Dice el refrán popular que "a quien cuenta un cuento siempre le crece el cuento". La escritora Ana María Matute retoma lo anterior y señala que cuando ella cuenta un cuento a dos personas esas personas después la cuentan en una versión diferente. "Cuentan lo mismo, pero de otra manera. O lo cambian", sobre todo los niños. "Porque los niños tienen mucha imaginación. Luego la pierden. La perdemos...", subraya.
En efecto, la imaginación es la clave en los cuentos. Por ejemplo el cuanto de las 1001 noches -un cuanto que enlaza con otro si llegar hasta el final- pudo escribirse gracias a la habilidad prodigiosa de Sherezada y lo hizo quizás para salvar la vida amenazada cada noche por el rey Sahrigar, su marido. Por cierto, se dice que tardo tres años -y tres hijos- para contar los mil y un cuentos.
La Mamá de Carlos Martínez Assad y el papa del poeta Jaime Sabines le contaban esos cuentos a sus hijos: Las 1001 noches. En un libro que le dedicó a su madre, Carlos dice: "compartiste, madre, con el padre del poéta (Jaime) Sabines esa cualidad para contar historias, los recursos escepcionales para narrar los pasajes de tu vida, de la vida con tu familia, en relatos llenos de recuerdos, de sueños y fantasías que mezclan la realidad con la invención del mundo deseado por haberlo perdido."
De inmediato recuerdo que de niño allá a principios de los años 60, en las noches de invierno, en casa de mis abuelos paternos nos convocaban alrededor de una gran fogata y se contaban maravillosos relatos. Algunas de ellas historias de la revolución. Ah y muchos cuantos de fantasmas, de duendes y hasta de un jinete sin cabeza que se aparecía en la noches cuando mis padres y abuelos llegaron a poblar es lugar, allá por los años 30.
Por supuesto que esas fábulas eran maravilloas y nos despertaban la imaginación. Ayudaba mucho a que no había luz eléctrica ni muchos menos televisión; gracias a las pilas la radio se escuchaba hasta las ocho de la noche cuando el locutor cerraba sus microfonos.
Años después, muy entrada la noche y ante el sonido de los grillo mi padre -con unos tragos encima- me contaba historias increíbles, por supuesto casi todo las inventaba. Viéndolo en retrospectiva, me digo ¡Que imaginación del viejo! Claro entonces -insisto- no había Televisión y aquellas mujeres y hombres tampoco sabían que el cuento era un género literario. Por cierto lamento no haber escrito lo que entonces me contaban; los recuerdos son vagos.
Mis hijos también se dormían escuchando cuentos que les leía su madre sobretodo de clasicos infantles. También les contaba otros que no leía. Había uno en especial que les gustaba a ellos, y le pregunte:
-Y ese cuento de quién es?-
-Mió me contestó de inmediato, ¡lo hice para para mis hijos!
Le pedí que lo escribiera en un cuaderno no vaya a ser que se le olvidara. Algún día quizás lo publique, para compartirlo con sus nietos.
En otra ocasión, en el 2000 en un viaje de Tuxtla a San Cristóbal de las Casas- Eraclio Zepeda (Laco) nos deleito contándonos una serie de cuentos de su autoría. ¡Caray!
Bueno, todo este rollo para recomendar el texto que publica hoy Alberto Manguel en el suplemento Babelia de El País: Elogio del cuento
***
Elogio del cuento/Alberto Manguel
Babelia, El País, Sábado 24/01/2009;
No sabemos en qué momento el cuentista supo que lo que contaba sería un género literario. Lo cierto es que en algún momento de nuestra historia el cuento se diferenció del poema, de la novela y del ensayo, y emergió como un género literario distinto para que los profesores universitarios tuvieran de qué ocuparse. Sin embargo, más allá de esas divisiones burocráticas, el lector intuye que el cuento no es novela, que una diferencia que puede medirse (pero no definirse) por el número de páginas, distingue uno del otro. Borges alguna vez dijo que escribía cuentos porque la novela le parecía una exageración. Detrás de la boutade se oculta una verdad literaria: la novela expande la narración, el cuento la concentra. Los minirelatos de Augusto Monterroso no pueden ser leídos como mini-novelas; el equivalente de esa parodia es, para la novela, la casi interminable Comedia humana de Balzac. El cuento retiene en su nombre sus orígenes sin duda orales, calidad que preservan aún hoy los narradores orales de las plazas de mercado en Marruecos, Colombia, Gabón. La escritura, que todo formaliza (quizás porque nace como un instrumento contable, para sumar o restar cabezas de ganado), empieza desde temprano a dar al cuento artificios y estrategias. Refinándose en fábula, parábola, anécdota, historia humorística o moral, relato erótico, histórico, filosófico, de terror, el cuento adquiere, según su categoría, rasgos particulares que, si bien son reconocidos, los autores del género se empeñan en cambiar. Así las historias de fantasmas ("viejas como el miedo", decía Adolfo Bioy Casares) al principio, en Mesopotamia y Egipto, debieron su eficacia a la mera aparición de un muerto; luego a un muerto transformado en otra cosa, un esqueleto en Roma, una sombra en la Italia de Boccaccio, un zorro en China; finalmente, con los grandes autores del siglo diecinueve el fantasma se reduce a una ausencia, a algo horriblemente real y sin embargo invisible. Cambios similares pueden rastrearse en las otras categorías, nuevas maneras de contar a las cuales el lector rápidamente se acostumbra. Ya en el siglo dieciocho, los lectores de cuentos son tan diestros en el arte de seguir las maniobras del autor, que Diderot se ve obligado a destruir o renovar sus expectativas con un cuento que (imitando al futuro Magritte) titula Esto no es un cuento. El cuento es quizás el más conservador de todos los géneros. Cambia el estilo, el tono, el impacto del final o del comienzo, la posición del narrador, la voluntad fantástica o documentalista, pero no, en términos generales, su forma. Si bien pueden encontrarse ejemplos de cuentos que escapan cabalmente al modelo de narración tradicional (pienso en El joven intrépido en trapecio volante de William Saroyan y en alguno de Raymond Carver), la mayor parte de ellos sigue el consejo del Rey en Alicia en el País de las Maravillas, "Comienza en el comienzo y sigue hasta llegar al final; allí para". Casi no existen cuentos de estructura tan libre como el Tristram Shandy de Lawrence Sterne o Cobra de Severo Sarduy. Y autores como James Joyce y Julio Cortázar, que tan brutalmente renovaron la novela, escribieron cuentos exquisitamente clásicos cuya originalidad se halla en la voz y la temática, o en la aproximación a esa temática, no en la forma misma del cuento. Por absurdas razones comerciales, las editoriales han decretado que los cuentos no se venden. No se venden Poe, Kipling, O. Henry, Chéjov, Katherine Mansfield, Ernest Hemingway, John Cheever, Borges, Silvina Ocampo, Alice Munro, Mavis Gallant. Y sin embargo, más que nunca, los cuentos siguen escribiéndose y, no lo dudo, leyéndose. Tal vez porque, en su clásica, modesta precisión, nos permiten concebir la insoportable complejidad del mundo como una íntima y breve epifanía. -
En efecto, la imaginación es la clave en los cuentos. Por ejemplo el cuanto de las 1001 noches -un cuanto que enlaza con otro si llegar hasta el final- pudo escribirse gracias a la habilidad prodigiosa de Sherezada y lo hizo quizás para salvar la vida amenazada cada noche por el rey Sahrigar, su marido. Por cierto, se dice que tardo tres años -y tres hijos- para contar los mil y un cuentos.
La Mamá de Carlos Martínez Assad y el papa del poeta Jaime Sabines le contaban esos cuentos a sus hijos: Las 1001 noches. En un libro que le dedicó a su madre, Carlos dice: "compartiste, madre, con el padre del poéta (Jaime) Sabines esa cualidad para contar historias, los recursos escepcionales para narrar los pasajes de tu vida, de la vida con tu familia, en relatos llenos de recuerdos, de sueños y fantasías que mezclan la realidad con la invención del mundo deseado por haberlo perdido."
De inmediato recuerdo que de niño allá a principios de los años 60, en las noches de invierno, en casa de mis abuelos paternos nos convocaban alrededor de una gran fogata y se contaban maravillosos relatos. Algunas de ellas historias de la revolución. Ah y muchos cuantos de fantasmas, de duendes y hasta de un jinete sin cabeza que se aparecía en la noches cuando mis padres y abuelos llegaron a poblar es lugar, allá por los años 30.
Por supuesto que esas fábulas eran maravilloas y nos despertaban la imaginación. Ayudaba mucho a que no había luz eléctrica ni muchos menos televisión; gracias a las pilas la radio se escuchaba hasta las ocho de la noche cuando el locutor cerraba sus microfonos.
Años después, muy entrada la noche y ante el sonido de los grillo mi padre -con unos tragos encima- me contaba historias increíbles, por supuesto casi todo las inventaba. Viéndolo en retrospectiva, me digo ¡Que imaginación del viejo! Claro entonces -insisto- no había Televisión y aquellas mujeres y hombres tampoco sabían que el cuento era un género literario. Por cierto lamento no haber escrito lo que entonces me contaban; los recuerdos son vagos.
Mis hijos también se dormían escuchando cuentos que les leía su madre sobretodo de clasicos infantles. También les contaba otros que no leía. Había uno en especial que les gustaba a ellos, y le pregunte:
-Y ese cuento de quién es?-
-Mió me contestó de inmediato, ¡lo hice para para mis hijos!
Le pedí que lo escribiera en un cuaderno no vaya a ser que se le olvidara. Algún día quizás lo publique, para compartirlo con sus nietos.
En otra ocasión, en el 2000 en un viaje de Tuxtla a San Cristóbal de las Casas- Eraclio Zepeda (Laco) nos deleito contándonos una serie de cuentos de su autoría. ¡Caray!
Bueno, todo este rollo para recomendar el texto que publica hoy Alberto Manguel en el suplemento Babelia de El País: Elogio del cuento
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Elogio del cuento/Alberto Manguel
Babelia, El País, Sábado 24/01/2009;
No sabemos en qué momento el cuentista supo que lo que contaba sería un género literario. Lo cierto es que en algún momento de nuestra historia el cuento se diferenció del poema, de la novela y del ensayo, y emergió como un género literario distinto para que los profesores universitarios tuvieran de qué ocuparse. Sin embargo, más allá de esas divisiones burocráticas, el lector intuye que el cuento no es novela, que una diferencia que puede medirse (pero no definirse) por el número de páginas, distingue uno del otro. Borges alguna vez dijo que escribía cuentos porque la novela le parecía una exageración. Detrás de la boutade se oculta una verdad literaria: la novela expande la narración, el cuento la concentra. Los minirelatos de Augusto Monterroso no pueden ser leídos como mini-novelas; el equivalente de esa parodia es, para la novela, la casi interminable Comedia humana de Balzac. El cuento retiene en su nombre sus orígenes sin duda orales, calidad que preservan aún hoy los narradores orales de las plazas de mercado en Marruecos, Colombia, Gabón. La escritura, que todo formaliza (quizás porque nace como un instrumento contable, para sumar o restar cabezas de ganado), empieza desde temprano a dar al cuento artificios y estrategias. Refinándose en fábula, parábola, anécdota, historia humorística o moral, relato erótico, histórico, filosófico, de terror, el cuento adquiere, según su categoría, rasgos particulares que, si bien son reconocidos, los autores del género se empeñan en cambiar. Así las historias de fantasmas ("viejas como el miedo", decía Adolfo Bioy Casares) al principio, en Mesopotamia y Egipto, debieron su eficacia a la mera aparición de un muerto; luego a un muerto transformado en otra cosa, un esqueleto en Roma, una sombra en la Italia de Boccaccio, un zorro en China; finalmente, con los grandes autores del siglo diecinueve el fantasma se reduce a una ausencia, a algo horriblemente real y sin embargo invisible. Cambios similares pueden rastrearse en las otras categorías, nuevas maneras de contar a las cuales el lector rápidamente se acostumbra. Ya en el siglo dieciocho, los lectores de cuentos son tan diestros en el arte de seguir las maniobras del autor, que Diderot se ve obligado a destruir o renovar sus expectativas con un cuento que (imitando al futuro Magritte) titula Esto no es un cuento. El cuento es quizás el más conservador de todos los géneros. Cambia el estilo, el tono, el impacto del final o del comienzo, la posición del narrador, la voluntad fantástica o documentalista, pero no, en términos generales, su forma. Si bien pueden encontrarse ejemplos de cuentos que escapan cabalmente al modelo de narración tradicional (pienso en El joven intrépido en trapecio volante de William Saroyan y en alguno de Raymond Carver), la mayor parte de ellos sigue el consejo del Rey en Alicia en el País de las Maravillas, "Comienza en el comienzo y sigue hasta llegar al final; allí para". Casi no existen cuentos de estructura tan libre como el Tristram Shandy de Lawrence Sterne o Cobra de Severo Sarduy. Y autores como James Joyce y Julio Cortázar, que tan brutalmente renovaron la novela, escribieron cuentos exquisitamente clásicos cuya originalidad se halla en la voz y la temática, o en la aproximación a esa temática, no en la forma misma del cuento. Por absurdas razones comerciales, las editoriales han decretado que los cuentos no se venden. No se venden Poe, Kipling, O. Henry, Chéjov, Katherine Mansfield, Ernest Hemingway, John Cheever, Borges, Silvina Ocampo, Alice Munro, Mavis Gallant. Y sin embargo, más que nunca, los cuentos siguen escribiéndose y, no lo dudo, leyéndose. Tal vez porque, en su clásica, modesta precisión, nos permiten concebir la insoportable complejidad del mundo como una íntima y breve epifanía. -
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