Tomado del libro “Soy un Hombre de Pluma y me llamo Renato...” , Ed. Artes e Historia de México, 2013, primera edición..; 2da edición ISIC-Conaculta 2014. ISBN: 9786079595906
LA DICHA INICUA/Roberto López Moreno, poeta y escritor chiapaneco, amigo de Renato.
Octavio Paz alzó la voz y con ella los calificativos, que desde él siempre fueron marcas del indeleble fuego, es decir, de materia eterna (lo que no se borra, lo que se imprime de su esencia) arrebatada de donde bullen y rebullen los antros de la Tierra; los adjetivos tomaron destino y fueron a investir al hombrón mal hablado y culto que quisimos tanto tantos, malhablado y culto, combinación extravagante que entre nosotros llevó el nombre de Renato Leduc.
Y habló Paz, y se refirió a un excéntrico y francotirador de la poesía –esto consta en la antología Poesía en Movimiento, Edit. Siglo XXI- habló de un personaje que escribió su propio perfil en el que aparece como sentimental, erótico y sarcástico, autor de una literatura en la que, con estos atributos, convierte a Leduc, el autor, en un vivo personaje de sí mismo.
Para mejor describir a su sujeto, el poeta mayor habla de Laforgue, de una especie de eco de Laforgue que se paseó en París y en las calles de México. ¿Y por qué precisamente del simbolista Jules Laforgue?, ¿por ser descendiente de francés nacido en América Latina?, ¿por los momentos de penurias que algunas veces vivieran ambos?, ¿por ser poetas raros, de difícil clasificación?, ¿por la sorpresiva frase rasposa junto a lo que se encamina a posible formalidad del poema?, ¿por ser Laforgue clasificado dentro del decadentismo?, ¿por la manera de Leduc de burlarse de sí mismo y de los demás, de verso en verso y de verso a verso?
Quizá por un poco de cada cosa; y eso lo sospechamos los que convivimos con él más de alguna vez en la inolvidable Morada de Paz “donde el que menos o más/ lleva su astilla de luz/ o llega dando traspiés/ porque le sangran los pies/ bajo el peso de su cruz”. Aquella inolvidable Morada de Paz que se encontraba en las calles de Donceles en un costado de la entonces Cámara de Senadores y en donde pasaron tantas cosas agradables y desagradables; hijas del gran talento o de la simple procacidad; de valiosos actos humanísticos o simples bellaquerías que ni la pena vale mencionar; en donde convivió el simple teporochito con personajes que desparramaban luz, como era el caso de Renato, dándonos a conocer entre mentadas lo que sabía, y que era mucho.
La Morada de Paz sufría de una concurrencia desigual. A veces se encontraban en ella verdaderos maestros del lenguaje o de la vida o a veces alguno que otro sujeto sin importancia que había llegado a la caza de una copa gratis. Se trataba de un edificio de departamentos, en donde vivían familias decentes, sólo que el departamento señalado con el número uno, lo rentaba el odontólogo Daniel Martínez Montes. La parte de enfrente funcionaba, exactamente como clínica dental, pero de entre los cuartos de atrás, la recámara más pequeña, era la Morada de Paz.
Por ese sitio pasó toda la bohemia de México de ese tiempo y la de un tiempo anterior convertido ya en leyenda. ¡Se contaban tantas cosas de ese lugar!, ¡tantas anécdotas y prodigios de personajes que habían transitado por ahí! Por ahí había pasado gente pendenciera como el “Retinto” Márquez, de quien se decía que debía más de alguna vida, hasta gente tan refinada y de tan amplia cultura como el compositor Juan Helguera. Justamente, una vez Leduc coincidió en La Morada con su amigo el compositor Helguera, entonces alguien sugirió que en honor de ambos, de Helguera y de Leduc, Leduc leyera un poema y Helguera tocara algún estudio, algún preludio. O sea, que ambos se iban a homenajear a ambos.
Renato Leduc leyó su conocido poema dedicado a un diputado, a quien lo veía con sus nalgas pudriéndose, atornillado atrás de su escritorio. Helguera no tenía con qué cumplir con lo suyo, pues el lugar distaba mucho de contar con una guitarra de concierto como las manos y el talento de Juan reclamaban. Entonces, para no quedar mal, tuvo que echar mano de la tabla con alambres que teníamos ahí como guitarra y que en realidad servía exclusivamente para cantar nuestros boleros malentonados. Quién sabe cómo le habrá hecho el músico, quién sabe de qué magia poética se habrá valido, pero de ese mal remedo de instrumento musical, por espacio de media hora o más, salieron los compases más acabados de un Tárrega, de un Leo Brower, de un Villa-Lobos, de un Agustín Barrios “Mangoré”, uno de los compositores favoritos, éste último, de nuestro concertista de esa tarde.
Así éramos. Lo que voy a decir es absolutamente cierto. Una vez retirado Leduc, una vez despedido Helguera, de inmediato se inició una colecta entre los presentes. Prefirieron perder una o dos botellas más de espiritualizadores etílicos, pero se logró juntar la suma para salir de inmediato a conseguir otra tabla con alambres, porque la que teníamos en ese momento ahí, no la iba a volver a tocar nadie ¡Nadie! Ahí había tocado Juan Helguera, y desde ese momento quedaba convertida en toda una reliquia del Centro Histórico de la Ciudad. Aquella menesterosa imitación de guitarra, esa tarde, había alcanzado su sacralización.
Pues bien, en ese lugar de locos gozamos a Leduc y nuestros castos y delicados oídos se llenaron en repetidas ocasiones de aquellas tan sus sonoras y bien surtidas y extrapoladas incoveniencias léxicas. ¿Y los vecinos? Ni le movían pues preferían seguir gozando de los privilegios de una “renta congelada” que les hacía pagar por el derecho a habitar ese edificio ubicado en el mismísimo centro de la ciudad, la desmesurada suma de veinte pesos mensuales.
A la Morada de Paz llegaban periodistas, músicos, pintores, teatreros, actores, bailarines, toreros, políticos, abogados que creían que eran poetas o señores ya de edad que habían sido líderes estudiantiles y habían jugado algún papel durante las gestas de la expropiación petrolera. Llegaban personajes de mil colores que nos llenaban las tardes de capítulos inolvidables. Obviamente -que aunque el doctor Martínez Montes dijera que ahí no había distingos, que ese era el único territorio del país en donde todos éramos iguales- nosotros sí contábamos con nuestros personajes especiales como en el caso de Leduc.
Habían otros muchos, magistrados o bohemios; seguido contábamos con el entusiasmo del Subsecretario de Educación Pública, Ramón G, Bonfil, por ejemplo, el SubProcurador Franco Aguilar y a veces nos asistía la dicha de que los importantes personajes coincidieran, como aquella vez que estaban entre los presentes, Leduc y el poeta juchiteco Nazario Chacón Pineda, un ser también queridísimo por todos nosotros. Era el mismo Chacón Pineda que cada que lo veíamos entrar le recitábamos aquello de: “Nazario Chacón Pineda,/ antítesis del abstemio,/ ante quien Baco se queda/ como aprendiz de bohemio”.
Nazario tenía a su vez a un personaje al que no quería… amaba… Andrés Henestrosa. Pero esa tarde, en medio del cariño que sentía Nazario por Henestosa, estuvo comentando que no estaba de acuerdo en que las viejas canciones juchitecas que se publicaban en nuestro reluciente mundo occidental, fueran adjudicadas a Henestrosa, haciéndolo aparecer como el autor de ellas. Nosotros entendíamos muy bien que Nazario no hablaba por ninguna discordia que sintiera contra su amigo y hasta –considerado por él- su maestro. Él se refería al orden que deben tener las cosas y que si no lo tienen, todo se va deformando y así deformadas llegan a las nuevas generaciones. Y es que Henestrosa sólo había sido traductor de esas canciones del zapoteca al español.
“No es posible –argumentaba Nazario, quien conocía todas esas canciones en su idioma original y hasta nos las cantaba acompañado por la tablita de alambres- que hasta instituciones de gran prestigio como el Instituto Nacional de Antropología e Historia, editen discos con nuestra música y refuercen ese error. Así es como absurdamente Henestrosa aparece como autor de nuestros más viejos sones: La petenera, La Juanita, La Petrona, La Sandunga, La llorona…” Y ahí fue donde intervino Renato y se acabó la conversación por ese día. Viendo fijo a Nazario y después con un destello de conmiseración, ante el silencio de todos, le rogó:
“Ya no llores, llorona/
porque el llanto afea/
y el que mucho llora/
muy escaso mea”. Nazario echó una carcajada, se levantó al baño y esa tarde duró orinando cerca de media hora.
Renato Leduc se sentaba frente a mi deslumbramiento y me empezaba a hablar de las “mujeres malas” que eran buenas y de las “mujeres buenas” que eran malas. Y entonces salían los recuerdos de París: “sin un quinto Roberto, sin un quinto,,, bueno, tampoco, pero sí bastante escaso en oros” Yo le escuchaba, le servía del espiritualizador para animarlo, pues el que ya estaba más animado de la cuenta era yo. Entonces venían los recuerdos; y al hablar de las muchachas que tallan las banquetas en busca de magra bolsa, se acordaba en especial de una joven francesa de nombre Naná a la que diariamente invitaba a tomar café en el Biarritz, joven por la que sintió un gran aprecio. “habían otras que nos acompañaban como Monique y Denise, pero todo se acabó cuando entraron los tanques de Hitler a París”.
“Una vez con la ciudad ocupada, el poco dinero que me llegaba cesó de fluir. Me vi en verdaderas dificultades económicas. Al notarlo Naná me dijo con una nobleza que nunca podré olvidar: “Tengo una cantidad ahorrada para mi retiro. Te la voy a prestar”. Pasadas algunas semanas me llegó el dinero retenido y entonces ya junto se convirtió en “toda una fortuna”. Busqué a Naná para pagarle su dinero. Ella recibió los billetes que con tanto esmero había ahorrado para cuando se retirara y que sin embargo, tan generosamente me había proporcionado. Me dio un beso cariñosísimo. Después me dijo con lágrimas en los ojos: “Una será gentuza pero no más de lo que piensan los demás” y se fue corriendo por la calle hacia algún punto en el que de seguro no la iba a ver nunca más”.
Esas eran las anécdotas de Renato, pero hay otro perfil que quiero tocar, el del hombre sabio. En la Morada de Paz seguido había “agarrones” ya por temas políticos, ya por asuntos culturales. Más que alguno no se aguantaba la tentación de recitar algunos fragmentos del “Prometeo Sifilítico” de gran éxito entre la peladez reunida, tipo de versos que normalmente los maestros de literatura esconden a sus alumnos bajo la denominación de “literatura parda”, y así es como se han perdido obras como la del yucateco Pichorras (“El último rubor quedó vencido,/ cayó por fin el camisón de rosa/ y ante su nívea desnudez de diosa…”) y otras de similares trancos.
Cuando se decían fragmentos del Prometeo Sifilítico, con sus sonoras mentadas de madre y demás alegorías propias del suburbio tenebroso, si por casualidad se encontraba alguien que por primera vez pisaba el sitio y desconocía con quiénes estaba conviviendo, y mostraba su molestia por tratar de esa manera los legados a la humanidad nadie le llevaba contras para no hacerlo sentir mal. Pero ese alguien ignoraba, que cuando Renato se ponía serio, nos daba a todos auténticas disertaciones sobre la sabiduría del mundo clásico. En ese renglón aprendimos muchas cosas o recordamos muchas otras que la débil memoria nos empezaba a escamotear.
Hubo otro sitio en donde me encontré con Renato Leduc en varias ocasiones, fue en la casa de la Pintora Aurora Reyes, calle de Xochicaltitla, en el meritito Coyoacán. Aurora Reyes, además de ser una de las grandes poetisas mexicanas del siglo XX, “la mayor poetisa de la América india contemporánea” como la calificó el poeta colombiano Germán Pardo García, fue la primera muralista mexicana, al lado de Diego, Siqueiros, Fermín Revueltas y todos ellos.
En su casa se hacían reuniones a las que acudían sus más preciados amigos, ya habían fallecido Frida, Diego, Mansicidor, Josefina Vicents, Eulalia Guzmán y tantos otros, pero todavía quedaban Renato Leduc, Juan de la Cabada, Eunice Odio, Efraín Huerta, Teodoro Arriaga, Nicolás Guillén, que si estaba en México era de visita obligada a Xochicaltitla, Magdalena Mondragón, José Alvarado, Concha Michel, el poeta Sergio Armando Gómez, Othón Villela Larralde, Leticia Ocharán y tantos otros que ya no recuerdo por el momento, un universo en cada caso. Y todos se morían de risa cuando recordaban la anécdota aquella en la que una vez, saliendo de la Morada de Paz, Leduc se detuvo a comprar unos tacos quedando, sin darse cuenta, al lado de uno de sus más enconados rivales en asuntos del periodismo político, René Capistrán Garza, periodista pro clerical que dirigía en ese entonces un diario de nombre Atisbos.
Renato, sin percatarse de aquella perniciosa compañía pidió al diligente amibador tres tacos de hígado; entonces con una fría mueca de burla Capistrán Garza, a quien sus enemigos nombraban Sacristán Farsa, soltó un hiriente: “cada quien pide tacos según lo que le hace falta”. Ante aquello, Leduc volteó a identificar a quién tenía a su izquierda y sin pensarlo un segundo ordenó al taquero: “y tres de sesos para el señor”.
En la casa de Aurora se acordaban de estas cosas y todo el mundo reía a rabiar, José Muñoz Cota, Rubén Bernaldo, Pablo O’Higgins, Héctor Godoy, y tantos… Una vez me dijo Aurora Reyes: “Me gusta Renato por cabrón… y porque en realidad tiene una alma tan noble…” De lo que aquí hablo hay memoria escrita, se trata de un libro sobre Renato Leduc que publicó una mujer llena de compromiso social, Oralba Castillo Nájera. Castillo Nájera recogió todos estos testimonios, algunos los vivió ella misma.
Sabia virtud de conocer el tiempo.
Pendiente de esos día mexicanos el compositor Juan Helguera decidió organizar un libro con el título Crónicas de grupo, en el que sólo iban a estar sus amigos, y con un gran agradecimiento de mi parte me enteré de que uno de esos amigos era yo. Como sea, dudé un poco en entrarle al compromiso y solamente acepté de manera plena y gustosa al enterarme de que dos de los invitados eran Juan de la Cabada y Renato Leduc. El libro lo publicó en 1984 la editorial Presencia Latinoamericana y en él venimos incluidos Ermilo Abreu Gómez, José Alvarado, Juan de la Cabada, Emilio Carballido, Juan Duch, el propio Juan Helguera, Carlos Illescas, Guillermo Jordán, Renato Leduc, Pedro Ocampo Ramírez, Cristina Pacheco y yo. Leduc se sentía orgulloso de estar en ese libro y nosotros de estar al lado de él.
Sabia virtud… el tiempo… La vida vive hacia adelante y hacia atrás. Existe una fuerza poderosa que no nos detiene ni en el proyecto ni en la célula. El escritor sabe de estas vertientes cósmicas y utiliza la palabra para poder controlar lo más posible el transcurso. Equilibrarlo. El ser humano vive su tiempo y busca a sus iguales para tener testigos de que ese tiempo fue vivido y crear una red para de alguna manera detener los acontecimientos, para que en ellos lean los que vienen. Es una idea noble el intentar la permanencia mediante esa forma. Fuimos un puñado de latidos. Fuimos un tiempo.
Y se gozó mientras tanto, se sufrió también. Se vivió y así el verbo de ese entonces se fue hacia su ayer y se fue hacia su mañana que ahora ya son pasados también pero que pretenden seguir siendo presentes. Y las bromas y los corajes de entonces siguen presentes, y unos están de acuerdo y otros no, cuando Renato Leduc nos vuelve a afirmar que “sólo al de muy mala leche puede llamársele periodismo, lo demás es basura”. Y lo vemos sonreír con coraje cuando el periodista Roberto Blanco Moheno escribe en una de sus columnas que cuando ve aparecer las columnas de Leduc en las páginas de Excélsior le da “ la impresión de ver a una virgen trabajando de asistente en una casa de putas”.
A veces estas cosas provocaron inquietud en la casa de Aurora Reyes, inquietud siempre envuelta, finalmente, en sonoras carcajadas. Alguno preguntaba cómo había sido escrito el poema del tiempo y él explicaba que había sido el resultado de una broma de preparatorianos cuando le pidieron que escribiera un soneto que rimara con la palabra tiempo, sabiendo de antemano que esa palabra no tiene rima. Entonces explicaba el ardid y repetía el poema entre el aplauso de todos, y en esos términos no faltaba quien recordara la tragedia del poeta Azcona.
Eso del poeta Azcona es un misterio que ha quedado en eso, para todos los tiempos, y todo porque tampoco existe una rima para la palabra triunfo. Siglos irán y siglos vendrán y esa incógnita quedará resguardada para siempre, negada a cualquier ser humano; bueno, a cualquier ser humano y hasta al poeta más trinchón de la pradera.
En estos términos resulta que a la cantina del Triunfo/ entró una gringa nalgona,/ y dijo el poeta Azcona… y nadie jamás de los jamases sabrá nunca que fue lo que dijo el poeta Azcona. Y todos ríen. Y alguien recuerda al intelectual cubano Juan Marinello, y Rubén Bernaldo declama a Guillén, y Armando Duvalier piensa como va a transladar el “vanguardismo” a Chiapas, su poesía “alquimista”, y se recuerda a los Estridentistas, y se recuerda a los Revueltas y el México grande ahí sigue estando, de pie, aunque hasta lo imposible se haga desde otras alturas porque así no sea.
Leduc me trataba (no mucho, sus verdaderos amigos eran los de su generación), me trataba pero no se acordaba cómo me había conocido, yo sí, y muy bien. Había iniciado mi debut como periodista por 1967, era un jovenzuelo y la hacía de auxiliar del Director del periódico Claridades, mi inolvidable don Mario Sevilla Mascareñas. Me había llevado a Claridades otro inolvidable mío, el gran periodista chiapaneco José Falconi Castellanos. Era curioso: se trataba de un periódico taurino pero era de izquierda; don Mario presumía a pecho henchido su pasada amistad con los muralistas mexicanos y con el poeta García Lorca y el periódico que dirigía, del cual era dueña doña Olga D’Medina, era una extraña mezcla de publicación taurina con preocupaciones sociales. Renato Leduc, columnista de Excélsior y de la revista Siempre!, además de la revista quincenal Política, de Manuel Marcué Pardiñas, era comentarista también de Claridades; en cierto espacio hablaba de política y en otro era nuestro cronista taurino.
Don Mario me había puesto un escritorio cerca de su oficina. Ahí me saludaban forzosamente todos los que llegaban a entregar sus artículos. Varios de los articulistas también eran escritores de la ya mencionada revista Siempre. Un día se abrió la puerta y entró lleno de alegría el hombrón de cabeza blanca. Traía varios libros entre los brazos. Se dirigió a mí con una amplia sonrisa que no cabía en la oficina y jubiloso puso uno de los libros en mis manos, diciéndome, casi cantándome: “acaba de salir mi libro más reciente”.
Se trataba de “Fábula y poemas”. Yo, desprovisto todavía de las artes necesarias para manejarme en sociedad, me vi de pronto comprometido en un muy serio aprieto. Ya tenía el libro en las manos, me había sido entregado con muy buen ánimo, nada más que en torno había un insalvable enigma para mí, ahora, ¿cómo debía actuar? ¿El gran Renato Leduc me estaba mostrando su libro recién salido?, ¿sólo eso?, ¿quién era yo para que me tuviera otro tipo de atenciones? ¿pero, y si me lo estaba obsequiando y le atizaba la grosería de preguntarle por el precio?, ¿o me lo estaba vendiendo?, ¿qué debía hacer en cualquiera de los trances?, ¡¿qué debía decir?! Me quedé como pasmado; de pronto pensé en que algo tenía que decir, en que una decisión debería tomar, decidirme por alguna opción. Reaccioné repentino y por fin me incliné por una de las salidas y tímidamente le pregunté: ¿Don Renato, cuánto es por el libro? Entonces me contestó sonriente: “No hombre, entre sastres no se cobran las puntadas”. Recordé que hacía apenas unos cuantos días me habían publicado mis primeros poemas en un pequeño periodiquito de los que circulan nada más en el primer cuadro de la ciudad. Entonces, cuando escuché aquello de “no hombre, entre sastres no se cobran las puntadas”, le dije risueño: “ah ¿lo dice porque los dos somos poetas, verdad?” entonces volteó hacia mí y me respondió contundente: “Lo digo porque los dos somos borrachos, cabrón”. Juro que hasta ese momento no me había tomado una sola copa con él.
Renato Leduc nació en Tlalpan en 1897. Tlalpan sigue aprisionando entre sus calles la atmósfera provinciana que nunca le ha abandonado, con sus largos muros tras los cuales viven sus siglos instituciones eclesiásticas o viejas casonas porfirianas. En el centro de Tlalpan existe una cantina que se llama La Jalisciense que tiene el sabor de aquellos viejos bares que se niegan a morir en la gran ciudad.
En el interior de La Jalisciense las paredes están tapizadas con fotografías y poemas entre los que se pueden encontrar versos como aquellos clásicos de Pancho Liguori que empiezan diciendo: “Tuve un amigo canijo/ que leyó en un libro viejo/ aquel antiguo consejo/ y lo siguió muy prolijo./ En su propósito fijo/ pensó, como buen pendejo:/ seré feliz porque dejo/ un libro, un árbol y un hijo …etc. Otras picardías más escritas también en verso comparten el espacio con el poema de Liguori, que tan festejado concluye: “pero le salió mal todo/ pues por irónico modo/ dejó al fin de su jornada/ un libro muy aburrido,/ un árbol seco y torcido/ y un hijo de la chingada.
Junto a los versos también hay fotografías (hace mucho que no paso por ahí, espero que el panorama no haya cambiado). En esas fotografías conviven gustosamente el propio Francisco Liguori y otros personajes de Tlalpan, entre ellos, Armando Jiménez, autor del tan famoso libro “Picardías Mexicanas”, quien por un largo tiempo vivió en un punto de esa delegación (acaba de fallecer en Tuxtla Gutiérrez pero tuvo el gusto de que en esa ciudad a una calle le pusieran su nombre. A mí me tocó pronunciar el discurso alusivo y develar la placa de tal calle). En las paredes de La Jalisciense también hay varias fotografías de Renato Leduc. Los otros personajes le son prestados a Tlalpan; Renato se encuentra en esas paredes por derecho propio, disfrutando de su titularidad en tal ámbito.
Una vez, platicando yo con el escritor Gonzalo Martré, empezamos a recordar a aquel Renato que fue candidato a diputado por el Partido Comunista (Frente Electoral del Pueblo); que una vez en un mitin del Partido Comunista que se realizaba en contra de Gustavo Díaz Ordaz en el teatro Lírico, subió a la tribuna y dijo: “Ayer fue Porfirio Díaz, hoy es Gustavo Díaz, total, todo es cosa de días”; de la vez que tuve que darle unos documentos y nunca supe si fue en su casa o en su oficina en las calles de Artes, hoy Antonio Caso. Desde la fachada parecía como una maltrecha casa parisiense acabada de bombardear por Hitler, él volteó a ver el entorno y me explicó: “es que se acaba de incendiar”. Aquello era más que la ahumada mueca de la catástrofe.
De aquella conversación con el escritor Martré, salieron dos proyectos: hablar con el delegado de la Benito Juárez, para que una de las calles de la Colonia del Periodista llevara el nombre del maestro Ricardo Cortés Tamayo, y hablar con el delegado de Tlalpan para que una de las más importantes avenidas de esa otra delegación llevara el nombre de Renato Leduc.
Entonces aún vivía el maestro Cortés Tamayo y le informamos sobre nuestra decisión. Don Ricardo todo un sabio caballero, oyó con cautela nuestro plan. Primero dudó un poco de la seriedad de nuestra propuesta. Finalmente se percató de la firmeza con que le estábamos hablando y por fin accedió a que iniciáramos las gestiones. Esas gestiones nunca lograron su objetivo y nos quedó el pesar de nada más haber ilusionado al maestro.
Con el segundo proyecto nos fue mejor, “como dice el refrán, dar tiempo al tiempo”, porque de inmediato contamos con el entusiasmo del delegado Francisco Ríos Zertuche, y él nos habló de un parque (que existe), y nos pidió que escogiéramos la avenida (ellos la escogieron finalmente, la que va de la Calzada de Tlalpan hacia Tlalpan misma y que entonces se llamaba Avenida del Ferrocarril, existe) y nos habló de un gran busto de bronce (que también existe ahí mismo, en el parque) y nos pidió que pusiéramos fecha para inaugurar todo eso. Tanto a Martré, como a mí, nos tocó pronunciar los discursos alusivos y en el acto estuvieron personajes tan prominentes como el delegado Ríos Zertuche, el ya mencionado Armando Jiménez, el maestro Ricardo Cortés Tamayo, la pintora Rina Lazo, el grabador Arturo García Bustos, la pintora Leticia Ocharán y sobre todo, la hija de Renato, Patricia Leduc.
Ya fallecieron el doctor Daniel Martínez Montes y Aurora Reyes y muchos de los aquí nombrados. Mas queda el recuerdo, fuerte, poderoso, de todos ellos, y en honor a ese recuerdo quiero cerrar estas líneas en el momento en el que José Alvarado llega hasta el Hemiciclo a Juárez, en medio de la luz mortecina de una tarde de octubre. Alvarado alcanza a percibir la erguida figura de Renato Leduc, caminando sobre la Alameda, como quien va para el Palacio de Bellas Artes, como quien va para la Morada de Paz, mejor. Alvarado hace bocina con sus dos manos: “¡Adiós Renato!”, grita con fuerza; el hombrón se detiene por un momento, voltea, con voz grave responde: “adiós don Benito” y sigue sucamino…
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