Letraheridos/Ignacio Martínez de Pisón, escritor.
La
Vanguardia |29 de enero de 2016..
El
mejor amigo de Federico García Lorca en su época de estudiante de Derecho en
Granada se llamaba Lorenzo Martínez Fuset. En la cincuentena de cartas de él
que se conservan, las expresiones de afecto son constantes: “amado hermano”,
“tu siempre amigo que te quiere mucho”, “tu hermano de corazón”. Son cartas de
un letraherido que se interesa por los proyectos literarios de su amigo y le
mantiene al corriente de los propios. En algunas de ellas aparece mencionado
Antonio Machado, con el que Martínez Fuset entabló amistad durante su época de
profesor en Baeza y que manifestaba una viva curiosidad por los escarceos de
los poetas jóvenes. García Lorca perseveró en sus tratos con las musas y no
mucho después se convirtió en uno de los grandes poetas de su generación.
Martínez Fuset, en cambio, abandonó la escritura para ingresar en el Cuerpo
Jurídico del Ejército. Las trayectorias de uno y otro, que tan cerca habían
llegado a estar, se separarían definitivamente.
Todo
el mundo conoce la trágica suerte que el destino tenía reservada a García
Lorca. En cambio, poca gente sabe que quien había sido su mejor amigo acabaría
obteniendo una plaza en las islas Canarias, donde se convirtió en uno de los
hombres de confianza de Franco. Más adelante, durante la Guerra Civil, cuando
Franco quiso dar apariencia de legalidad a un sistema judicial cuyo verdadero
objetivo era la aniquilación de los adversarios políticos, recurriría a su
amigo Martínez Fuset. Se dice que este estuvo a su lado las decenas de miles de
veces que el Caudillo escribió la E de “enterado” en una condena a muerte a un
republicano. ¿Quién habría imaginado unos años antes que los “hermanos de
corazón” acabarían de ese modo, convertido uno en la víctima más célebre de la
guerra y el otro en uno de los ángeles exterminadores del nuevo régimen?
En
la convulsa España de entonces abundaron las historias como esa. Juan Antonio
Ríos Carratalá, uno de nuestros mejores historiadores culturales, acaba de
publicar el libro ¡Nos vemos en Chicote!, en el que sigue el rastro del juez
que condenó a muerte a Miguel Hernández. Se llamaba Manuel Martínez Gargallo y
fue el juez al que el franquismo instaló en el madrileño palacio de la Prensa
para que desde allí llevara a cabo una implacable depuración en el gremio de
los periodistas. El Juzgado Especial de Prensa era (junto a las consignas de
publicación obligatoria, el registro oficial de periodistas y el nombramiento
de los directores de periódicos desde el palacio de El Pardo) una de las
herramientas de las que se valió el régimen para poner el periodismo a su
servicio: no ha habido una sola dictadura que no haya declarado la guerra a la
libertad de prensa.
La
exquisita diligencia del juez Martínez Gargallo habría podido llevar a Hannah
Arendt a conclusiones muy parecidas a las que el genocida Adolf Eichmann le
inspiraría años después. Su eficacia funcionarial, su celo burocrático, su
obediencia ciega, la total ausencia de reflexión sobre la bondad o maldad de
sus actos encajan perfectamente en esa categoría de la “banalidad del mal” que
Arendt acuñó. Pero había algo más. El libro de Ríos Carratalá revela que, antes
de acceder a la judicatura, Martínez Gargallo había sido un fecundo escritor
humorístico de la escuela de Enrique Jardiel Poncela. Oculto tras los más
variados seudónimos, había colaborado en muchas de las revistas de la época.
Luego la guerra le colocó donde le colocó, y él se dedicó a perseguir con saña
sin igual a sus antiguos colegas, incluyendo a directores de publicaciones que
habían admitido sus originales y a dibujantes que habían ilustrado sus textos.
La mayoría de esos antiguos colegas habían manifestado en alguna ocasión sus
simpatías por la República. Cuando el juez se encontraba con alguno por la
calle, lo mandaba detener y lo condenaba por un delito de rebelión contra el
Glorioso Movimiento Nacional. El honorable juez había decidido borrar de su
biografía los rastros de su juventud frívola y ligera, una tarea que seguiría
incompleta mientras quedaran testigos cuya simple existencia pudiera recordarle
ese pasado.
En
aquella España, gracias precisamente a la apariencia de legalidad que había
contribuido a construir el “hermano de corazón” de García Lorca, nada resultaba
más fácil para alguien como él: los juicios se celebraban sin ningún tipo de
garantías y una denuncia motivada por quién sabe qué viejas rencillas
personales podía enviar a alguien al paredón. Como el protagonista de Estrella
distante, de Roberto Bolaño, que aprovecha el golpe de Pinochet para
consagrarse a la sistemática eliminación de sus excompañeros de taller
literario, Martínez Gargallo aprovechó la legislación franquista para eliminar
a sus excompañeros de las revistas humorísticas. A diferencia de Eichmann, una
persona corriente que se puso al servicio de un sistema depravado, Martínez Gargallo
era un psicópata que puso la depravación del sistema al servicio de su
mortífera obsesión.
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