8 mar 2010

El profeta

EL PROFETA de Gibrán Khalil Gibrán, o Yibrán Jalil Yibrán o Yubrán Jalil Yubrán.
El Profeta, fue su obra cumbre y publicado en 1923.
El Profeta
Almustafá, el elegido y bienamado, el que era un amanecer en su propio día, había esperado doce años en la ciudad de orfalese la vuelta del barco que debía devolverlo a su isla natal.
A los doce años, en el séptimo día de Yeleol, el mes de las cosechas, subió a la colina, más allá de los muros de la ciudad, y contempló él mar. Y vio su barco llegando con la bruma.
Se abrieron, entonces, de par en par las puertas de su corazón y su alegría voló sobre el océano. Cerró los ojos y oró en los silencios de su alma.
Sin embargo, al descender de la colina, cayó sobre él una profunda tristeza, y pensó así, en su corazón. ¿Cómo podría partir en paz y sin pena? No; no abandonaré esta ciudad sin una herida en el alma.
Largos fueron los días de dolor que pasé entre sus muros y largas fueron las noches de soledad y, ¿quién puede separar¬se sin pena de su soledad y su dolor?
Demasiados fragmentos de mi espíritu he esparcido por estas calles y son muchos los hijos de mi anhelo que marchan desnudos entre las colinas. No puedo abandonarlos sin aflic¬ción y sin pena.
No es una túnica la que me quito hoy, sino mi propia piel, que desgarro con mis propias manos.
Y no es un pensamiento el que dejo, sino un corazón, endulzado por el hambre y la sed.
Pero, no puedo detenerme más.
El mar, que llama todas las cosas a su seno, me llama y debo embarcarme.
Porque el quedarse, aunque las horas ardan en la noche, es congelarse y cristalizarse y ser ceñido por un molde. Desearía llevar conmigo todo lo de aquí, pero, ¿cómo lo haré?
Una voz no puede llevarse la lengua y los labios que le dieron alas. Sola debe buscar el éter.
Y sola, sin su nido, volará el águila cruzando el sol. Entonces, cuando llegó al pie de la colina, miró al mar otra vez y vio a su barco acercándose al puerto y, sobre la proa, los marineros, los hombres de su propia tierra.
Y su alma los llamó, diciendo:
Hijos de mi anciana madre, jinetes de las mareas; ¡cuántas veces habéis surcado mis sueños! Y ahora llegáis en mi vigilia, que es mi sueño más profundo.
Estoy listo a partir y mis ansias, con las velas desplegadas,, esperan el viento.
Respiraré otra vez más este aire calmo, contemplaré otra vez tan sólo hacia atrás, amorosamente.
Y luego estaré con vosotros, marino entre marinos. Y tú, inmenso mar, madre sin sueño.
Tú que eres la paz y la libertad para el río y el arroyo. Permite un rodeo más a esta corriente, un murmullo más a esta cañada.
Y luego iré hacia ti, como gota sin límites a un océano sin límites.
Y, caminando, vio a lo lejos cómo hombres abandonaban sus campos y sus viñas y se encaminaban apresuradamente hacia las puertas de la ciudad.
Y oyó sus voces llamando su nombre y gritando de lugar a lugar, contándose el uno al otro de la llegada de su barco. Y se dijo a sí mismo:
¿Será el día de la partida el día del encuentro? ¿Y será mi crepúsculo, realmente, mi amanecer?
¿Y, qué daré a aquel que dejó su arado en la mitad del surco, o a aquel que ha detenido la rueda de su lagar?
¿Se convertirá mi corazón en un árbol cargado de frutos
que yo recoja para entregárselos?
¿Fluirán mis deseos como una fuente para llenar sus copas?
¿Será un arpa bajo los dedos del Poderoso o una flauta a través de la cual pase su aliento?
Buscador de silencios soy ¿qué tesoros he hallado en ellos que pueda ofrecer confiadamente?
Si es este mi día de cosecha ¿en qué campos sembré la semilla y en qué estaciones, sin memoria?
Si esta es, en verdad, la hora en que levante mi lámpara, no es mi llama la que arderá en ella.
Oscura y vacía levantaré mi lámpara.
Y el guardián de la noche la llenará de aceite y la encenderá.
En palabras decía estas cosas. Pero mucho quedaba sin decir en su corazón. Porque él no podía expresar, su más profundo secreto.
Y, cuando entró en la ciudad, toda la gente vino a él, llamándolo a voces.
Y los viejos se adelantaron y dijeron:
No nos dejes.
Has sido un mediodía en nuestros crepúsculo y tu juven¬tud nos ha dado motivos para soñar.
No eres un extraño entre nosotros; no eres un huésped, sino nuestro hijo bienamado.
Que no sufran aún nuestros ojos el hambre de su rostro.
Y los sacerdotes y las sacerdotisas le dijeron:
No dejes que las olas del mar nos separen ahora, ni que los años que has pasado aquí se conviertan en un recuerdo. Has caminado como un espíritu entre nosotros y tu sombra ha sido una luz sobre nuestros rostros.
Te hemos amado mucho. Nuestro amor no tuvo palabras y con velos ha estado cubierto.
Pero ahora clama en alta voz por ti y ante ti se descubre. Siempre ha sido verdad que él amor no conoce su hondura hasta la hora de la separación.
Y vinieron otros también a suplicarle. Pero él no les respondió. Inclinó la cabeza y aquellos que estaban a su lado vieron cómo las lágrimas caían sobre su pecho.
El y la gente se dirigieron, entonces, hacia la gran plaza ante el templo.
Y salió del santuario una mujer llamada Almitra. Era una profetisa.
Y él la miró con enorme ternura, porque fue la primera que lo buscó y creyó en él cuando tan sólo había estado un día en la ciudad.
Y ella lo saludó, diciendo:
Profeta de Dios, buscador de lo supremo; largamente has escudriñado las distancias buscando tu barco.
Y ahora tu barco ha llegado y debes irte.
Profundo es tu anhelo por la tierra de tus recuerdos y por el lugar de tus mayores deseos y nuestro amor no te atará, ni nuestras necesidades detendrán tu paso.
Pero sí te pedimos que antes de que nos dejes, nos hables y nos des tu verdad.
Y nosotros la daremos a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos, y así no perecerá.
En tu soledad has velado durante nuestros días y en tu vigilia has sido el llanto y la risa de nuestro sueño. Descúbrenos ahora ante nosotros mismos y dinos todo lo que existe entre el nacimiento y la muerte, como te ha sido mostrado.
Y él respondió:
Pueblo de Orfalese ¿de qué puedo yo hablar sino de lo que aún ahora se agita en vuestras almas?
El Amor
Dijo Almitra: Háblanos del Amor.
Y él levantó la cabeza, miró a la gente y una quietud des¬cendió sobre todos. Entonces, dijo con gran voz:
Cuando el amor os llame, seguidlo.
Y cuando su camino sea duro y difícil.
Y cuando sus alas os envuelvan, entregaos. Aunque la espada entre ellas escondida os hiriera.
Y cuando os hable, creed en él. Aunque su voz destroce nuestros sueños, tal cómo el viento norte devasta los jardines.
Porque, así como el amor os corona, así os crucifica.
Así como os acrece, así os poda.
Así como asciende a lo más alto y acaricia vuestras más tiernas ramas, que se estremecen bajo el sol, así descenderá hasta vuestras raíces y las sacudirá en un abrazo con la tierra.
Como trigo en gavillas él os une a vosotros mismos.
Os desgarra para desnudaros.
Os cierne, para libraros de vuestras coberturas.
Os pulveriza hasta volveros blancos.
Os amasa, hasta que estéis flexibles y dóciles.
Y os asigna luego a su fuego sagrado, para que podáis convertiros en sagrado pan para la fiesta sagrada de Dios.
Todo esto hará el amor en vosotros para que podáis conocer los secretos de vuestro corazón y convertiros, por ese conocimiento, en un fragmento del corazón de la Vida.
Pero si, en vuestro miedo, buscáreis solamente la paz y el placer del amor, entonces, es mejor que cubráis vuestra desnudez y os alejéis de sus umbrales.
Hacia un mundo sin primaveras donde reiréis, pero no con toda vuestra risa, y lloraréis, pero no con todas vuestras lágrimas.
El amor no da nada más a sí mismo y no toma nada más que de sí mismo.
El amor no posee ni es poseído.
Porque el amor es suficiente para el amor.
Cuando améis no debéis decir: "Dios está en mi corazón", sino más bien: "Yo estoy en el corazón de.Dios."
Y pensad que no podéis dirigir el curso del amor porque él si os encuentra dignos, dirigirá vuestro curso.
El amor no tiene otro deseo que el de realizarse.
Pero, si amáis y debe la necesidad tener deseos, que vuestros deseos sean éstos:
Fundirse y ser como un arroyo que canta su melodía a la noche.
Saber del dolor de la demasiada ternura.
Ser herido por nuestro propio conocimiento del amor. Y sangrar voluntaria y alegremente.
Despertarse al amanecer con un alado corazón y dar gracias por otro día de amor.
Descansar al mediodía y meditar el éxtasis de amar. Volver al hogar con gratitud en el atardecer.
Y dormir con una plegaria por el amado en el corazón y una canción de alabanza en los labios.
El Matrimonio
Entonces, Almitra habló otra vez: ¿Qué nos diréis sobre el Matrimonio, Maestro?
Y él respondió, diciendo:
Nacisteis juntos y juntos para siempre.
Estaréis juntos cuando las alas blancas de la muerte esparzan vuestros días.
Sí; estaréis juntos aun en la memoria silenciosa de Dios. Pero dejad que haya espacios en vuestra cercanía.
Y dejad que los vientos del cielo dancen entre vosotros. Amaos el uno al otro, pero no hagáis del arnor una atadura.
Que sea, más bien, un mar movible entre las costas de vuestras almas.
Llenaos uno al otro vuestras copas, pero no bebáis de una sola copa.
Daos el uno al otro de vuestro pan, pero no comáis del mismo trozo.
Cantad y bailad juntos y estad alegres, pero que cada uno de vosotros sea independiente.
Las cuerdas de un laúd están solas, aunque tiemblen con la misma música.
Dad vuestro corazón, pero no para que vuestro compañero lo tenga.
Porque sólo la mano de la Vida puede contener los corazones.
Y estad juntos, pero no demasiado juntos. Porque los pilares del templo están aparte.
Y, ni el roble crece bajo la sombra del ciprés ni el ciprés bajo la del roble.
Los niños
Y una mujer que sostenía un niño contra su seno pidió: Háblanos de los niños.
Y él dijo:
Vuestros hijos no son hijos vuestros.
Son los hijos y las hijas de la Vida, deseosa de sí misma. Vienen a través vuestro, pero no vienen de vosotros.
Y, aunque están con vosotros, no os pertenecen.
Podéis darles vuestro amor, pero no vuestros pensamientos.
Porque ellos tienen sus propios pensamientos.
Podéis albergar sus cuerpos, pero no sus almas.
Porque sus almas habitan en la casa del mañana que vosotros no podéis visitar, ni siquiera en sueños.
Podéis esforzaros en ser como ellos, pero no busquéis el hacerlos como vosotros.
Porque la vida no retrocede ni se entretiene con el ayer. Vosotros sois el arco desde el que vuestros hijos, como flechas vivientes, son impulsados hacia delante.
El Arquero ve el blanco en la senda del infinito y os doblega con Su poder para que Su flecha vaya veloz y lejana. Dejad, alegremente, que la mano del Arquero os doblegue. Porque, así como El ama la flecha que vuela, así ama también el arco, que es estable.
El dar
Entonces, un hombre rico dijo: Háblanos del dar.
Y él contestó:
Dais muy poca cosa cuando dais de lo que poseéis.
Cuando dais algo de vosotros mismos es cuando realmente dais.
¿Qué son vuestras posesiones sino cosas que atesoráis por miedo a necesitarlas mañana?
Y mañana, ¿qué traerá el mañana al perro que, demasiado previsor, entierra huesos en la arena sin huellas mientras sigue a los peregrinos hacia la ciudad santa? ¿Y qué es el miedo a la necesidad sino la necesidad misma?
¿No es, en realidad, el miedo a la sed, cuando el manantial está lleno, la sed inextinguible?
Hay quienes dan poco de lo mucho que tienen y lo dan buscando el reconocimiento y su deseo oculto malogra sus regalos.
Y hay quienes tienen poco y lo dan todo.
Son éstos los creyentes en la vida y en la magnificencia de la vida y su cofre nunca está vacío.
Hay quienes dan con alegría y esa alegría es su premio.
Y hay quiénes dan con dolor y ese dolor es su bautismo.
Y hay quienes dan y no saben del dolor de dar, ni buscan la alegría de dar, ni dan conscientes de la virtud de dar.
Dan como, en el hondo valle, da el mirto su fragancia al espacio.
A través de las manos de los que como esos son, Dios habla y, desde el fondo de sus ojos, El sonríe sobre la tierra.
Es bueno dar algo cuando ha sido pedido, pero es mejor dar sin demanda, comprendiendo.
Y, para la mano abierta, la búsqueda de aquel que recibirá es mayor goce que el dar mismo.
¿Y hay algo, acaso, que podáis guardar? Todo lo que tenéis será dado algún día.
Dad, pues, ahora que la estación de dar es vuestra y no de vuestros herederos.
Decís a menudo: "Daría, pero sólo al que lo mereciera." Los árboles en vuestro huerto no dicen así, ni lo dicen los rebaños en vuestra pradera.
Ellos dan para vivir, ya que guardar es perecer.
Todo aquel que merece recibir sus días y sus noches, merece, seguramente, de vosotros todo lo demás.
Y aquel que mereció beber el océano de la vida, merece llenar su copa en vuestro pequeño arroyo.
¿Y cuál será mérito mayor que el de aquel que da el valor y la confianza -no la caridad- del recibir?
¿Y quiénes sois vosotros para que los hombres os muestren su seno y os descubran su orgullo para que así veáis sus merecimientos desnudos y su orgullo sin confusión?
Mirad primero si vosotros mismos merecéis dar y ser un instrumento del dar.
Porque, a la verdad, es la vida la que da a la vida, mientras que vosotros, que os creéis dadores, no sois sino testigos.
Y vosotros, los que recibís -y todos vosotros sois de ellos- no asumáis el peso de la gratitud, si no queréis colocar un yugo sobre vosotros y sobre quien os da.
Eleváos, más bien, con el dador en su dar como en unas alas.
Porque exagerar vuestra deuda es dudar de su generosidad, que tiene el libre corazón de la tierra como madre y a Dios como padre.

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