La era del bufón/Mario Vargas Llosa.
EL PAÍS, 19/09/10;
Terry Jones, un oscuro pastor protestante de Gainsville, Florida, cuya iglesia cuenta apenas con medio centenar de parroquianos, anuncia que se dispone a conmemorar el aniversario de los atentados de Al Qaeda del 11 de septiembre quemando ejemplares del Corán y, en pocos días, se convierte en una celebridad mundial. No creo que exista un símbolo más elocuente de la civilización del espectáculo, que es la del tiempo en que vivimos.
Lo normal, ante una provocación, estupidez o payasada como la del pastor Jones, dictada por el fanatismo, la locura o un frenético apetito de publicidad, hubiera sido el silencio, la indiferencia, o, a lo más, una mención de dos líneas en las páginas de chismografía y excentricidades de los medios. Pero, en el contexto de violencia política y fundamentalismo religioso del mundo de hoy, la noticia alcanzó pronto las primeras planas y la imagen del predicador incendiario con su cara sombría, su terno entallado y sus dedos ensortijados dio la vuelta al globo. Cientos de miles de musulmanes enfurecidos se echaron a la calle en Afganistán, la India, Indonesia, Pakistán, etcétera, amenazando con represalias contra Estados Unidos y sus aliados si ardía el libro sagrado de su religión. Cundió la alarma en las cancillerías y altas instancias políticas, militares y espirituales de Occidente. El Vaticano, el secretario de Defensa Robert Gates, la Casa Blanca y hasta el general David Petraeus, comandante en jefe de la OTAN en Afganistán, exhortaron al pastor Jones a que depusiera su designio inquisitorial. Éste cedió, por fin, y, de inmediato, volvió al anonimato del que nunca debió salir. Hubo un suspiro de alivio planetario y quedó flotando en el ambiente la sensación de que el mundo se había librado de un nuevo apocalipsis.
¿Hubiera podido ocurrir? Desde luego. Uno de los rasgos determinantes del fanatismo es la incapacidad del fanático de tener una tabla de prioridades sensata y racional; en la suya, la primera prioridad es siempre una idea o un dios al que todo lo demás puede y debe ser sacrificado. Por lo tanto, una pira de libros sagrados abrasándose en un parque de Gainsville ante un centenar de cámaras de televisión y fotógrafos justifica la tercera guerra mundial y hasta la desaparición de la vida en este valle de lágrimas. Cuando el general Petraeus pidió al pastor Jones que no quemara los coranes porque si lo hacía los soldados estadounidenses que combaten en Afganistán correrían muchos más riesgos, sabía muy bien lo que decía.
¿Cómo hemos podido llegar a una situación tal en que la iniciativa descabellada de un pobre infeliz, sin credenciales de ningún orden, ha podido poner en vilo al mundo entero pues, de materializarse, habría desatado una orgía de violencia terrorista en varios continentes? Según algunos, la responsabilidad es de los medios de comunicación, que, si hubieran actuado de manera más atinada, no habrían catapultado al pastor Terry Jones al centro de la actualidad, publicitando su amenaza como si ésta hubiera sido lanzada por una superpotencia atómica. Es verdad que diarios, radios y canales de televisión actuaron sin responsabilidad alguna, pero ésta no es la razón primera del escándalo, porque, en este caso como en muchos otros que padecemos a diario, los medios de comunicación no pueden actuar de otro modo. Están obligados a hacer lo que hacen porque eso es lo que esperan -lo que exigen- de ellos los lectores, oyentes o televidentes en el mundo entero: noticias que salgan de lo común, que rompan con la rutina de lo cotidiano, que sorprendan, desconcierten, escandalicen, asusten, y -sobre todo- entretengan y diviertan. ¿No es divertido acaso que un predicador pentecostalista de Gainsville, Florida, declare, él solo, como un Amadís de Gaula medieval, la guerra total a los cientos de millones de musulmanes que hay en el mundo?
La información en nuestros días no puede ser seria, porque, si se empeña en serlo, desaparece o, en el mejor de los casos, se condena a las catacumbas. La inmensa mayoría de esa minoría que se interesa todavía por saber qué ocurre diariamente en los ámbitos políticos, económicos, sociales y culturales en el mundo, no quiere aburrirse leyendo, oyendo o viendo sesudos análisis ni complejas consideraciones, llenas de matices, sino entretenerse, pasar un rato ameno, que lo redima de la coyunda, las frustraciones y trajines del día. No es casual que un periódico como Le Monde, en Francia, que era uno de los periódicos más serios y respetables de Europa, haya estado varias veces, en los últimos años, a las puertas de la bancarrota. Se ha salvado recientemente una vez más, pero quién sabe por cuánto tiempo, a menos que se resigne a dar más espacio a la noticia-diversión, la noticia-chisme, la noticia-frivolidad, la noticia-escándalo, que han ido colonizando de manera sistemática a todos los grandes medios de comunicación, tanto del primer como del tercer mundo, sin excepciones. Para tener derecho a la existencia y a prosperar los medios ahora no deben dar noticias sino ofrecer espectáculos, informaciones que por su color, humor, carácter tremendista, insólito, subido de tono, se parezcan a los reality shows, donde verdad y mentira se confunden igual que en la ficción.
Divertirse a como dé lugar, aun cuando ello conlleve transgredir las más elementales normas de urbanidad, ética, estética y el mero buen gusto, es el mandamiento primero de la cultura de nuestro tiempo. La libertad, privilegio de que gozan los países occidentales y hoy, por fortuna, un buen número de países del resto del mundo, a la vez que garantiza la convivencia, el derecho de crítica, la competencia, la alternancia en el poder, permite también excesos que van socavando los fundamentos de la legalidad, ensanchando ésta a extremos en que ella misma resulta negada. Lo peor es que para ese mal no hay remedio, pues mediatizar o suprimir la libertad tendría, en todos los casos, consecuencias todavía más nefastas para la información que su trivialización.
Las secuelas no previstas de la entronización de la cultura del espectáculo -sus daños colaterales- son varias, y, principalmente, el protagonismo que en la sociedad de nuestro tiempo han alcanzado los bufones. Ésta era una nobilísima profesión en el pasado: divertir, convirtiéndose a sí mismo en una farsa o comedia ambulante, en un personaje ficticio que distorsiona la vida, la verdad, la experiencia, para hacer reír o soñar a su público, es un arte antiguo, difícil y admirable, del que nacieron el teatro, la ópera, las tragedias, acaso las novelas. Pero las cosas cambian de valencia cuando una sociedad hechizada por la representación y la necesidad de divertirse, su primer designio, ejerce una presión que va modelando y convirtiendo poco a poco a sus políticos, sus intelectuales, sus artistas, sus periodistas, sus pastores o sacerdotes, y hasta sus científicos y militares, en bufones. Detrás de semejante espectáculo, muchas cosas comienzan a desbaratarse, las fronteras entre la verdad y la mentira por ejemplo, los valores morales, las formas artísticas, la naturaleza de las instituciones y, por supuesto, la vida política.
No es sorprendente, por eso, que en un mundo marcado por la pasión del espectáculo, Damien Hirst, un señor que encierra un tiburón en una urna de vidrio llena de formol sea considerado un gran artista y venda todo lo que su astuta inventiva fabrica a precios fabulosos, o que las revistas de mayor difusión en el mundo entero, y los programas más populares, sean los que desnudan ante el gran público las intimidades de la gente famosa, que no es, claro está, la que destaca por sus proezas científicas o sociales, sino la que por sus escándalos, excesos o extravagancias callejeras, consigue aquellos quince minutos de popularidad que Andy Warhol -otro de los iconos de la civilización del espectáculo- predijo para todos los habitantes de la sociedad de nuestro tiempo.
Es improbable que su oráculo se cumpla a cabalidad, pero sólo porque hay demasiada gente en el mundo y los medios no se darían abasto concediéndoles a todos esa pasajera inmortalidad. Pero sí se está cumpliendo, en un sentido más discreto e íntimo, pues una ambición creciente impulsa cada vez a más gente, de distintos ámbitos, a actuar de modo que le permita escapar del anonimato y acceder a esa efímera popularidad de que gozan los bufones, a los que, si son buenos en el arte de entretener, se les aplaude y da propinas y se les olvida para siempre. Es difícil escapar a este mandato que impulsa, incluso a los mejores, a echarse en brazos de los creativos de la publicidad -del espectáculo- aun cuando lo que hagan sea serio y parezca fuera del alcance de la frivolidad. ¿No hemos visto recientemente a alguien tan poco superficial como el científico Stephen Hawking promocionar su próximo libro con la llamativa propaganda de que en él se demuestra que la creación del universo puede prescindir de Dios?
Éste es el entorno en el cual se explica lo ocurrido con Terry Jones, el pastor pentecostal que sacudió al mundo y que pudo habernos arrastrado a otra catástrofe bíblica (nunca mejor dicho). Puede ser un fanático, un loco o un mero payaso. Pero, en cualquier caso, debe quedar claro que no actuó solo. Todos fuimos sus cómplices
Lo normal, ante una provocación, estupidez o payasada como la del pastor Jones, dictada por el fanatismo, la locura o un frenético apetito de publicidad, hubiera sido el silencio, la indiferencia, o, a lo más, una mención de dos líneas en las páginas de chismografía y excentricidades de los medios. Pero, en el contexto de violencia política y fundamentalismo religioso del mundo de hoy, la noticia alcanzó pronto las primeras planas y la imagen del predicador incendiario con su cara sombría, su terno entallado y sus dedos ensortijados dio la vuelta al globo. Cientos de miles de musulmanes enfurecidos se echaron a la calle en Afganistán, la India, Indonesia, Pakistán, etcétera, amenazando con represalias contra Estados Unidos y sus aliados si ardía el libro sagrado de su religión. Cundió la alarma en las cancillerías y altas instancias políticas, militares y espirituales de Occidente. El Vaticano, el secretario de Defensa Robert Gates, la Casa Blanca y hasta el general David Petraeus, comandante en jefe de la OTAN en Afganistán, exhortaron al pastor Jones a que depusiera su designio inquisitorial. Éste cedió, por fin, y, de inmediato, volvió al anonimato del que nunca debió salir. Hubo un suspiro de alivio planetario y quedó flotando en el ambiente la sensación de que el mundo se había librado de un nuevo apocalipsis.
¿Hubiera podido ocurrir? Desde luego. Uno de los rasgos determinantes del fanatismo es la incapacidad del fanático de tener una tabla de prioridades sensata y racional; en la suya, la primera prioridad es siempre una idea o un dios al que todo lo demás puede y debe ser sacrificado. Por lo tanto, una pira de libros sagrados abrasándose en un parque de Gainsville ante un centenar de cámaras de televisión y fotógrafos justifica la tercera guerra mundial y hasta la desaparición de la vida en este valle de lágrimas. Cuando el general Petraeus pidió al pastor Jones que no quemara los coranes porque si lo hacía los soldados estadounidenses que combaten en Afganistán correrían muchos más riesgos, sabía muy bien lo que decía.
¿Cómo hemos podido llegar a una situación tal en que la iniciativa descabellada de un pobre infeliz, sin credenciales de ningún orden, ha podido poner en vilo al mundo entero pues, de materializarse, habría desatado una orgía de violencia terrorista en varios continentes? Según algunos, la responsabilidad es de los medios de comunicación, que, si hubieran actuado de manera más atinada, no habrían catapultado al pastor Terry Jones al centro de la actualidad, publicitando su amenaza como si ésta hubiera sido lanzada por una superpotencia atómica. Es verdad que diarios, radios y canales de televisión actuaron sin responsabilidad alguna, pero ésta no es la razón primera del escándalo, porque, en este caso como en muchos otros que padecemos a diario, los medios de comunicación no pueden actuar de otro modo. Están obligados a hacer lo que hacen porque eso es lo que esperan -lo que exigen- de ellos los lectores, oyentes o televidentes en el mundo entero: noticias que salgan de lo común, que rompan con la rutina de lo cotidiano, que sorprendan, desconcierten, escandalicen, asusten, y -sobre todo- entretengan y diviertan. ¿No es divertido acaso que un predicador pentecostalista de Gainsville, Florida, declare, él solo, como un Amadís de Gaula medieval, la guerra total a los cientos de millones de musulmanes que hay en el mundo?
La información en nuestros días no puede ser seria, porque, si se empeña en serlo, desaparece o, en el mejor de los casos, se condena a las catacumbas. La inmensa mayoría de esa minoría que se interesa todavía por saber qué ocurre diariamente en los ámbitos políticos, económicos, sociales y culturales en el mundo, no quiere aburrirse leyendo, oyendo o viendo sesudos análisis ni complejas consideraciones, llenas de matices, sino entretenerse, pasar un rato ameno, que lo redima de la coyunda, las frustraciones y trajines del día. No es casual que un periódico como Le Monde, en Francia, que era uno de los periódicos más serios y respetables de Europa, haya estado varias veces, en los últimos años, a las puertas de la bancarrota. Se ha salvado recientemente una vez más, pero quién sabe por cuánto tiempo, a menos que se resigne a dar más espacio a la noticia-diversión, la noticia-chisme, la noticia-frivolidad, la noticia-escándalo, que han ido colonizando de manera sistemática a todos los grandes medios de comunicación, tanto del primer como del tercer mundo, sin excepciones. Para tener derecho a la existencia y a prosperar los medios ahora no deben dar noticias sino ofrecer espectáculos, informaciones que por su color, humor, carácter tremendista, insólito, subido de tono, se parezcan a los reality shows, donde verdad y mentira se confunden igual que en la ficción.
Divertirse a como dé lugar, aun cuando ello conlleve transgredir las más elementales normas de urbanidad, ética, estética y el mero buen gusto, es el mandamiento primero de la cultura de nuestro tiempo. La libertad, privilegio de que gozan los países occidentales y hoy, por fortuna, un buen número de países del resto del mundo, a la vez que garantiza la convivencia, el derecho de crítica, la competencia, la alternancia en el poder, permite también excesos que van socavando los fundamentos de la legalidad, ensanchando ésta a extremos en que ella misma resulta negada. Lo peor es que para ese mal no hay remedio, pues mediatizar o suprimir la libertad tendría, en todos los casos, consecuencias todavía más nefastas para la información que su trivialización.
Las secuelas no previstas de la entronización de la cultura del espectáculo -sus daños colaterales- son varias, y, principalmente, el protagonismo que en la sociedad de nuestro tiempo han alcanzado los bufones. Ésta era una nobilísima profesión en el pasado: divertir, convirtiéndose a sí mismo en una farsa o comedia ambulante, en un personaje ficticio que distorsiona la vida, la verdad, la experiencia, para hacer reír o soñar a su público, es un arte antiguo, difícil y admirable, del que nacieron el teatro, la ópera, las tragedias, acaso las novelas. Pero las cosas cambian de valencia cuando una sociedad hechizada por la representación y la necesidad de divertirse, su primer designio, ejerce una presión que va modelando y convirtiendo poco a poco a sus políticos, sus intelectuales, sus artistas, sus periodistas, sus pastores o sacerdotes, y hasta sus científicos y militares, en bufones. Detrás de semejante espectáculo, muchas cosas comienzan a desbaratarse, las fronteras entre la verdad y la mentira por ejemplo, los valores morales, las formas artísticas, la naturaleza de las instituciones y, por supuesto, la vida política.
No es sorprendente, por eso, que en un mundo marcado por la pasión del espectáculo, Damien Hirst, un señor que encierra un tiburón en una urna de vidrio llena de formol sea considerado un gran artista y venda todo lo que su astuta inventiva fabrica a precios fabulosos, o que las revistas de mayor difusión en el mundo entero, y los programas más populares, sean los que desnudan ante el gran público las intimidades de la gente famosa, que no es, claro está, la que destaca por sus proezas científicas o sociales, sino la que por sus escándalos, excesos o extravagancias callejeras, consigue aquellos quince minutos de popularidad que Andy Warhol -otro de los iconos de la civilización del espectáculo- predijo para todos los habitantes de la sociedad de nuestro tiempo.
Es improbable que su oráculo se cumpla a cabalidad, pero sólo porque hay demasiada gente en el mundo y los medios no se darían abasto concediéndoles a todos esa pasajera inmortalidad. Pero sí se está cumpliendo, en un sentido más discreto e íntimo, pues una ambición creciente impulsa cada vez a más gente, de distintos ámbitos, a actuar de modo que le permita escapar del anonimato y acceder a esa efímera popularidad de que gozan los bufones, a los que, si son buenos en el arte de entretener, se les aplaude y da propinas y se les olvida para siempre. Es difícil escapar a este mandato que impulsa, incluso a los mejores, a echarse en brazos de los creativos de la publicidad -del espectáculo- aun cuando lo que hagan sea serio y parezca fuera del alcance de la frivolidad. ¿No hemos visto recientemente a alguien tan poco superficial como el científico Stephen Hawking promocionar su próximo libro con la llamativa propaganda de que en él se demuestra que la creación del universo puede prescindir de Dios?
Éste es el entorno en el cual se explica lo ocurrido con Terry Jones, el pastor pentecostal que sacudió al mundo y que pudo habernos arrastrado a otra catástrofe bíblica (nunca mejor dicho). Puede ser un fanático, un loco o un mero payaso. Pero, en cualquier caso, debe quedar claro que no actuó solo. Todos fuimos sus cómplices
No hay comentarios.:
Publicar un comentario