Una metáfora de Cortés/Enrique Krauze
Reforma, 30 Jun. 2019
En el umbral del quinto centenario de la Conquista, la Real Academia de la Historia de España ha organizado un ciclo de cuatro conferencias sobre Hernán Cortés. Tuve el honor de impartir la primera sobre la imagen de Cortés en México a través de cinco siglos.
Antes de emprender el viaje, después de muchos años de no hacerlo, visité el Hospital de Jesús, fundado por Cortés hacia 1524. Me acompañó Alejandro Garrido, notable conocedor de cada rincón del Centro Histórico, conocido en Twitter como @YoElResidente. Nos esperaban las autoridades ejecutivas y médicas del Hospital. La visita fue breve pero significativa. Al salir pensé que aquel recinto es una metáfora del tema que debía abordar.
Ante todo, una metáfora de permanencia: ahí siguen, después de casi cinco siglos, los patios y las nobles arcadas renacentistas del Hospital. También la copia del busto que esculpió Manuel Tolsá y que en 1794 se colocó en el cenotafio en honor del conquistador, erigido ese año en la contigua iglesia de Jesús Nazareno. Igualmente originales son las oficinas y el artesonado de los techos, así como dos cuadros. Ambos son del siglo XVII: uno muy famoso, de cuerpo entero, y otro de Cortés orante.
El Hospital de Jesús es también una metáfora de continuidad. Es el más antiguo de América y nunca ha dejado de prestar servicios. Ni siquiera durante la invasión estadounidense, cuando lo administraba Lucas Alamán, que estoicamente concedía a los soldados yanquis la posibilidad de ver el cuadro de Cortés. ¿Cuántos pacientes atienden?, pregunté al director médico. Me informó que en ese momento eran cuarenta y tres, y que practicaban dos cirugías diarias. Había un orgullo legítimo en sus palabras. El Hospital es una modesta institución privada, y lo ha sido siempre.
Salimos por el costado de República del Salvador, que da a la iglesia. Alejandro me informó que la portada herreriana es la original de la primera catedral, que en algún momento se trasladó al convento de Santa Teresa para terminar aquí, en Jesús Nazareno. Al cruzar la puerta, pensé en otra metáfora, la del abandono. Me entristeció el estado del mural "Apocalipsis", uno de los últimos de José Clemente Orozco, pintado en las bóvedas del coro y del primer tramo de nave de la iglesia entre 1942 y 1944. Sin iluminación, sin trabajo alguno de restauración, casi no se distingue. La iglesia misma adolece de la misma incuria: un desorden de cables eléctricos afea su interior e impide el paso. Un solo feligrés rezaba en una esquina.
En el inaccesible presbiterio, en el muro izquierdo (el lado del Evangelio), una placa de bronce resguarda la urna con los restos del conquistador. La leyenda dice, escuetamente: "Hernán Cortés, 1485-1547". La metáfora final es el carácter casi clandestino de ese nicho. Iturbide, otro condenado por la historia oficial, tiene un sitio prominente en la Catedral. Porfirio Díaz, exiliado eterno, tiene una tumba conocida en el cementerio de Montparnasse. Hernán Cortés, el villano mayor, tiene un sepulcro escondido, como si temiésemos que una vez más, como en 1823, del Congreso de la república salieran voces pidiendo quemar esos restos.
Permanencia, continuidad, abandono, supresión. ¿No son metáforas de Cortés en nuestro tiempo? Veracruz, la traza de la Ciudad de México ("será la más noble y populosa ciudad que haya en lo poblado del mundo", escribió), otras ciudades y puertos, los mares que exploró, son testigos permanentes. La fe, el idioma, la cultura material (animales, plantas, cultivos) cambiaron por iniciativa de la empresa que encabezó. No fue el primer padre de hijos mestizos pero puso el ejemplo llamando Martín a su primogénito (como su padre), procreado con la Malinche. Todos estos actos constructivos tuvieron continuidad. ¿Abandono? Lo comparte con todo el período virreinal, el menos apreciado de nuestra historia. Pero en su caso se traduce en un olvido deliberado, casi obligatorio.
En 1985, quinto centenario del nacimiento de Cortés, Octavio Paz escribió: "Apenas Cortés deje de ser un mito histórico y se convierta en lo que es realmente, un personaje histórico, los mexicanos podrán verse a sí mismos con una mirada más clara, generosa y serena".
Reconocer la permanencia de su obra, valorar la continuidad de su legado, revertir el abandono y debatir el rechazo de su figura no significa olvidar el lado atroz de la Conquista ni demeritar a la civilización que, en gran medida, destruyó. Es superar el mito, es restituirlo a la historia.
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Tras ser enjuiciado, Hernan Cortés murió un viernes del 2 de diciembre de 1547 en Castilleja de la Cuesta, en Sevilla, sus restos fueron sepultados en el monasterio de San Isidoro del Campo, en una cripta de la familia del duque de Medina Sidonia, bajo las gradas del altar mayor, con un epitafio creado por su hijo Martín Cortés, eventualmente fueron inhumados hasta llegar a la Nueva España.
Años después durante 23 años, y tras la Guerra de Independencia y ante la furia antiespañola, el ministro mexicano Lucas Alamán hizo creer que los despojos habían sido enviados a Italia, pero los ocultó primero bajo una tarima del Hospital de Jesús en donde se considera que Cortés y Moctezuma se vieron por primera vez.
Fue así que el rastro de los restos de Hernán Cortés permaneció durante años en secreto. Hasta que en 1843, el propio Alamán depositó en la embajada de España un acta del enterramiento clandestino. Sin embargo, en lugar de ver la luz, este documento permaneció también oculto: el papel nunca salió de la caja fuerte diplomática:
Tardó un siglo para que un alto cargo del Gobierno republicano, en el exilio, filtró una copia del documento: el 28 de noviembre de 1946, las reliquias fueron por fin identificadas. Hubo quienes pidieron que los restos fueran arrojadas al mar; otros, que los regresaran a su lugar de origen. No obstante, México prefirió devolver los restos al lugar al que los había arrojado la historia: al muro de la Iglesia de Jesús Nazareno en el Centro Histórico de nuestra capital, justo a la izquierda del altar, ahí están.
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La tumba secreta de Hernán Cortés
Durante 123 años el paradero del los restos del conquistador español fue un misterio, hoy languidecen en el olvido en México
JAN MARTÍNEZ AHRENS
El País, México 3 JUN 2015
El mayor enigma de Hernán Cortés fue su tumba. Entre el siglo XIX y el XX, se dio por desaparecida y alimentó uno de los grandes misterios históricos de América. Hubo quien pensó que había sido saqueada, otros especularon con el extravío, y algunos convirtieron el caso en una metáfora del destino de España en México. La verdad no andaba ni lejos ni cerca. Pero aún hoy, cuando la tumba del conquistador languidece en el olvido, mantiene su capacidad de sorpresa.
En 1823, tras la Guerra de Independencia y ante la furia antiespañola que barría México, el ministro mexicano Lucas Alamán, como detalla el historiador Salvador Rueda, urdió una plan para evitar que cayera en manos de profanadores y fuera destruida. Al tiempo que hacía creer que los despojos habían sido enviados a Italia, los ocultó primero bajo una tarima del Hospital de Jesús, el lugar donde la leyenda considera que Cortés y Moctezuma se vieron por primera vez, y 13 años después, tras un muro en la contigua Iglesia de la Purísima Concepción y Jesús Nazareno.
La ubicación del nicho quedó silenciada y durante años permaneció en secreto hasta que en 1843, el propio Alamán, para evitar que su paradero cayera en el olvido, depositó en la embajada de España un acta del enterramiento clandestino. El documento, lejos de ver la luz, recibió tratamiento de secreto. Dio igual que el embajador fuese conservador, liberal o republicano: de un siglo a otro, el papel nunca salió de la caja fuerte diplomática. Hernán Cortés, el hombre que encarna como pocos el esplendor y la barbarie de la Conquista, hacía mucho que había dejado de ser realidad y se había convertido en un tabú en México. Y la buena relación con el país norteamericano pasaba por su olvido. Incluido el de su tumba.
Así fue hasta que en 1946, un alto cargo del Gobierno republicano en el exilio, de quien dependía la embajada, filtró una copia del documento. El 28 de noviembre de aquel año las reliquias fueron plenamente identificadas.
El hallazgo, tras 123 años de misterio, desató antiguos demonios. Hubo quien pidió que los restos fueran arrojados al mar. Otros llegaron más lejos. Ante estos ataques, salió a la palestra el presidente del PSOE y exministro republicano Indalecio Prieto, exiliado en México y conocedor por su cargo del enigma. En un conmovedor artículo publicado en la prensa de la época, reveló la centenaria historia secreta y pidió la reconciliación. “México es el único país de América donde no ha muerto el rencor originado por la conquista y la dominación. Matémoslo, sepultémoslo ahora aprovechando esta magnífica coyuntura”
Sus palabras no tuvieron eco. México prefirió devolver los restos al lugar al que los había arrojado la historia. En 1947 fueron recolocados en un muro de la Iglesia de Jesús Nazareno. A la izquierda del altar. Allí siguen.
- ¿Viene alguien a visitarla?
- No viene nadie. Aquí no hay permiso para sacar fotos ni hacer turismo. Eso nos lo tienen prohibido.
La secretaria de la iglesia ha respondido sin levantarse de la silla. Está apostada a la entrada y mira con displicencia al recién llegado. El templo, enclavado en una concurrida avenida del centro histórico, parece medio abandonado. A un lado se acumulan muebles antiguos; a otro, andamios y sacos. La tumba no se aprecia a simple vista ni está indicada por ningún letrero. Hay que llegar al fondo y mirar a la izquierda del altar. A tres metros del suelo, se encuentra la placa que señala el lugar donde descansa el conquistador. Es de metal anaranjado. Sólo dice: Hernán Cortés 1485 - 1547.
Ego sum qui sum; analista político, un soñador enamorado de la vida y aficionado a la poesía.
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