Democracia imperfecta/Juan Antonio Rodríguez Tous, filósofo y escritor
Publicado en EL CORREO DIGITAL, 28/02/09;
Todas las democracias son imperfectas. Pero la imperfección admite grados, y dichos grados son, justamente, la medida de la calidad de cada sistema democrático. Aunque sabemos que la perfección no existe, también sabemos en qué consistiría la perfección, si existiese. Desde Platón a Rawls o Habermas, la teoría política se ha servido de horizontes ideales para intentar resolver problemas reales. Estas ficciones son como brújulas éticas. No garantizan el acierto, pero previenen muchos errores.
Como todas las democracias son imperfectas en diverso grado, no está de más preguntarse de vez en cuando qué es la democracia. Es decir, preguntarse si lo que hay se acerca o se aleja del modelo perfecto. Es lo que está ocurriendo hoy en España, aunque no lo parezca: que nos empezamos a preguntar qué es la democracia porque nuestro grado de imperfección es notoriamente alto. La crisis económica está sirviendo de catalizador de otra crisis, la política, la institucional.
El mal es antiguo, quizá demasiado antiguo: España es un país demasiado ‘popular’ (con perdón del PP), es decir, demasiado demótico. Esto tiene sus ventajas; la solidaridad espontánea, por ejemplo. Pero tiene grandísimas desventajas. Dicho en términos un poco técnicos: el personal siempre prefiere al que administra según el principio de necesidad (a cada cual se le da lo que necesita) que aquél que lo hace según el mérito (a cada cual se le da según su valía). Como la Administración es el brazo ejecutor de la política y la Administración española está llena de gente que manda, decide y gestiona sin conocimiento ni mérito, con frecuencia se atropellan derechos o se promulgan enormes chapuzas legales simplemente porque nadie con poder para hacerlo ha introducido racionalidad democrática en sus decisiones.
Como somos más visceralmente demóticos que racionalmente democráticos, mucho político medio en España no ha cuidado su currículo. No hay en nuestro país una École Nationale d’Administration, ni un Princeton, ni un Cambridge. Mucho político medio en España, si tuvo un trabajo (¡el mundo real!), lo dejó pronto; si estudió algo, no fue una lumbrera. Y tampoco, una vez metido a político, procura cultivarse: habla torpemente, por lo que piensa torpemente y decide torpemente. Desconfía instintivamente del experto o del intelectual, al que sólo da cancha cuando le conviene y le es afín. Mucho político medio en España valora, en cambio, cierta capacidad de mimetismo puntual con el votante medio, con su ‘Weltanschauung’. Lo que el votante medio no entiende, piensa ese político, no existe. Por eso se puede ser ministro en España siendo un grandísimo incompetente en lo suyo, pero no cazando en Andalucía sin la ‘cutripapela’ de la Junta. El votante medio se enfada con el ministro por dárselas de señorito, pero no se enfada con los 17 chichiribailas autonómicos responsables del absurdo cinegético-burocrático, el enésimo absurdo legal de la España autonómica.
Por esto mismo, por el demotismo de la sociedad española actual, es tan difícil que un político asuma sus responsabilidades políticas. En primer lugar, no está educado en el ‘fair play’ no escrito de las democracias avanzadas. Si puede y lo dejan, perpetra lo que haga falta, caiga quien caiga. Sólo teme al juez y al electorado, por este estricto orden. Al primero lo tiene embridado con una Fiscalía General ultrapartidista, un Consejo del Poder Judicial politizado y unos presupuestos tercermundistas. Al segundo lo seduce con palabras hueras y pequeñas gabelas. No es raro que se mese los cabellos cuando algún adversario le afea conductas contrarias a las reglas del juego democrático. No las conoce y, si las conoce, sabe que puede ignorarlas.
Pero, en segundo lugar, el político medio en España no cree en la democracia ‘de verdad’, es decir, en el ejercicio constante y ‘personal’ de la responsabilidad política. No se debe a sus votantes, sino a su partido. Vota lo que vota el partido, habla de lo que habla el partido. Aquella imagen de Tony Blair de pie en el Parlamento británico, increpado por sus propios compañeros, es inimaginable en España. El disidente es un apestado, un ser excrementicio del que todos se apartan. Es tanta la infección partitocrática de la democracia española que el votante medio ya no sabe a quién vota, aunque sí qué vota (este o aquel partido). La representación política (personal e intransferible) se difumina en la bruma partidaria. No es extraño que algún Parlamento autonómico haya propuesto el voto por e-mail o por teléfono de los diputados. Qué cómodo y qué búlgaro.
El ejercicio de la responsabilidad política es la auténtica esencia de la democracia. No es el voto popular, que puede entronizar en el poder a un tirano o a un memo. El ejercicio de la responsabilidad política consiste en atenerse a unos cuantos principios deontológicos: el primero, respetar la autonomía de las instituciones que garantizan la buena marcha del Estado. Es decir, no se puede amenazar ni la continuidad ni la solidez de dichas instituciones. El segundo, basar la toma de decisiones en criterios de racionalidad política teniendo siempre presente el horizonte ideal del que hablábamos. Este segundo principio, claro está, exige del político mucha más inteligencia que astucia, mucho más sentido del Estado que lealtad al partido.
En tercer lugar, el ejercicio de la responsabilidad política consiste en procurar siempre perfeccionar los mecanismos de participación en la cosa pública en sentido más cualitativo que cuantitativo. Es decir, es preciso asegurarse de que las mejores cabezas del país intervienen en el diseño general y particular de la política nacional. Es como si el político, en vez de preguntarse ‘¿cómo controlo esto?’, se preguntara ‘¿cómo mejoro esto?’. El último principio resume los anteriores: el político debe vivir la política, no ‘de la’ política. Dimitir con dignidad es imposible si el político no tiene otra ocupación que la actividad política. Tal vez la imperfección de la democracia española se reduzca a una simple cuestión alimenticia o laboral. ¿Tal vez?
Como todas las democracias son imperfectas en diverso grado, no está de más preguntarse de vez en cuando qué es la democracia. Es decir, preguntarse si lo que hay se acerca o se aleja del modelo perfecto. Es lo que está ocurriendo hoy en España, aunque no lo parezca: que nos empezamos a preguntar qué es la democracia porque nuestro grado de imperfección es notoriamente alto. La crisis económica está sirviendo de catalizador de otra crisis, la política, la institucional.
El mal es antiguo, quizá demasiado antiguo: España es un país demasiado ‘popular’ (con perdón del PP), es decir, demasiado demótico. Esto tiene sus ventajas; la solidaridad espontánea, por ejemplo. Pero tiene grandísimas desventajas. Dicho en términos un poco técnicos: el personal siempre prefiere al que administra según el principio de necesidad (a cada cual se le da lo que necesita) que aquél que lo hace según el mérito (a cada cual se le da según su valía). Como la Administración es el brazo ejecutor de la política y la Administración española está llena de gente que manda, decide y gestiona sin conocimiento ni mérito, con frecuencia se atropellan derechos o se promulgan enormes chapuzas legales simplemente porque nadie con poder para hacerlo ha introducido racionalidad democrática en sus decisiones.
Como somos más visceralmente demóticos que racionalmente democráticos, mucho político medio en España no ha cuidado su currículo. No hay en nuestro país una École Nationale d’Administration, ni un Princeton, ni un Cambridge. Mucho político medio en España, si tuvo un trabajo (¡el mundo real!), lo dejó pronto; si estudió algo, no fue una lumbrera. Y tampoco, una vez metido a político, procura cultivarse: habla torpemente, por lo que piensa torpemente y decide torpemente. Desconfía instintivamente del experto o del intelectual, al que sólo da cancha cuando le conviene y le es afín. Mucho político medio en España valora, en cambio, cierta capacidad de mimetismo puntual con el votante medio, con su ‘Weltanschauung’. Lo que el votante medio no entiende, piensa ese político, no existe. Por eso se puede ser ministro en España siendo un grandísimo incompetente en lo suyo, pero no cazando en Andalucía sin la ‘cutripapela’ de la Junta. El votante medio se enfada con el ministro por dárselas de señorito, pero no se enfada con los 17 chichiribailas autonómicos responsables del absurdo cinegético-burocrático, el enésimo absurdo legal de la España autonómica.
Por esto mismo, por el demotismo de la sociedad española actual, es tan difícil que un político asuma sus responsabilidades políticas. En primer lugar, no está educado en el ‘fair play’ no escrito de las democracias avanzadas. Si puede y lo dejan, perpetra lo que haga falta, caiga quien caiga. Sólo teme al juez y al electorado, por este estricto orden. Al primero lo tiene embridado con una Fiscalía General ultrapartidista, un Consejo del Poder Judicial politizado y unos presupuestos tercermundistas. Al segundo lo seduce con palabras hueras y pequeñas gabelas. No es raro que se mese los cabellos cuando algún adversario le afea conductas contrarias a las reglas del juego democrático. No las conoce y, si las conoce, sabe que puede ignorarlas.
Pero, en segundo lugar, el político medio en España no cree en la democracia ‘de verdad’, es decir, en el ejercicio constante y ‘personal’ de la responsabilidad política. No se debe a sus votantes, sino a su partido. Vota lo que vota el partido, habla de lo que habla el partido. Aquella imagen de Tony Blair de pie en el Parlamento británico, increpado por sus propios compañeros, es inimaginable en España. El disidente es un apestado, un ser excrementicio del que todos se apartan. Es tanta la infección partitocrática de la democracia española que el votante medio ya no sabe a quién vota, aunque sí qué vota (este o aquel partido). La representación política (personal e intransferible) se difumina en la bruma partidaria. No es extraño que algún Parlamento autonómico haya propuesto el voto por e-mail o por teléfono de los diputados. Qué cómodo y qué búlgaro.
El ejercicio de la responsabilidad política es la auténtica esencia de la democracia. No es el voto popular, que puede entronizar en el poder a un tirano o a un memo. El ejercicio de la responsabilidad política consiste en atenerse a unos cuantos principios deontológicos: el primero, respetar la autonomía de las instituciones que garantizan la buena marcha del Estado. Es decir, no se puede amenazar ni la continuidad ni la solidez de dichas instituciones. El segundo, basar la toma de decisiones en criterios de racionalidad política teniendo siempre presente el horizonte ideal del que hablábamos. Este segundo principio, claro está, exige del político mucha más inteligencia que astucia, mucho más sentido del Estado que lealtad al partido.
En tercer lugar, el ejercicio de la responsabilidad política consiste en procurar siempre perfeccionar los mecanismos de participación en la cosa pública en sentido más cualitativo que cuantitativo. Es decir, es preciso asegurarse de que las mejores cabezas del país intervienen en el diseño general y particular de la política nacional. Es como si el político, en vez de preguntarse ‘¿cómo controlo esto?’, se preguntara ‘¿cómo mejoro esto?’. El último principio resume los anteriores: el político debe vivir la política, no ‘de la’ política. Dimitir con dignidad es imposible si el político no tiene otra ocupación que la actividad política. Tal vez la imperfección de la democracia española se reduzca a una simple cuestión alimenticia o laboral. ¿Tal vez?
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