cuidando de mejorar su parcela y también algo de lo que queda fuera de ella. La responsabilidad como extensión voluntaria de la obligación. Hacer antes que pedir. En el Colegio de Abogados de Madrid acabamos de inaugurar un Centro de Responsabilidad Social de la Abogacía, que nace para impulsar y encauzar la acción de los abogados en favor de la sociedad, con el punto de mira en el derecho de defensa; y un Observatorio de la Justicia que, en conexión directa con los órganos judiciales, tratará de trasladar disfunciones y proponer soluciones en beneficio del justiciable. Pero de poco servirá la mejor disposición si otros operadores jurídicos no cuentan con quienes, parte necesaria del sistema, encarnamos el punto de vista del ciudadano; y si en esas y otras funciones sociales de nuestro Colegio, como la gestión del Turno de Oficio (750 designaciones diarias de abogados en Madrid) o los servicios de orientación jurídica (más de 160.000 asistencias al año), las administraciones públicas nos dan la espalda, le niegan a los abogados su remuneración o miran hacia otro lado buscando formas más complacientes o baratas de organizar la asistencia jurídica gratuita, despreciando nuestra capacidad para actuar de forma comprometida, libre e independiente.
En situaciones de crisis hay que poner en valor el esfuerzo combinado de los agentes sociales y su capacidad transformadora. Conocemos el riesgo de las grandes palabras; pero los abogados vivimos profesionalmente en el conflicto y en la lucha por su superación. Tenemos las habilidades para ayudar al diseño de leyes más justas y liderar el cambio político y social, como en la transición pusieron de manifiesto muy notables abogados o el espíritu cívico ante los compañeros de Atocha asesinados. Estoy seguro de que los abogados sabremos implicarnos más; dar ejemplo de cooperación, de denuncia y contradicción leal -también de autocrítica- para la resolución de los problemas de la justicia; y de que entre todos, acercaremos este valor, esencial para el Estado de derecho, al lugar que la Constitución y la sociedad demandan.
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