Saber estar solo/ Antonio Montero Moreno, Arzobispo Emérito de Mérida-Badajoz
Publicado en ABC, 24/12/09;
Cuesta escribir -con la que está cayendo- sobre algo que no sea la plaga abrumadora del desempleo, los clamorosos escándalos de la corrupción, el extraño esperpento de los secuestros, el reto moral de una huelga de hambre y los oscuros presagios de un terrorismo planetario. Irrumpe en ese cuadro el estruendo mercantil de las fiestas navideñas, las uvas de la Puerta del Sol y el desmadre total de la Nochevieja. Todo eso me lleva a recordar, por contraste, la llegada a Belén, con los hoteles a tope, de una pareja pueblerina, ella en trance de parto que recalan en una cueva, en la que nace el Niño y lo acuestan en un pesebre. Era una soledad patética, que alegraron de inmediato el canto de los ángeles y el jolgorio de los pastores. ¿Por qué no hablar, a cuenta de esto, de la soledad humana y de su remedio por nuestros prójimos?
Empiezo pues, con la venia, recordando una famosa afirmación divina en el libro del Génesis: «No es bueno que el hombre esté solo». Aludiendo a la pareja matrimonial, referente modélico de la compenetración entre dos seres humanos. Por eso es tan triste la viudedad, y llamamos soltero, que viene de solitario, al célibe sin compromiso. Ensanchando el angular a toda la especie humana, se nos dice en el Libro de la Sabiduría: «¡Ay de los que están solos!, porque el que se caiga no tendrá quién lo levante» Damos así un paso adelante, porque todos nos necesitamos a todos, incapaces de salir por cuenta propia de nuestras caídas físicas, síquicas, económicas o sociales. Y se da por entendido que, cuando eso le ocurre a otro, soy yo el interpelado para estrechar su mano y tirar de él hacia arriba.
La soledad, como estado de vida -y más si nos viene impuesta por fallecimientos familiares, separaciones conyugales, edad de jubilación, traslado forzoso, ingreso en prisión, o quiebras de salud- tiende a generar un vacío existencial, con mengua de la autoestima y oscurecimiento de los horizontes vitales; por lo que constituye una fuente silenciosa de sufrimiento personal. Pero, ¿está justificado eso en todos los casos? ¿puede ser reconducido a una situación mejor? ¿y está al alcance del paciente o de quienes le puedan ayudar?. Mi respuesta es que sí, como a la vista está en muchísimos casos. Y, si eso es posible, es moralmente obligado para quien sufre el aislamiento y para sus allegados. Tenemos, pues, el deber de ser felices y hacer felices a los demás.
No tengo a mano estadísticas actualizadas, pero los ejemplos descritos se multiplican por muchos enteros en las grandes conurbaciones de nuestro tiempo, con cientos de miles de vecinos que viven en soledad. Pareciera que, donde te cruzas a diario con esas olas humanas, deberías sentirte más acompañado, pero ocurre justamente lo contrario: que, mientras con más gente te encuentras, más incomunicado te sientes. ¡Qué bien acertó en su diagnóstico, a mediados del pasado siglo, el escritor David Reisman con su famoso libro La muchedumbre solitaria!
Mas, no todas las soledades son idénticas. En el inmenso ejército de esas vidas sin compañía nos sobresaltan los casos estremecedores del anciano o la anciana a quién, una noche o un día como los demás, se les cansa de latir el corazón,dejando un cuerpo inerte, que permanecerá allí varios días, hasta que un vecino se extrañe de su ausencia, golpee con fuerza la puerta cerrada y compruebe que nadie responde. Doy, pues, mi aplauso sin reservas a las leyes de Dependencia, con asistencias domiciliarias, casas de día, y excursiones turísticas para mayores; igual que a los programas radiofónicos, documentales televisivos y sitios de internet que les brindan distracción y cultura.
Sin olvidar que quienes son acompañados y asistidos por otros se convierten a su vez en acompañantes y asistentes de los mismos. Leí no hace mucho en ABC, unas preciosas declaraciones de la concertista internacional de órgano, afamada sicoterapeuta y escritora alemana Irmtraud Tarr, que afirma entre otras cosas: «Necesitamos recuperar el arte de consolar… Antes, la primera en ayudar era siempre la familia, los amigos y las personas más cercanas, dando apoyo al alma herida. Pero ahora el consuelo ha sido relegado a los profesionales, en horario de visita y con un precio.»
Nadie espere recetas milagrosas para remediar la soledad permanente. Pero, las mujeres y los hombres tienen hoy a su alcance, a más de las susodichas ayudas exteriores, un panel de iniciativas conocidas. A saber: las mujeres el ganchillo, las macetas, los animales domésticos, las asociaciones benéficas o religiosas; los varones, trabajos manuales, coleccionismos diversos, caza y pesca, peñas deportivas o políticas. Unas y otros, la buena música, la lectura de libros y revistas, la radio, la televisión e Internet. Y todos, por supuesto, el enganche en un voluntariado a favor de los menesterosos.
Con lo dicho pasamos página a la otra cara de la moneda: Los bienes de la soledad, tan comprobados como los males, pero que los sobrepasan con creces. Si yo estoy solo, es que soy alguien, o sea, una persona con DNI; consciente, libre, sujeto de derechos y deberes, capaz de amor y de odio, responsable de mis actos y miembro de la comunidad. Ocurre, empero, que esta sociedad, frenética y estruendosa, nos acapara de tal modo que rara vez te encuentras contigo mismo, urgido siempre por el trabajo absorbente, la satisfacción de los propios gustos y pasiones, o manejado también por ideologías o por sectas.
Dos cosas le pedía a Dios San Agustín: «Que yo te conozca a ti y me conozca a mí». La soledad sabiamente buscada y cuidadosamente cultivada en el silencio, la reflexión, la creación artística y la experiencia espiritual nos hace ser nosotros mismos; díganlo, si no, los poetas, los intelectuales auténticos y los místicos. Para los creyentes -incluidos aquí, aunque con fuertes diferencias, los cristianos, los musulmanes, los hindúes, los budistas y los animistas africanos- no existe una soledad absoluta; porque se sienten acompañados por un mundo superior, con presencia invisible en el nuestro.
El teólogo Joseph Ratzinger habla de la orfandad del agnóstico, refiriéndose a los carentes de fe en Dios, de nuestro espacio cultural, sin ningún asidero de tejas arriba. En la historia bíblica y cristiana no sólo se ha sufrido, combatido y remediado la soledad; antes bien, se la ha cultivado como ámbito del desarrollo superior del espíritu y en el Espíritu. Empecemos por Jesús y sus treinta días de soledad con Dios en el desierto, sus frecuentes noches de oración y su advertencia a los suyos: «Cuando vayas a orar, entra en tu aposento y, después de cerrar las puertas, ora al Padre que está allí, en lo secreto; y el Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.»
No es de extrañar, pues, que en los primeros siglos cristianos los ermitaños o anacoretas del desierto de la Tebaida en Egipto, los monjes posteriores de San Basilio, y los benedictinos y cistercienses de la Edad Media, con las monjas y frailes contemplativos de todos los tiempos, hayan buscado la santidad en la soledad. ¡La soledad sonora!, de San Juan de la Cruz. Y, hablando de ahora mismo, baste recordar la película El gran silencio, de Philip Gröning sobre los cartujos de la Grande Chartreuse en los Alpes franceses. No hay vida cristiana sin oración, ni oración sin silencio, ni éste sin soledad contemplativa que no es huir del mundo, sino darle lo que más necesita. Lo dicen mejor que yo estos versos de Martín Descalzo: No he venido a refugiarme/dentro de mi torreón,/como quién huye a un exilio/de aristocracia interior;/pues sé que, estando contigo,/con mis hermanos estoy.
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