Los nuevos puritanos/Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB
Publicado en LA VANGUARDIA, 13/08/09;
Se aprueban leyes cada vez más permisivas que, lógicamente, ofrecen posibilidades de una mayor libertad individual: es el caso de los matrimonios entre homosexuales, el divorcio-exprés o el proyecto de nueva ley del aborto. A la vez, sin embargo, el mismo legislador adopta intransigentes medidas restrictivas o prohibitivas en cuestiones que hasta ahora no ocasionaban conflictos y se iban resolviendo, según la propia voluntad individual con el respeto debido a los demás, por las reglas de la buena educación, sin intervención ninguna de los poderes públicos.
Me refiero, por ejemplo, a las leyes antitabaco, antialcohol, o a las cada vez mayores obligaciones de los conductores de automóviles.
Ciertamente, algunas de estas medidas pueden ser razonables y necesarias. Ahora bien, en torno a las mismas se está creando un nuevo puritanismo que dudo mucho nos convierta en más libres y felices.
La semana pasada, Rafael Ramos, corresponsal de La Vanguardia en Londres, nos informaba que los célebres pubs británicos están en vertiginoso proceso de desaparición: se cierran cinco pubs a la semana y siguen abiertos seis mil menos que en el año 2000. A ese paso, los pubs serán una rareza, un vestigio del imperio británico que sólo visitarán los turistas.
En Londres, como se sabe, hasta ahora en cada esquina había un pub, cada vecino tenía allí su peña y, el forastero, si le apetecía, alguien con quien poder conversar un ratillo. Los pubs suelen ser locales confortables, de diseño clásico, decorados con revestimientos de madera, con una larga barra que facilita la movilidad entre los parroquianos e impide que nadie se quede al margen de la tertulia. Además, si alguien prefiere reserva e intimidad, puede uno sentarse en cómodos y mullidos butacones y sofás. En definitiva, un prodigio de civilización y bienestar al alcance de todos los bolsillos.
Ahora bien, los pubs se caracterizan también por otros dos componentes, hoy objeto de una implacable persecución por parte de los nuevos puritanos: el alcohol y el tabaco. En el pub se charla con un vaso de cerveza en una mano y el pitillo en la otra, como no puede ser de otra manera, pues la abstinencia incita a la mudez y el aire puro a la aislada contemplación: sin alcohol y sin tabaco, por tanto, no hay pub. Pues bien, ahí está el problema: las trabas al consumo de alcohol y la prohibición del tabaco.
No son estas, sin duda, las únicas causas de su decadencia. Los tiempos cambian, las modas también. Algo parecido les sucede a los cálidos cafés de Centroeuropa o a los populares bistrots franceses; y también alcanzará a los bares españoles cuando estas puritanas medidas nos lleguen con todo su rigor. Los cafés como locales de encuentro, amistad, tolerancia, debate y civilizada disidencia, serán pronto parte del pasado. Las hamburgueserías, el iPod, la pantalla del ordenador y, con suerte, el poder fumar y beber en casa, son quizás el futuro, los nuevos elementos de una Europa acaso mejor y más feliz. Pero esta escéptica esperanza no quita que, por el momento, dudemos sobre la conveniencia y la legitimidad de ciertas restricciones legales al alcohol y al tabaco que nos parecen desproporcionadas y contrarias a nuestras tradicionales libertades.
Efectivamente, en una democracia los poderes públicos no pueden hacer todo lo que les venga en gana, aunque sea con la buena intención de beneficiar a los ciudadanos, sino sólo aquello para lo que han sido creados: garantizar la igual libertad de todos. Por tanto, el fundamento de toda medida que tome el poder no debe ser conseguir el bien de las personas – aquello, por cierto, que el poder considera que es un bien-sino el respeto a su libertad, aunque el ciudadano, según criterio de quien ostenta el poder, ande equivocado.
Ni el poder político es un padre sabio y bondadoso, ni el ciudadano un menor de edad incapacitado para distinguir el bien del mal. En el origen del Estado – de todo poder público-encontramos a un hombre racional, libre e igual a los demás que pacta con estos la creación de un instrumento – el propio Estado-que le permita seguir siendo tan libre e igual como siempre lo ha sido pero sin tener que defender sus libertades mediante el uso de la violencia. En adelante, este cometido, el uso de la violencia, correrá exclusivamente a cargo del Estado.
Este Estado, sin embargo, es limitado y sólo puede utilizar esta violencia mediante la aprobación de leyes parlamentarias que garanticen la única función que se le ha encomendado: asegurar la igual libertad de todas las personas. Hay ámbitos, por tanto, donde el Estado no debe nunca intervenir aunque lo haga, como decían nuestros padres, “para nuestro bien”: no olvidemos los efectos perversos de las buenas intenciones y el dicho popular según el cual “hace más daño el tonto que el malo”. Sólo si una persona vulnera los derechos de otra, el Estado puede intervenir prohibiendo y castigando al infractor.
En fin, pubs para beber cerveza y fumarse un pitillo deben seguir existiendo. Y quien no quiera que no entre. Quizás lo que gastamos en alcohol y tabaco lo ahorramos – también el Estado-en úlceras e insomnios y la tertulia diaria en un pub seguro que cura más que un psicoanalista. Cualquier día aparecerá un artículo apoyando estas tesis en Nature o Science y, bobos que somos, nos lo creeremos como un nuevo dogma de fe, incluso, sobre todo, se lo creerán los puritanos de hoy.
Me refiero, por ejemplo, a las leyes antitabaco, antialcohol, o a las cada vez mayores obligaciones de los conductores de automóviles.
Ciertamente, algunas de estas medidas pueden ser razonables y necesarias. Ahora bien, en torno a las mismas se está creando un nuevo puritanismo que dudo mucho nos convierta en más libres y felices.
La semana pasada, Rafael Ramos, corresponsal de La Vanguardia en Londres, nos informaba que los célebres pubs británicos están en vertiginoso proceso de desaparición: se cierran cinco pubs a la semana y siguen abiertos seis mil menos que en el año 2000. A ese paso, los pubs serán una rareza, un vestigio del imperio británico que sólo visitarán los turistas.
En Londres, como se sabe, hasta ahora en cada esquina había un pub, cada vecino tenía allí su peña y, el forastero, si le apetecía, alguien con quien poder conversar un ratillo. Los pubs suelen ser locales confortables, de diseño clásico, decorados con revestimientos de madera, con una larga barra que facilita la movilidad entre los parroquianos e impide que nadie se quede al margen de la tertulia. Además, si alguien prefiere reserva e intimidad, puede uno sentarse en cómodos y mullidos butacones y sofás. En definitiva, un prodigio de civilización y bienestar al alcance de todos los bolsillos.
Ahora bien, los pubs se caracterizan también por otros dos componentes, hoy objeto de una implacable persecución por parte de los nuevos puritanos: el alcohol y el tabaco. En el pub se charla con un vaso de cerveza en una mano y el pitillo en la otra, como no puede ser de otra manera, pues la abstinencia incita a la mudez y el aire puro a la aislada contemplación: sin alcohol y sin tabaco, por tanto, no hay pub. Pues bien, ahí está el problema: las trabas al consumo de alcohol y la prohibición del tabaco.
No son estas, sin duda, las únicas causas de su decadencia. Los tiempos cambian, las modas también. Algo parecido les sucede a los cálidos cafés de Centroeuropa o a los populares bistrots franceses; y también alcanzará a los bares españoles cuando estas puritanas medidas nos lleguen con todo su rigor. Los cafés como locales de encuentro, amistad, tolerancia, debate y civilizada disidencia, serán pronto parte del pasado. Las hamburgueserías, el iPod, la pantalla del ordenador y, con suerte, el poder fumar y beber en casa, son quizás el futuro, los nuevos elementos de una Europa acaso mejor y más feliz. Pero esta escéptica esperanza no quita que, por el momento, dudemos sobre la conveniencia y la legitimidad de ciertas restricciones legales al alcohol y al tabaco que nos parecen desproporcionadas y contrarias a nuestras tradicionales libertades.
Efectivamente, en una democracia los poderes públicos no pueden hacer todo lo que les venga en gana, aunque sea con la buena intención de beneficiar a los ciudadanos, sino sólo aquello para lo que han sido creados: garantizar la igual libertad de todos. Por tanto, el fundamento de toda medida que tome el poder no debe ser conseguir el bien de las personas – aquello, por cierto, que el poder considera que es un bien-sino el respeto a su libertad, aunque el ciudadano, según criterio de quien ostenta el poder, ande equivocado.
Ni el poder político es un padre sabio y bondadoso, ni el ciudadano un menor de edad incapacitado para distinguir el bien del mal. En el origen del Estado – de todo poder público-encontramos a un hombre racional, libre e igual a los demás que pacta con estos la creación de un instrumento – el propio Estado-que le permita seguir siendo tan libre e igual como siempre lo ha sido pero sin tener que defender sus libertades mediante el uso de la violencia. En adelante, este cometido, el uso de la violencia, correrá exclusivamente a cargo del Estado.
Este Estado, sin embargo, es limitado y sólo puede utilizar esta violencia mediante la aprobación de leyes parlamentarias que garanticen la única función que se le ha encomendado: asegurar la igual libertad de todas las personas. Hay ámbitos, por tanto, donde el Estado no debe nunca intervenir aunque lo haga, como decían nuestros padres, “para nuestro bien”: no olvidemos los efectos perversos de las buenas intenciones y el dicho popular según el cual “hace más daño el tonto que el malo”. Sólo si una persona vulnera los derechos de otra, el Estado puede intervenir prohibiendo y castigando al infractor.
En fin, pubs para beber cerveza y fumarse un pitillo deben seguir existiendo. Y quien no quiera que no entre. Quizás lo que gastamos en alcohol y tabaco lo ahorramos – también el Estado-en úlceras e insomnios y la tertulia diaria en un pub seguro que cura más que un psicoanalista. Cualquier día aparecerá un artículo apoyando estas tesis en Nature o Science y, bobos que somos, nos lo creeremos como un nuevo dogma de fe, incluso, sobre todo, se lo creerán los puritanos de hoy.
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