La Vanguardia | 1 de diciembre de 2012
La peor crisis que estamos viviendo es la crisis del instrumento de gestión de las crisis: la política. Las protestas de los ciudadanos golpeados por la crisis económica chocan con la indiferencia y arrogancia de la clase política que sólo se agita para ganar cuota de poder dentro de un sistema político que ni sabe ni contesta. Al clamor popular en favor del derecho a decidir las formas de autogobierno en Catalunya se responde desde el Estado blandiendo la Inmaculada Constitución y remitiendo al Parlamento elegido en el 2011 como única fuente legítima de ejercicio del poder.
O sea, cualquier movimiento de afirmación de
proyectos alternativos en lo institucional, en lo económico, en lo social
pareciera condenado al fracaso por agotamiento y esterilidad de su acción. El mecanismo clave de control político es
canalizar toda ansia de cambio en la sociedad a través de la representación
indirecta de la voluntad popular. Las leyes electorales aseguran un control
de los grandes partidos sobre los resultados de las elecciones porque ellos las
promulgaron a su imagen y semejanza. El principio democrático de “un ciudadano
un voto” no tiene vigencia en la mayoría de países y ninguna en España.
Circunscripciones electorales que favorecen territorios conservadores. Una
regla D’Hondt que asegura ventaja a los partidos más votados. El tiempo de
televisión y la financiación pública de los partidos depende de los resultados
de la anterior elección, asegurando la reproducción del sistema. Cualquier
intento de modificar la ley electoral es desechado por los parlamentos
beneficiarios de ese sistema sesgado. Añádase la influencia decisiva de los
grandes partidos y grupos empresariales sobre los medios de comunicación, y se
puede entender la autocomplacencia de una clase política que cree tener todo
atado y bien atado. Contra ese estado de cosas se moviliza la sociedad civil y
los ciudadanos de modo cada vez más espontáneo ya que muchas organizaciones
tradicionales también están controladas por una ramificación de los partidos y
sus padrinos en el tejido organizativo. La partitocracia bloquea todo cambio
social que no cuente con el beneplácito de la burocracia política. Y esa
burocracia oscila entre la indiferencia a la presión popular y la manipulación
de voluntades para llevar agua a su molino.
Y aun así, la historia nos
enseña que las instituciones y las políticas cambian bajo la presión de los
movimientos sociales, agentes primordiales de innovación política que, con su
influencia sobre las mentes de las personas, acaban filtrándose por las paredes
de la política y propician cambios que parecían impensables. Es cuestión de
aumentar cuantitativa y cualitativamente el nivel de presión popular.
Consideremos el movimiento
independentista en Catalunya. Fue un movimiento iniciado desde la sociedad
civil, con un gran nivel de autonomía con respecto a los partidos, incluso con
respecto a partidos independentistas como ERC. Se gestó en los referéndums
municipales sobre la independencia y en centenares de asociaciones cívicas que
se fueron articulando, con formas de organización en red, en la Assemblea
Nacional Catalana. Por la actitud intransigente y humillante de los gobiernos
españoles respecto a la conciencia nacional catalana, el enfado de muchos ciudadanos
se fue acentuando y la afirmación del derecho a decidir se convirtió en opinión
ampliamente mayoritaria en Catalunya. La convocatoria de la manifestación de la
Diada de 2012 fue hecha con plena autonomía con respecto a los partidos y contó
con la hostilidad del PS(C), del PP y, obviamente, del partido antinacionalista
Ciutadans, creado precisamente como reacción al independentismo. Tanto CiU como
el presidente Mas estuvieron ausentes de la convocatoria hasta días antes de la
manifestación. La conversión de última hora de Mas parece sincera, según
testigos, aunque también influyó la expectativa de obtención de réditos
electorales. El fracaso de la apuesta política personal de Mas se ha
interpretado como la derrota del independentismo. En realidad, los datos
muestran lo contrario: los escaños soberanistas representan el 64% del
Parlament, mientras que los votos a partidos y coaliciones que se pronunciaron
por el derecho a decidir sumaron 2.140.317 frente a 1.334.149 de PSC, PP y
Ciutadans.
Pero lo verdaderamente
decisivo es que el hecho de que el origen de la movilización fuese autónomo con
respecto a los grandes partidos radicalizó la expresión independentista en el
sistema político, como indica el éxito de la CUP, que representan la
articulación del independentismo más militante con la movilización
sociopolítica en contra de la gestión de la crisis. La resurgimiento
espectacular de ERC y el ascenso de Iniciativa indican un claro giro a la
izquierda del movimiento independentista además de un proyecto de convicción
más firme en la propuesta de una consulta popular en el 2013. En la medida en
que el Estado español se siente fortalecido por el retroceso de Mas, la
movilización nacionalista catalana tenderá a radicalizarse para avanzar en su
objetivo, y esa radicalización cuenta ahora con una presencia mucho más amplia
en las instituciones catalanas. Y además, une la reivindicación nacional con la
social, ganando fuerza y legitimidad en una sociedad catalana que se apresta a
choques muy duros con el nacionalismo español. Es así como políticas que nacen
de los movimientos prefiguran el cambio institucional con mayor eficacia que
las reformas iniciadas desde los partidos. Por otro lado, también se demuestra
que el cambio se gesta en la interacción entre movimiento social y presencia
política en las instituciones a condición de que esta presencia se enraíce en
el movimiento y no lo instrumentalice.
La experiencia del
independentismo catalán ofrece importantes lecciones para el movimiento del
15-M, para el que ha llegado el momento de plantearse la intervención política
institucional sin diluirse en formas partidarias que no son las suyas. Así se
va configurando un proceso que podría llamarse revolucionario, aunque pacífico,
en la medida en que la superación de la crisis y el proyecto nacional catalán
parecieran exigir una transformación del Estado.
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