Cómo iba a ser el segundo 11-S?/Fernando Reinares. Dirige el Programa de Terrorismo Global en el Real Instituto Elcano y es catedrático de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos
Publicado EL PAÍS, 14/09/09;
Desde luego, casi tanto o más catastrófico que en 2001. Sin embargo, los hechos son ignorados por muchos, pese a su importancia o a que como consecuencia de ellos se introdujeron restricciones a los líquidos y las sustancias gelatinosas que los pasajeros de líneas aéreas pueden llevar consigo en las cabinas de los aviones. El caso es que ese segundo 11-S estaba previsto para finales de agosto o inicios de septiembre de 2006. El plan consistía en hacer estallar al menos siete aviones de dos compañías estadounidenses y una canadiense que, tras despegar desde el aeropuerto londinense de Heathrow en un intervalo de dos horas y media, se dirigieran hacia sus respectivos destinos al otro lado del Atlántico. Más concretamente, Chicago, Nueva York, San Francisco, Washington, Montreal y Toronto.
En cada una de las aeronaves embarcaría como mínimo un terrorista suicida, aunque pudieron ser hasta 18 los reclutados para llevar a cabo esa operación y quizá otras. Para no despertar sospechas en los controles de seguridad, los implicados en esa serie de atentados frustrados pensaban meter en sus equipajes de mano preservativos y revistas pornográficas. Pero ocultarían entre sus pertenencias explosivos líquidos disimulados en botellas de bebidas refrescantes. El propósito era detonarlos cuando las aeronaves se encontraran en ruta transoceánica o sobrevolando territorio norteamericano.
Sea como fuere, si la policía británica no hubiera logrado impedir esa serie coordinada de atentados, los mismos bien podrían haber ocasionado entre un mínimo de 1.500 y quizá hasta 10.000 muertos, lo que equivaldría a multiplicar por tres la letalidad del 11-S. Ahora bien, esta última estimación está basada en el supuesto de que los estallidos se hubiesen producido mientras las aeronaves estuvieran aproximándose a alguna de aquellas aludidas metrópolis, tan densamente pobladas. Huelga, creo, añadir comentario alguno acerca del impacto que para la economía internacional o el convulso escenario de la política mundial cabe imaginar que habrían tenido actos de terrorismo como los descritos, de salirse los terroristas con la suya.
Pero, afortunadamente, durante la noche del 9 de agosto de 2006 los servicios antiterroristas del Reino Unido detuvieron en Londres y sus alrededores a más de 20 individuos, respecto de los cuales existían indicios sobre su implicación en el plan terrorista urdido ese verano. Doce de ellos fueron finalmente acusados de delitos relacionados con el intento de perpetrar los mencionados atentados. Existe la preocupación de que hasta cinco otros aparentemente dispuestos a convertirse en terroristas suicidas no hayan sido identificados ni por tanto detenidos.
El lunes de la pasada semana, 7 de septiembre, un jurado de Londres declaró a tres de esos acusados culpables de querer destruir con bombas siete aviones y a un cuarto más de conspiración para matar a miles de personas, un crimen por el cual los anteriores habían sido igualmente condenados en abril de 2008, siempre en relación con los mismos hechos. Entre ellos se encuentran los dos principales cabecillas de la trama local de terroristas, Abdulla Ahmed Ali y Assad Sarwar. Hasta el momento han sido absueltos otros dos imputados más, mientras que el resto de los procesados está a la espera de ser enjuiciado por primera vez o de nuevo, debido a que los miembros del jurado no consiguieron emitir un veredicto acerca de algunos de los cargos presentados contra ellos. Pese a que entre las pruebas aportadas se encuentran hasta seis grabaciones en vídeo, efectuadas entre finales de julio e inicios de agosto de 2006, en las que otros tantos integrantes de la célula terrorista dan cuenta de su decisión de convertirse en lo que definen como mártires y de atentar contra ciudadanos e intereses de países que calificaban de infieles. Y pese a que los terroristas disponían ya de los componentes necesarios para fabricar unas 20 bombas cuando fueron efectuados los arrestos.
Una somera aproximación al perfil sociodemográfico y las experiencias de socialización de los cuatro individuos que ya han recibido sentencias condenatorias por su concurso en la aludida confabulación resulta reveladora. Todos son varones, con edades comprendidas entre los 22 y los 28 años en el momento de su detención. Todos británicos de nacimiento, aunque tres descienden de inmigrantes paquistaníes. Hay quien procede de una familia de clase media y quien tiene su origen en estratos de la clase trabajadora. Dos de los cuatro cursaron estudios universitarios. Al menos la mitad están casados. Todos se consideran a sí mismos devotos musulmanes y uno además es converso. Adquirieron su visión rigorista del credo islámico e interiorizaron actitudes radicalizadas en contacto con el movimiento Tabligh, algún predicador extremista y la Asociación Médica Islámica, que enviaba suministros de apoyo a las víctimas de la intervención estadounidense en Afganistán tras el 11-S. Las relaciones personales establecidas en el seno de esta entidad supuestamente benéfica y otras de índole informal que se remontan a periodos de la infancia fueron fundamentales en su incorporación a la célula terrorista. En sus respectivos domicilios, sin exclusión, al igual que en los del resto de los acusados en el mismo procedimiento penal, se halló propaganda de Al Qaeda.
¿Quiere esto decir que eran miembros de una célula independiente, constituida por musulmanes radicalizados en el seno de la sociedad británica y que pretendían actuar por su cuenta, únicamente inspirados por Al Qaeda? No parece que sea así. Abdulla Ahmed Ali, primus inter pares, y Assad Sarwar viajaron repetidamente a Pakistán entre 2005 y 2006. El segundo, como responsable de las bombas dentro del entramado terrorista, admitió haber recibido adiestramiento para elaborar explosivos líquidos en Islamabad. Expertos contraterroristas de Scotland Yard sostienen que el entonces número tres de Al Qaeda, el egipcio Abu Ubaidah al Masri, autorizó los atentados y un agente de dicha estructura terrorista, Mohammed Gulzar, se desplazó expresamente desde Suráfrica para supervisar su definitiva concreción.
Pero el enlace entre la célula londinense y Al Qaeda lo habría proporcionado, a través de un grupo terrorista afiliado con esta última, Jaish e Mohammed, su íntimo amigo Rashid Rauf, británico de origen paquistaní. Éste mantuvo un contacto muy intenso, por teléfono y correo electrónico, con los cabecillas locales y el supuesto agente de Al Qaeda en julio y agosto de 2006. Arrestado en Pakistán este último mes, escapó en diciembre de 2007 y se dice que murió en noviembre de 2008 en Waziristán del Norte, a consecuencia de un ataque estadounidense con misiles, lo que no ha podido ser confirmado.
En suma, de la información disponible sobre los fallidos atentados del 2006 se deduce que en dicha tentativa se combinaron elementos tanto endógenos como exógenos al Reino Unido, lo que subraya el carácter dual que puede adoptar la amenaza del terrorismo global en las sociedades occidentales. Una amenaza que emana de minorías extremistas constituidas entre musulmanes británicos y de terroristas afincados, en este caso, en Pakistán. Una amenaza que se proyecta más desde Europa hacia Norteamérica que a la inversa. Asimismo, pone de manifiesto que, si bien una célula local puede desarrollar las capacidades necesarias para perpetrar actos de terrorismo, su alcance y magnitud se acrecientan mucho cuando establece conexiones internacionales y, en particular, con Al Qaeda.
Lo ocurrido hace poco más de tres años en Londres nos recuerda igualmente la fijación que el terrorismo internacional tiene con la aviación comercial como blanco y otros rasgos de su modus operandi preferente, como el uso de artefactos explosivos o la implicación de suicidas en atentados concatenados. Pero ante todo hemos de traer esos episodios a la memoria porque lo que iba a ser el segundo 11-S no lo fue. Y ello invita a reflexionar sobre el papel fundamental que, para evitar que haya más víctimas del terrorismo, desempeñan en nuestras democracias liberales la policía y los servicios de inteligencia.
En cada una de las aeronaves embarcaría como mínimo un terrorista suicida, aunque pudieron ser hasta 18 los reclutados para llevar a cabo esa operación y quizá otras. Para no despertar sospechas en los controles de seguridad, los implicados en esa serie de atentados frustrados pensaban meter en sus equipajes de mano preservativos y revistas pornográficas. Pero ocultarían entre sus pertenencias explosivos líquidos disimulados en botellas de bebidas refrescantes. El propósito era detonarlos cuando las aeronaves se encontraran en ruta transoceánica o sobrevolando territorio norteamericano.
Sea como fuere, si la policía británica no hubiera logrado impedir esa serie coordinada de atentados, los mismos bien podrían haber ocasionado entre un mínimo de 1.500 y quizá hasta 10.000 muertos, lo que equivaldría a multiplicar por tres la letalidad del 11-S. Ahora bien, esta última estimación está basada en el supuesto de que los estallidos se hubiesen producido mientras las aeronaves estuvieran aproximándose a alguna de aquellas aludidas metrópolis, tan densamente pobladas. Huelga, creo, añadir comentario alguno acerca del impacto que para la economía internacional o el convulso escenario de la política mundial cabe imaginar que habrían tenido actos de terrorismo como los descritos, de salirse los terroristas con la suya.
Pero, afortunadamente, durante la noche del 9 de agosto de 2006 los servicios antiterroristas del Reino Unido detuvieron en Londres y sus alrededores a más de 20 individuos, respecto de los cuales existían indicios sobre su implicación en el plan terrorista urdido ese verano. Doce de ellos fueron finalmente acusados de delitos relacionados con el intento de perpetrar los mencionados atentados. Existe la preocupación de que hasta cinco otros aparentemente dispuestos a convertirse en terroristas suicidas no hayan sido identificados ni por tanto detenidos.
El lunes de la pasada semana, 7 de septiembre, un jurado de Londres declaró a tres de esos acusados culpables de querer destruir con bombas siete aviones y a un cuarto más de conspiración para matar a miles de personas, un crimen por el cual los anteriores habían sido igualmente condenados en abril de 2008, siempre en relación con los mismos hechos. Entre ellos se encuentran los dos principales cabecillas de la trama local de terroristas, Abdulla Ahmed Ali y Assad Sarwar. Hasta el momento han sido absueltos otros dos imputados más, mientras que el resto de los procesados está a la espera de ser enjuiciado por primera vez o de nuevo, debido a que los miembros del jurado no consiguieron emitir un veredicto acerca de algunos de los cargos presentados contra ellos. Pese a que entre las pruebas aportadas se encuentran hasta seis grabaciones en vídeo, efectuadas entre finales de julio e inicios de agosto de 2006, en las que otros tantos integrantes de la célula terrorista dan cuenta de su decisión de convertirse en lo que definen como mártires y de atentar contra ciudadanos e intereses de países que calificaban de infieles. Y pese a que los terroristas disponían ya de los componentes necesarios para fabricar unas 20 bombas cuando fueron efectuados los arrestos.
Una somera aproximación al perfil sociodemográfico y las experiencias de socialización de los cuatro individuos que ya han recibido sentencias condenatorias por su concurso en la aludida confabulación resulta reveladora. Todos son varones, con edades comprendidas entre los 22 y los 28 años en el momento de su detención. Todos británicos de nacimiento, aunque tres descienden de inmigrantes paquistaníes. Hay quien procede de una familia de clase media y quien tiene su origen en estratos de la clase trabajadora. Dos de los cuatro cursaron estudios universitarios. Al menos la mitad están casados. Todos se consideran a sí mismos devotos musulmanes y uno además es converso. Adquirieron su visión rigorista del credo islámico e interiorizaron actitudes radicalizadas en contacto con el movimiento Tabligh, algún predicador extremista y la Asociación Médica Islámica, que enviaba suministros de apoyo a las víctimas de la intervención estadounidense en Afganistán tras el 11-S. Las relaciones personales establecidas en el seno de esta entidad supuestamente benéfica y otras de índole informal que se remontan a periodos de la infancia fueron fundamentales en su incorporación a la célula terrorista. En sus respectivos domicilios, sin exclusión, al igual que en los del resto de los acusados en el mismo procedimiento penal, se halló propaganda de Al Qaeda.
¿Quiere esto decir que eran miembros de una célula independiente, constituida por musulmanes radicalizados en el seno de la sociedad británica y que pretendían actuar por su cuenta, únicamente inspirados por Al Qaeda? No parece que sea así. Abdulla Ahmed Ali, primus inter pares, y Assad Sarwar viajaron repetidamente a Pakistán entre 2005 y 2006. El segundo, como responsable de las bombas dentro del entramado terrorista, admitió haber recibido adiestramiento para elaborar explosivos líquidos en Islamabad. Expertos contraterroristas de Scotland Yard sostienen que el entonces número tres de Al Qaeda, el egipcio Abu Ubaidah al Masri, autorizó los atentados y un agente de dicha estructura terrorista, Mohammed Gulzar, se desplazó expresamente desde Suráfrica para supervisar su definitiva concreción.
Pero el enlace entre la célula londinense y Al Qaeda lo habría proporcionado, a través de un grupo terrorista afiliado con esta última, Jaish e Mohammed, su íntimo amigo Rashid Rauf, británico de origen paquistaní. Éste mantuvo un contacto muy intenso, por teléfono y correo electrónico, con los cabecillas locales y el supuesto agente de Al Qaeda en julio y agosto de 2006. Arrestado en Pakistán este último mes, escapó en diciembre de 2007 y se dice que murió en noviembre de 2008 en Waziristán del Norte, a consecuencia de un ataque estadounidense con misiles, lo que no ha podido ser confirmado.
En suma, de la información disponible sobre los fallidos atentados del 2006 se deduce que en dicha tentativa se combinaron elementos tanto endógenos como exógenos al Reino Unido, lo que subraya el carácter dual que puede adoptar la amenaza del terrorismo global en las sociedades occidentales. Una amenaza que emana de minorías extremistas constituidas entre musulmanes británicos y de terroristas afincados, en este caso, en Pakistán. Una amenaza que se proyecta más desde Europa hacia Norteamérica que a la inversa. Asimismo, pone de manifiesto que, si bien una célula local puede desarrollar las capacidades necesarias para perpetrar actos de terrorismo, su alcance y magnitud se acrecientan mucho cuando establece conexiones internacionales y, en particular, con Al Qaeda.
Lo ocurrido hace poco más de tres años en Londres nos recuerda igualmente la fijación que el terrorismo internacional tiene con la aviación comercial como blanco y otros rasgos de su modus operandi preferente, como el uso de artefactos explosivos o la implicación de suicidas en atentados concatenados. Pero ante todo hemos de traer esos episodios a la memoria porque lo que iba a ser el segundo 11-S no lo fue. Y ello invita a reflexionar sobre el papel fundamental que, para evitar que haya más víctimas del terrorismo, desempeñan en nuestras democracias liberales la policía y los servicios de inteligencia.
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