¿Quién
no mató a Kennedy?/ Rafael Navarro-Valls es catedrático, académico y autor de La leyenda Kennedy.
El
Mundo | 22 de noviembre de 2013
Durante
los primeros años después del asesinato en Dallas la cuestión era: «¿Quién mató
a Kennedy?». Comenzaba a tomar cuerpo la teoría de la conspiración. Cincuenta
años después, la pregunta que algunos se hacen es: «¿Quién no mató a Kennedy?».
Quiero decir, que han sido tantos los trabajos, las hipótesis, los documentos
exhumados, los ensayos, libros y artículos publicados, los documentales y
películas proyectados sobre el enigma Kennedy (se calculan unos 40.000), que el
número de posibles sospechosos ha crecido exponencialmente. Parece como si
demasiada gente hubiera tenido interés en la muerte del joven presidente.
La
verdad es que, en mi opinión, el verdadero enigma sobre el presidente tiroteado
en Dallas debe ser referido a su vida, más que a su muerte. La pregunta en
torno al enigma no es primordialmente ¿quién mató (o no mató) a Kennedy?, sino
más bien ¿quién era, en realidad, el presidente de los Estados Unidos?
Pero
veamos antes quién no mató a Kennedy. La tesis de la conspiración gira más
sobre un sentimiento que sobre una realidad. Es éste: ¿cómo fue posible que el
presidente más brillante de la Historia de América fuera asesinado por un
aislado y patético personaje como Lee Harvey Oswald? Lo mediocre del personaje
requería urgentemente una dosis de misterio. Fueron surgiendo así diversas
teorías –no demostradas– que han envuelto el asesinato de Dallas en una tela de
araña. Una tela tupida, fruto de una verdadera industria en torno al magnicidio
de la plaza Dealey, que 50 años y millones de dólares han alimentado sin cesar.
Los
protagonistas son múltiples. Como más probable, según suponen unos, destacaría
el presidente Lyndon Johnson, quizás envuelto en casos de corrupción a punto de
hacerse públicos. Otros apuntan a las grandes industrias de armamento, que
necesitaban una escalada de guerra en Vietnam, para la cual el presidente
presuntamente sería un obstáculo. La CIA aparece súbitamente como un viejo
animal herido por el fracaso de Bahía de Cochinos, producto de la indecisión
del presidente, que se habría vengado matándolo. La extrema derecha, que
encontraba a John Kennedy culpable de «alta traición» por su contemporización
con los soviéticos, afroamericanos y Cuba, habría apretado también el gatillo.
A
estos se une la gran industria del petróleo, amenazada por una reforma fiscal
en curso; la mafia de Chicago, en peligro por la lucha presidencial contra el
crimen organizado; Fidel Castro, como reacción contra los varios intentos
americanos contra su vida; la KGB, para vengar la humillación de la retirada de
los misiles de Cuba; un grupo de americanos patriotas exasperados por la
amenaza para la paz mundial que implicaba el irreflexivo y joven presidente… No
faltan las teorías delirantes que apuntan a Aristóteles Onassis –que luego se
casaría con la joven viuda del presidente– en combinación con un grupo de
illuminati movidos por oscuras razones, o a quienes han defendido que fue el
propio chofer del coche presidencial quien mató a Kennedy para encubrir ¡una
invasión de extraterrestres!
Algunas
de estas tesis conspiratorias intentan justificarse en dos hipótesis: la
existencia de un segundo tirador y la de una supuesta cuarta bala. La verdad es
que Oswald dispara tres veces desde 81 metros de distancia contra un blanco
móvil que marcha a 17 kilómetros por hora. Inicialmente se pensó que las tres
balas habían dado en el blanco: lo que era demasiado para un mediano tirador,
por mucho ex marine que fuera Oswald. Posteriormente se demostró que de las
tres balas, una se perdió en el asfalto. La segunda atravesó limpiamente la
garganta de Kennedy y, prácticamente sin perder impulso, atraviesa la espalda
del gobernador Connally, luego su muñeca y acaba su carrera en el muslo
izquierdo. Esta bala se desgajaría suavemente en el propio hospital donde es
llevado y aparecerá en la camilla que le transportaba. La tercera bala es
mortal de necesidad. Viene también de atrás, es decir, desde el edificio del
que dispara el francotirador. Perfora la cabeza y destroza la parte derecha de
la bóveda craneal. Lo que explica la observación de varios testigos: «El cráneo
del presidente explotó». Pocos saben que el extraño movimiento de Jackie
gateando hacia atrás era para coger, aterrorizada, una parte del cerebro de su
marido. Cinco heridas, ciertamente, pero tres balas tan solo. Exactamente el
número de casquillos que se encuentran en el edificio del depósito de libros.
Exactamente a las conclusiones a que llega el FBI y antes la policía de Dallas:
nada que abone las tesis de mitómanos y confabuladores.
Lee
Harvey Oswald, en mi opinión, es el único asesino, un hombre solitario,
neurótico y desequilibrado por motivaciones políticas y afectivas. En esto
convino hasta la propia viuda de Oswald –Marina, rusa de nacimiento– durante
muchos años, exactamente hasta 1988, que aparece como la primera convencida de
la culpabilidad de su esposo. Y sobre todo, el informe de la Comisión Warren
–en mi opinión– es definitivo. Hasta Robert Kennedy estuvo de acuerdo con sus
conclusiones.
Es
curioso cómo los hechos se repiten en los asesinatos de John F. Kennedy y su
hermano Robert. Un tirador solitario Oswald– que asesina al presidente; otro
desequilibrado solitario –Jack Ruby– que asesina al asesino de Dallas; años más
tarde, otro asesino solitario –Shirhan B. Shirhan– saldrá de la oscuridad de la
cocina de un hotel para disparar a la cabeza del candidato Kennedy a las
elecciones presidenciales de 1968.
Estas
coincidencias darán alas a las tesis de Jim Garrison, fiscal de Nueva Orleáns,
luego retomadas por Oliver Stone en su película JFK, un blockbuster muy popular
en la que el asesinato de Kennedy aparece como una conspiración entre la CIA y
el presidente Jonhson. Desde el primer momento, la película fue objeto de
serias críticas. Por ejemplo, el mayor experto americano en conspiraciones
Arthur Goldwag (autor de Cults, Conspiracies, and Secret Societies) ha hecho de
ella este juicio: «Es una letanía notable de falsedades, tergiversaciones,
exageraciones y omisiones. Soy tan duro con Stone porque es un buen director.
Si fuese un cineasta malo, no importaría».
Y
respecto a una segunda (o tercera, etcétera) personas que habría intervenido en
el asesinato, baste decir que, sumando los distintos francotiradores que
aparecen en las tesis conspirativas (quienes supuestamente habrían disparado
desde cuatro edificios diversos, una alcantarilla, varios montículos, pasos
elevados y hasta desde el coche de escolta del presidente), Anthony Summers
(Not in Your Lifetime) ha contado unos 30. Ninguno ha sido localizado
fehacientemente. Son vagas figuras que se pierden en la bruma sin pruebas
claras. Incluso el comité del Congreso que en 1978/79 concluyó –contra lo dicho
por la Comisión Warren– que «probablemente el asesinato fue fruto de una
conspiración», se resiente de falta de transparencia, división entre sus
componentes y crea más problemas que cuestiones resuelve.
Ya
entenderá quien me esté leyendo que no es mi intención desmontar en un modesto
artículo de prensa las tesis conspirativas. Lo que deseo es dejar sentada mi
postura y sus bases mínimas. Coincido con John McCloy, antiguo miembro de la
Comisión Warren, «nunca se han presentado pruebas tangibles de una
conspiración». Como observa Vincent Quivy, se puede ser el presidente del país
más poderoso de la Tierra, haber sobrevivido políticamente a la amenaza de los
misiles nucleares soviéticos y sucumbir, sin embargo, a la acción de un
atormentado personaje y mediocre tirador amateur.
Por
lo demás, la cifra actual de personas que creen que Oswald actuó por su cuenta
es la más alta desde la época cercana al homicidio, cuando el 36% de los
encuestados opinaba que fue obra de una sola persona.
La
revisión actual de las tesis conspirativas coincide con la revisión de la
propia figura y obra del presidente asesinado. Hoy no se está tan seguro de la
importancia del legado Kennedy. Desde luego su valentía, inteligencia, el
resplandor que irradiaba, su rara mezcla de juventud y autodesdén hicieron de
la política americana una explosión de estilo, pero de dudoso contenido.
Posiblemente esa explosión acabó enterrando al político y al hombre todavía
inmaduro.
Era
como un sol cegador, que no deja ver la oscuridad. Hoy muy probablemente sería
acosado por una prensa implacable, un sistema de redes sociales que transmiten
en un segundo a medio mundo aspectos debatidos, y la antigua ley del silencio
sobre sus enfermedades y su incontinencia amorosa se tornaría en peligroso
vocerío mediático y social. Dudosamente en el siglo XXI podría haber sido un
candidato fuerte a la presidencia. Pero esto, si me lo permite EL MUNDO, será
objeto de un estudio posterior. Baste decir ahora que su inicial calificación
de «gran presidente» se ha transformado en «buen presidente». Hoy –entre los
estudiosos– es un «debatido presidente», con demasiados claroscuros. Aunque,
eso sí, uno de los «más amados» por el pueblo americano.
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