La doctrina Obama y África/Shlomo Ben Ami, ex ministro israelí de Asuntos Exteriores y vicepresidente del Centro Internacional de Toledo para la Paz.
Traducción de Carlos Manzano
Publicado en EL PAÍS, 11/08/09;
El tan comentado discurso del presidente Barack Obama en El Cairo no sólo representó la desaparición del impulso ideológico de George W. Bush a la reconstrucción del mundo musulmán mediante una revolución democrática, sino que, además, señaló el fin del propósito por parte del liberalismo americano de rehacer el mundo a su imagen y semejanza.
En lugar de eso, el Gobierno de Obama se guía por un realismo político relativista que adopta el respeto de las distinciones culturales y religiosas. Su secretaria de Estado, Hillary Clinton, subrayó esa tendencia durante su primera visita a China, donde su mensaje inequívoco fue el de que el orden y la estabilidad tienen prioridad sobre la libertad y los derechos humanos.
Pero, ¿qué decir de África, el continente olvidado al que el presidente dedicó un discurso exuberante como todos los suyos y una visita relámpago a la cual la actual gira de su secretaria de Estado es sin duda un importante acto de seguimiento diplomático? Allí tanto la vitalidad de la tradición política local como los imperativos estratégicos están convergiendo para determinar los límites de la capacidad de Occidente con vistas a imponer sus valores.
Dos semanas antes del discurso de Obama en El Cairo, una delegación del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas visitó cuatro países africanos para expresar su preocupación por el resurgimiento del cambio inconstitucional en ese continente. África ofrece, en efecto, un panorama sombrío, con países que están deshaciéndose virtualmente a consecuencia de la autocracia y el estancamiento.
Pero la doctrina Obama que está perfilándose sugiere que “las elecciones por sí solas no constituyen una democracia auténtica” y que, como ha ocurrido en el mundo árabe, cualquier iniciativa abrupta en pro de la democracia está destinada a producir caos. Además, en África los dirigentes posautoritarios no necesariamente respetan los derechos humanos y la gestión decente de los asuntos públicos.
La actitud de Occidente para con la democracia en el Tercer Mundo siempre ha sido errática. A comienzos del decenio de 1990, aplaudió el golpe militar en Argelia encaminado a cercenar la aparición democrática de un régimen islamista y no tiene el menor inconveniente en hacer negocios con regímenes autoritarios de todo el mundo árabe. Sin embargo, suele ser habitual que en público se muestre prendado de los aderezos exteriores de la democracia.
Tomemos el ejemplo de Guinea Conakry. Después de años de agitación, unos oficiales de poca graduación, encabezados por el capitán Moussa Dadis Camara, tomaron el poder endiciembre de 2008 en un golpe pacífico y que contó con un amplio apoyo. Tanto la Unión Europea como Estados Unidos reaccionaron inmediatamente amenazando a la junta gobernante con la interrupción de la ayuda, a no ser que se restablecieran las elecciones y el Gobierno constitucional.
Aunque el presidente Camara acabó sucumbiendo a la presión y convocando elecciones para el próximo invierno, no le falta razón al insistir en que primero debe garantizar la estabilidad para que las elecciones no se conviertan en un simple preludio de luchas civiles. El caso de la vecina Guinea-Bissau, donde acaba de producirse un baño de sangre antes de las elecciones generales, debe servir de advertencia.
¿Por qué ha de insistir Occidente en las elecciones en un país que desde 1984 fue gobernado por un dictador con respaldo occidental, Lansana Conté, que, a su vez, llegó al poder con un golpe militar? Mantuvo una Constitución y celebró elecciones, pero no por ello fue un gobernante democrático ni fue capaz de sacar a su país de su atroz atraso, pese a su enorme potencial para el desarrollo económico.
El problema de África es el de la eficacia del gobierno, no el de las elecciones y las constituciones de altas miras. Al contrario, se debe alentar a los gobernantes a que se dediquen a la construcción de la democracia de abajo arriba, creen una fuerza de policía y un sistema judicial honrados y permitan que prosperen organizaciones cívicas. Capacitar a las fuerzas de policía para que mantengan el orden sin recurrir a baños de sangre no es menos importante que las elecciones.
En África, las elecciones y las constituciones -Zimbabwe y la dictadura de Gabón tienen ambas cosas- nunca han sido una salvaguardia contra la tiranía y las violaciones de los derechos humanos.
La prueba de Camara -de hecho, la prueba para la mayoría de los dirigentes africanos- consiste en proteger a los civiles y su propiedad, mantener el orden público sin medidas opresivas y luchar contra la corrupción. Camara se ha mostrado muy receptivo ante la presión internacional y recientemente ha sido elogiado por Human Rights Watch por su “importante esfuerzo” al haber reconocido el papel destructivo de la corrupción y del tráfico de drogas y haber lanzado una ofensiva contra ellos.
El orden y la estabilidad, aun sin derechos constitucionales, es lo que legitima a países como Libia y Túnez ante la comunidad internacional. Para recuperar la confianza de la comunidad empresarial internacional y de las grandes empresas mineras mundiales, a las que en los últimos años enfurecieron las renegociaciones forzosas de los acuerdos vigentes por los Gobiernos del Congo, Mongolia y Guinea, Camara tuvo también la prudencia de desdecirse de su amenaza de renegociar las concesiones mineras vigentes.
Occidente tiene razón en insistir en las normas de gobierno decente, pero corre el riesgo de perder su capacidad de influir en los acontecimientos de África cuando cae en la falacia de ignorar que la democracia no es un dogma eclesiástico sino una serie de principios que necesitan ser contextualizados.
Es por lo tanto difícil entender la resistencia del Grupo de Contacto internacional responsable del seguimiento del proceso de democratización en Guinea a la intención del líder guineano de presentarse, desde luego sólo después de abandonar el Ejército, a las elecciones presidenciales. En Mauritania acaban de producirse elecciones presidenciales que tanto el secretario general de la ONU y la Unión Europea, asumieron como perfectamente legítimas. Las ganó el general Mohamed Ould Abdelaziz, el mismo que tomó el poder hace un año a través de un golpe de Estado…
Tampoco es útil para los intereses de Occidente, o de los pueblos de África, vincular automáticamente la ayuda con las elecciones, pues, mientras lo hace, China, el freno de cuyo empuje estratégico en África es uno de los objetivos principales de la gira de la secretaria Clinton, está utilizando su colosal capacidad financiera para ampliar su posición estratégica en el continente, sin vincular la ayuda y la inversión con latosas exigencias sobre la gestión de los asuntos públicos. Gracias a su empuje para conservar una importante voz y voto en materia de fijación de precios del hierro y la bauxita, de los que Guinea es el mayor productor mundial, China recibe una cálida acogida de unos funcionarios cansados de los sermones occidentales.
No es una buena noticia para los adalides occidentales de los derechos humanos que China acabe capacitando a los policías de países como Guinea. No hace falta demasiada imaginación para discernir las normas que los chinos podrían inculcar a los 1.000 policías y funcionarios judiciales del Asia central a los que están formando actualmente.
Tal como lo entiende Obama, semejante ayuda autoritaria es una grave amenaza para los intereses geoestratégicos de Occidente, incluida la lucha contra el tráfico de drogas (Guinea ha llegado a ser un punto de tránsito en la ruta de Sudamérica a Europa). También socava la oportunidad de poner las bases para una auténtica reforma democrática en todo el continente.
En lugar de eso, el Gobierno de Obama se guía por un realismo político relativista que adopta el respeto de las distinciones culturales y religiosas. Su secretaria de Estado, Hillary Clinton, subrayó esa tendencia durante su primera visita a China, donde su mensaje inequívoco fue el de que el orden y la estabilidad tienen prioridad sobre la libertad y los derechos humanos.
Pero, ¿qué decir de África, el continente olvidado al que el presidente dedicó un discurso exuberante como todos los suyos y una visita relámpago a la cual la actual gira de su secretaria de Estado es sin duda un importante acto de seguimiento diplomático? Allí tanto la vitalidad de la tradición política local como los imperativos estratégicos están convergiendo para determinar los límites de la capacidad de Occidente con vistas a imponer sus valores.
Dos semanas antes del discurso de Obama en El Cairo, una delegación del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas visitó cuatro países africanos para expresar su preocupación por el resurgimiento del cambio inconstitucional en ese continente. África ofrece, en efecto, un panorama sombrío, con países que están deshaciéndose virtualmente a consecuencia de la autocracia y el estancamiento.
Pero la doctrina Obama que está perfilándose sugiere que “las elecciones por sí solas no constituyen una democracia auténtica” y que, como ha ocurrido en el mundo árabe, cualquier iniciativa abrupta en pro de la democracia está destinada a producir caos. Además, en África los dirigentes posautoritarios no necesariamente respetan los derechos humanos y la gestión decente de los asuntos públicos.
La actitud de Occidente para con la democracia en el Tercer Mundo siempre ha sido errática. A comienzos del decenio de 1990, aplaudió el golpe militar en Argelia encaminado a cercenar la aparición democrática de un régimen islamista y no tiene el menor inconveniente en hacer negocios con regímenes autoritarios de todo el mundo árabe. Sin embargo, suele ser habitual que en público se muestre prendado de los aderezos exteriores de la democracia.
Tomemos el ejemplo de Guinea Conakry. Después de años de agitación, unos oficiales de poca graduación, encabezados por el capitán Moussa Dadis Camara, tomaron el poder endiciembre de 2008 en un golpe pacífico y que contó con un amplio apoyo. Tanto la Unión Europea como Estados Unidos reaccionaron inmediatamente amenazando a la junta gobernante con la interrupción de la ayuda, a no ser que se restablecieran las elecciones y el Gobierno constitucional.
Aunque el presidente Camara acabó sucumbiendo a la presión y convocando elecciones para el próximo invierno, no le falta razón al insistir en que primero debe garantizar la estabilidad para que las elecciones no se conviertan en un simple preludio de luchas civiles. El caso de la vecina Guinea-Bissau, donde acaba de producirse un baño de sangre antes de las elecciones generales, debe servir de advertencia.
¿Por qué ha de insistir Occidente en las elecciones en un país que desde 1984 fue gobernado por un dictador con respaldo occidental, Lansana Conté, que, a su vez, llegó al poder con un golpe militar? Mantuvo una Constitución y celebró elecciones, pero no por ello fue un gobernante democrático ni fue capaz de sacar a su país de su atroz atraso, pese a su enorme potencial para el desarrollo económico.
El problema de África es el de la eficacia del gobierno, no el de las elecciones y las constituciones de altas miras. Al contrario, se debe alentar a los gobernantes a que se dediquen a la construcción de la democracia de abajo arriba, creen una fuerza de policía y un sistema judicial honrados y permitan que prosperen organizaciones cívicas. Capacitar a las fuerzas de policía para que mantengan el orden sin recurrir a baños de sangre no es menos importante que las elecciones.
En África, las elecciones y las constituciones -Zimbabwe y la dictadura de Gabón tienen ambas cosas- nunca han sido una salvaguardia contra la tiranía y las violaciones de los derechos humanos.
La prueba de Camara -de hecho, la prueba para la mayoría de los dirigentes africanos- consiste en proteger a los civiles y su propiedad, mantener el orden público sin medidas opresivas y luchar contra la corrupción. Camara se ha mostrado muy receptivo ante la presión internacional y recientemente ha sido elogiado por Human Rights Watch por su “importante esfuerzo” al haber reconocido el papel destructivo de la corrupción y del tráfico de drogas y haber lanzado una ofensiva contra ellos.
El orden y la estabilidad, aun sin derechos constitucionales, es lo que legitima a países como Libia y Túnez ante la comunidad internacional. Para recuperar la confianza de la comunidad empresarial internacional y de las grandes empresas mineras mundiales, a las que en los últimos años enfurecieron las renegociaciones forzosas de los acuerdos vigentes por los Gobiernos del Congo, Mongolia y Guinea, Camara tuvo también la prudencia de desdecirse de su amenaza de renegociar las concesiones mineras vigentes.
Occidente tiene razón en insistir en las normas de gobierno decente, pero corre el riesgo de perder su capacidad de influir en los acontecimientos de África cuando cae en la falacia de ignorar que la democracia no es un dogma eclesiástico sino una serie de principios que necesitan ser contextualizados.
Es por lo tanto difícil entender la resistencia del Grupo de Contacto internacional responsable del seguimiento del proceso de democratización en Guinea a la intención del líder guineano de presentarse, desde luego sólo después de abandonar el Ejército, a las elecciones presidenciales. En Mauritania acaban de producirse elecciones presidenciales que tanto el secretario general de la ONU y la Unión Europea, asumieron como perfectamente legítimas. Las ganó el general Mohamed Ould Abdelaziz, el mismo que tomó el poder hace un año a través de un golpe de Estado…
Tampoco es útil para los intereses de Occidente, o de los pueblos de África, vincular automáticamente la ayuda con las elecciones, pues, mientras lo hace, China, el freno de cuyo empuje estratégico en África es uno de los objetivos principales de la gira de la secretaria Clinton, está utilizando su colosal capacidad financiera para ampliar su posición estratégica en el continente, sin vincular la ayuda y la inversión con latosas exigencias sobre la gestión de los asuntos públicos. Gracias a su empuje para conservar una importante voz y voto en materia de fijación de precios del hierro y la bauxita, de los que Guinea es el mayor productor mundial, China recibe una cálida acogida de unos funcionarios cansados de los sermones occidentales.
No es una buena noticia para los adalides occidentales de los derechos humanos que China acabe capacitando a los policías de países como Guinea. No hace falta demasiada imaginación para discernir las normas que los chinos podrían inculcar a los 1.000 policías y funcionarios judiciales del Asia central a los que están formando actualmente.
Tal como lo entiende Obama, semejante ayuda autoritaria es una grave amenaza para los intereses geoestratégicos de Occidente, incluida la lucha contra el tráfico de drogas (Guinea ha llegado a ser un punto de tránsito en la ruta de Sudamérica a Europa). También socava la oportunidad de poner las bases para una auténtica reforma democrática en todo el continente.
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