No nos equivoquemos de guerra/Guy Sorman
ABC, 25 de julio de 2016
¿Se debería tildar automáticamente de
yihadista o islamista cualquier atentado terrorista? El Gobierno francés
resolvió hacerlo solo unas horas después de que un asesino loco atropellara a
un centenar de paseantes en Niza. Ahora bien, en ese momento no se había
iniciado ninguna investigación y solo se conocía la identidad del criminal, un
tunecino residente en Francia. ¿Tunecino y por lo tanto árabe, por lo tanto
musulmán, por lo tanto sospechoso, por lo tanto islamista, y necesariamente
yihadista? Muchos medios de comunicación, franceses y extranjeros, se dejaron
llevar por este silogismo y los gobiernos de todo el mundo deploraron enseguida
una nueva ofensiva del terrorismo islámico.
El presidente de Francia anunció que se
reforzarían los controles en las fronteras, aunque el asesino residía
legalmente en Francia; François Hollande se comprometió a reforzar las
incursiones contra el califato (Daesh) en Siria, si bien esta organización
yihadista pareció sorprendida por este atentado cuya autoría se alegró de
reivindicar… Con un desfase de veinticuatro horas. Cuando se confirmó que el
asesino nunca había practicado el islam, las autoridades francesas se aferraron
a su tesis inicial, inventando el concepto de «radicalización rápida».
Una semana
antes del atentado, el asesino no era yihadista, ni siquiera musulmán, pero el
día del atentado sí lo era; en el transcurso de esa semana de radicalización se
«dejó crecer la barba», se reunió con algunos yihadistas de Niza y, sin duda,
consultó la web. ¿Es esto suficiente para inscribir el atentado en el trágico
marco del terrorismo islámico, para equiparar lo que ocurrió en Niza con los
atentados del 13 de noviembre de 2015 contra la sala Bataclan de París, los del
22 de marzo de 2016 en Bruselas, pasando por la estación de Atocha en Madrid el
11 de marzo de 2004, y remontarse hasta el 11 de septiembre de 2001 en Nueva
York? Me parece que al mezclar todo esto se introduce, donde no existe
necesariamente, una coherencia entre acontecimientos que se asemejan, pero que
no tienen ni los mismos autores ni las mismas motivaciones. No niego la
evidencia: todos estos atentados tienen una dimensión islámica, pero no solo
islámica.
Si, como Donald Trump, pregonamos una
«guerra de civilizaciones» entre el islam y Occidente, corremos el riesgo de
crear esta guerra que, globalmente, no existe. La casi totalidad de los mil
millones de musulmanes de nuestro planeta no está en guerra y realmente no lo
está contra Occidente. En caso de haber guerras, estas enfrentan ante todo a
los musulmanes entre sí: chiíes contra suníes en Siria, Irak, Bahréin y
Pakistán; kurdos contra turcos en Turquía y en Siria; talibanes contra afganos
y paquistaníes; tribus contra tribus en Malí, en la República Centroafricana y
en Nigeria. En estas circunstancias, los occidentales son objetivos de rebote,
porque toman partido por un bando –los chiíes en Irak, los kurdos y los suníes
en Siria– contra otro.
Hipótesis gratuita: si los occidentales no
hubiéramos intervenido nunca en el mundo musulmán o cesáramos de hacerlo,
probablemente dejaríamos de ser blanco del terrorismo. Pero los occidentales no
han dejado de estar presentes desde la colonización de los mundos musulmanes,
desde el Magreb hasta Oriente Próximo, pasando por India e Indonesia. Cuando se
retiraron de esas colonias, fueron sustituidos por estados disfuncionales; el
terrorismo es, en buena medida, el resultado de una descolonización fallida y
emana de sociedades sin libertad y sin prosperidad. El yihadismo ha brotado de
este fracaso. Fracaso allí, y fracaso aquí en la medida en que los países de
acogida de los excolonizados, convertidos en inmigrantes, no han tenido más
éxito en la integración del que tuvieron en la descolonización, si bien el
yihadismo en Siria o en Mali no es diferente al yihadismo de las periferias
europeas.
Volviendo al asesino de Niza, no era
yihadista una semana antes pero, para cometer su atentado, tuvo que
identificarse con los yihadistas: la reivindicación islamista, desde luego,
aportó a su gesto una especie de legitimación, aunque su motivación real venía
de sus frustraciones sociales, de sus desengaños amorosos y sus trastornos
psiquiátricos.
Respecto a esta tragedia de Niza, estoy
tentado de llegar a la conclusión –provisionalmente– de que no es el islam el
que conduce al terrorismo, sino que los criminales se escudan en los colores
del islam. Todos los autores de atentados en Europa son maleantes fichados por
la Policía antes de metamorfosearse en terroristas islamistas; el yihadismo
viene después. Si mi hipótesis es acertada, es más urgente luchar contra la
criminalidad que contra el yihadismo en sí. Las intervenciones militares en
Siria, Mali o Libia evitan que se constituyan allí estados peligrosos, pero
tienen poco efecto sobre el terrorismo en Europa.
Aquí, aplicar la estrategia policial
estadounidense de tolerancia cero, reprimiendo severamente la menor infracción
para detener la escalada del crimen, me parecería más eficaz que dejar en
libertad, como se suele hacer, a los pequeños criminales. Para ellos el islam
es una máscara con la que se atavían para convertirse en grandes criminales:
antes que yihadistas, siguen siendo criminales y deberían ser combatidos como
tales, sin discursos grandilocuentes.
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