El
mensaje que llega desde Boston/ Anne-Marie Slaughter*
Project
Syndicate |29 de abril de 2013
Estados
Unidos ha madurado. La reacción del público ante los atentados con bombas
durante la maratón de Boston y ante la identidad de los autores revela una
nación muy distinta de la que se reflejó en las respuestas traumatizadas y
ocasionalmente histéricas ante los ataques terroristas del 11 de septiembre de
2001. La magnitud de los dos ataques fue, por supuesto, muy distinta – en el
año 2001 se asesinaron a miles de personas y se destruyeron principales puntos
de referencia nacionales, mientras que el atentado con bombas en Boston mató a
tres personas e hirió a alrededor de 260. Aún así, fue el primer ataque de
grandes proporciones contra Estados Unidos desde el año 2001, y es instructivo
contrastar la actualidad con aquel momento.
Considere
el zumbido en los medios sociales a pocos minutos de la explosión de las
bombas. El New York Post, un tabloide, emitió un flujo de reportajes
sensacionalistas afirmando que 12 personas habían muerto y que un ciudadano
saudí se encontraba “bajo vigilancia” en un hospital de Boston. Periodistas y
columnistas veteranos inmediatamente contrarrestaron dicha información
cuestionando las fuentes del Post y la falta de confirmación de lo que estaba
informando. Kerri Miller de la Radio Pública de Minnesota envió un mensaje de
Twitter indicando que ella había cubierto el atentado de Oklahoma en el año
1995, mismo que según los reportajes periodísticos iniciales fue una explosión
de gas, posteriores reportajes indicaron que fue un ataque de terroristas
extranjeros, y, finalmente, se informó que fue la obra de extremistas
nacionales.
Dichos
comportamientos cautelosos y moderados surgieron directamente como resultado de
la toma de conciencia colectiva acerca de que muchos inocentes
musulmanes-estadounidenses sufrieron por la ignorancia e ira de los
estadounidenses después de los atentados del año 2001. En efecto, fue
igualmente sorprendente el número de expertos que insinuaron que el atentado
con bombas en Boston fue gestado dentro de la nación, guardando mayor similitud
con el atentado en la Ciudad de Oklahoma o con el tiroteo masivo de niños de
primer grado en Newtown, Connecticut el pasado diciembre, que con el complot
del año 2001. Estados Unidos del año 2013, en contraste al Estados Unidos del
año 2001, está dispuesto a reconocer sus propias patologías antes de buscar
enemigos en el extranjero.
Es
más, incluso en medio de la conmoción y el dolor avivado por las imágenes del
atentado con bombas y de las muchas víctimas con miembros destrozados y
triturados, los estadounidenses encontraron al menos un poco de ancho de banda
para comprender que las bombas siguen siendo una característica de la vida
cotidiana en Irak y Siria. El Estados Unidos de hoy es una nación que reconoce
que no es la única nación del mundo, y que de ningún modo es la que está en
peor situación.
Muchos
comentaristas enfatizaron la resiliencia de los estadounidenses, y en especial
la de los bostonianos. Al igual que los londinenses después de los ataques
contra su sistema de transporte público en julio de 2005, los ciudadanos de
Boston estaban decididos a demostrar que la vida continua. Las banderas de
Estados Unidos ondeaban a media asta, el presidente Barack Obama se dirigió a
la nación, el país lloró con las familias de las víctimas y con los jóvenes
atletas que nunca correrán de nuevo. No obstante, incluso en medio de una
persecución policial masiva y un bloqueo de emergencia (“lockdown”) en toda la
ciudad, los organizadores ya se centraban en garantizar que la maratón del
próximo año redimiese la tragedia ocurrida este año.
Del
mismo modo, cuando se hizo evidente que los sospechosos del atentado con
bombas, Tamerlan y Dzhokhar Tsarnaev, eran chechenos que habían emigrado de la
provincia rusa de Daguestán, la reacción – al menos entre los participantes
habituales en el debate público – fue mucho más sutil en comparación a la de
hace una década. En aquel entonces, el artículo de portada de Fareed Zakaria en
Newsweek – titulado “The Politics of Rage: Why Do They Hate Us?” (“La política
de la rabia: ¿por qué nos odian?”) – pintaba un retrato a brocha gorda del
furor de los jóvenes musulmanes en el Medio Oriente contra las dictaduras
brutales y opresivas financiada y apoyadas por el Gobierno de EE.UU. Zakaria
tenía razón en muchos aspectos, mas también tenía que poner al día a sus
lectores resumiendo seis décadas de historia en unas pocas páginas.
Por
el contrario, David Remnick, editor de The New Yorker, sopesó sus palabras en
un artículo sobre los hermanos Tsarnaev que comenzó describiendo el destierro
del pueblo checheno llevado a cabo por Stalin “de su tierra natal en el norte
del Cáucaso hasta Asia Central y los páramos de Siberia”. La introducción de
Remnick no tenía la intención de presentar un resumen de la historia brutal y
violenta del pueblo checheno, sino enmarcar un relato detallado de la historia
específica de la familia Tsarnaev.
Remnick
incluyó una serie de mensajes en Twitter del hermano menor, Dzhokhar, quien
sólo tiene 19 años, comenzando con un mensaje del 12 de marzo de 2012 (“ya
estoy una década en Estados Unidos – quiero salir”). En palabras de Remnick,
los tweets muestran “los pensamientos de un hombre joven: sus chistes, sus
rencores, sus prejuicios, su fe, sus deseos”. Incluso en medio de la ira y el
dolor de los estadounidenses ante el acto sinsentido perpetrado por los
hermanos Tsarnaev, podemos verlos no como encarnaciones sin rostro de ira
islámica, sino como personas individuales, como seres humanos – incluso como
personas tristes.
La
capacidad de distinguir las características individuales entre aquellas de la
masa de personas, poder llegar a opiniones sutiles y controlar los impulsos
iniciales de rabia y venganza son el sello distintivo tanto de la madurez de
las sociedades como la de las personas. No obstante, Estados Unidos también ha
madurado en otra forma, aprendió a optar por la transparencia en lugar del
secretismo, y aprendió a confiar en el poder de sus ciudadanos.
Después
del 11 de septiembre de 2001, el experto en seguridad Stephen E. Flynn instó al
Gobierno a “involucrar al pueblo estadounidense en la iniciativa de gestión de
amenazas a la nación”. Una década después, el FBI, de manera inmediata hizo un
llamado a todos los que asistieron a la maratón de Boston, pidiéndoles que
envíen fotos y videos de la zona alrededor de la línea de meta – lo que sea que
pudiese ayudar a los investigadores a identificar a quienes perpetraron el
atentado con bombas. La inundación de información resultante permitió a las
autoridades identificar a los dos sospechosos mucho antes de lo que hubiese
sido posible si hubiesen confiado en métodos policiales tradicionales.
Estados
Unidos del año 2013 es más reflexivo de lo que era hace una década y también
está conectado de forma más conscientemente con el mundo. El resultado es una
ciudadanía que tiene menos tendencia a interpretar acontecimientos, incluso
ataques, en términos simplistas y a menudo contraproducentes, como lo son los
términos vinculados al pensamiento de “nosotros contra ellos”.
El
cáncer de la violencia se hace patente dentro de EE.UU con demasiada
frecuencia, avivado en parte por la misma desigualdad, alienación, falta de
oportunidades y búsqueda ferviente de la verdad absoluta que podemos visualizar
en el extranjero. La represión brutal de Chechenia, el extremismo islámico
violento, un culto estadounidense de la violencia, los sueños frustrados de los
inmigrantes, y una gran cantidad de otros factores que aún no han salido a luz
crean un complejo patrón de riesgo que es difícil de desentrañar, y que es aún
más difícil de minimizar. No obstante, ver dicho patrón de manera clara es un
importante primer paso.
Anne-Marie
Slaughter, a former director of policy planning in the US State Department
(2009-2011) and a former dean of the Woodrow Wilson School of Public and
International Affairs, is Professor of Politics and International Affairs at
Princeton University. She is the author of The Idea That Is America: Keeping
Faith with Our Values in a Dangerous World. Traducido del inglés por Rocío L.
Barrientos.
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