Por una justica democrática/Emilio Rabasa Gamboa, Investigador del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAMEl Universal, 27 de mayo de 2010;
Dedicado a Carlos Marín
La creación de las normas generales o abstractas, como la Constitución o las leyes generales, fase denominada “legislación”, es ciertamente una etapa muy importante del proceso de creación jurídica, pero no el todo. Cuando éstas son creadas mediante la mayor representación posible de las diversas fuerzas políticas existentes en el país, y no por una sola corriente o, peor todavía, por un solo hombre, estamos ante lo que se conoce como “legislación democrática”. Así aconteció con nuestro Congreso Constituyente de 1916-17 que congregó a la más amplia gama social representativa de la revolución triunfante, y así sucedió a partir de los setenta, cuando decidimos los mexicanos transitar de un sistema de partido cuasihegemónico a otro multipartidista, configurando un Poder Legislativo plural. A pesar de tener una democracia de baja intensidad, logramos afianzarla en el nivel de la legislación.
Pero ahí no se agota todo el proceso jurídico-democrático, la fase siguiente a la legislación es la jurisdicción. Con ella todo el sistema transita de la generalidad de las leyes a la particularidad de las sentencias. Mediante éstas la norma general se aplica al caso concreto y así se individualiza a la Constitución y a la ley.
Si con un esfuerzo descomunal finalmente se logró la democratización de la legislación, precisa ahora llevarla al terreno de la jurisdicción, es decir, democratizar el proceso judicial. De lo contrario tendríamos un híbrido como Frankenstein, un sistema amorfo con retazos de democracia legislativa, cocidos, como el monstruo de la obra de Mary Shelley, con otros retazos de autoritarismo jurisdiccional. Para que esto no suceda es indispensable llevar la democracia a la etapa de creación de las normas individuales: a las sentencias.
¿Y cómo es esto posible? Haciendo efectivamente partícipes a los actores del proceso jurisdiccional, esto es, a las partes del juicio, en la determinación de la sentencia del juez. No se trata desde luego de que los tres, acusado, víctima y juez, dicten colegiadamente la sentencia, pero sí de que se garantice plena e igual voz y actuación durante todo el juicio tanto al sujeto a procesar, o “persona imputada”, como a la víctima o su representante, y que ninguno de los dos tenga la menor ventaja sobre el otro.
Esto sólo se puede lograr con y en el juicio oral, por los principios que lo sustentan (artículo 20 constitucional), sobre todo por el de contradicción, según el cual a cualquier intervención de una parte en el juicio debe siempre corresponder la oportunidad de responder y rebatir o contradecir a la otra, y ambas el derecho de presentar las pruebas que estimen pertinentes para persistir en la inocencia una y tratar de demostrar la culpabilidad la otra. En hacer esa garantía posible estriba la delicada y básica función de un juez digno, que no se autodenigra dictando a una secretaria lo que las partes dicen para consignarlo por escrito.
Si en verdad podemos garantizar con la oralidad la plena intervención de ambas partes en el juicio, entonces habremos democratizado la jurisdicción y así contaremos con una democracia plena, que permea a todas las etapas del proceso jurídico-político mexicano, desde la Constitución, pasando por la legislación, hasta la jurisdicción.
De ahí la importancia histórica de la reforma de los juicios orales que aprobó y promulgó el Poder Constituyente Permanente el 18 de junio del 2008: hacer realidad la democracia integral de México. En esto estriba el gran reto de la presente generación de mexicanos, el sino de nuestra generación, nuestro ser o no ser: dejar a nuestros hijos y su descendencia un país de plena democracia o con una democracia trunca.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario