Recordar Acteal/CARLOS MONTEMAYOR
Revista Proceso # 1711, 16 de agosto de 2009;
Los tumbos presidenciales ante la masacre de Acteal en Chiapas, desde Ernesto Zedillo hasta Felipe Calderón, pretenden mostrarla como un conflicto entre indios bárbaros, cuando es una expresión más de la violencia de Estado. Aquí, el autor de Chiapas, la rebelión indígena de México, aporta datos duros que la Suprema Corte de Justicia de la Nación dejó pasar en su resolución para liberar a 20 presos por un crimen que hasta ahora sigue impune. Frente al argumento de las “irregularidades procesales” que privilegió la Corte, dice Carlos Montemayor, están las más importantes: las “irregularidades” de la violencia de Estado.
En diciembre de 1997 irrumpió en Acteal otra variante de la violencia de Estado a través de grupos de choque. Ya no estuvieron integrados por militares ni policías, como había ocurrido en diversas masacres en la Ciudad de México el 10 y el 11 de mayo de 1952 (en el primer caso, contra obreros; en el segundo, contra Henriquistas), el 2 de octubre de 1968 y el 10 de junio de 1971 (contra estudiantes), y en el vado de Aguas Blancas el 28 de junio de 1995 (contra campesinos). La variante de 1997 es que eran paramilitares indígenas, que perpetraron una de las más brutales masacres en el México del siglo XX en los Altos de Chiapas. Por la importancia del crimen, por la relevancia del modus operandi de Estado y por la reciente decisión de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), revisemos algunos datos esenciales vinculados con los hechos de ese 22 de diciembre de 1997 en Acteal, que la SCJN decidió dejar de lado.1
Los considero esenciales porque la Suprema Corte decidió ponderar solamente irregularidades procesales y concedió un amparo “liso y llano” (es decir, absolutorio), y no un amparo “para efectos”, que con más lógica y equidad hubiera obligado a reponer el procedimiento y subsanar las irregularidades posibles o reales del proceso. Uno de los ministros de la Corte llegó a afirmar: “Aquí sólo se está determinando que a los quejosos no se les siguió un debido proceso, lo cual no equivale en absoluto a un pronunciamiento sobre si, de facto, son o no inocentes”. En efecto, la violencia de Estado cierra ciclos de protección a los autores intelectuales y materiales de las masacres a través del Poder Judicial, precisamente en eslabones finales. Así ocurrió en las masacres de 1952, 1968, 1971 y 1995, y en los arrestos multitudinarios y asesinatos de Atenco en 2006. Pero en todos estos casos –incluido Acteal– las “irregularidades” de la violencia de Estado son más importantes que las “irregularidades procesales”. La docilidad de los jueces, por la impunidad que aseguran, forma igualmente parte de la violencia de Estado.
En el municipio de Chenalhó, en Acteal, en los mencionados Altos de Chiapas, se habían concentrado familias campesinas conocidas como las Abejas, desplazadas desde hacía tiempo de su lugar de origen por presiones de grupos paramilitares. Atentas a los rumores de que se preparaba para atacarlas uno de tales grupos entrenados por cuadros de la policía estatal, se concentraron desde las primeras horas de la mañana en la ermita que habían construido en Acteal, un galerón de madera con techo de lámina y piso de tierra firme. Para disminuir los riesgos de un enfrentamiento con ese grupo paramilitar, muchos hombres se retiraron y sólo quedaron en su mayoría mujeres, niños y ancianos.
A las 10:30 de la mañana se aproximó al lugar el contingente agresor que portaba armas de alto calibre, uniformes de color negro y pasamontañas. Eran individuos de las comunidades de Los Chorros, Puebla, Chimix, Quextic, Pechiquil y Canolal, que se habían transportado en camiones de los conocidos como de tres toneladas. Comenzaron a disparar, a mansalva, por la espalda, contra los desplazados que rezaban; al huir, la gente iba cayendo en el camino y en una hondonada cercana. Durante seis horas, los paramilitares dispararon y ultimaron a varias decenas de personas; cesaron de accionar las armas cuando consideraron que habían acabado con todos los que se encontraban en la hondonada. Sólo se salvaron dos o tres personas que tenían encima los cuerpos de otros compañeros y que se mantuvieron quietos desde ese momento hasta que empezó a oscurecer y pudieron dirigirse a San Cristóbal. Las detonaciones se escucharon en San José Majomut y sobre todo en Quextic, población desde donde se observa Acteal con claridad.
Hacia la una de la tarde, cuando aún se desarrollaba la masacre, el vicario de la Catedral de San Cristóbal, Gonzalo Ituarte, llamó por teléfono al secretario de Gobierno de Chiapas, Homero Tovilla Cristiani, para pedirle su intervención inmediata. El funcionario dijo no saber nada, pero a las seis de la tarde llamó al vicario para notificarle que la situación en Acteal estaba controlada, que se habían escuchado unos cuantos tiros y que había cinco heridos leves. Cerca de las nueve de la noche llegó a la Catedral de San Cristóbal uno de los sobrevivientes a dar detalles de la masacre. Dijo que habían pedido auxilio a policías que acampaban cerca del lugar; ellos respondieron que “no era de su competencia” y no intervinieron.
A las ocho de la noche, la Cruz Roja movilizó tres vehículos para el reconocimiento de la zona y la ubicación de cuerpos sin vida en la hondonada. Otras seis unidades de la Cruz Roja se sumaron durante la noche a las tareas de recuperación de cuerpos. El informe presentado por la Cruz Roja la mañana del siguiente día arrojó un total de 45 cadáveres, ninguno de los cuales parecía haber significado un serio peligro ni un furibundo adversario para los paramilitares: un bebé, 14 niños, 21 mujeres y nueve hombres. La agresión dejó además 25 heridos y cinco desaparecidos.
Sin embargo, debe apuntarse que los agentes de la policía de Seguridad Pública llegaron cerca de las cuatro de la mañana al lugar de los hechos con el propósito de desaparecer los cadáveres y eliminar evidencias de la masacre: no preservaron el área de la matanza, no practicaron legalmente las diligencias para el levantamiento de cadáveres ni guardaron registro de los sitios donde se hallaron los casquillos de las balas percutidas; tampoco permitieron que intervinieran otros peritos en criminalística de campo.
Por ello resalta su intención de inventar muertes con arma blanca y destripamientos de mujeres encintas: así podrían fácilmente caracterizar la masacre como un enfrentamiento entre indígenas primitivos. Esta invención fue propalada por el gobierno estatal en una campaña de medios para sugerir una especie de matanza ritual al estilo de los kaibiles guatemaltecos. El Servicio Médico Forense del estado llegó inclusive a falsear su reporte para afirmar que 33 víctimas fallecieron por arma de fuego, siete por machetes o cuchillos (entre ellas varias mujeres embarazadas) y cinco por golpes en la cabeza.
Más tarde, los Servicios Periciales de la PGR determinaron que 43 víctimas habían sido ultimadas por arma de fuego y dos a base de golpes; 36 fueron asesinadas en las faldas del cerro, en una hondonada, y las nueve restantes fueron perseguidas y cazadas en las inmediaciones.
El general brigadier retirado Julio César Santiago Díaz fue el mando de mayor jerarquía que estuvo en Acteal la mañana del 22 de diciembre de 1997. Fungía como jefe de asesores de la Coordinación de Seguridad Pública y era director de la Policía Auxiliar en el estado. Carlos Marín dio a conocer las declaraciones ministeriales de este general el 2 de marzo de 1998 en la revista Proceso. El general permaneció a la entrada de Acteal durante tres horas y media, acompañado de 40 policías estatales, mientras a 200 metros de allí, montaña abajo, se cometía la masacre. Entre 1:00 y 4:30 de la tarde, según relató ante el Ministerio Público Federal:
...no se dejaron de escuchar disparos de armas de fuego de distintos calibres, como el .22, escopeta, así como ráfagas de AR-15 y AK-47, deseando aclarar que los disparos se oían en intervalos de tres a cinco minutos; es decir, se escuchaban disparos, pasaban de tres a cinco minutos sin que se escucharan, y volvían a escucharse, siendo así todo el tiempo que permaneció el declarante en la entrada a la comunidad de Acteal, sobre la carretera (…) En esas tres horas y media, ninguno de los cuatro comandantes o de los restantes 40 policías estatales que fueron llegando al punto entró al caserío ni se atrevió a bajar la cuesta para averiguar lo que sucedía, debido a que un suboficial le recomendó: “Jefe, hágase más para acá porque le pueden dar un tiro”.
Felipe Vásquez Espinoza, el suboficial que le aconsejó al general ponerse a salvo de una bala perdida cuando se desarrollaba la masacre, era subcomandante de Seguridad Pública. En un momento de su declaración ministerial, a la pregunta de si alguna vez vio a algún habitante de Los Chorros portando armas, contestó:
Que sí. Que en una ocasión, el día 26 de noviembre, hablé con una persona que acompañaba a otra que portaba un arma de las denominadas cuerno de chivo y al preguntarle por qué portaban esas armas me dijo que eran para seguridad. Y al pedir instrucciones a mis superiores, el primer oficial, Absalón Gordillo, me indicó que si era partido verde lo dejara ir; o sea, verde, que es priista, por lo que lo dejé ir.
En declaración ministerial posterior enriqueció la historia: admitió que el 26 de noviembre, “por instrucciones superiores”, custodió a un grupo de paramilitares tzotziles que llevaban un cargamento de armas conocidas como “cuernos de chivo” dentro de unos costales, en una pick-up. La instrucción dice haberla recibido, “sin lugar a dudas, del primer oficial Absalón Gordillo Ruiz, comandante en Majomut”.
En el Libro Blanco sobre Acteal que preparó la Procuraduría General de la República (PGR) se registraron como procesados los nombres del general Julio César Santiago Díaz y el de Felipe Vásquez Espinoza; el primero, por homicidio y lesiones por omisión; el segundo, por posesión y transporte de arma de fuego de uso exclusivo del Ejército, Armada y Fuerza Aérea. A ninguno se le menciona como protector de grupos paramilitares ni como autoridades que dieron escolta y protección a paramilitares. En cambio, el nombre de Absalón Gordillo, que autorizaba la protección a los paramilitares, no aparece en los registros.2
En enero de 1998, dos semanas después, se efectuó una acción militar significativa para requisar armas. Cerca de 2 mil soldados se instalaron en 18 campamentos para realizar cateos e interrogatorios, y saquearon casas, tiendas y cooperativas. Pero no efectuaron la requisa entre los grupos paramilitares que asesinaron en Acteal, sino en 15 municipios zapatistas, algunos muy distantes de Chenalhó: buscaron armas no entre los agresores, sino entre las víctimas. El periodista Jesús Ramírez Cuevas señaló el 25 de enero, en el suplemento Masiosare del diario La Jornada, que:
Tras la masacre de Acteal, el Ejército federal realizó más de 44 incursiones en 33 comunidades zapatistas de la Selva, el Norte, Los Altos y la Frontera. La acción militar se concentró en 15 municipios autónomos y rebeldes, la mayoría muy lejos de Chenalhó. A ese municipio alteño llegaron 2 mil soldados que se instalaron en 18 campamentos en igual número de comunidades y parajes. Se dijo públicamente que era una campaña de despistolización planeada de antemano, pero en los hechos fue una ofensiva sobre las comunidades zapatistas a base de cateos, interrogatorios a los poblados sobre la ubicación de campamentos insurgentes, sobre los dirigentes zapatistas, sobre las armas y los radios de comunicación. Los militares también saquearon casas, tiendas, cooperativas…
Por esos días, los diarios nacionales refirieron que el 31 de enero de 1998, en Davos, Suiza, el entonces presidente Ernesto Zedillo afirmó, aludiendo al EZLN, que:
No ha habido violencia entre el gobierno y este grupo. Desafortunadamente, ha habido violencia entre este grupo y otros grupos en Chiapas, y esto ha sido sumamente traumático, pero realmente albergo la esperanza de que (…) todos los involucrados en este problema (…) regresen a la mesa de negociación y (…) tengamos un acuerdo para poder resolverlo…
Esas declaraciones no eran resultado de una precipitación ni solamente del cinismo. Pretendían interpretar la masacre como un conflicto intercomunitario, un combate entre indios bárbaros.
La firmeza de los planes militares en la creación, entrenamiento y pertrechamiento de los grupos paramilitares se evidencia con otro hecho. Tres años después, a las cinco de la mañana del 12 de noviembre de 2000, se efectuó el primer operativo policial de desarme exactamente en Los Chorros, la principal comunidad de los que perpetraron la masacre. Dos centenares de elementos de la PGR, pertenecientes a la Unidad Especializada para la Atención de Delitos Cometidos por Probables Grupos Civiles Armados, se presentaron en esa comunidad. Pero no pudieron contar con el factor sorpresa, como es común en esos operativos. Fueron repelidos por la población, atacados con armas de fuego y perseguidos hasta Majomut, donde los paramilitares de ese sitio habían puesto un retén exactamente frente a una base militar que presenció con indiferencia –para decir lo menos– las agresiones a los elementos de la PGR. Es decir, el Ejército Mexicano permitió de buen grado que los paramilitares atacaran a elementos del propio Estado mexicano. Esta información no fue difundida. La omite la propia PGR en su boletín número 591/00 de ese mismo día. Hay sólo un pasaje sugerente en la edición del periódico Cuarto Poder del 13 de noviembre de 2000, en la página 21, donde se narra:
A cinco kilómetros antes de Los Chorros, cerca de Majomut, otro grupo indígena bloqueó el camino con piedras, un camión de volteo, una combi del ayuntamiento y otro vehículo más. Y otra vez hubo forcejeo entre policías y campesinos. No llegaron a ningún arreglo a pesar de que ahí se encontraban funcionarios del ayuntamiento de Chenalhó. Los judiciales abrieron paso por la fuerza, empujando camiones y levantando los obstáculos del camino. En ese tramo, ubicado junto a una base militar, por segunda ocasión, los judiciales hicieron disparos al aire para dispersar a los pobladores. De entre el monte se escuchó que los indígenas respondieron a balazos.3
Es ilustrativo el comportamiento solidario y permisivo del Ejército mexicano con los grupos paramilitares, incluso al atacar a policías federales. El Ejército los llama grupos de “autodefensa civil”, y la PGR “probables grupos civiles armados”. En este contexto se explica que la policía del estado haya tratado de eliminar los cadáveres de la masacre de Acteal la mañana del 23 de septiembre de 1997 y después, al menos, intentado alterar los hechos de la masacre. Así se explica la aparente actitud errática de los discursos presidenciales antes y después de la matanza. Así se explica que la policía del estado y el Ejército hayan apoyado, por omisión o acción, a los grupos paramilitares antes, durante y después de la masacre. Así se explica que el Ejército haya emprendido una agresiva campaña de desarme entre las víctimas, no entre los agresores. Así se explica el surgimiento y perseverancia de grupos paramilitares en el Chiapas de ayer y hoy. Son datos esenciales que se pasaron por alto en la Suprema Corte de Justicia de la Nación, pero que no debemos pasar por alto. l
1 He ampliado este análisis en el “Apéndice I. Recordar Acteal”, en Chiapas, la rebelión indígena de México, Random House Mondadori, colección Debolsillo, 2009, pp. 291-310.
2 Libro Blanco sobre Acteal, Chiapas, Procuraduría General de la República, México, noviembre, 1998, p. 139.
3 Los documentos hemerográficos, boletines oficiales y fotografías de los vehículos baleados de la PGR a manos de los paramilitares de Los Chorros pueden consultarse en los materiales que sobre el caso Acteal contiene el fondo a mi nombre del Archivo Histórico de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez (UACJ) o en el sitio sistema-archivos.uacj.mx/montemayor
Revista Proceso # 1711, 16 de agosto de 2009;
Los tumbos presidenciales ante la masacre de Acteal en Chiapas, desde Ernesto Zedillo hasta Felipe Calderón, pretenden mostrarla como un conflicto entre indios bárbaros, cuando es una expresión más de la violencia de Estado. Aquí, el autor de Chiapas, la rebelión indígena de México, aporta datos duros que la Suprema Corte de Justicia de la Nación dejó pasar en su resolución para liberar a 20 presos por un crimen que hasta ahora sigue impune. Frente al argumento de las “irregularidades procesales” que privilegió la Corte, dice Carlos Montemayor, están las más importantes: las “irregularidades” de la violencia de Estado.
En diciembre de 1997 irrumpió en Acteal otra variante de la violencia de Estado a través de grupos de choque. Ya no estuvieron integrados por militares ni policías, como había ocurrido en diversas masacres en la Ciudad de México el 10 y el 11 de mayo de 1952 (en el primer caso, contra obreros; en el segundo, contra Henriquistas), el 2 de octubre de 1968 y el 10 de junio de 1971 (contra estudiantes), y en el vado de Aguas Blancas el 28 de junio de 1995 (contra campesinos). La variante de 1997 es que eran paramilitares indígenas, que perpetraron una de las más brutales masacres en el México del siglo XX en los Altos de Chiapas. Por la importancia del crimen, por la relevancia del modus operandi de Estado y por la reciente decisión de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), revisemos algunos datos esenciales vinculados con los hechos de ese 22 de diciembre de 1997 en Acteal, que la SCJN decidió dejar de lado.1
Los considero esenciales porque la Suprema Corte decidió ponderar solamente irregularidades procesales y concedió un amparo “liso y llano” (es decir, absolutorio), y no un amparo “para efectos”, que con más lógica y equidad hubiera obligado a reponer el procedimiento y subsanar las irregularidades posibles o reales del proceso. Uno de los ministros de la Corte llegó a afirmar: “Aquí sólo se está determinando que a los quejosos no se les siguió un debido proceso, lo cual no equivale en absoluto a un pronunciamiento sobre si, de facto, son o no inocentes”. En efecto, la violencia de Estado cierra ciclos de protección a los autores intelectuales y materiales de las masacres a través del Poder Judicial, precisamente en eslabones finales. Así ocurrió en las masacres de 1952, 1968, 1971 y 1995, y en los arrestos multitudinarios y asesinatos de Atenco en 2006. Pero en todos estos casos –incluido Acteal– las “irregularidades” de la violencia de Estado son más importantes que las “irregularidades procesales”. La docilidad de los jueces, por la impunidad que aseguran, forma igualmente parte de la violencia de Estado.
En el municipio de Chenalhó, en Acteal, en los mencionados Altos de Chiapas, se habían concentrado familias campesinas conocidas como las Abejas, desplazadas desde hacía tiempo de su lugar de origen por presiones de grupos paramilitares. Atentas a los rumores de que se preparaba para atacarlas uno de tales grupos entrenados por cuadros de la policía estatal, se concentraron desde las primeras horas de la mañana en la ermita que habían construido en Acteal, un galerón de madera con techo de lámina y piso de tierra firme. Para disminuir los riesgos de un enfrentamiento con ese grupo paramilitar, muchos hombres se retiraron y sólo quedaron en su mayoría mujeres, niños y ancianos.
A las 10:30 de la mañana se aproximó al lugar el contingente agresor que portaba armas de alto calibre, uniformes de color negro y pasamontañas. Eran individuos de las comunidades de Los Chorros, Puebla, Chimix, Quextic, Pechiquil y Canolal, que se habían transportado en camiones de los conocidos como de tres toneladas. Comenzaron a disparar, a mansalva, por la espalda, contra los desplazados que rezaban; al huir, la gente iba cayendo en el camino y en una hondonada cercana. Durante seis horas, los paramilitares dispararon y ultimaron a varias decenas de personas; cesaron de accionar las armas cuando consideraron que habían acabado con todos los que se encontraban en la hondonada. Sólo se salvaron dos o tres personas que tenían encima los cuerpos de otros compañeros y que se mantuvieron quietos desde ese momento hasta que empezó a oscurecer y pudieron dirigirse a San Cristóbal. Las detonaciones se escucharon en San José Majomut y sobre todo en Quextic, población desde donde se observa Acteal con claridad.
Hacia la una de la tarde, cuando aún se desarrollaba la masacre, el vicario de la Catedral de San Cristóbal, Gonzalo Ituarte, llamó por teléfono al secretario de Gobierno de Chiapas, Homero Tovilla Cristiani, para pedirle su intervención inmediata. El funcionario dijo no saber nada, pero a las seis de la tarde llamó al vicario para notificarle que la situación en Acteal estaba controlada, que se habían escuchado unos cuantos tiros y que había cinco heridos leves. Cerca de las nueve de la noche llegó a la Catedral de San Cristóbal uno de los sobrevivientes a dar detalles de la masacre. Dijo que habían pedido auxilio a policías que acampaban cerca del lugar; ellos respondieron que “no era de su competencia” y no intervinieron.
A las ocho de la noche, la Cruz Roja movilizó tres vehículos para el reconocimiento de la zona y la ubicación de cuerpos sin vida en la hondonada. Otras seis unidades de la Cruz Roja se sumaron durante la noche a las tareas de recuperación de cuerpos. El informe presentado por la Cruz Roja la mañana del siguiente día arrojó un total de 45 cadáveres, ninguno de los cuales parecía haber significado un serio peligro ni un furibundo adversario para los paramilitares: un bebé, 14 niños, 21 mujeres y nueve hombres. La agresión dejó además 25 heridos y cinco desaparecidos.
Sin embargo, debe apuntarse que los agentes de la policía de Seguridad Pública llegaron cerca de las cuatro de la mañana al lugar de los hechos con el propósito de desaparecer los cadáveres y eliminar evidencias de la masacre: no preservaron el área de la matanza, no practicaron legalmente las diligencias para el levantamiento de cadáveres ni guardaron registro de los sitios donde se hallaron los casquillos de las balas percutidas; tampoco permitieron que intervinieran otros peritos en criminalística de campo.
Por ello resalta su intención de inventar muertes con arma blanca y destripamientos de mujeres encintas: así podrían fácilmente caracterizar la masacre como un enfrentamiento entre indígenas primitivos. Esta invención fue propalada por el gobierno estatal en una campaña de medios para sugerir una especie de matanza ritual al estilo de los kaibiles guatemaltecos. El Servicio Médico Forense del estado llegó inclusive a falsear su reporte para afirmar que 33 víctimas fallecieron por arma de fuego, siete por machetes o cuchillos (entre ellas varias mujeres embarazadas) y cinco por golpes en la cabeza.
Más tarde, los Servicios Periciales de la PGR determinaron que 43 víctimas habían sido ultimadas por arma de fuego y dos a base de golpes; 36 fueron asesinadas en las faldas del cerro, en una hondonada, y las nueve restantes fueron perseguidas y cazadas en las inmediaciones.
El general brigadier retirado Julio César Santiago Díaz fue el mando de mayor jerarquía que estuvo en Acteal la mañana del 22 de diciembre de 1997. Fungía como jefe de asesores de la Coordinación de Seguridad Pública y era director de la Policía Auxiliar en el estado. Carlos Marín dio a conocer las declaraciones ministeriales de este general el 2 de marzo de 1998 en la revista Proceso. El general permaneció a la entrada de Acteal durante tres horas y media, acompañado de 40 policías estatales, mientras a 200 metros de allí, montaña abajo, se cometía la masacre. Entre 1:00 y 4:30 de la tarde, según relató ante el Ministerio Público Federal:
...no se dejaron de escuchar disparos de armas de fuego de distintos calibres, como el .22, escopeta, así como ráfagas de AR-15 y AK-47, deseando aclarar que los disparos se oían en intervalos de tres a cinco minutos; es decir, se escuchaban disparos, pasaban de tres a cinco minutos sin que se escucharan, y volvían a escucharse, siendo así todo el tiempo que permaneció el declarante en la entrada a la comunidad de Acteal, sobre la carretera (…) En esas tres horas y media, ninguno de los cuatro comandantes o de los restantes 40 policías estatales que fueron llegando al punto entró al caserío ni se atrevió a bajar la cuesta para averiguar lo que sucedía, debido a que un suboficial le recomendó: “Jefe, hágase más para acá porque le pueden dar un tiro”.
Felipe Vásquez Espinoza, el suboficial que le aconsejó al general ponerse a salvo de una bala perdida cuando se desarrollaba la masacre, era subcomandante de Seguridad Pública. En un momento de su declaración ministerial, a la pregunta de si alguna vez vio a algún habitante de Los Chorros portando armas, contestó:
Que sí. Que en una ocasión, el día 26 de noviembre, hablé con una persona que acompañaba a otra que portaba un arma de las denominadas cuerno de chivo y al preguntarle por qué portaban esas armas me dijo que eran para seguridad. Y al pedir instrucciones a mis superiores, el primer oficial, Absalón Gordillo, me indicó que si era partido verde lo dejara ir; o sea, verde, que es priista, por lo que lo dejé ir.
En declaración ministerial posterior enriqueció la historia: admitió que el 26 de noviembre, “por instrucciones superiores”, custodió a un grupo de paramilitares tzotziles que llevaban un cargamento de armas conocidas como “cuernos de chivo” dentro de unos costales, en una pick-up. La instrucción dice haberla recibido, “sin lugar a dudas, del primer oficial Absalón Gordillo Ruiz, comandante en Majomut”.
En el Libro Blanco sobre Acteal que preparó la Procuraduría General de la República (PGR) se registraron como procesados los nombres del general Julio César Santiago Díaz y el de Felipe Vásquez Espinoza; el primero, por homicidio y lesiones por omisión; el segundo, por posesión y transporte de arma de fuego de uso exclusivo del Ejército, Armada y Fuerza Aérea. A ninguno se le menciona como protector de grupos paramilitares ni como autoridades que dieron escolta y protección a paramilitares. En cambio, el nombre de Absalón Gordillo, que autorizaba la protección a los paramilitares, no aparece en los registros.2
En enero de 1998, dos semanas después, se efectuó una acción militar significativa para requisar armas. Cerca de 2 mil soldados se instalaron en 18 campamentos para realizar cateos e interrogatorios, y saquearon casas, tiendas y cooperativas. Pero no efectuaron la requisa entre los grupos paramilitares que asesinaron en Acteal, sino en 15 municipios zapatistas, algunos muy distantes de Chenalhó: buscaron armas no entre los agresores, sino entre las víctimas. El periodista Jesús Ramírez Cuevas señaló el 25 de enero, en el suplemento Masiosare del diario La Jornada, que:
Tras la masacre de Acteal, el Ejército federal realizó más de 44 incursiones en 33 comunidades zapatistas de la Selva, el Norte, Los Altos y la Frontera. La acción militar se concentró en 15 municipios autónomos y rebeldes, la mayoría muy lejos de Chenalhó. A ese municipio alteño llegaron 2 mil soldados que se instalaron en 18 campamentos en igual número de comunidades y parajes. Se dijo públicamente que era una campaña de despistolización planeada de antemano, pero en los hechos fue una ofensiva sobre las comunidades zapatistas a base de cateos, interrogatorios a los poblados sobre la ubicación de campamentos insurgentes, sobre los dirigentes zapatistas, sobre las armas y los radios de comunicación. Los militares también saquearon casas, tiendas, cooperativas…
Por esos días, los diarios nacionales refirieron que el 31 de enero de 1998, en Davos, Suiza, el entonces presidente Ernesto Zedillo afirmó, aludiendo al EZLN, que:
No ha habido violencia entre el gobierno y este grupo. Desafortunadamente, ha habido violencia entre este grupo y otros grupos en Chiapas, y esto ha sido sumamente traumático, pero realmente albergo la esperanza de que (…) todos los involucrados en este problema (…) regresen a la mesa de negociación y (…) tengamos un acuerdo para poder resolverlo…
Esas declaraciones no eran resultado de una precipitación ni solamente del cinismo. Pretendían interpretar la masacre como un conflicto intercomunitario, un combate entre indios bárbaros.
La firmeza de los planes militares en la creación, entrenamiento y pertrechamiento de los grupos paramilitares se evidencia con otro hecho. Tres años después, a las cinco de la mañana del 12 de noviembre de 2000, se efectuó el primer operativo policial de desarme exactamente en Los Chorros, la principal comunidad de los que perpetraron la masacre. Dos centenares de elementos de la PGR, pertenecientes a la Unidad Especializada para la Atención de Delitos Cometidos por Probables Grupos Civiles Armados, se presentaron en esa comunidad. Pero no pudieron contar con el factor sorpresa, como es común en esos operativos. Fueron repelidos por la población, atacados con armas de fuego y perseguidos hasta Majomut, donde los paramilitares de ese sitio habían puesto un retén exactamente frente a una base militar que presenció con indiferencia –para decir lo menos– las agresiones a los elementos de la PGR. Es decir, el Ejército Mexicano permitió de buen grado que los paramilitares atacaran a elementos del propio Estado mexicano. Esta información no fue difundida. La omite la propia PGR en su boletín número 591/00 de ese mismo día. Hay sólo un pasaje sugerente en la edición del periódico Cuarto Poder del 13 de noviembre de 2000, en la página 21, donde se narra:
A cinco kilómetros antes de Los Chorros, cerca de Majomut, otro grupo indígena bloqueó el camino con piedras, un camión de volteo, una combi del ayuntamiento y otro vehículo más. Y otra vez hubo forcejeo entre policías y campesinos. No llegaron a ningún arreglo a pesar de que ahí se encontraban funcionarios del ayuntamiento de Chenalhó. Los judiciales abrieron paso por la fuerza, empujando camiones y levantando los obstáculos del camino. En ese tramo, ubicado junto a una base militar, por segunda ocasión, los judiciales hicieron disparos al aire para dispersar a los pobladores. De entre el monte se escuchó que los indígenas respondieron a balazos.3
Es ilustrativo el comportamiento solidario y permisivo del Ejército mexicano con los grupos paramilitares, incluso al atacar a policías federales. El Ejército los llama grupos de “autodefensa civil”, y la PGR “probables grupos civiles armados”. En este contexto se explica que la policía del estado haya tratado de eliminar los cadáveres de la masacre de Acteal la mañana del 23 de septiembre de 1997 y después, al menos, intentado alterar los hechos de la masacre. Así se explica la aparente actitud errática de los discursos presidenciales antes y después de la matanza. Así se explica que la policía del estado y el Ejército hayan apoyado, por omisión o acción, a los grupos paramilitares antes, durante y después de la masacre. Así se explica que el Ejército haya emprendido una agresiva campaña de desarme entre las víctimas, no entre los agresores. Así se explica el surgimiento y perseverancia de grupos paramilitares en el Chiapas de ayer y hoy. Son datos esenciales que se pasaron por alto en la Suprema Corte de Justicia de la Nación, pero que no debemos pasar por alto. l
1 He ampliado este análisis en el “Apéndice I. Recordar Acteal”, en Chiapas, la rebelión indígena de México, Random House Mondadori, colección Debolsillo, 2009, pp. 291-310.
2 Libro Blanco sobre Acteal, Chiapas, Procuraduría General de la República, México, noviembre, 1998, p. 139.
3 Los documentos hemerográficos, boletines oficiales y fotografías de los vehículos baleados de la PGR a manos de los paramilitares de Los Chorros pueden consultarse en los materiales que sobre el caso Acteal contiene el fondo a mi nombre del Archivo Histórico de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez (UACJ) o en el sitio sistema-archivos.uacj.mx/montemayor
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