24 dic 2011

Dios rompió su silencio

Dios rompió su silencio/Javier Gomá Lanzón
Publicado en ABC, 24/12/11;
Cuentan los evangelios que, cuando Juan bautizó a Jesús, descendió una paloma sobre este, se abrieron los cielos y una voz dijo: «Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco». Bajo el ropaje de la alegoría, se adivina en esta escena una decisiva intuición, por parte de Jesús, de Dios como Padre. Tras el bautismo, Jesús inicia su ministerio anunciando la llegada del reino. La revelación de la paternidad de Dios y el comienzo de su actividad pública se hallan, pues, estrechamente entrelazados.
Mientras que el Antiguo Testamento muy raramente y solo con muchas precauciones se refiere a Dios con la palabra Padre, Jesús hizo de ella su designación favorita. Más aún, lo invocó como Abba, voz aramea que denota confiada proximidad a Dios, un tratamiento demasiado atrevido y familiar para el judaísmo antiguo. Jesús anuncia al Dios bíblico, pero también a un Dios diferente. No el Dios de justicia que bendice a los santos y maldice a los impíos —todavía el del Bautista—, sino un Padre que se compadece de sus hijos, justos o injustos, y siente una inmensa preferencia por pobres y pecadores.
Jesús, un hombre ya maduro, tiene la experiencia suficiente para constatar el doloroso contraste existente entre la paternidad del Abba benevolente y la cruel injusticia del mundo con sus hijos, que sufren y mueren sin esperanza. Su Padre pronuncia un «no» radical a ese triste, trágico destino de los hombres. Es esa insoportable discordancia entre el Dios compasivo y la realidad del mundo injusto la que impulsó al galileo a formarse la convicción inquebrantable de que Dios iba a intervenir de forma inminente en socorro de los hombres. Predica el reinado de Dios, una transformación apocalíptica de las estructuras del viejo mundo para acomodarlo a la naturaleza bondadosa de Dios. Mientras sus palabras se remiten al reino futuro, sus acciones muestran sus efectos operando ya en el presente. Las parábolas hablan de la proximidad de un nuevo cielo y una nueva tierra para los cansados y agobiados de este mundo; pero este acontecimiento futuro se anticipa ya mediante la praxis actual de Jesús con enfermos y pecadores: a los primero los cura aliviándoles el dolor; a los segundos los recibe en su mesa; hay que tener en cuenta que la comensalidad, en Oriente, vale por toda una declaración de fraternidad sin necesidad de perdón explícito. El Espíritu que había hablado por los profetas hacía ya siglos que permanecía mudo y el pueblo judío lamentaba la larga lejanía. Ahora iba a actuar de modo definitivo. «El tiempo se ha cumplido y está llegando el reinado de Dios» (Mc 1, 15) son las primeras palabras que se han conservado de la predicación del profeta de Galilea.
Ahora bien, el reino no llegó como Jesús predijo, coinciden los exegetas, ni tuvieron lugar los anunciados acontecimientos apocalípticos (Mc 13). Vemos cómo en el huerto de los olivos, presa de angustia, todavía imploró la intervención de Dios con su afectiva invocación de siempre, recordándole que, además de bueno, es poderoso: «¡Abba! Todo es posible para ti. Aparta de mí este cáliz» (Mc 14, 36). Y, sin embargo, el Dios omnipotente no actuó, no intervino, no lo salvó. Al desmentido histórico de su anuncio le acompañó el aparente fracaso de su misión: Israel rechazó su oferta de gracia. Y en el colmo de la desolación, su Padre lo desautorizaba a la vista de los hombres dejando que muriera joven en una forma ignominiosa para la ley judía: «Maldito de Dios el que cuelga del madero» (Dt 21, 23).
Es como si lo que Jesús hubiera aprendido en el bautismo constituyera solo la primera parte de una lección y le faltara todavía la segunda, que solo se le reveló instantes antes de morir: que Dios es compasivo, pero también silencioso y oculto. Y así el hijo, que en su juventud «iba creciendo en sabiduría, en estatura y en aprecio ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52), en su madurez «aprendió sufriendo a obedecer» (Heb 5, 8). En la agonía de la cruz, el profeta gritaría ese porqué interrogante que todavía despierta un eco en los corazones de todos los hombres: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» Más que nunca, Jesús fue entonces un ecce homo, figura corporativa de la humanidad doliente.
Dios es Dios y el mundo es el mundo. El mundo es mundano, y esto quiere decir que tiene sus reglas autónomas que Dios no altera. Este es el gran descubrimiento de la secularización, un venturoso fenómeno moderno que proporciona indudables ventajas para la imagen de Dios porque la exonera de ese sobrenaturalismo inflacionario que quiere ver en casi todas las vicisitudes de la experiencia, desde la victoria militar en las guerras hasta la recuperación de un botón perdido en casa, la intervención de la mano providente de Dios. Dios actúa en el corazón del hombre, no en los hechos mundanos de la experiencia. Dios no intervino en Auschwitz simplemente porque nunca interviene en la exterioridad material del mundo, ni siquiera para salvar del patíbulo a su hijo predilecto. Esta conclusión libera a Dios del reproche de arbitrariedad respecto de un comportamiento que, según la hipótesis inflacionaria, interfiere unas veces sí y otras no en el orden de la experiencia aplicando en ello un criterio de todo punto incomprensible y hasta ofensivo para las víctimas de la injusticia del mundo.
La palabra que describe el estilo de Dios en su relación con el mundo es «desconcertante»; ¿quién no ha sentido esto alguna vez? Moisés guió hasta la tierra prometida a los judíos, pero después Israel fue sometida por los imperios vecinos; Jesús proclamó un gran cambio escatológico, pero el mundo sigue aparentemente igual: los hombres sufren y mueren como antes.
Unamuno solía citar a Senancour: «Si nos está reservada la nada, hagamos que esta sea una injusticia». La muerte de un hombre es siempre una injusticia; la de un hombre bueno, una injusticia lacerante; la del galileo —un hombre tan perfecto como solo un Dios puede serlo—, una injusticia absolutamente insoportable para el Padre, una contradicción consigo mismo. Y, por eso, en un momento culminante de la historia, ese Dios desconcertante rompió su silencio y, por fin, actuó: removió la piedra del sepulcro y despertó a su hijo de entre los muertos. Una acción, conviene destacar, no dentro del mundo, sino a continuación del mundo. Desde entonces, el mundo visible ya no tiene el monopolio de la realidad porque, allende sus fronteras, Dios ha creado para los hombres una esperanza: si ha impedido que se perdiera en la nada el mejor de nosotros, los demás de la especie esperamos seguir algún día su mismo destino. Una nueva providencia para este mundo se hace posible, una que más que alterar el curso de los hechos los convierte (por tristes y trágicos que sean, incluyendo la propia muerte) en ocasión de más esperanza dentro de nuestro corazón. Esta es la Navidad que hoy celebramos. Nuestro viejo mundo, lector perplejo, sigue sin tener solución, pero ahora tiene salida.

Irónicamente, Alfred Loisy escribió: «Jesús predicó el reino y vino la Iglesia». No es cierto. Jesús predicó el reino y vino la resurrección, consumación definitiva del reino.
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