Columna Razones/Jorge Fernández Menéndez
Publicado en Excélsior, 12 de agosto de 2009;
La disputa
Es difícil representar mejor la división real entre proyectos diferentes, enfrentados entre sí, que se da hoy en América, que la realización de las cumbres simultáneas de la Unasur, realizada en Quito, y la de los Líderes de América del Norte, que fue en Guadalajara; son dos mundos, dos concepciones, dos formas de relacionarse con los demás y de ubicarse en la economía mundial que casi no tienen puntos de coincidencia.
La Unasur se ha convertido en el espacio privilegiado del chavismo: el mandatario venezolano Hugo Chávez, el ecuatoriano Rafael Correa, el nicaragüense Daniel Ortega y el boliviano Evo Morales, acompañados por el depuesto Manuel Zelaya (y por Raúl Castro, que aunque no tenga nada que ver con el sur del continente es cliente asiduo de esos encuentros), y cada vez más por la argentina Cristina Kirchner, conciben ese espacio como propio, uno de confrontación con “el imperio” (léase Estados Unidos) y sus aliados (léase México y Colombia, aunque también se suele incluir a Chile, Perú y Uruguay e incluso a Brasil, que sigue, sin duda, su respectivo camino en esa definición), utilizado en realidad para tratar de extender su influencia. Es un espacio basado en gobiernos autoritarios, unipersonales, con economías cada día más cerradas y estatizadas, alianzas estratégicas con grupos como las FARC y naciones como Irán, Rusia y China. Y algo más preocupante: sobre todo en el caso de Chávez, casi siempre dispuesto, por lo menos en el terreno discursivo, a lanzarse a una confrontación militar con quien considere su enemigo en turno. El proyecto estratégico de este grupo de naciones no es viable en el largo plazo y ha fracasado una y otra vez, tanto en América Latina como en el resto del mundo, pero la memoria de la región es tan corta como larga la lista de inequidades que alimentan la posibilidad de expansión del mismo.
México, guste o no, lenguaje o discurso aparte, se debe ver en América del Norte: nuestra ubicación geográfica, las diferencias evidentes con el sur del continente en muchos sentidos pero, sobre todo, por la economía y la movilidad social. Tanto económica como socialmente, México está integrado con el norte, en Estados Unidos viven millones de mexicanos y sus descendientes y su presencia es cada día más importante en Canadá. Nuestro comercio se realiza en más de 80% con esos países y, entre los tres, se crea una de las zonas económicas más poderosas del mundo.
Mientras en la Unasur se habla de regresar al mundo de la primera mitad del siglo XX, México, Estados Unidos y Canadá tienen todo para mirar hacia el futuro. Pero, paradójicamente, mientras esas naciones inscritas en el chavismo buscan y logran acuerdos aunque éstos sean en la práctica inaplicables y reflejo de un regreso al populismo y el autoritarismo que cubrió con un manto de oscuridad casi todo el siglo pasado a la región, en el norte del continente los acuerdos pasan por las coyunturas y no terminamos de encontrar las rutas para tener claridad en el rumbo a seguir. Es verdad que existen diferencias y desafíos importantes: que la agenda de Obama está ocupada hoy por temas internos tan graves como la salida de la crisis, la guerra al terrorismo y batallas como la de la implementación de un seguro médico universal; que la agenda de Harper es de muy corto plazo porque su partido está a punto de perder las elecciones en Canadá, y que México, además del desafío que implica la inseguridad, tampoco ha realizado las reformas que el país requiere para avanzar mucho más en la integración posible con la zona. Pero tampoco, lo vimos en Guadalajara, fuera de profundizarse la relación personal entre los mandatarios, sobre todo Calderón y Obama, se termina de construir un discurso que vaya más allá de la coyuntura en términos propositivos, de visión de futuro, de compromisos de integración.
Existe en este sentido una concepción errónea que deviene de creer que en América del Norte puede darse un proceso de integración similar al que se dio en Europa. Se olvidan muchas cosas: primero, que la integración europea se inició en 1956 con el Tratado del Carbón y el Acero, firmado, básicamente por Alemania y Francia, y tardó muchos años en avanzar hacia un modelo de integración superior. Segundo, que geográficamente estamos ante territorios más pequeños, mucho más comunicados, con un nivel de vida relativamente equilibrado (sobre todo entre los primeros impulsores de la integración) y que, además, venían de dos guerras que los habían diezmado y les hicieron comprender que la división y el enfrentamiento acabarían con ellos.
Ninguna de esas condiciones se han dado en América del Norte: hemos dado un paso enorme con el TLC, pero aún falta mucho por avanzar en el propósito integrador. Los tres países son enormes, diversos, con diferencias profundas dentro de cada nación. Los desniveles de desarrollo son notables. Y, tampoco, a lo largo del siglo XX, hemos tenido enfrente el desastre de una guerra en nuestros territorios. Pero, por encima de ello, hay una diferencia más importante: los europeos desde un principio tuvieron claro hacia dónde querían avanzar, tardaron años, sin embargo, el objetivo estaba definido y aun asumiendo costos políticos, fueron dando los pasos en la dirección correcta. En nuestro caso existe una idea general de integración que luego de aprobarse y ponerse en marcha el TLC en 1994, se ha ido desdibujando como si se pensara que el mismo funcionaría en automático y no fuera necesario nutrirlo y desarrollarlo.
No tenemos nada que ver con el modelo que impulsan el chavismo y sus aliados, pero el que se podría reflejar desde el norte del continente tampoco termina de configurarse como para ser planteado en forma de una verdadera alternativa. Ahí radica el desafío y estaría también la necesidad de plantearse el futuro de la región como algo más que una opción comercial relativamente eficiente.
México, guste o no, lenguaje o discurso aparte, se debe ver en América del Norte.
Es difícil representar mejor la división real entre proyectos diferentes, enfrentados entre sí, que se da hoy en América, que la realización de las cumbres simultáneas de la Unasur, realizada en Quito, y la de los Líderes de América del Norte, que fue en Guadalajara; son dos mundos, dos concepciones, dos formas de relacionarse con los demás y de ubicarse en la economía mundial que casi no tienen puntos de coincidencia.
La Unasur se ha convertido en el espacio privilegiado del chavismo: el mandatario venezolano Hugo Chávez, el ecuatoriano Rafael Correa, el nicaragüense Daniel Ortega y el boliviano Evo Morales, acompañados por el depuesto Manuel Zelaya (y por Raúl Castro, que aunque no tenga nada que ver con el sur del continente es cliente asiduo de esos encuentros), y cada vez más por la argentina Cristina Kirchner, conciben ese espacio como propio, uno de confrontación con “el imperio” (léase Estados Unidos) y sus aliados (léase México y Colombia, aunque también se suele incluir a Chile, Perú y Uruguay e incluso a Brasil, que sigue, sin duda, su respectivo camino en esa definición), utilizado en realidad para tratar de extender su influencia. Es un espacio basado en gobiernos autoritarios, unipersonales, con economías cada día más cerradas y estatizadas, alianzas estratégicas con grupos como las FARC y naciones como Irán, Rusia y China. Y algo más preocupante: sobre todo en el caso de Chávez, casi siempre dispuesto, por lo menos en el terreno discursivo, a lanzarse a una confrontación militar con quien considere su enemigo en turno. El proyecto estratégico de este grupo de naciones no es viable en el largo plazo y ha fracasado una y otra vez, tanto en América Latina como en el resto del mundo, pero la memoria de la región es tan corta como larga la lista de inequidades que alimentan la posibilidad de expansión del mismo.
México, guste o no, lenguaje o discurso aparte, se debe ver en América del Norte: nuestra ubicación geográfica, las diferencias evidentes con el sur del continente en muchos sentidos pero, sobre todo, por la economía y la movilidad social. Tanto económica como socialmente, México está integrado con el norte, en Estados Unidos viven millones de mexicanos y sus descendientes y su presencia es cada día más importante en Canadá. Nuestro comercio se realiza en más de 80% con esos países y, entre los tres, se crea una de las zonas económicas más poderosas del mundo.
Mientras en la Unasur se habla de regresar al mundo de la primera mitad del siglo XX, México, Estados Unidos y Canadá tienen todo para mirar hacia el futuro. Pero, paradójicamente, mientras esas naciones inscritas en el chavismo buscan y logran acuerdos aunque éstos sean en la práctica inaplicables y reflejo de un regreso al populismo y el autoritarismo que cubrió con un manto de oscuridad casi todo el siglo pasado a la región, en el norte del continente los acuerdos pasan por las coyunturas y no terminamos de encontrar las rutas para tener claridad en el rumbo a seguir. Es verdad que existen diferencias y desafíos importantes: que la agenda de Obama está ocupada hoy por temas internos tan graves como la salida de la crisis, la guerra al terrorismo y batallas como la de la implementación de un seguro médico universal; que la agenda de Harper es de muy corto plazo porque su partido está a punto de perder las elecciones en Canadá, y que México, además del desafío que implica la inseguridad, tampoco ha realizado las reformas que el país requiere para avanzar mucho más en la integración posible con la zona. Pero tampoco, lo vimos en Guadalajara, fuera de profundizarse la relación personal entre los mandatarios, sobre todo Calderón y Obama, se termina de construir un discurso que vaya más allá de la coyuntura en términos propositivos, de visión de futuro, de compromisos de integración.
Existe en este sentido una concepción errónea que deviene de creer que en América del Norte puede darse un proceso de integración similar al que se dio en Europa. Se olvidan muchas cosas: primero, que la integración europea se inició en 1956 con el Tratado del Carbón y el Acero, firmado, básicamente por Alemania y Francia, y tardó muchos años en avanzar hacia un modelo de integración superior. Segundo, que geográficamente estamos ante territorios más pequeños, mucho más comunicados, con un nivel de vida relativamente equilibrado (sobre todo entre los primeros impulsores de la integración) y que, además, venían de dos guerras que los habían diezmado y les hicieron comprender que la división y el enfrentamiento acabarían con ellos.
Ninguna de esas condiciones se han dado en América del Norte: hemos dado un paso enorme con el TLC, pero aún falta mucho por avanzar en el propósito integrador. Los tres países son enormes, diversos, con diferencias profundas dentro de cada nación. Los desniveles de desarrollo son notables. Y, tampoco, a lo largo del siglo XX, hemos tenido enfrente el desastre de una guerra en nuestros territorios. Pero, por encima de ello, hay una diferencia más importante: los europeos desde un principio tuvieron claro hacia dónde querían avanzar, tardaron años, sin embargo, el objetivo estaba definido y aun asumiendo costos políticos, fueron dando los pasos en la dirección correcta. En nuestro caso existe una idea general de integración que luego de aprobarse y ponerse en marcha el TLC en 1994, se ha ido desdibujando como si se pensara que el mismo funcionaría en automático y no fuera necesario nutrirlo y desarrollarlo.
No tenemos nada que ver con el modelo que impulsan el chavismo y sus aliados, pero el que se podría reflejar desde el norte del continente tampoco termina de configurarse como para ser planteado en forma de una verdadera alternativa. Ahí radica el desafío y estaría también la necesidad de plantearse el futuro de la región como algo más que una opción comercial relativamente eficiente.
México, guste o no, lenguaje o discurso aparte, se debe ver en América del Norte.
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